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el dorado

ERNST
RÖTHLISBERGER

viajes
el dorado

ernst
röthlisberger

viajes
Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia

Rothlisberger, Ernst, 1858-1926, autor


El Dorado : estampas de viaje y cultura de la Colombia suramericana. / Ernst
Röthlisberger ; presentación, Gustavo Silva. – Bogotá : Ministerio de Cultura : Bibliote-
ca Nacional de Colombia, 2017.
1 recurso en línea : archivo de texto PDF (618 páginas). – (Biblioteca Básica de
Cultura Colombiana. Viajes / Biblioteca Nacional de Colombia)

Incluye datos biográficos del autor.
ISBN 978-958-5419-29-2

1. Colombia - Descripciones y viajes - Siglo XIX 2. Colombia - Vida social y
costumbres - Siglo XIX 3. Colombia – Historia - Siglo XIX 4. Libro digital I. Silva,
Gustavo, autor de introducción II. Título III. Serie

CDD: 918.61 ed. 23 CO-BoBN– a1011890


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ISBN: 978-958-5419-29-2
Bogotá D. C., diciembre de 2017

© 2016, Universidad Nacional de Colombia


© 2017, De esta edición: Ministerio de Cultura –
Biblioteca Nacional de Colombia
© Presentación: Gustavo Silva

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índice
Presentación9
§§

EL DORADO

Estampas de viaje y
cultura de la Colombia
suramericana

Autobiografía Ernst
§§
Röthlisberger21
Prólogo a la primera
§§
edición suiza25
i
§§
Por las Antillas francesas
a Colombia31
ii
§§
Por el Magdalena. Ascenso
a los Andes57
iii
§§
Colombia y su capital95
iv
§§
Vida y trajines en Bogotá139
v
§§
La vida cultural187
vi
§§ xii
§§
Correrías231 Regreso a la patria545
vii
§§ Epílogo565
§§
Conquista del país.
Apéndice
§§
Población aborigen. Razas281
Estrofas colombianas
viii
§§ traducidas al alemán por
En los Llanos321 Ernst Röthlisberger577
ix
§§ Bibliografía585
§§
La liberación y el
Guía de nombres que
§§
Libertador393
aparecen en este libro591
x
§§ Guía geográfica601
§§
Colombia. Años de
aprendizaje437 Guía temática611
§§
xi
§§
Revolución473
§§ Presentación

Relatar un viaje es por sí misma toda una aventu-


ra intelectual, no sólo para el escritor que recuerda y crea,
sino también para el lector viajero que descifra y al tiem-
po evoca sensaciones ajenas; pequeñas e interesantes para-
dojas permitidas gracias a la literatura. Los libros de viaje,
mediante descripciones geográficas, itinerarios y promesas
de seguir adelante, tienen tal capacidad de sugestión que
hacen de sus lectores navegantes expertos, peregrinos sin
pausa o temerarios exploradores. Cada lector construye
su propio recorrido, porque cada paso —sugerido por el
escritor— se convierte en una emoción, una sensación o
una aspiración muy propia, surgida de nuestros viajes pa-
sados como lectores de otros volúmenes o como visitan-
tes de otras regiones. Así, un relato de viaje, como el que
ahora usted arriesga emprender, más que información, da-
tos o conocimientos, lo que muy probablemente le dejará
son experiencias, vivencias que (aunque en un principio
fueron construidas por otros), terminarán siendo suyas

9
Presentación

cuando cobren significación a través de sus propias emo-


ciones y sentimientos.
Este libro es el relato de un periplo de cuatro años y
medio. El viajero no fue un explorador avezado, ni un pere-
grino o experto itinerante. Fue un joven de veintitrés años,
educado en teología, historia y filosofía en la Universidad
de Berna, más acostumbrado a pasar largas jornadas entre
libros y papeles que en trenes y vapores trasatlánticos. Su
historia es una parte de nuestra historia como colombia-
nos, aunque él haya emprendido y terminado este viaje en
su natal Suiza. Ernst Röthlisberger Schneeberger, es el na-
rrador de uno de los relatos que tal vez mejor describen la
Colombia de finales del siglo xix: El Dorado. Estampas
de viaje y cultura de la Colombia suramericana.
Alrededor de ese relato hay innumerables historias: la
historia de su autor que lo lleva a escribirlo; la historia na-
rrada paso a paso por el joven suizo en sus páginas; la histo-
ria del libro, de sus ediciones y de sus incontables lectores.
Sólo quiero esbozar un par de ellas y dejar que el lector se
acerque por su propia cuenta a la más rica y delirante, aque-
lla que se plasma en las páginas de El Dorado.
El profesor Ernst Röthlisberger nació en Burgdorf,
Suiza, el 20 de noviembre de 1858, año en el que por
nuestras tierras nació Tomás Carrasquilla, quien noveló
la historia social de un pueblo antioqueño, Yolombó; un
pueblo que pudo ser cualquier pueblo colombiano por esa
época. Röthlisberger fue uno de los cuatro hijos de Johann
Röthlisberger Bachmann, una especie de abogado que
estaba habilitado para resolver conflictos privados en su

10
Presentación

ciudad. Ernst fue un inquieto joven que estudió lenguas


y teología en París, para luego completar sus estudios en
la Universidad de Berna, Suiza, tomando cursos de filo-
sofía e historia.
En 1881, uno de sus profesores en la Universidad,
el doctor Basilius Hidber, le comentó que el Gobierno
suizo estaba convocando a un académico para que viajara
a un país suramericano con el fin de encargarse, por cua-
tro años, de tres cátedras en la universidad. La solicitud
originalmente fue hecha por el ministro plenipotencia-
rio de Colombia ante las cortes de España e Inglaterra,
Carlos Holguín Mallarino, al Consejo Federal de Suiza.
La recomendación de Hidber bastó para que el joven
Röthlisberger fuera encargado de las cátedras de Filosofía,
Historia e Historia del Derecho en la Universidad Nacio-
nal en Bogotá.
No sabemos qué tan difícil fue tomar aquella decisión,
la de embarcarse en un viaje hacia tierras lejanas, pero sobre
todo muy desconocidas. Seguramente lo impulsaban más
la curiosidad y un espíritu de aventura y conocimiento. A
sus veintitrés años asumía una gran responsabilidad, la de
representar a su Gobierno ante una república joven que
aún buscaba su estabilidad social en medio de profundos
cambios políticos. Emil Ryser, uno de los compañeros de
estudio de Röthlisberger y de los pocos que asistieron a
su despedida, narrada por el mismo Röthlisberger en las
primeras líneas de El Dorado, describió el riesgo y la in-
certidumbre que asumió el joven profesor de filosofía e
historia con su viaje a tierras equinocciales:

11
Presentación

Bogotá era lejos, el viaje aún más peligroso que hoy


día, y las circunstancias en el país hacían que fuera como
vivir sobre un volcán. Triste regresé a mi casa [después
de despedirlo con lágrimas en los ojos], pensando en el
amigo y pensando también en su querida madre.

Ese viaje de Ernst, que inicia en la estación de tren


cerca a Berna, el miércoles 23 de noviembre de 1881, y
que concluye el 3 de abril de 1886 en el Valle de Travers
con vista a los Alpes suizos, es principalmente el viaje de
un académico, el viaje de alguien que estudia una cultura,
analiza un país, reflexiona sobre sus fuerzas, sus dificulta-
des y sus innumerables posibilidades. El Dorado, publi-
cado diez años después de concluir el periplo, es un texto
que se regocija de la exuberancia natural de nuestro país
tropical, llama la atención sobre la pobreza e iniquidad
de esa sociedad mayoritariamente rural y reconoce en la
cultura de los centros de poder político como Bogotá un
ambiente intelectualmente activo.
El profesor Ernst Röthlisberger, durante toda su vida,
recordó con orgullo su paso por Colombia, sobre todo el
hecho de haber sido profesor de la Universidad Nacional.
En su breve nota autobiográfica llama la atención que re-
salte este viaje y su trabajo académico en Bogotá, dejando
por fuera logros de gran importancia mundial relacionados
con sus aportes a la propiedad intelectual. Y es que efecti-
vamente Röthlisberger llegó a ser una autoridad mundial
en la protección de los derechos de propiedad intelectual,
al dirigir por décadas la Oficina Internacional de Protec-
ción Industrial, Literaria y Artística de Berna, además de

12
Presentación

ser un reputado profesor de Derecho de Autor en la Uni-


versidad de Berna.
La relación del profesor Röthlisberger con nuestro
país no se limitó a su viaje, al trabajo académico que de-
sempeñó entre 1882 y 1885, y por supuesto a la redacción
de El Dorado, pues años después de su regreso a Suiza con-
trajo matrimonio con la colombiana Inés Ancízar Samper,
hija de Agripina Samper Agudelo, una avanzada mujer y
escritora de gran fuerza poética que firmó bajo el seudó-
nimo de Pía Rigán, y de Manuel Ancízar, primer secre-
tario de la Comisión Corográfica en 1851, autor de otro
monumental relato de viaje por las regiones colombianas,
Peregrinación de Alpha, y primer rector en propiedad de la
Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia.
Así que fue Colombia un poco más que su segunda pa-
tria, fue su patria en el hogar. En su casa era común recibir
colombianos que viajaban a Europa por diversas cuestiones
y que llevaban noticias frescas de nuestro país, noticias que
le sirvieron para perfeccionar y concluir satisfactoriamente
la redacción de sus viajes por las tierras de El Dorado.
De su matrimonio con Inés Ancízar nacieron dos
hombres y una mujer: Manuel, Walter y Blanca. Blanca
Röthlisberger Ancízar fue una de las primeras mujeres
en obtener un doctorado en literatura en Suiza y llegó a
ser profesora de la universidad, algo extraordinario para
la época. Walter y Manuel conocieron Colombia; Walter
se radicó en Bogotá, su familia y sus negocios se erigieron
en nuestro país; Manuel llegó a ser coronel del Ejército
suizo y cónsul general de Colombia en ese país europeo.

13
Presentación

Hablar de los tres hijos de Ernst e Inés es también acer-


carse a la historia del libro que publicó su padre a finales del
siglo xix, El Dorado. Pues a la muerte de Ernst, acaecida en
1926, los tres hermanos se propusieron reeditar las viven-
cias y experiencias de su padre por nuestras tierras. Así, Ma-
nuel y Walter, más de cuarenta años después, retomaron en
gran parte el itinerario de viaje del padre y, junto a Blanca,
iniciaron la redacción de insertos al relato de viaje original.
Así, la primera edición de El Dorado, a cargo de Ernst, sa-
lió a la luz en 1898 en idioma alemán, gracias a la editorial
suiza Schmid & Francke, meses después de la triste muerte
de Inés Ancízar Samper. La segunda edición, a cargo de
Walter, se publicó en 1929, también en alemán y bajo la
responsabilidad de la editorial Strecker und Schröder
en Stuttgart, Alemania. Llama la atención que esta segunda
edición no incluyó las fotografías e ilustraciones de fina-
les del siglo xix que enriquecían el relato de Ernst a cada
paso. En lugar de ello, la edición de 1929 presenta foto-
grafías de la década de los veinte, de una Colombia que
poco había cambiado hasta entonces. Los nuevos relatos,
escritos principalmente por Walter, son insertados cuida-
dosamente por el editor al final de cada capítulo original.
Efectivamente este fue un libro pensado para lectores le-
janos, para ojos más acostumbrados al orden y el frío, que
vieron en el relato de viaje un país caótico, de naturaleza
apabullante y de costumbres delirantes.
Sólo hasta 1963, cerca de ochenta años después de la vi-
sita del profesor Ernst Röthlisberger a nuestro país, se pudo
leer en español su visón de aquella Colombia recién formada,

14
Presentación

que intentaba construirse buscando su norte en influencias


extranjeras y olvidando su centro y su identidad. Gracias al
Banco de la República se publicó la traducción al español
de la segunda edición en alemán de El Dorado. Traducción
llevada a cabo por el profesor de literatura Antonio de Zu-
biaurre Martínez, exiliado español y cofundador de la revista
Eco. Lamentablemente, esta edición, la primera en español,
dejó por fuera todo el aporte gráfico que las anteriores eu-
ropeas incluyeron de manera cuidadosa. En ella faltó tam-
bién —por restringirse a la edición de 1929— aquel relato
original de Ernst, en las primeras páginas del libro, que re-
memora el tramo inicial de su viaje, saliendo de la estación
de tren cerca a Berna, pasando por Francia y embarcando
en Burdeos hasta llegar a las Antillas. Incluso, la reimpre-
sión publicada por el Banco de la República y Colcultura
en 1993, bajo la Biblioteca v Centenario Colcultura. Via-
jeros por Colombia, salió a la luz con idénticas carencias.
En 2016, la Universidad Nacional de Colombia pu-
blicó una nueva edición en dos tomos de El Dorado, esta
vez bajo el cuidado de Alberto Gómez Gutiérrez. En ella
se rescata aquel relato inicial de Ernst Röthlisberger que
sólo se conocía de la primera edición a finales del siglo
xix y que gracias a sus descendientes en Colombia, Inés
Röthlisberger de García-Reyes y Mónica Röthlisberger de
Navas, pudo ser finalmente vertido al español. Además,
la edición de 2016 organiza en un solo tomo el relato del
padre junto con las imágenes originales de ese primer li-
bro, y en otro tomo el relato del hijo, acompañado de las
fotografías de la segunda edición en alemán.

15
Presentación

Gracias a la Biblioteca Nacional de Colombia y su


ambicioso proyecto Biblioteca Básica de Cultura Colom-
biana podremos iniciar este viaje sin restricciones, con la
única salvaguarda de desprendernos de nuestros prejui-
cios, para intentar reconocernos en una época que ya no
es nuestra, en costumbres olvidadas y en paisajes perdidos.
Ahora inicia nuestro propio viaje.

Gustavo Silva Carrero

16
El Dorado

Estampas de viaje y cultura de la


Colombia suramericana
Dedicado a mi querida madre
Ernst Röthlisberger
Profesor Ernst Röthlisberger (1858-1926)
§§ Autobiografía
Ernst Röthlisberger

El Pr[ofesor] D[octo]r Ernst Röthlisberger, de Trüb,


nacido en Burgdorf (Berthoud) en 1858, frecuentó las es-
cuelas y el liceo de su ciudad natal; hizo sus estudios en
Suiza y París, fue convocado por recomendación del Con-
sejo Federal en 1881 como profesor de Filosofía, de His-
toria y de Historia del Derecho a la Universidad Nacional
de Colombia en Bogotá (América del Sur), funciones que
ejerció hasta la revolución de 1885. Hizo viajes en Améri-
ca. En 1887, el Consejo Federal lo nombró secretario de la
Oficina Internacional de la Unión para la Protección de
las Obras Literarias y Artísticas, oficina recién fundada y
unida a la Oficina Internacional para la Protección de la
Propiedad Industrial. Fue su secretario por treinta años,
hasta 1917, año de su promoción como vicedirector de
estas oficinas.
Hace quince años profesa en la Facultad de Derecho
de la Universidad de Berna; la Universidad de Berlín le
confirió el título de Doctor en Derecho honoris causa, con
ocasión del centenario de 1910; el gobierno colombiano

21
Ernst Röthlisberger

le confirió en 1911, por decreto, el título de Profesor Ho-


norario de la Universidad [Nacional] de Bogotá.

Monumento en Bogotá

22
El Dorado

Conocido por sus numerosos trabajos jurídicos de


especialista, se hizo una reputación como secretario in-
térprete de varias conferencias diplomáticas de las dos
Uniones para la Protección de la Propiedad Intelectual, así
como de Conferencias para la Protección Obrera, como
secretario de la Conferencia de 1906 para la revisión de
la Convención de Ginebra, y al inicio de la guerra, como
director de la Oficina de la Repatriación de los presos ci-
viles establecida por el Departamento Político Federal1.

1
Véase: Colección Familia Röthlisberger, Archivo Central e His-
tórico, Universidad Nacional de Colombia.

23
§§ Prólogo a la primera
edición suiza

En el verano de 1881, don Carlos Holguín2, ministro


plenipotenciario acreditado ante las cortes española e in-
glesa, y luego vicepresidente de la República suramericana
de Colombia, habló en Berna ante el Bundesrat (Consejo
Federal) de Suiza, y en tal ocasión solicitó a dicho Con-
sejo, en nombre del gobierno de su país, que designara a
un joven suizo para hacerse cargo de la cátedra de Filoso-
fía e Historia de la Universidad Nacional [de Colombia]
en Bogotá, capital del Estado.
En el Bundesrat estuvieron divididas las opiniones so-
bre la aceptación de ese cometido. Algunos de sus miem-
bros no querían tomar sobre sí la responsabilidad de una

2
Carlos Holguín Mallarino (1832-1894), graduado en Bogotá en
Derecho y Ciencias Políticas, fue el primer colombiano en ser nom-
brado ministro plenipotenciario frente a la Corte de España des-
pués de las batallas de la Independencia. Regresó al país en 1887.
En 1888 sucedió a Rafael Núñez en la Presidencia de la República
y este a su vez lo sucedió en 1892.

25
Ernst Röthlisberger

misión semejante y del riesgo a que se exponía a quien hu-


biera de desempeñarla; otros, en cambio, creían se debería
corresponder con amabilidad y en un sentido positivo a
la confianza demostrada a nuestro país por un Estado ex-
tranjero, confianza que encerraba en sí una honrosa prefe-
rencia con respecto a Suiza. Los defensores de este último
criterio fueron concretamente los señores consejeros doc-
tor E. Welti y Bavier3.
Por recomendaciones del doctor Hidber4, profesor
de historia de la Universidad de Berna y del entonces rec-
tor de esta institución, profesor doctor Nippold5, fui pro-
puesto a las autoridades federales como persona indicada

3
Se refiere a Friedrich Emil Welti (1825-1899) y Simeon Bavier
(1825-1896), dos miembros del Bundesrat o Consejo Federal de
la Confederación Helvética. Ambos llegaron a ocupar la Presiden-
cia de la corporación en 1880 y 1882 (véase: Der Bundesrat. Das
Portal der Schweizer Regierung, Geschichte des Bundespräsidiums.
Recuperado de: http://www.admin.ch/br/dokumentation/mit-
glieder/bundespraesidenten/index.html?lang=de
4
Basilius Hidber (1817-1901), historiador, fue profesor en la es-
cuela cantonal de Berna entre 1856 y 1872, ingresó en calidad de
catedrático a la Universidad de Berna en 1860, en donde laboró
hasta 1896 en las postrimerías de sus 80 años.
5
Friedrich Wilhelm Franz Nippold (1838-1918), teólogo alemán
a cargo de la cátedra de Historia de la Iglesia en la Universidad de
Berna entre 1871 y 1884, y autor, entre otras obras, de Die Theorie
der Trennung von Kirche und Staat (La teoría de la separación de
la Iglesia y el Estado) (1881).

26
El Dorado

para aquella misión y, así, inesperadamente, comencé a ver


en vías de realización mi cordial anhelo de conocer mundo.
Tras largas negociaciones y «bajo los auspicios del alto
Bundesrat suizo», llegó a redactarse un contrato, con la
salvaguardia de todos los justos intereses, proyectado de
su puño y letra por el señor consejero federal Welti, quien
a todo proveyó con su asesoría y su ayuda. El contrato fue
firmado por el ministro y por mí en París, en octubre del
año mencionado. A principios del curso académico de
1882 debería tomar posesión de mi cargo en aquella le-
jana parte del mundo.
Quiero expresar públicamente aquí mi más profunda
gratitud a cuantos favorecieron el logro de aquella misión,
tan decisiva para todo mi futuro.
Las andanzas, experiencias y observaciones de mi ac-
tividad de varios años en Colombia aparecen expuestas
en el presente libro. Hace mucho, en lo esencial se ha-
llaba terminado. De su publicación me había abstenido
hasta ahora por la acumulación de trabajo a mi regreso a
la patria, así como por el temor de ofrecer a los lectores
una visión no depurada todavía y demasiado influida, en
parte, por amargas pruebas. Sin embargo, no puede de-
cirse que este libro resulte ya anticuado en el momento
de su publicación. El relato de los viajes, por ejemplo, lo
he puesto en manos de más recientes viajeros a Bogotá,
y me han participado que aquel conserva hoy la validez
más plena. Además, un país como Colombia es menos
rico en acontecimientos que un Estado de Europa. Por
otra parte, el desarrollo de los hechos se ha estabilizado

27
Ernst Röthlisberger

por algún tiempo desde la memorable transformación de


1885, cuyo escenario fue Colombia. Finalmente, las conti-
nuas relaciones mantenidas con mis parientes de allí, con
estudiantes y amigos, así como el trato con colombianos
en viaje por Europa, me han permitido mantenerme al día
y trazar un cuadro que, para el presente futuro inmediato,
pueda corresponder suficientemente a la realidad, tanto
más cuanto que lo he considerado con calma y lo he pro-
yectado sin apasionamiento.
El Dorado reza el título principal del libro. Aquel fabu-
loso país del oro, que los conquistadores españoles, deseo-
sos de botín, esperaban alcanzar en temerarias campañas,
fue buscado primeramente en la altiplanicie de Bogotá.
La leyenda recibió su primer aliento en la desarrollada
civilización de los primitivos habitantes de la Sabana. El
cacique cubierto de polvo de oro, «dorado» en cierta ma-
nera, «El Dorado», se ha bañado en uno de los pequeños
lagos de la montaña de los Andes colombianos en home-
naje a la divinidad. Sólo más tarde, en la fantasía febril de
los aventureros, se iría desplazando paulatinamente hacia
el este del continente suramericano el lugar del nunca al-
canzado país.
Colombia fue para mí, aunque no un El Dorado, sí
un país al que, con sus bellezas naturales, su notable evo-
lución histórica, sus contrastes, sus gentes, he cobrado
mucho cariño y al que, con toda el alma, deseo un porve-
nir mejor. Allí se me descubrió una rica fuente de obser-
vaciones y experiencias, que invito a compartir conmigo
a los propicios lectores.

28
El Dorado

Exposiciones más vivas alternan aquí con descripcio-


nes reposadas. Los hechos y destinos del tiempo pasado
sólo son presentados en estampas culturales cuando, me-
diante el conocimiento de la vida del pueblo en la actua-
lidad, llega a despertarse el interés por el fluir histórico de
los fenómenos.
Al muchacho gustoso de correrías, al joven ávido de
gloria, al hombre maduro, al maestro, al investigador, lo
mismo que a aquellas que injustamente son llamadas «la
mitad curiosona del género humano» [sic], confío en
poder ofrecer aquí un pequeño obsequio que no es, cier-
tamente, un tratado erudito, sino un libro surgido de la
vida misma.

Berna, en la noche de San Silvestre de 1896


El autor

29
§§ i
Por las Antillas
francesas a Colombia
Despedida / Embarque en Burdeos / El
Saint-Simon y sus pasajeros / Tempestad /
Santander / Baile en las olas / Las pequeñas
Antillas: Pointe-à-Pitre y Basse-Terre, en
Guadaloupe; St. Pierre y Fort-de-France,
en Martinique / Costa de Venezuela: La
Guaira, Puerto Cabello / El desembarco en
Colombia y sus sorpresas / Barranquilla
como plaza comercial

«Adiós, adiós, adiós, ¡las despedidas siempre son


dolorosas!»… Este refrán melancólico lo pronunció un
pequeño grupo de amigos que me acompañó a tomar el
tren en una estación cercana a Berna. Mientras el tren se
ponía en marcha, por mi cabeza pasaban pensamientos
sobre el futuro mundo desconocido que me esperaba.
Sin parar recorrimos los paisajes ya medio invernales
a lo largo del lago de Ginebra, continuando con un clima
de neblina durante 23 horas hasta llegar a través de Francia
meridional a Burdeos. Las palabras de mis compañeros de
estudio me acompañaron en este recorrido, que hice casi
todo el tiempo solo en el vagón. Ante mí tenía una hoja

31
Ernst Röthlisberger

completamente incierta y vacía de mi vida. En Burdeos


volví a la realidad, alistando los últimos detalles de mi
travesía por mar, siendo un hecho ya el día de mi partida.
La ciudad de los girondinos amaneció bajo un día
fresco de noviembre. Una penumbra cubría esta ciudad
progresista del oeste francés, con sus edificios majestuosos
e imponentes, con sus torres elegantes, con sus amplios y
hermosos parques, sus grandes avenidas y su pintoresco
puerto donde flotaban decenas de barcos de todos los ta-
maños. En uno de sus espolones había mucho movimiento,
ya que un pequeño barco a vapor, el Félix, recogía a los
pasajeros para trasladarlos al barco de la compañía trasat-
lántica, un buque grande que tenía programada su salida
hacia las costas de Suramérica y Colón —en Panamá—.
En la cubierta del pequeño barco había varios grupos de
viajeros, algunos conversando animadamente, riéndose y
haciendo chistes, otros disimulando sus lágrimas y otros
con miradas vacías mientras cargaban los baúles, las ma-
letas y las tulas. A las 11 de la mañana el alboroto llegó
al máximo con la llegada del correo de París, empacado
en grandes talegos que subieron con rapidez al barco. El
puente se retira, y la gritería de «buena suerte» y «hasta
pronto» se confunde con los pañuelos blancos diciendo
adiós. En el muelle, una persona con porte elegante era
testigo de mi destino: el señor Rietmann de Burgdorf, un
comerciante que se instaló en Burdeos hace muchos años6

6
El señor Rietmann se habría instalado al menos desde los prime-
ros años de la década de 1860 en Burdeos, tal y como se puede

32
El Dorado

y quien fue mi apoyo en los últimos preparativos hasta que


me embarqué.
El barquito de vapor se alejó rápidamente llevándome
sólo con mis inquietudes del viaje que tenía por delante.
¡Qué pensamientos confusos y momentos dramáticos pa-
san por la mente, el corazón y el alma de los viajeros que
se despiden de su patria y se enfrentan con cierto miedo a
un destino desconocido! En mi mente surgieron algunas
melodías suizas que con frecuencia cantaba y que me re-
cordaban a mi país. Ahora empezaban las nuevas impre-
siones que hacen que un viaje sea agradable para muchos
y menos agradable para quienes son nerviosos.
En la distancia se ve Burdeos con sus torres de iglesias,
como la de Notre Dame, reflejadas contra el cielo azul, con

constatar en un telegrama firmado por «Rietmann et Cie. [de]


Bordeaux», en 1865. También hemos encontrado la evidencia
del matrimonio en Burdeos de Georges Rietmann —eventual-
mente hijo del «señor Rietmann» que alojó a Röthlisberger—
con Alice Henriette Peters, el 23 de julio de 1890 (véanse: http://
www.delcampe.net/page/item/id,228031679,var,Telegram-
me-Dax-Bordeaux-1865-Tauzin-etGardilanne-Rietmann-Bor-
deaux-resineux-ref-919,language,F.html y http://gw.geneanet.org/
olivierherrmann?lang=es;pz=hugues;nz=herrmann;ocz=0;p=-
georges;n=rietmann). En el Journal Officiel de Madagascar (año
15, n.º 398), con fecha 17 de septiembre de 1898, aparece regis-
trado un señor Rietmann, en calidad de «Agente general de la
Compagnie Coloniale Bordelaise»: puede tratarse del padre o
del hijo (véase: http://www.geneanet.org/archives/ouvrages/?ac-
tion=search&book_type=livre&rech=rietmann&book_lang=fr&
lang=fr&start=2).

33
Ernst Röthlisberger

su colosal puente de piedra de 484 metros de largo y 17 ar-


cos sobre el río Garona, sus muelles y depósitos y sus casas
blancas de aspecto sureño. Los ríos Dordoña y Garona se
unen para formar un cauce grande que nos conduce ha-
cia el mar y que atraviesa la planicie donde se produce el
famoso vino Château Laffite7. Hacia la 1 p. m., en la rada
de Pauillac, llegamos al Saint-Simon, nuestro buque trasa-
tlántico, uno de los más pequeños, pero también más aco-
gedores de la compañía. Mi atención cae inmediatamente
sobre el capitán, un lobo de mar, quien, con su barba y su
mal genio, imparte órdenes que contrastan con el porte
amable de su Maître d'hôtel, jefe de cocina, camareros y
cabinas. Vi como mis baúles desaparecían en el interior
del barco, con todas mis pertenencias —incluso mi ropa
de verano—, en donde permanecerían hasta tocar tierra
suramericana. Comparto mi camarote con un francés un
tanto egoísta, que regresa de su estadía en París donde
anualmente se recupera del aburrimiento de su residencia
en Martinique. En el comedor estoy entre este francés y un
criollo de buena familia, quien no logró aprobar el examen
del bachillerato francés, y sus padres lo obligaron a regre-
sar al Trópico. Este simpático joven quiere aprovechar al
máximo sus últimos días de libertad. Somos 95 pasajeros,

7
El viñedo del castillo Lafitte se remonta, con este nombre, al siglo
xviii cuando, en febrero de 1763, el viticultor Raymond Laffite
adquirió los predios que apreciaba el profesor Röthlisberger más
de 100 años después.

34
El Dorado

74 en primera clase y los demás en condiciones bastante


estrechas en la proa y en las cubiertas.
A eso de las 6 p. m. zarpa el Saint-Simon para salir a
altamar, pero Neptuno nos envía un tal temporal que im-
posibilita nuestra salida al mar. De manera que la primera
noche la pasamos cerca del puerto con la esperanza de dor-
mir bien a pesar de la gritería de los pasajeros pidiendo
servicio, de la incomodidad de los camarotes, del ruido
de la lluvia y de los golpes de las olas contra las escotillas.
El sábado 26 de noviembre de 1881 entramos en el
golfo de Vizcaya y nuestra iniciación en la vida marítima,
con sus peligros y zozobras, es total. ¡Qué tempestad! Aun-
que majestuoso, el océano Atlántico es mucho más oscuro,
melancólico, tormentoso y violento que el mar Mediterrá-
neo, con su azul profundo y armonioso. En este océano,
con semejante tormenta, suena el viento, se sacuden y cru-
jen las chimeneas, gime toda la embarcación como si pi-
diera ayuda. Enormes olas de 40 pies se abalanzan sobre
la cubierta del barco como si quisieran aplastarnos. El po-
deroso barco de vapor baila sobre las olas, subiendo y ba-
jando, defendiéndose como un toro bravo contra el mar,
que se comporta como un león enorme sacudiendo su
melena, como si quisiera tragarse al barco.
El segundo día experimentamos una escena emocio-
nante al tratar de ingresar en la bahía de Santander, ciudad
al norte de España. El pequeño barco que transportaba al
piloto que nos conduciría al interior de la bahía no podía
acercarse a nosotros. Bailaba sobre las olas, se sumergía,
subía y luego desaparecía, siempre tratando de acercarse

35
Ernst Röthlisberger

para poder agarrar el lazo que se le botaba. Aterrados mi-


rábamos a estos marineros valientes hasta que, finalmente,
agarraron la soga y el ágil piloto logró subir por la escalera
de lazo. Extenuado y silencioso se encaminó a su compli-
cada tarea. Pero no pudimos entrar al puerto, y sólo el pe-
queño barco sirvió de enlace con la costa. Me quedé con las
ganas de conocer esta ciudad de 40.000 habitantes, rica en
comercio, construida en terrazas sobre lomas pintorescas.
Al salir a altamar, volvimos a bailar sobre las olas. La
tormenta duró siete largos días. Entre los pasajeros no
hubo intercambios amistosos ni relaciones sociales pues
la mayoría, sobre todo las señoras, estaban recluidos en sus
camarotes por el mareo. El miedo se apoderó de todos no-
sotros, sobre todo durante las largas horas nocturnas. La
tempestad fue espantosa; más de 50 barcos naufragaron
en el Atlántico durante esa semana de noviembre. Debido
a la fuerza del temporal, las corrientes desviaron nuestro
barco en 200 millas náuticas, alejándonos de las islas Azo-
res y retrasándonos en más de tres días, y solamente el 3
de diciembre logramos aumentar nuestra velocidad a 260
millas por día.
Después de dos días logré vencer el mareo, gracias
a que estuve en la cubierta gozando del aire fresco, ama-
rrado a un banco para no caer al mar. Con toda mi ener-
gía me dediqué a comer bien, ya que en mi opinión era el
único remedio contra el mareo. Logré volver a organizar
mis pensamientos. El océano nos ofrece un espectáculo
impresionante del infinito, y quisiera uno ser poeta para
poder expresar la grandeza de ese mar salvaje y poderoso,

36
El Dorado

de esos peligros y de esa persistencia del hombre para lo-


grar dominar semejantes obstáculos.
Poco a poco se fue calmando el mar, recuperando así
su azul profundo coronado con esos copitos blancos que
la brisa formaba en el agua y a los que los franceses habían
bautizado moutons [ovejas]. El sol iluminó el cielo calen-
tando nuestros cuerpos entumecidos, la temperatura em-
pezó a subir, señal de nuestra aproximación al Trópico.
Noches maravillosas de luna nos invitaban a quedarnos en
la cubierta durante horas, observando la estela del barco
iluminada por los rayos de la luna hasta que esta se des-
hacía en el agua.
Entre los pasajeros surgió una nueva vida. Se pasea-
ban en grupos en las cubiertas, originándose amistades que
luego desaparecerían tan rápido como se formaban. Nues-
tro círculo de viajeros era bastante variado. Había los fran-
ceses, siempre alegres y vivarachos, joviales, de buen humor,
ruidosos, dominando las situaciones y leyendo novelas y
cuentos durante los momentos de tranquilidad. Los ingle-
ses, tranquilos e introvertidos, de buen comer, positivos y
prosaicos pero, entrados en confianza, volviéndose los me-
jores y más leales amigos de verdad. Luego los hispanoame-
ricanos, regresando de sus estadías en París, independientes
pero también confiados, un poco triviales, con conoci-
mientos superficiales de la cultura europea, pero ávidos
de aprender de política y literatura, en general bondado-
sos, apasionados y explosivos en las discusiones y conver-
saciones sobre política, así fuera de países hermanos como
Colombia y Venezuela. También se encontraba a bordo

37
Ernst Röthlisberger

un grupo de cantantes de ópera que iba a Caracas, la capi-


tal de Venezuela. El director cuidaba a sus prima donnas
como un halcón, de tal manera que nunca pudimos escu-
charles ni una canción. Juzgando por la calidad de la or-
questa que los acompañaba, la situación de los cantantes
se presentaba bastante grave; los pobres siete músicos so-
lamente tenían un repertorio de tres melodías bailables,
que repetían y repetían cuando querían alegrarnos un rato.
Lo bueno de una travesía marítima para una persona ob-
servadora es que en ningún otro momento se puede estu-
diar mejor a quienes lo rodean. Toda clase de intrigas se
tejían alrededor de las damas; las cantantes, a quienes no
se les permitía cantar, tuvieron que buscarse otros pasa-
tiempos; la constante mirada altiva de una madura mujer
aristocrática, que fue acompañada por un abad hasta su
embarcación en Pauillac, era muy diciente de su categoría;
una linda modista parisina que viajaba a Caracas buscaba
relacionarse con los mundos tropicales; el atractivo mé-
dico joven, del cual no me dejaría tocar ni un dedo, dio
mucho de qué hablar con sus conquistas. El círculo social
en un barco se caracteriza por su egoísmo, su comedia, sus
dudas, sus prejuicios, sus debilidades y fortalezas8.

8
Estos primeros párrafos sólo fueron publicados en la primera edi-
ción de El Dorado (Suiza, 1898), y no en las tres siguientes de 1929,
1963 y 1993. La presente traducción del alemán original es obra
de Inés Röthlisberger de García-Reyes y de Mónica Röthlisberger de
Navas, nietas de Ernst Röthlisberger. A partir de este punto, el res-
to de la obra fue traducida en 1963, para el Banco de la República,
por Antonio de Zubiaurre Martínez.

38
El Dorado

El mar, cuando permanece tranquilo y bello, se hace


pronto monótono. Pese a que el tiempo no se nos hacía
largo, todos experimentamos una íntima alegría al descu-
brir tierra aquel domingo de diciembre, a las 8 de la ma-
ñana. Era la isla La Désirade, de costas amarillas, faltas de
vegetación, precipitándose abruptas hacia el batiente mar.
A la izquierda se extiende la faja alargada, envuelta en azul,
de la isla Marie-Galante, del grupo de la Guadeloupe. En
primer término, la isla Les Saintes, sobre la que se alza el
Fort Napoleon, llamado por su reciedumbre «el Gibraltar
de las Antillas». Navegando por delante del extremo de
esta isla, que denominan Pointe des Châteaux, y ante los tres
islotes fortificados que cierran la entrada, penetramos en
el puerto. El fondeadero de Pointe-à-Pitre en Guadaloupe
es uno de los más hermosos y pintorescos del mundo. En
el centro del semicírculo, pegada a la orilla, está la ciudad,
cercada por una vegetación de extrema exuberancia. Las
palmas se delinean en el quieto horizonte. Nuestro buque
es rodeado inmediatamente por pequeños botes. Llega un
grupo de negros hasta la cubierta, y con una insistencia a
la que a veces no cabe oponer más que gestos violentos,
como alzar el bastón, declaran, en un griterío ensordece-
dor y en un francés horrible, que desean llevarnos a tie-
rra. Hicimos dos visitas a la ciudad, porque esperábamos
encontrar allí más frescor que en el buque, cosa en la que,
ciertamente, nos equivocamos por entero.
Pointe-à-Pitre, edificada sobre un volcán y expuesta
siempre a sacudidas sísmicas más o menos fuertes, fue
destruida en 1843 por un terremoto, y en 1871 por un

39
Ernst Röthlisberger

incendio; luego volvieron a construirla. Sus feas casas están


separadas por delgados muros de piedra, sostenidos a su
vez por barras de hierro. También la iglesia de St. Julien se
apoya en recios pilares de hierro, de un estilo semigótico, y
tiene escaleras de caracol que llevan a una galería de aspecto
románico, cuya pintura imita la madera. El empedrado de
las calles brilla por su ausencia en casi todas partes, y allí
donde existe sería mejor que no lo hubiera. Especialmente
animada aparece la plaza del mercado, donde se ven ne-
gros y negras, lo mismo que mulatos en todas las gamas,
y mujeres indias de cabellos lisos, ataviadas con los trajes
más diversos, no faltando los de color rojo vivísimo. Las
negras, engalanadas con pesados adornos de poco precio,
llevan en su mayoría un vestido de tela indiana, sujeto con
un cinturón por debajo del pecho. Otras se ufanan de su
indumentaria europea. Se nos ofrece frecuentemente caña
de azúcar cortada en pequeñas varas huecas, que están con-
sideradas como bocado exquisito para el postre, lo que exi-
giría tener los dientes de los negros. El viajero haría bien
visitando siempre en primer lugar la plaza de mercado de
toda ciudad, y luego las librerías, al objeto de conocer por
aquella la vida material y por estas la espiritual. La espiri-
tual no debe ser gran cosa en Pointe-à-Pitre, pues, aparte
de una infinidad de novelas espeluznantes, sólo estaban
allí representados autores como Alexandre Dumas, Julio
Verne, Musset y Lamartine. De libros extranjeros ni de
obras históricas, que yo pedí, no existía nada.
Después de veinticuatro horas que duró la escala, al
mediodía del 12 de diciembre suena un cañonazo como

40
El Dorado

aviso de la partida para los pasajeros que se encuentran en


tierra. Nuestro buque pone proa a la mar abierta, que bri-
lla plateada en la lejanía rizándose suavemente, y que, se-
parada por una línea de nuestra lisa bahía, se asemeja casi
a una cadena montañosa que se empinara bruscamente.
El barco se desliza ahora junto a las fértiles orillas cubier-
tas de amarillas plantaciones de caña de azúcar, sobre las
que se alza espesa selva virgen a lo largo de las elevadas
crestas —la cumbre más alta alcanza 1.570 metros—. Pa-
samos junto al «río salado» que parte en dos la isla, y ro-
deando un picudo acantilado, nos acercamos a la ciudad
de los funcionarios de Guadaloupe, Basse-Terre, a la que
arribamos hacia las cinco de la tarde. Los mejores edificios
están bastante arriba, ocultos entre palmeras. A la orilla
no se han construido muelles; las casas descienden direc-
tamente hasta el mar con sus sombríos muros. El resto de
la ciudad es exiguo y feo. A media hora de camino, por
encima del poblado y a 800 metros de altura, está el cam-
pamento de la guarnición. La vida fluye reposada en esta
ciudad de funcionarios, pues como nos dice el mayor de
las tropas, raramente hay desórdenes de carácter político;
los negros son buenos y respetuosos.
Después de media hora, levamos anclas. Pronto se echa
encima la oscuridad. Caen aguaceros, sin que eso llegue
a enfriar la atmósfera. Pasamos ante la isla Dominique,
que se levanta allí como una masa negra. Hacia las dos y
media de la madrugada atracamos en el golfo de la ciudad
comercial de St. Pierre en la isla Martinique. Resulta en-
cantador el espectáculo del desembarco de los pasajeros

41
Ernst Röthlisberger

bajo el brillo titilante de las estrellas y la luz soñadora de


la luna en menguante, en medio de la incesante gritería
de los negros y el deslizarse de las barcas por el agua tran-
quila, en la que se reflejan algunas luces de la ciudad, cons-
truida en anfiteatro9.
Navegamos hacia la parte oriental de la isla, y después
de hora y media llegamos a la ciudad, residencia del gober-
nador de Martinique, Fort-de-France. La población está
emplazada sobre una enorme bahía, distribuida en varios
puertos menores y flanqueada a la derecha por varios fuer-
tes, rodeados estos por una rica vegetación, como si la en-
conada guerra quisiera coquetear con la paz en medio de
esta suave naturaleza, escondiendo su crudo aspecto bajo
una túnica virginal. Todavía más a la derecha está nuestro
puerto, una bahía que parece cerrarse por entero, circun-
dada de palmas, semejantes a los lagos italianos, y de tal
profundidad que los barcos llegan hasta la misma orilla,
a la que se puede pasar por medio de un puente. Este he-
cho nos libera de la impertinencia de los negros, que en
otras partes quieren hacernos desembarcar por la fuerza.
En cambio, se nos muestran en un nuevo aspecto; apenas
nuestros ojos se han adaptado un poco a la contemplación
del espectáculo natural, una docena de negros, muchacho-
tes de unos catorce a diecisiete años, fornidos, musculosos

9
Desgraciadamente, en 1902 St. Pierre quedó completamente des-
truida a causa de la erupción del Mont-Pelée, muriendo 25.000 de
sus habitantes (nota de Walter Röthlisberger Ancízar, en adelante
W. R. A.).

42
El Dorado

y de excelente contextura, se lanzan al agua, nadan en torno


al buque y pordiosean algunos céntimos entre un repug-
nante croar, angvá, angvá, que trata de significar envoi10.
Si se arrojan unas monedas desde la borda, aquella caterva
se sumerge como posesa, con sorprendente flexibilidad y
rapidez, y allí cabeza abajo, forman con sus piernas un re-
voltijo curiosísimo, dejando ver las blancas plantas de los
pies. El siempre seguro buceador toma la moneda en la
boca y la enseña entre muecas al salir a la superficie.
Nos complació mucho una visita que hicimos a la ciu-
dad. Llegamos primero a un lugar de la bahía que está a la
derecha del fuerte, y allí, enmarcando el libre espacio cu-
bierto de yerbas, había unos viejos árboles, ejemplares ver-
daderamente magníficos. En medio, la estatua en mármol
de la emperatriz Josefina, esposa de Napoleón Bonaparte,
aquí nacida y aquí sacrificada a la ambición, miraba me-
lancólica al mar, rodeada por seis esbeltas palmeras. Junto
a este lugar pasa la vía más bella de la ciudad, con las casas
del gobernador y del procurador, circundadas de lindos jar-
dines. En todas sus partes la ciudad está bien construida,
es amplia, limpia y posee una aceptable pavimentación.
Pero al fondo del valle se ven las miserables barracas de
madera de los negros. En el borde de la meseta que domina
la ciudad están los cuarteles de la Artillería de Marina. Y,
realmente, la protección militar es necesaria aquí para los
europeos. Los negros, por sumisos que, ante mis ojos, se
entreguen presos al servidor de la justicia, armado de un

10
Envío.

43
Ernst Röthlisberger

simple bastón de caña y siendo suficiente para ello un mí-


nimo contacto, constituyen, sin embargo, una enorme ma-
yoría frente a los blancos y los indios. En el fondo son de
natural maliciosos y alimentan un odio mortal contra el
blanco, que como a mercancía los trató y maltrató hasta
el año 1848. Desde 1870 los negros envían principalmente
mulatos como representantes a la Cámara francesa, pues
los blancos ya no se atreven a acudir a las urnas.
Del desamparo de los negros se nos ofreció un convin-
cente cuadro. Nuestro buque tenía que tomar un nuevo
cargamento de carbón, que en grandes montones se ha-
llaba ya acumulado en la orilla. Se organizaron dos o tres
cuadrillas de negros, en su mayor parte mujeres, y cada
uno de ambos grupos constituía una columna, una que ba-
jaba y otra que subía, una que se apresuraba hacia el barco
y otra que corría por la carga, llevando esta desde diver-
sos lados. ¡Qué visión de infierno! Se precipitan aquellas
figuras negras, jadeando por el peso que sobre la cabeza
traen. Un sudor fangoso cubre sus feas facciones. Las ne-
gras de más baja condición se envuelven en una mezquina
camisa, que les llega a la rodilla, y en algunas prendas hara-
pientas para cubrirse el busto. La prisa por volcar el mayor
número posible de cestos en la negra panza del buque es
de una ansiedad febril; y para que esta no se paralice, un
negro viejo va golpeando incesantemente con sus dedos
largos y extendidos un tambor del aspecto de un tronco
de árbol, sobre el cual se halla montado a horcajadas. En
una especie de éxtasis, producido acaso por ebriedad o alu-
cinación, el negro acompaña su satánico redoble con un

44
El Dorado

aullido inarticulado, con muecas del rostro y contorsiones


del cuerpo. Su grito, en el que se distingue de cuando en
cuando el canto, o, por mejor decir, el balido, de las sílabas
be, be, es repetido por las negras que van y vienen, y las más
exaltadas de ellas lo acompañan con estremecimientos y
lascivo danzar. Así trabajan febrilmente durante unas tres
horas; entonces, toda aquella turba se desploma unánime-
mente, como cegada por la embriaguez. A las tres horas
se reanuda de igual manera el trabajo. El control se prac-
tica con sumo sentido práctico, recibiendo cada cargadora
una ficha por carga llevada, además de lo cual debe pasar
por una máquina contadora, o una báscula, que marca el
número de viajes. Especialmente siniestra resultaba la alu-
cinante escena al contemplarla durante la noche. Seis lám-
paras iluminaban vivamente el barco y la orilla, mientras
lo encantadoramente mágico de la naturaleza se aplastaba
bajo lo diabólico y fantasmal de los hombres. Como las
ventanillas de los camarotes habían sido cerradas para evi-
tar la entrada del polvo del carbón, a causa del insoporta-
ble calor no nos quedó otro remedio que pasar la noche
sobre cubierta; pero el ruido que movían aquellos mons-
truos de carbón hacía imposible todo reposo.
Al día siguiente, a las doce, salimos de Fort-de-France.
Después de veinte horas de travesía, aparece la costa del
continente suramericano, una línea azul que se parece a la
de las montañas del Jura. Al navegar más cerca vemos que
estas estribaciones de la Cordillera Oriental de los Andes
descienden en abruptos promontorios cubiertos de bosque
para dar directamente en el mar, sin transición, dejando

45
Ernst Röthlisberger

de trecho en trecho algún espacio para angostas fajas de


terreno y cortándose sólo por estrechas y secas torrente-
ras. No hay, pues, allí verdaderos valles longitudinales, y
también falta la vivienda. Después de una arribada a Carú-
pano, en la costa de Venezuela, donde perdimos toda una
tarde, salimos de nuevo a alta mar con el fin de evitar la
multitud de islas y escollos próximos a aquella costa. Los
delfines saltan desde hace algunos días en torno a nuestro
barco, tan pronto elevándose hasta varios pies sobre el agua
como sumergiéndose con pareja rapidez y nadando bajo
la superficie cual si quisieran competir en celeridad con el
buque. Al otro día, las plantaciones de caña de azúcar junto
a la costa, fábricas de muros encalados con altos hornos, y
luego los bellos balnearios de Macuto, magníficas villas y,
por fin, un camposanto pintorescamente engarzado entre
los cultivos de caña que le rodean; todo esto nos anuncia
la cercanía de una población de mayor importancia. Ha-
cia el atardecer anclamos ante la ciudad portuaria de La
Guaira, en Venezuela.
La Guaira, encajonada en un valle muy estrecho y apre-
tada contra escarpadas peñas revestidas de verdor, debe
su importancia a la proximidad de la capital venezolana,
Caracas, que se oculta arriba en la planicie —912 metros
de altura— en situación sana y protegida. El puerto de La
Guaira es muy célebre por sus vientos poco favorables; la
mar está allí casi siempre movida y azota con vehemen-
cia contra los muelles, contra el dique de protección y
contra los propios muros de la ciudad. Lo que hace aún
más perentorias estas circunstancias es la gran cantidad de

46
El Dorado

tiburones, que con las dificultades del desembarco encuen-


tran propicia ocasión de botín. Por lo demás, no puede de-
cirse que sea feo el aspecto de la población, con su iglesia
—caracterizada por una torre visible bien de lejos, pero
también por la informe fábrica del edificio— y con sus
casas de tejados rojos y de muros enjalbegados de blanco
y amarillo. En la altura hay un puesto de defensa, cuyos
cañones dirigen hacia abajo sus bocas amenazadoras. El
insufrible calor —¡alrededor de 36 ºC a la sombra!—, así
como las fiebres, hacen de aquella escala una de las más
tristes y duras. Afortunadamente, ahora funciona un fe-
rrocarril que sube a Caracas, de modo que la capital re-
sulta accesible en unas pocas horas, enorme ventaja de la
cual no goza Colombia.
Ahora navegamos a lo largo de la costa de Venezuela,
y el 17 de diciembre, día en que deberíamos haber des-
embarcado ya en Colombia, llegamos a otro puerto ve-
nezolano, Puerto Cabello, así llamado porque el mar se
considera aquí tan manso que los barcos pueden amarrarse
con un pelo. También aquí, como en Fort-de-France, pe-
netramos hasta el final de la bahía y pasamos a tierra por
un puente de desembarco. Puerto Cabello es una pobla-
ción bastante agradable, bien situada y punto de partida
del camino que conduce a la metrópoli mercantil, Valen-
cia, en el interior del país. Un pequeño jardín botánico
situado en la costa da ocasión para un paseo placentero
y, por lo menos, testimonia hasta cierto punto el sentido
artístico de las autoridades. A la izquierda de la boca del
puerto, y sólo separada de la costa por un pequeño brazo

47
Ernst Röthlisberger

de mar, hay una isla —que dista de nosotros un tiro de


arco— sobre la que se alza una antiquísima y baja forta-
leza medio en ruinas. Tiene unos muros amarillentos que
miran sobre el mar a la altura de un primer piso y que,
guarnecidos de bocas de fuego, suscitan más bien la im-
presión de desamparo que la de poderío. Esta fortaleza es
un venerable monumento de la Guerra de la Independen-
cia. Objeto de muchas luchas, primero sirvió de continuo
a los españoles para sus operaciones navales y en el inte-
rior. Aquí ha vertido su sangre, o gemido bajo las oscuras
bóvedas, más de algún republicano y patriota. Con la en-
trega de esta fortificación, desalojaron los españoles, el 1.º
de diciembre de 1823, el territorio del ya libre Estado de
Colombia.
El martes, 20 de diciembre, nuestro vapor Saint-Si-
mon, aunque con tres días de demora, navegó ya a lo largo
de la costa colombiana. Hacia las diez nos detuvimos en
alta mar. Para sorpresa nuestra, se nos comunicó que aquel
era el final de la travesía marítima, que aquel era nuestro
punto de destino. La mirada se tendió vagamente en busca
de alguna referencia que pudiera servir de fundamento a
tal enigma. Nada. En torno a nosotros se veían riberas cu-
biertas de boscaje. De viviendas humanas, ni rastro; salvo
que se tuviera en cuenta un faro que se alza allí a la dere-
cha. En lontananza, por el lado izquierdo, se extiende una
llanura negra y pelada, que se nos señala como el delta del
río Magdalena, que aquí desemboca. Este era, pues, el país
en el que por algunos años debía yo enseñar ciencia… Y
que comenzaba con semejante desierto. ¿Cómo podía

48
El Dorado

imaginarme allí una cultura, una vida intelectual altamente


desarrollada, tal como me la habían pintado?
Por fin, saliendo de la oscuridad, fue avanzando ha-
cia nosotros un pequeño vapor remolcador; de él salie-
ron algunos funcionarios que comprobaron los papeles y
volvieron a partir hacia tierra, serían las horas del medio-
día, con los cuatro pasajeros que allí querían desembarcar.
Esos funcionarios eran, los más, gente muy esbelta, bien
parecida, de ojos brillantes y rasgos enérgicos, que tenían
en sí algo simpático, de modo que me fui tranquilizando
poco a poco. Pero entre ellos había también algunos in-
dividuos cuyas heridas, recibidas en las guerras civiles, no
despertaban una especial confianza; así —por ejemplo—
el cobrador del vaporcito, que se había sujetado con un
pañuelo su mandíbula artificial.
Bajo la opresión de una temperatura ciertamente ani-
quiladora, llegamos al puerto de Sabanilla. ¡Nueva sorpresa!
Sólo que aquí se veían ya unos rieles que se prolongaban
hacia el puente de desembarco; pero era en vano buscar una
ciudad portuaria. Sobre el calvo suelo arenoso de la bahía
había algunas cabañas de bambú con techo de paja; mise-
rables barracas de pescadores. Y la estación de la vía férrea
que aquí tenía su origen podía llamarse mejor un tinglado
para mercancías, una especie de corral. Pero nos sentía-
mos felices de librarnos algo de los rayos del sol, si bien es
verdad que nos ahogábamos de sed. La gentileza con que
nos ofreció unos vasos de agua el comandante del puerto
—el luego, en una de las últimas revoluciones, famoso

49
Ernst Röthlisberger

general Fr. Palacios11—, la dignidad y firme espíritu con que


se expresó fueron cosas que me impresionaron no poco.
Al fin llegó el tren. Tiraba de él una locomotora del más
extraño tipo, de ténder12 panzudo y grandes ruedas. Los
vagones tenían sólo dos filas de asientos continuos y goza-
ban de la máxima ventilación. Montamos y, en medio de un
formidable traqueteo a causa del mal fundamento de la vía,
al cabo de hora y media llegamos a Barranquilla. La región
del trayecto era llana, y la relativa pobreza de la vegetación,
los desmedrados árboles, los muchos arbustos y matojos
espinosos no dejaban por eso de acrecentar la admiración
ante aquella flora tropical.
Al fin, sobre las dos de la tarde se nos hizo bajar en
la estación de Barranquilla. Seguidamente nos manda-
ron a la aduana, donde hube de abrir todas mis maletas,
pese a la carta de recomendación del señor ministro ple-
nipotenciario Holguín, o tal vez a causa de la carta de
recomendación, pues entre el severo señor funcionario ad-
ministrativo y el señor ministro no debían estar las cosas
del todo bien in politicis. Después de una hora de baño de
sudor, consecuencia del abrir y cerrar mis demasiado llenas
maletas, sin más molestia fui despachado. Los aduaneros

11
Se refiere, probablemente, al general Francisco Palacio Pertuz,
quien llegaría a comandar el Regimiento Ricaurte en el departa-
mento de Santander en 1912, y a representar al departamento del
Atlántico —capital: Barranquilla— en el Segundo Congreso de
Mejoras Nacionales de 1920.
12
Vagón que provee a las locomotoras a vapor.

50
El Dorado

no podían contener la risa de cuando en cuando ante los


objetos que lleva consigo un viajero poco conocedor de
aquellos países. Hacia el atardecer nos hallábamos en el
Hotel Colombia, excelentemente atendidos; después de
veintisiete días pude volver a dormir tranquilamente en
una cama sobre tierra firme.
En la actualidad el desembarco se realiza, ciertamente,
en forma mucho más cómoda. La línea férrea se prolongó
un trozo más hacia el noroeste desde la ahora ya un tanto
abandonada Sabanilla, en la bahía del mismo nombre, y tie-
nen su terminal en Puerto Colombia, donde hasta los vapo-
res más grandes pueden atracar junto a un enorme puente
de desembarco, siendo ya innecesarios los remolcadores. Por
ello también, los viajeros pondrán pie en tierra con menos
sorpresas que antaño. Barranquilla, fundada en 1669, es ca-
beza de un distrito; hoy día, del departamento del Atlántico.
Se halla situada a la orilla izquierda del río Magdalena, en
un brazo de este, que se asemeja a un lago, el llamado Caño.
El auge experimentado por esta ciudad en los últimos años
es un fenómeno típicamente americano, habiéndose debido
concretamente al establecimiento de la navegación a vapor
por el Magdalena y el traslado de la estación aduanera de
Sabanilla. Pero la prosperidad de este emporio de Colom-
bia será todavía mayor cuando las llamadas «Bocas de Ce-
niza», las desembocaduras del Magdalena obstaculizadas
por arenas y lodo, puedan ser abiertas, mediante métodos
artificiales, hasta a los barcos de máximo calado, cosa pro-
yectada hace mucho, y cuando se mejoren las instalacio-
nes ferroviarias. En efecto, son necesarias todavía grandes

51
Ernst Röthlisberger

mejoras en las comunicaciones, si es que Barranquilla no


quiere perder la supremacía, toda vez que su rival, Santa
Marta, al este, tiene un puerto mucho más sosegado y está
construyendo también un ferrocarril que debe llegar hasta
el Magdalena. Igualmente Cartagena, al occidente, trata de
aumentar su prosperidad. Pero hoy día la mayor parte del
tráfico pasa por Barranquilla, y de sus aduanas proceden
anualmente los principales ingresos del país.
Bajo el influjo del comercio, la ciudad ha crecido consi-
derablemente. En el año 1866 no se había establecido aquí
ni una sola panadería, pues todo el mundo cocía patriar-
calmente el pan en su propia casa. Un viajero de enton-
ces, Hulls13, no encontró en la oficina de correos pluma,
tinta ni papel. Todas las casas tenían cubierta de paja; pero
ahora, contemplada la ciudad desde la torre de la iglesia
de San Nicolás, ofrece una excelente impresión. En los
barrios principales, donde vive la aristocracia del comer-
cio, están las grandes casas de mampostería de la más im-
portante gente de negocios, edificios de dos plantas, por
lo común, de recia arquitectura y al viejo estilo español:
abajo, dando a la calle, el gran almacén lleno de mercancías,
abierto a todo el mundo, aireado, sin ventanas; arriba, las
habitaciones. Los techos de estas casas de gente notable
son llanos y constituyen verdaderas terrazas de piedra, por
las que, de mañanita, puede uno pasearse. A través de un
gran portón se penetra en la casa; primero hay un vestíbulo

13
No hemos encontrado más información sobre este viajero del siglo
xix en Barranquilla.

52
El Dorado

y luego viene el patio, donde arbustos y flores dan gozo a


los ojos. En torno al patio corre una galería, y arriba una
balconada de madera, en la cual se toma el fresco y donde
también se come. En los cuartos hay mecedoras y esteras
de paja; la instalación es, en algunos casos, elegante y có-
moda. Las afueras, por el contrario, no resultan muy se-
ductoras; en su mayor parte, no hay allí sino casas de una
sola planta, cuyas puertas se hallan siempre abiertas, de
modo que se puede alcanzar a ver la primera pieza, una pe-
queña sala generalmente. Muchas de estas viviendas situa-
das fuera del casco de la población tienen cubierta de paja
y sus materiales de construcción se reducen, por lo demás,
a adobes y ladrillos, con su revoque blanco. El suelo es de
tierra apisonada. Enteramente en la periferia se encuen-
tran las cabañas de las clases más bajas, cuyo mobiliario
lo forman, poco más o menos, una mesa, algunas sillas de
madera con tapizado de piel, y esteras en lugar de colcho-
nes. Niños desnudos o semidesnudos son allí elemento
propio del ambiente. Pero por todas partes encuentran los
ojos benéfico sosiego, y compensación de mirar las calles
de arena, con el verdor de los jardines, las muchas palmas
y arbustos que abren en toda su extensión la llanura sobre
que se asienta la ciudad. Por la tarde el cuadro es encanta-
dor: en la lejanía, desde la torre de la iglesia, se ve el mar;
a la derecha, el ancho río plateado; hacia el sur, la llanura
inmensa, y hacia el oriente, la gigantescas cumbres de la
Sierra Nevada de Santa Marta, de 5.800 a 6.000 metros de
altitud, que dora el crepúsculo y que arden en luz como si
fueran nuestros Alpes.

53
Ernst Röthlisberger

La vida en Barranquilla es monótona para aquel que


busque diversiones exquisitas; pero la acogida que se en-
cuentra en las mejores familias es por demás amable. Du-
rante el día se trabaja muchísimo en los negocios. Por las
anchas calles, a menudo cubiertas todavía de ardiente
arena, pasan a gran velocidad los ligeros coches de caba-
llos, que le ahorran a uno el caminar por aquellos arena-
les. Pero así que se da por concluida la jornada a las seis, y
llega la noche con su agradable frescor, se empieza a ha-
cer una vida muy diferente. Todo el mundo se sienta a la
puerta de la casa. Las mujeres, ya compuestas, se mecen
en sus sillas con auténtica nonchalance tropical. Por todas
partes resuena alguna música, bien sea el tañido de los ins-
trumentos nacionales —la guitarra o, los más pequeños,
vihuela y tiple—, bien el canto de las alegres melodías y
sentimentales canciones amorosas —en modo menor—
que se escuchan de continuo en la sonora lengua española.
Tienen lugar bailes y veladas, y el barranquillero castizo
trata de divertirse, bromear y amar cuanto le es posible.
En Barranquilla me encontré también con algunos
suizos —comerciantes y relojeros— en cuya compañía vi
con detalle las cosas notables de la ciudad. Estas eran, en
primer lugar, el hospital, situado en las afueras de la pobla-
ción y regentado ejemplarmente por piadosas hermanas
francesas, donde se atiende con carácter gratuito a enfer-
mos de todos los países; vi también el cementerio y luego
la instalación de distribución de aguas, mal llamada «acue-
ducto». Antes, el agua para beber debía ser sacada del su-
cio caño, para filtrarla seguidamente; las enfermedades

54
El Dorado

eran por ello endémicas. Pero ahora el agua ya sometida


a depuración se sube por medio de bomba a un depósito
situado sobre una pequeña altura que domina la ciudad, y
desde allí se la conduce a las diversas fuentes; un progreso
de incalculable trascendencia. No obstante, el agua sigue
siendo no del todo clara, y por esa razón es necesario fil-
trarla en las casas por medio de gruesas piedras porosas.
Cierto que con ello ha desaparecido de Barranquilla una
figura bastante poética, la del aguador, o, mejor dicho, el
arriero —y jinete— de los borriquillos que, en número de
cinco mil, cargados con dos barrilitos de agua, hacían el
servicio con notable presteza e inteligencia. Estos asnillos
se ven hoy todavía transportando grandes cargas de yerba
o caña de azúcar destinadas para pienso del ganado, y es
curioso y enternecedor a un tiempo contemplar la agili-
dad y viveza con que se mueven por las calles bajo el sol
tropical. Por la noche se les deja en libertad y vagan de un
lado para otro; dada su sobriedad, se contentan con hallar
un poco de alimento.
Las visitas a nuestros compatriotas acabaron por po-
nernos en situación de conocer más en detalle sus res-
pectivos negocios. En Barranquilla, lo mismo que en la
mayor parte de las ciudades de Colombia, todo negociante
debe tener, o debería tener, en sus almacenes la máxima
diversidad de artículos. Sólo en los últimos años se ha im-
puesto algo más la división del trabajo, estructurándose
de forma más unitaria el depósito de mercancías. Pero en
aquel tiempo se aparecían unas al lado de las otras todas
las cosas que se encontrarían en una de nuestras ciudades

55
Ernst Röthlisberger

si juntaran las tiendas de una calle entera. Por supuesto,


el comercio ha sufrido también mucho bajo las revolucio-
nes, no haciendo todos los progresos que hubieran sido
de desear porque todo partido, al producirse un levanta-
miento, quiere apoderarse de Barranquilla y, por tanto,
de los ingresos de sus aduanas, y porque el gobierno ha
impuesto contribuciones muy considerables. Pero, pese a
todo, la ciudad tiene un gran futuro, y ello se lo debe no
en último lugar al influjo de los acreditados comerciantes
extranjeros. Barranquilla es la plaza donde los inmigrantes
se han adaptado más rápidamente, contribuyendo mucho
a su embellecimiento y mejoras. El clima no es precisa-
mente insalubre, siempre que se haga una vida debida-
mente moderada; sin embargo, el fuerte calor produce
efectos agotadores. El recién llegado debe ser muy preca-
vido en comer frutas, pues, de lo contrario, enferma con
facilidad. El tiempo de lluvias es, sin duda, peligroso para
personas enfermas; y concretamente los meses de septiem-
bre y octubre, la época de los vientos fuertes, son en ex-
tremo desagradables.

56
§§ ii
Por el Magdalena.
Ascenso a los Andes
El vapor fluvial / Partida en Nochebuena
/ Los compañeros de viaje / El Magdalena,
sus bellezas y sus gentes ribereñas / La
Sierra Nevada / Puesta de sol en el Trópico
/ Caimanes / Selva virgen y estado de
primitivismo / Último día del año / Presos
en el río / El paso de los caños / Honda / El
Alto y el Bajo Magdalena / Viaje por tierra
/ La Cordillera Central / Las pequeñas
ciudades de Guaduas y Villeta / Última
subida / Paisaje de montaña / La Sabana de
Bogotá / Viaje en coche por la Sabana /
Llegada tras un viaje de cincuenta y un días

Entretanto, había llegado el día de partir para el


interior. La pequeña sociedad viajera para Bogotá debía
embarcarse en el Magdalena el día 24 de diciembre, vís-
pera de Navidad, de 1881. A causa del retraso de nuestro
Saint-Simon, habíamos perdido el vapor correo del 20 de
diciembre y aprovechábamos ahora la mejor ocasión que
se presentaba de emprender el viaje río arriba, y ello des-
pués de escuchar muchas palabras de disuasión y muchos

57
Ernst Röthlisberger

consejos, como luego se vería, bastante acertados. Yo, que


a gusto hubiera querido celebrar con los suizos la noche
del 24 con una fiesta del árbol de Navidad —de la palma
más bien que del abeto—, hube de plegarme a la volun-
tad de los otros compañeros de viaje, ya que, todavía igno-
rante de la lengua española, deseaba agregarme a alguien
para la travesía.
Éramos sólo cuatro viajeros: un comerciante de Bo-
gotá, Ed. París14, algo impedido a consecuencia de un tiro
que recibiera en la pierna durante una revolución, persona
muy amable y de lo más servicial; el señor Miguel Cané15,
primer ministro argentino que desde Caracas viajaba en

14
Se refiere, eventualmente, a Ed[uardo] París, de quien sólo he-
mos encontrado un homónimo en Los París bogotanos de esos
días, Eduardo J. París Forero (1843-1897), nacido efectivamen-
te en Bogotá, quien figuró en 1886 como escribiente del cuerpo
de ingenieros agrimensores y luego llegaría a ser comandante del
Batallón Bogotá y a obtener el grado de general de la República.
Sin embargo, la referencia de Miguel Cané a este mismo pasajero
como «un joven de Bogotá» induce a pensar que puede tratar-
se de otro París, pues el citado Eduardo J. tendría ya al menos 37
años, mientras que Cané apenas llegaba a los 30.
15
Miguel Cané Casares (1851-1905), escritor, político y diplomá-
tico argentino nacido en Montevideo, autor, entre otras obras, de
la crónica En viaje (1881-1882), publicada en 1884. En esta obra
aparecen varias referencias a Röthlisberger, iniciando con su coin-
cidencia en el trayecto La Guaira-Barranquilla: «[…] un joven
suizo de 22 años, que se dirigía a Bogotá, contratado por el Go-
bierno de Colombia para dictar una cátedra de historia general y
que, no hablando el español, se sonrojaba de alegría cuando supo

58
El Dorado

misión diplomática a Bogotá, de unos treinta y cinco años


de edad, hombre de mundo, chistoso, deferente, educado
según todas las reglas de los más refinados salones de París
y conocedor en particular de la literatura francesa, cuyo
sprit se había asimilado; el tercer compañero de viaje era
el joven secretario del anterior, García Mérou16, como él
también de Buenos Aires, un muchacho esbelto y bien
parecido, de nariz aguileña, negra barba recortada y ojos
fogosos de mirar profundo, un camarada despreocupado
y gozador de la vida en todos sus órdenes, además de un
auténtico temperamento poético. Era autor de bellas poe-
sías, si bien algo inmaduras, y un tanto superficialmente
instruido, cosa que él a menudo deploraba, apenas leído

que debíamos ser compañeros de viaje» (para el contexto de esta


referencia, véase el capítulo iv de la obra de Cané).
16
Martín García Mérou (1862-1905), escritor y político argentino
que acompañó a Miguel Cané en su misión diplomática en Co-
lombia, en calidad de oficial de la legación, llegando a ser, años
después, ministro de Agricultura de la República Argentina y su-
cesivamente embajador de esta nación en Perú, Brasil y Estados
Unidos. Publicó, entre otras obras, Impresiones (1884), en la que
relata su paso por Colombia, incluyendo la crónica de la navega-
ción río arriba por el Magdalena y, más adelante, ya instalado en
Bogotá y en paseo al Salto de Tequendama, una prueba del «tem-
peramento poético» con el que lo describe Röthlisberger: «¡Ah!
¡cómo busca el corazón sin calma, / Tequendama! Este cuadro, esta
grandeza, / Este terror que purifica el alma / Y en tanta majestad,
tanta belleza!» (véase: García Mérou, Martín, 1884, Impresiones.
Madrid: Librería de M. Murillo, pág. 270).

59
Ernst Röthlisberger

en lo que no fuese literatura francesa —Balzac y Musset,


sobre todo—.
El 24 de diciembre por la tarde subimos a bordo del
vapor Antioquia en el puerto de la ciudad. Este barco, ya
afortunadamente destruido, era uno de los peores, si no el
peor, de todos los vapores fluviales, que sumaban entonces
unos veinticinco y estaban repartidos en cinco sociedades
de navegación17.

Martín García Mérou

17
Para una descripción detallada de los vapores que hacían la ruta del
Magdalena en esos días, véase: Montaña, Antonio, 1996, A todo
vapor, Bogotá: Fondo Cultural Cafetero.

60
El Dorado

Esas embarcaciones están construidas según un mo-


delo muy peculiar, que jamás he visto en Europa. Su casco
forma como un bote ancho, parecido a una balsa del estilo
ferry-boat, y cuyo calado alcanza a lo sumo 5 pies —en los
mejores barcos, sólo 2 o 3—. Sobre esta parte de la obra
se levanta, sostenida por columnas, una cubierta en cuya
mitad o en cuya porción de popa han sido dispuestos al-
gunos camarotes para pasajeros. Otro piso más pequeño,
en el que están los camarotes del capitán y los pilotos, se
levanta sobre esta primera cubierta, techada sólo por de-
lante y abierta a los costados. Finalmente, constituyendo
el piso más alto, hay una caseta para el piloto de servi-
cio, desde donde este domina el río, gobierna el barco e
imparte órdenes a las máquinas. Estas se encuentran en
la parte inferior del barco; en torno suyo están almacena-
das grandes cantidades de leña para alimentar las calderas.
Y al lado se ven los bultos de mercancías tirados en desor-
den y en parte apilados. Por delante y por detrás ascienden
chimeneas atravesando los pisos del barco, y aumentando
así el calor, ya de suyo suficientemente fuerte. La mayoría
de los vapores tienen una sola rueda, de notables propor-
ciones, dispuesta en la popa y protegida contra la posible
introducción de troncos de árbol. Pero nuestro pobre An-
tioquia llevaba, según el viejo sistema, dos ruedas latera-
les, y era además de mucho calado, de suerte que avanzaba
muy torpemente y usando de las máximas precauciones.
El espacio disponible para moverse los pasajeros era muy
limitado, pues si bien estaba permitido subir al segundo
piso, los pasos que allí arriba se dieran tenían número muy

61
Ernst Röthlisberger

contado, habida cuenta de que esa parte estaba descubierta


y el suelo se hallaba revestido de lata.
A las cuatro el Antioquia hizo resonar su sordo pitido,
que anunciaba la marcha a todo Barranquilla, y empezó
a moverse, primero por el brazo del río, hasta penetrar en
el cauce principal. Era el anochecer. Barranquilla nos mi-
raba seductora desde sus palmares, en tanto que nosotros
navegábamos Magdalena arriba; y cuando llegó la noche,
y el resplandor de las luces de la ciudad daba sobre noso-
tros, creí reconocer claramente la casa donde lucía el ár-
bol de Navidad de los suizos. Pero a cambio de ello gocé
de un espectáculo por entero diferente, aunque me hizo
pensar en un sábado de aquelarre. Bajé a las máquinas y
me dediqué a mirar cómo los fogoneros iban echando
madera sin cesar, salpicando chispas en torno. La cruda
luz iluminaba fantasmagóricamente a la tripulación del
barco que había venido a tenderse por el suelo. Se veían
allí todos los matices de piel: blancos, negros, indios y las
muchas mezclas de estas tres razas, mestizos y zambos;
todas las estaturas y todas la edades y todas las formas del
cuerpo humano. Cuando aquella gente se ponía a comer,
sentados todos en torno a un gran cubo que contenía un
sucio caldo, introduciendo allí las escudillas o metiendo
los dedos, era fácil de reconocer su estado de semibarba-
rie, pero había que estimar también su laboriosidad y su
natural sobrio y sufrido.
También nuestras comidas eran notables. En primer
lugar, se servían sobre la cubierta superior, exactamente
encima del abrasador local de las máquinas, de modo que

62
El Dorado

uno comía su pan materialmente bañado en el sudor de


su frente. Con ceremoniosa cortesía se sentaba a la mesa
el capitán, una faz espantable de barba negra y en punta,
que él, sin cesar, se acariciaba mefistofélicamente. Luego,
los sudorosos y mugrientos servidores traían a un tiempo
todas las viandas, ya medio frías, y cada cual se servía de
lo que le venía más en gana, poniéndolo todo junto en
un plato. Sólo el roast beef tan duro como una suela —o,
según expresión del señor Cané, como piel de hipopó-
tamo— era cortado por el propio capitán y repartido por
él a los comensales. Salsas de colores indefinidos flotaban
en los platos, y todo estaba aderezado con ají, la pimienta
española, así que nos ardía la garganta. Puede decirse, en
verdad, que si nos acercábamos a la mesa era siempre por
hambre —cuando esta, pese al terrible calor, se dejaba sen-
tir— y con el propósito de ir sobreviviendo. Sólo a una
determinada señal del capitán estaba permitido levantarse
de la mesa, y a menudo el tiempo de espera resultaba harto
largo. Pero con todo se iba uno conformando, incluso con
el agua sucia que para el lavatorio matutino se distribuía,
directamente extraída del río.
Pero había un arte que sólo con esfuerzo llegaba a
aprenderse: el arte de dormir. A eso de las nueve comen-
zábamos a prepararnos el lecho. Como no era posible per-
manecer en el camarote de tanto calor como en él hacía,
dormíamos fuera, sobre cubierta. Para tal fin se montaba
un armazón, semejante a una cama de campaña, provisto
de una lona grosera; era el lecho que el barco facilitaba.
Por encima se extendía la estera, un tejido hecho de fibras

63
Ernst Röthlisberger

apropiado para contrarrestar el calor, y luego las sábanas,


que, al igual que la estera, traía consigo el pasajero. Se esco-
gía un apoyo cualquiera que se tuviera a mano para hacer
las veces de almohada, y luego se pasaba a lo más esencial,
la colocación del mosquitero, un gran velo cuadrangular
de ordinaria muselina. Con la máxima precaución se desli-
zaba uno, medio vestido, bajo aquella tienda de campaña y
se trataba de cerrarla hacia afuera lo mejor posible. ¡Pobre
de aquel que al introducirse en la cama dejara alguna pe-
queña abertura por la que pudiera penetrar un mosquito!
Apenas había cerrado los ojos, oía un zumbido monótono
y sentía también muy pronto el aguijón del despiadado
huésped. Imposible cazarlo. Después de infructuosas lu-
chas, el atormentado viajero solía caer muerto de cansan-
cio para despertarse a la mañana siguiente con las manos
y pies hinchados y con la cabeza febril; tan venenoso es
el pinchazo de estos torturadores. Pero a las seis de la ma-
ñana, inapelablemente, había que levantarse, pues era la
hora de limpiar la cubierta. Al dormilón se le arrojaba, sin
más, de su pseudocama.
Sin embargo, una compensación de todas estas mo-
lestias sería para nosotros en los primeros días la novedad
del estilo de vida y la belleza del ambiente. En verdad, el
viaje por el Magdalena es delicioso. Este río, tan modesto
como resulta en el mapa en proporción con las tremen-
das extensiones del continente, es una formidable arteria
de comunicación de sur a norte. Constituye por su mag-
nitud la cuarta corriente fluvial de Suramérica. Su longi-
tud es de 1.800 kilómetros, o de 1.700 si se descuentan las

64
El Dorado

ondulaciones de su curso. En el último tramo alcanza a


menudo los 1.500 metros de anchura, y a veces se dilata
formando un pequeño lago. Las orillas no son tan monó-
tonas como se ha dicho, sino, por el contrario, llenas de
variedad, y sólo raramente presentan un aspecto desér-
tico. Primero se suceden interminables trechos de ma-
risma, de carácter tropical y muy fecunda; aquí se crían
los numerosos ganados de los departamentos de Bolívar
y Magdalena, que luego son llevados a Jamaica. A veces se
ve a las vacas entre un pasto tan alto que las oculta hasta
el cuello. En el río aparecen grandes islas. Otras se están
formando ahora. Y hay algunas que, por el choque de las
aguas que van abriéndose al paso del barco, se remueven
y se derrumban parcialmente. Pero muchas de estas islas
parecen verdaderas avenidas, pues a lo largo de sus riberas
corren hileras de árboles —cauchos y ceibas— y entre ellas
se ven verdes cintas de yerba. Por otra parte, los pastos, fre-
cuentemente inundados, se interrumpen por pedazos de
impenetrable espesura, siempre bajo formas diferentes, y
sólo de vez en cuando surge una solitaria cabaña de paja
en medio de una pequeña plantación de tabaco o de un
grupo de palmas bananeras.
Los indígenas navegan en canoas, desnudos o semides-
nudos, a lo largo de las márgenes. A veces también encon-
tramos bongos, o sea grandes botes cubiertos de hojas de
palma secas, que los negros impulsan río arriba por medio
de pértigas, para lo cual clavan estas en el fondo del río, las
apoyan contra el pecho y en tal posición corren algo, con
agilidad felina, sobre la borda de la embarcación. Estos

65
Ernst Röthlisberger

bongos eran, antes de la navegación a vapor, el único me-


dio de transporte para remontar el río, necesitando a ve-
ces, por supuesto, varios meses de viaje. Así es que estos
barqueros del río, los llamados bogas, llevan una existen-
cia de las más duras, pero caracterizada también por una
cruda sensualidad, por bestiales costumbres, pues cuanto
allegan con faena tan ruda lo despilfarran luego en báqui-
cos excesos.
Se ven pasar también barcos en cuyos flancos, como
en los tiempos homéricos, van sujetos cueros inflados, que
ayudan a transportar más fácilmente la carga. Y a veces se
ve deslizarse río abajo alguna balsa de bambú, abandonada
y sin timón, de las que se utilizan para transportar frutos.
De vez en cuando aparece una misérrima aldea de
simples chozas agrupadas en torno a una pequeña iglesia,
que es más bien un cobertizo algo mayor que las vivien-
das y en el que cuelgan algunas campanitas bajo un techo
de empajado. Pero también otros poblados más grandes
ofrecen la deseada ocasión de mirar cosas y de descansar;
así, por ejemplo, Calamar, que presenta por lo menos dos
casas de piedra construidas por entero al estilo moruno18,
junto al resto del caserío, consistente en meras cabañas.
Aquí desemboca el llamado Dique, o canal, que une al río
con la ciudad de Cartagena. Esta, un tiempo «reina de las
Antillas», sólo a duras penas se salva de la ruina, desbor-
dada ya por Barranquilla. Cierto que recientemente la ha
aliviado algo el ferrocarril que, a lo largo del canal, llega

18
Moro o morisco.

66
El Dorado

a Calamar. Pero la mayor parte de los viajeros de Europa


prefieren, naturalmente, desembarcar en Puerto Colombia.
Sigue el viaje río arriba. Las únicas interrupciones a
que nos vemos obligados son las paradas, bastante frecuen-
tes, para cargar madera, pues el vapor devora una enorme
cantidad de combustible. La madera está puesta a secar,
apilada, en las orillas, y la tripulación se encarga de traerla
a cuestas hasta el barco. Varias veces vi salir reptando de
los montones de madera serpientes venenosas que, o bien
eran muertas inmediatamente por los negros, o bien estos
las arrojaban al agua con sus propias manos; otras veces los
reptiles se deslizaban rápidamente hacia la espesura. Las
paradas del vapor nos daban siempre ocasión de admirar
la magnífica vegetación de aquellas riberas y de visitar las
cabañas de los leñadores. Estas cabañas están hechas de
simples cañas de bambú, y ante la puerta cuelga una red,
bastante agujereada, para defenderse de los mosquitos. En
el interior de la cabaña suele haber un camastro cubierto de
paja, algunos útiles de pesca —chinchorro o atarraya—, la
lanza, y a veces hasta el lujo de un viejo fusil ya medio in-
útil. Son curiosas unas flechas de caña de casi dos metros y
medio de longitud y provistas de dos puntas muy afiladas,
las cuales se lanzan contra los peces por medio de un arco
que llega casi a la altura del pecho, duro como el hierro y
casi imposible de desplazar de su posición. Fuera de esto
corresponden al sencillo ajuar la piedra para rallar el maíz,
o bien una tremenda maza para triturarlo, y la olla —va-
sija de barro en la que se prepara la sobria comida, colo-
cándola al fuego sobre algunas piedras—. Maíz, que aquí

67
Ernst Röthlisberger

multiplica doscientas veces la cantidad sembrada, bananos,


tal vez algo de yuca —tubérculo que llaman «el pan del
pobre»—, pescado y arroz constituyen la alimentación
de estos granjeros del Magdalena. Cuando necesitan sal,
plomos para sus redes, y carabinas o cuchillos, llenan sus
piraguas de bananos o de pescado seco y navegan río abajo
hasta alguna aldea; allí venden sus productos, compran lo
necesario y se vuelven a hundir en su nada. En la indolencia,
sin religión, sin educación social, en total ignorancia, van
viviendo estas gentes, no sujetas a autoridad y, sin embargo,
felices a su manera. No sufren contratiempos, salvo que,
por acaso, el jaguar se acerque hasta la casita y se les lleve
su riqueza —un cerdo—, o que el caimán ande al acecho
para hacer su botín, o que una serpiente se les meta en la
cabaña. En medio de tales peligros, en un estado primitivo,
verdaderamente rousseauniano, pasan su existencia estos
hombres, sin formación, instrucción ni ilustración, cosas
de las que nosotros tanto nos envanecemos, y no trabajan
más de lo necesario.
Más arriba de Calamar, el río recibe una corriente tri-
butaria que duplica casi su caudal; es el Cauca, el cual corre
separado del Magdalena por la Cordillera Central y que,
partiendo del valle de su nombre, atraviesa Antioquia y,
después de recorridos 1.350 kilómetros, afluye al Magda-
lena en dos brazos principales. La misma desembocadura
parece un lago enorme. Por su parte el Magdalena se cam-
bia aquí de la forma más caprichosa, de tal modo que la
navegación necesita buscarse de continuo nuevos canales.
Así, por ejemplo, la ciudad de Mompox —famosa por su

68
El Dorado

heroísmo durante la guerra de Independencia— se halla


completamente aislada del tráfico a vapor porque el brazo
de río en que ella se encuentra se ha llenado de arena y no
permite ya el paso.
Después de admirar varias noches magníficas y de go-
zar la vista de las cimas de la Sierra Nevada, que refulgían a
nuestra izquierda con el sol del crepúsculo, disfrutamos el
espectáculo de otro ocaso tropical, el más bello y singular
que pueda darse. Fue en Magangué, ciudad provinciana con
algunos buenos almacenes y donde anualmente se celebra
una gran feria a la que concurren especialmente Barranqui-
lla y todo Bolívar. El río tiene allí 800 metros de anchura, y
mirado hacia el sur parece no tener límite, lo que aumenta
la magnificencia del fenómeno que presenciamos.
Nubes rosadas, rojas y púrpuras se destacan sobre el
fondo anaranjado del poniente. Este se va haciendo cada
vez más amarillo, cada vez más dorado, mientras el zenit
resplandece todavía con el más profundo azul. El agua,
en otras ocasiones tan amarillenta, turbia y cenagosa, va
pasando del color rosado al rojo vivo y de este al pardo,
como jamás pintor alguno pudiera imitarlo con su pincel.
Y al propio tiempo está todo tan nítidamente claro y tan
en profundo reposo, que hasta las alas de los pájaros que
revuelan sobre el río se destacan limpias y exactas. Poco a
poco van palideciendo los colores: el rojizo se torna lila;
el rosa, violeta, y las nubes purpúreas se hacen de un gris
azulado con orlas de oro. Otras nubes son de un blanco
deslumbrador, virginalmente, nupcialmente puras y lu-
minosas. Al cabo de algunos minutos, todo ha quedado

69
Ernst Röthlisberger

ya envuelto en oscuridad, después de que la solar bola de


fuego parecía querer incendiar la Tierra y abrasarla. Pero
por el otro lado del horizonte se levanta ahora un nuevo
resplandor. Es el disco de la Luna, casi del mismo tamaño
que el Sol, pero tenue y blanca. Se dibuja en la superficie
del agua, primero angulosa, en líneas bruscas y trémulas,
hasta que, alta ya en el cielo, queda enteramente reflejada
en el río como deseosa de tomar en él un baño conforta-
dor. Las capas superiores del aire son todavía más claras; los
verdes bosques del primer término se vuelven azulados; las
densas sombras del horizonte, más oscuras y espantables.
Nubecillas de plata, ligeras como la espuma, se deslizan
cielo arriba y juegan con las estrellas, cuyo brillo en el aire
diáfano es cuatro veces más intenso que en nuestro país.
Por un breve tiempo todo permanece en calma, como si
la naturaleza se dispusiera a entregarse al sueño; pero en-
tonces comienzan una vida y un movimiento, una lucha
y un amor que despiertan en el ánimo mil sentimientos
distintos. El griterío de los pájaros y el ruido que mueven
otros muchos animales llega sin cesar a nuestros oídos. El
grillo hace resonar su estridente música; en la lejanía lanza
el jaguar su áspero rugido, y grandes tropeles de monos
aulladores llenan los bosques con sus quejas, cuya intensi-
dad es comparable al rodar de los truenos en la tempestad.
¡Ah, las inolvidables noches del Trópico! ¡Qué diferentes
de las nuestras! Aquí, quietud silenciosa, tiniebla y frío.
Allí, el inagotable tejer, crear y agitarse de todas las criatu-
ras. Soplan aires tibios y nos traen balsámicos aromas. Un
inefable bienestar corre por nuestros cansados miembros,

70
El Dorado

y soñadoramente se hunde el espíritu en la esencia primi-


genia de la naturaleza.
Adelante, adelante sin cesar. Allí donde los retorci-
dos brazos del Magdalena vuelven a juntarse, para muy
pronto separarse otra vez y formar las numerosas islas de
la confluencia con el río Cesar, un poblado se alza sobre
una colina, pequeña pero muy perceptible en medio de la
total lisura de la región. El lugar se denomina El Banco. Se
trata de una posición militar de primer orden, pues quien
domina esta altura, domina también toda la navegación
del Bajo Magdalena. Por tal motivo, en toda revolución
se pelea tenazmente, por ambas partes, por la posesión de
este punto. ¡Y la naturaleza es, sin embargo, tan pacífica!
Muy de lejos, refulge ya El Banco, con su iglesia, sobre la
superficie del río. Los habitantes, que acuden a la llegada
del barco para ofrecernos toda clase de esteras y tejidos se-
mejantes, parecen ser de un natural inofensivo y tranquilo.
De cuando en cuando se tiende en señal de paz un arco
iris que llega desde el horizonte hasta casi la quilla del va-
por. ¡Qué contrastes tan grandes en este magnífico país!
Por un rato, las orillas no presentan ningún encanto
especial, a menos que consideremos como tal a los caima-
nes que a partir de nuestro tercer día de viaje contemplan
el barco, con sus ojos saltones, desde las playas o los bancos
de arena. A veces están formando un grupo de más de una
docena. Perezosos, permanecen quietos allí con las fauces
abiertas. De cuando en cuando, la alimaña junta los dientes
con un sonoro crujido. Pero las más de las veces se adormece
en prolongado sueño. Desde el barco le envían muchas

71
Ernst Röthlisberger

balas, pero estas rebotan en sus duras escamas; sólo bajo


los omoplatos es vulnerable. Cuando se siente molestado,
va arrastrándose indolente y tardo hasta el agua. Incluso
cuando está mortalmente herido —por ejemplo, cuando
se le ha alcanzado en un ojo— ejecuta todavía el mismo
movimiento, de modo mecánico, para fenecer dentro del
agua. Aquí y allá, se ve flotar uno de estos cadáveres, panza
arriba, descendiendo por el río. Hay caimanes que miden
hasta 20 pies. Sobre la voracidad de este animal se cuen-
tan las más curiosas historias; por ejemplo, la anécdota de
que un caimán se tragó una vez una olla que, atascándosele
en el estómago, recogía todo el alimento hasta acabar por
hambre con la bestia. La autopsia había puesto en claro los
hechos, aunque nadie dice, por supuesto, quién se encargó
de la diligencia. Una cosa es cierta: que el que cae al agua
y va río abajo es atrapado irremediablemente por estos
monstruos. Los casos de salvación se dan sólo raramente.
A este respecto se dice del caimán que prefiere la carne del
blanco a la del negro. Peligroso es sobre todo el animal que
ha comido ya carne humana —el «cebado», como los co-
lombianos dicen—; ese está siempre en la playa al acecho
de niños o mujeres. Por fortuna, la hembra se come la mi-
tad, aproximadamente, de sus mismas crías recién salidas
del huevo; una vez que ha derramado por ellas las consa-
bidas lágrimas, es para los supervivientes la más tierna de
las madres. A pesar de los estragos que hacen entre ellos
los viajeros, por ser el único deporte que muchos conocen
para que resulte más corta la travesía por el Magdalena, los
caimanes siguen siendo los amos y señores de estas aguas.

72
El Dorado

Pasamos por Bodega Central y Puerto Nacional, de


donde sale el camino para Ocaña, en Santander. Luego
damos vista a Puerto Wilches; partiendo de aquí se cons-
truyó un trayecto de vía férrea que debía llegar hasta el
interior de Santander. Según los cálculos de los políticos,
que despilfarraron millones de francos o los emplearon en
beneficio propio, ese ferrocarril debería estar terminado
hace ya mucho tiempo. Ahora, los pocos kilómetros de vía
construidos están en el más completo y lamentable aban-
dono. ¡Triste cuadro el de un ferrocarril político!

Hacienda (quinta) en el interior de Colombia

La naturaleza vuelve a desplegar toda su magnificen-


cia. Los montes, sin que uno se dé cuenta, van acercándose
progresivamente por ambos lados. El bosque virgen se
hace cada vez más alto; grandes plantas trepadoras, de las

73
Ernst Röthlisberger

formas más extrañas y con las flores más curiosas, cuelgan


sobre el agua hasta sumergirse en ella, impidiendo mirar
por entre la impenetrable espesura. Troncos de árbol van
acumulándose en el río, que se convierte en un laberinto
de innumerables ramificaciones y meandros. Las islas, ver-
daderas islas de Calipso, se multiplican. La navegación se
hace más difícil.
Entre tanto, ha llegado el día de San Silvestre. Por la
tarde, a las seis y tres cuartos, el termómetro marca en el
camarote 35 ºC; fuera, a la sombra, 37 ºC. Nos detenemos
junto a un pueblecillo escondido entre la selva virgen, pues
luego de los primeros días, el viaje no puede proseguirse
durante la noche. Inmediatamente de sonar la pitada del
vapor, salen del bosque los más variados tipos de gente, y
corren a lo largo de la ribera, que ahora se ha hecho más
alta, o se acercan en ligeras canoas. Llegan las negras, las
mulatas e indias con un andar rápido, no exento de gracia y
delicadeza, y echados hacia atrás la cabeza y el cuerpo. Las
madres llevan a sus pequeños a horcajadas sobre las cade-
ras. Estas gentes ofrecen a los del barco diferentes cosas de
comer, y, acurrucados en el suelo, cambian con ellos algu-
nas palabras, sin impertinencia ni descortesía alguna. Pero
cuando algún forastero se les dirige en mala forma, saben
replicar con doble crudeza; luego desaparecen detrás de
uno de aquellos magníficos árboles, y tengo la sensación
de que se retiraran a un mundo desconocido.
Se encienden teas, y a su luz temblorosa se va aca-
rreando leña al barco. Con García Mérou hago un reco-
rrido por la ribera llevando por guía a un negro. Vamos

74
El Dorado

armados de largas varas por si se nos cruza alguna serpiente


en el camino; partiéndoles de un golpe el espinazo, ya no
hay peligro. Nos metemos por una oscura senda entre pláta-
nos, árboles que alcanzan una altura de más de seis metros
y cuyas hojas son tan grandes que en una de ellas puede
envolverse una persona. Llegamos al fin a un claro donde
hombres, mujeres y niños se hallan reunidos en torno a
una hoguera. Pronto, y ya que, después de algunas pala-
bras, se despreocupan de nosotros, comienza el currulao,
danza negra, expresiva de toda la brutal energía del boga y
del zambo. El baile se ejecuta al son de la gaita, que repite
melancólicamente las mismas notas, y con el acompaña-
miento del tamboril. Alrededor del fuego se mueven las
parejas como fantasmas de delirio, en tanto los espectado-
res se alzan allí inmóviles, iguales a los troncos de una ar-
boleda que devorasen las llamas. Pero el bosque en torno
se aparece como una negra caverna. No entraré en la des-
cripción de la danza, con sus salvajes movimientos, tan
pronto sensuales como lánguidos o apasionados. Aquí no
se baila con entusiasmo o con el corazón, sino con el ins-
tinto puramente mecánico que habita la carne. Existe una
profunda diferencia entre nuestro trabajo social, apoyado
en esfuerzos mentales, en comunes sacrificios, padecimien-
tos y gozos, y este oscuro vegetar, este predominio de todas
las fuerzas físicas en el hombre, que debe luchar contra la
naturaleza y contra un siglo de viejo despotismo. Es un es-
tado de barbarie, con el que sólo en un futuro lejano podrá
acabarse. Consternados por aquella escena retornamos al
barco. Por mucho tiempo, no conseguí tranquilizarme.

75
Ernst Röthlisberger

La imagen de mi patria, de mi ciudad, surgía ante mí en


aquella noche de San Silvestre, otras veces tan feliz. Escu-
chaba las campanas anunciando solemnes el Año Nuevo,
las voces del vibrante coro, felicitaciones por doquier… un
blando sueño cerró al fin mis ojos fatigados.
El día de Año Nuevo de 1882 transcurre lentamente. El
río está escaso de caudal y avanzamos poco; el barco tiene
que ir tanteando el rumbo. Navega a poquísima velocidad
por el canal practicable, y un marinero desde la popa va
introduciendo continuamente una pértiga en el agua para
medir la profundidad. «¡Siete pies!», grita, «¡cinco!, ¡cua-
tro!, ¡cinco!»… Hasta que, de pronto, se escucha: «¡tres!»
—¡tres pies solamente!—. El barco se detiene, y debe em-
pezar a retroceder para buscar una nueva vía. A las cinco de
la tarde tenemos ya que interrumpir la travesía y amarrar
nuestro barco a una isla cubierta de alta yerba, en medio
del río. En torno, ni rastro de vida humana. No podemos
saltar a tierra, pues las serpientes son muy peligrosas. En
las primeras horas del 2 de enero tratamos de proseguir el
viaje. Tras muchos esfuerzos inútiles, que nosotros obser-
vamos temerosamente, el capitán declara que es imposible
el paso y comienza a buscar algún punto de la ribera junto
al que podamos anclar. Estamos en el Magdalena, dentro
de nuestra calurosa cárcel, abandonados en medio de la
más absoluta desolación. No hay más remedio.
Aquí aparece en mi diario un gran paréntesis. Cuatro
días eternamente largos duró aquel martirio, a una tempera-
tura sugeridora de ideas suicidas, ¡entre los 38 ºC y 39 ºC a la
sombra! Ya no sé exactamente cómo pasé todo aquello; mis

76
El Dorado

compañeros de viaje, en particular el señor ministro Cané,


estaban del más negro humor. Sólo confusamente, recuerdo
que dormí mucho, a pesar del consiguiente y fuerte dolor
de cabeza, y que en las horas restantes me dedicaba a leer a
Shakespeare, que afortunadamente había llevado conmigo.
Por fin, el día 6 de enero, damos vista a un barco. Es el
ligero Francisco Montoya, de escasísimo calado y de una
sola rueda, que avanza con los pasajeros que partieron de
Barranquilla el 31 de diciembre, o sea seis días más tarde
que nosotros. Izamos la bandera de socorro y se detiene a
nuestro lado. Después de algunas negociaciones, se nos hace
pasar de nuestro viejo cajón, el Antioquia, al rápido vapor
en que vamos a seguir la travesía. Jamás un barco me ha pa-
recido tan magnífico como me pareció entonces el Mon-
toya, ni nunca me resultó más grato y apetecible el trato
humano, tras de aquellos días de sofoco y modorra men-
tal en la soledad, en medio de la grandiosidad del Trópico.
Pero el barco iba atestado de gente. Bajo una escalera
hube de montar mi campamento como me fue posible, y
el aseo matutino era cada día mayor problema, ya que sólo
se disponía, para todos, de un gran balde y de dos toallas
sucias. Pero, a pesar de tan mezquina toilette, me encon-
traba satisfecho. Los tres siguientes días de viaje pasaron
muy rápidamente. Se hacían descargas contra los caimanes
y los monos —estos últimos saltaban de un árbol a otro
entre muecas y graciosos movimientos— y sobre las blan-
cas garzas que orgullosamente se paseaban por la arena.
Teníamos charlas de lo más agradables, y yo hacía todo lo
posible por ir chapurreando el español.

77
Ernst Röthlisberger

Llegamos a Puerto Berrío, de donde parte un ferroca-


rril hacia el interior de Antioquia. Allí tuvo que desembar-
car un norteamericano al que por el río había acometido la
fiebre. Dificultosamente, sostenido por dos hombres, pudo
llegar hasta la casa en que quedó. Nos dolió en el alma.
El río se hace ahora más estrecho: la ribera, más alta;
la vegetación, menos exuberante; la corriente, más rápida.
Hacia el atardecer estamos en Nare, donde existe un tin-
glado —bodega le llaman— para la descarga de mercan-
cías con destino a Antioquia. Aquí descienden algunos
de nuestros nuevos compañeros de viaje. Con espanto los
veo desaparecer en la oscura noche; ¿a dónde se dirigirán
ahora? La bodega no tiene sitio donde pernoctar, y el in-
salubre pueblo de Nare está a media hora de distancia. Ya
empiezo a notar los encantos de viajar por estas regiones.
El domingo, 8 de enero, fue el día en que, al fin, ha-
bríamos de superar las últimas dificultades: los tres saltos
—chorros— formados por el estrechamiento del río hasta
150 y aun hasta 125 metros, y por los arrecifes. El agua co-
rre aquí a unos 24 metros por segundo. Los dos primeros
saltos, uno de ellos el peligroso Guarinó, fueron superados
con relativa facilidad. En cambio el tercero, el Mesuno,
costó indecible esfuerzo. El barco toma impulso por va-
rias veces. No avanza lo más mínimo. Se inyecta más vapor.
En vano. El capitán, de pie en la más alta cubierta, la que
hace de puente, grita de continuo a los maquinistas que au-
menten el vapor. Las válvulas de seguridad se abren y silban
inquietantemente. El barco todo tiembla y oscila y ame-
naza desvencijarse. Los pasajeros van inquietos de un lado

78
El Dorado

para otro. Muchos de ellos se han quedado muy pálidos, y


con motivo, pues a no mucha distancia de nosotros emerge
del río la destrozada caldera de vapor de un barco que voló
en una maniobra semejante. Y ese barco tuvo luego varios
imitadores de su salto mortal. Ahora ha fracasado la úl-
tima arrancada. El capitán hace arrimar el barco a la orilla
y envía gente a tierra con la misión de amarrar un recio
cabo que ya desde nuestra embarcación hasta unos árbo-
les situados más arriba del lugar peligroso.
De nuevo se pone la máquina a todo vapor y al pro-
pio tiempo se va arrollando con una máquina la cuerda,
que tres hombres mojan de continuo con baldes de agua.
El chorro no resiste ya a tanta fuerza reunida. Después de
cinco minutos, largos y difíciles, nos encontramos feliz-
mente arriba. Resuena un potente hurra. Todavía una hora
escasa de viaje, durante la cual pasamos ante los más her-
mosos palmares y bosques y ante los más lozanos pastos
—potreros—, y hemos arribado a Bodega de Bogotá —en
la ribera derecha del Magdalena, frente a Caracolí—, que
constituye el puerto de la capital. Nuestro viaje fluvial ha
llegado a su término, después de dieciséis días completos;
¡dieciséis días para cubrir 209 leguas de recorrido!
Así que comenzó a refrescar algo la atmósfera, pasa-
mos el río y empezamos a andar por un arenoso camino
que conduce a la ciudad de Honda, situada a unos tres
kilómetros aguas arriba, a la margen izquierda del Mag-
dalena. Allí tuvimos cordial acogida por parte de algunos
cónsules. Honda era punto de escala de los conquistado-
res españoles; modernamente sirve para el transbordo de

79
Ernst Röthlisberger

numerosos productos del Tolima y de Caldas, y es lugar de


partida para el viaje por tierra a Bogotá y de embarque para
la travesía río abajo. Edificada en un valle de gran hermo-
sura, Honda mira hacia el mundo románticamente, pero
con altanería, en medio de sus palmas y cocoteros, con su
aire de vieja ciudad española, yo diría casi oriental, casi
árabe. La rodean altas cumbres cubiertas de verdor —no
precisamente de bosque—. Por un puente de hierro so-
bre el Gualí, un espumeante tributario del Magdalena, pe-
netramos en la pequeña ciudad, situada a 210 metros sobre
el nivel del mar y con una temperatura media de 29 ºC.
Honda, restablecida ya en parte de los estragos de los te-
rremotos y de las guerras, es tan fea por dentro como poé-
tica se nos aparecía al contemplarla desde fuera. Muchos
edificios con aspecto de fortaleza nos hacen recordar que
Honda fue base de operaciones para las correrías contra
los indios de la comarca.
Otras casas se hallan medio en ruinas, muchos muros
están ennegrecidos por el humo. Viejos conventos e irre-
gulares plazas, torcidas calles y angostos callejones, sucios
lugares de la parte del río engendradores de la fiebre… todo
esto impide consolidar la buena impresión que hacen al-
gunas casas españolas, grandes y ventiladas, y en especial la
animada Calle del Comercio. En Honda aparece de nuevo
el aguador, sentado con las piernas cruzadas sobre su bu-
rro cargado con dos barrilitos. Las hondeñas, en particular
las de las clases populares, son altas y esbeltas y se distin-
guen por su elegante porte y gracioso andar. Los estable-
cimientos comerciales, en los que hay bastante actividad,

80
El Dorado

son aquí también verdaderos bazares turcos. Honda, en


su pujante naturaleza, en su industrioso ajetreo, es una es-
tampa de vida; en sus ruinas y en su casi entera soledad es
una estampa de muerte; en toda ocasión es un contraste
vivo. Cuidando de observar las reglas de la moderación y
el aseo, tampoco aquí ha de temerse demasiado el contraer
unas fiebres intermitentes.
Como plaza comercial Honda tiene un buen porve-
nir. Casi frente a la ciudad, el Magdalena forma el llamado
Salto, un impetuoso descenso en el que, al angostarse el
río hasta los 150 metros, experimenta una caída de 9 me-
tros y medio en un trayecto de 260 [metros]. La corriente
se precipita entre peñascos, y en retumbante estruendo
desciende en cascada, torciendo allí totalmente su curso
hacia el norte. Si se suma a esta caída la que se produce un
trecho más adelante, se alcanza un total de descenso de
14 metros y medio en una longitud de 1.400 metros. Este
salto de Honda separa las dos regiones, por entero diferen-
tes, del Alto y el Bajo Magdalena. Los 1.000 kilómetros,
aproximadamente, que comprende el lento Bajo Magda-
lena, por el que nosotros hicimos el viaje, son de una gran
riqueza tropical, si bien constituyen regiones inhóspitas.
En cambio hacia el sur, se abren las maravillosas regiones
del Alto Magdalena: llanuras, colinas, bosques, monta-
ñas, en la más abundante variedad de formas, colores y
climas, con una población relativamente grande de gen-
tes activas, bastante civilizadas, dedicadas al comercio, la
agricultura y la ganadería, y con un vivaz desarrollo y una
alegre vida social, semejantes en su ímpetu a los 182 ríos y

81
Ernst Röthlisberger

1.590 arroyos que en el Alto Magdalena desembocan. El


Salto fue superado por un alemán, el señor Weckbecker19,
hombre enérgico que ya con la cabeza cana, remontó allí
la corriente, con riesgo de su vida, en un pequeño vapor,
el Moltke, en el año de 1875.
Ya a muy avanzada hora del domingo, regresamos al
barco, en el que íbamos a pasar la noche decimoséptima,
pues los hoteles de Honda son malos y el recién llegado se
expone a coger en ellos unas fiebres. Puesto que nuestro

19
Alexander Weckbecker, empresario alemán, es conocido en la his-
toria de la navegación del Magdalena por haber navegado en un
vapor los «saltos» de Honda, y también por haber subido hasta
Neiva en el vapor Moltke en 1873 y 1874. Salvador Camacho Rol-
dán, en su obra Notas de viaje (Camacho Roldán y Tamayo, 1897,
París-Bogotá: Garnier), comenta así el caso de Weckbecker: «El
señor Alejandro Weckbecker ha sido uno de los más útiles, patrió-
ticos y desinteresados empresarios de vapores en este río. Empezan-
do por un pequeño vapor que llevó su mismo nombre, y que fue el
primero en subir el salto de Honda y navegar en el alto Magdalena
hasta Ambalema, siguió con los buques Alemania y América, y con-
cluyó con el Werder y el Moltke; el último de los cuales empleó en
1873 y 1874 en la exploración del Alto Magdalena hasta Neiva, y
del Saldaña hasta el Paso del Gusano, rompiendo a su paso los pe-
ñones que formaban chorros impetuosos y lugares llenos de peli-
gro, aun para las balsas y canoas. En esta operación prestó el señor
Weckbecker un servicio que no debiera ser olvidado, pues en ella fue
víctima de su consagración, quedando inútil el Moltke para nuevo
servicio. Tengo entendido que el señor Weckbecker, con el vapor de
este nombre, fue el primero que en 1859 o 1860 navegó los caños
de la Ciénaga, desde Santa Marta hasta Barranquilla, abriendo así
la navegación del caño de Cuatro Bocas» (Ibidem, págs. 201-202).

82
El Dorado

vapor se hallaba atracado a la orilla opuesta, hubimos de


hacernos transportar en una canoa; pero sólo con esfuer-
zos pudimos hallar un barquero que estuviera dispuesto
a hacer aquel recorrido en la oscuridad de la noche a tra-
vés de la rápida corriente del río. Acurrucados en la con-
cavidad de la canoa, sin hablar ni hacer ruido alguno, nos
deslizamos por las aguas sobre las que danzaba el reflejo
de millares de estrellas, y arribamos felizmente a la otra
orilla prometiéndonos no cruzar jamás el río a tan altas
horas. Al llegar a bordo, aquello era como un hospital de
campaña, extendidas por la cubierta tantas camas, con sus
mosquiteros, parecía un campamento volante o un fantas-
mal camposanto.
El día 9 de enero, de mañana, comenzó el viaje por
tierra para ascender hasta Bogotá. La línea directa entre
Honda y la capital tiene 95 kilómetros de longitud, pero
el camino a recorrer es de 135 kilómetros. Cabalgando
necesitaríamos, pues, tres días. Mi compañero bogotano
de viaje, el señor París, había pedido gentilmente para mí,
mulas, sillas y aparejos. Después de envolver todas nues-
tras maletas en fuerte y grosero hule, a fin de protegerlas
de los repentinos aguaceros del Trópico, se puso el equi-
paje sobre las bestias de carga. Ordinariamente se cuelga
a cada flanco del animal una maleta, cuyo peso no debería
rebasar los 70 kilos.
También en Bodega de Bogotá se había construido un
pequeño trecho de vía férrea, que un día debería alargarse
hasta la capital. Entonces estaban trabajando precisamente
allí donde las primeras alturas de la Cordillera Oriental

83
Ernst Röthlisberger

se desploman abruptamente hacia el río. El estrecho ca-


mino transcurría entre cascote y rocas, entre piedra are-
nisca y tierras arcillosas. Era asombroso mirar la prudencia
y agilidad con que nuestras cabalgaduras iban salvando
los obstáculos, como cabras monteses, y facilitando así su
quehacer al poco acostumbrado jinete, que, con admira-
ción y algo de angustia, contemplaba esta modalidad de
subir y bajar vericuetos.
Hacia el mediodía almorzamos en uno de los alber-
gues, o ventas, que tropezábamos con frecuencia por el
camino. Son pequeñas cabañas, construidas de barro y re-
vocadas de blanco, con cubierta de paja y amuebladas del
modo más primitivo. El almuerzo consta por lo común, en
«tierra caliente», de una sopa, casi siempre de arroz, con
algo de carne salada —del tasajo, o sea carne que ponen a
secar al sol en largas tiras, para cocerla después— y de un
huevo; en el mejor caso, un bistec. Como postre hay una
taza de chocolate con un pedazo de queso blanco que los
colombianos, para sorpresa mía, van desmigando y echán-
dolo a la taza para saborearlo todo junto, como extraño
bocado agridulce. El mantel servía y sirve como servilleta
para todos.
La ruta se separa ahora del Magdalena hacia el inte-
rior. Por un llano camino arenoso, sombreado a menudo
por árboles magníficos, nos vamos acercando cada vez
más a la primera cadena de la Cordillera Oriental. Pasa-
mos el río Seco, arroyuelo inofensivo en la época de se-
quía, y formidable corriente con el tiempo de las lluvias,
que a menudo hace detenerse uno y más días a los viajeros

84
El Dorado

porque aquí no existe puente alguno que lo cruce. Ahora


el camino comienza a ascender en cerrado zigzag. Piedras
redondas dificultan el andar de las mulas, la silla se desliza
hacia atrás con la violenta subida. Frecuentemente el an-
gosto camino queda cerrado por reatas de mulas que llevan
pesadas cargas, de por lo menos 250 libras, atizadas por el
fuerte y ronco griterío de los arrieros, indios casi siempre,
descalzos y cubiertos de polvo. Las bestias se tambalean
bajo los pesados cajones o barriles; fatigadas, se tienden
aquí y allí, y sólo los despiadados golpes las hacen levan-
tarse. El lomo de estos animales es a menudo una gran he-
rida abierta, pero ellos cumplen con su obligación, pese a
la suma escasez del alimento. Con harta frecuencia se halla
el cadáver de uno de estos mártires de los malos caminos
de Colombia, allí en medio de la carretera, pudriéndose,
sin que nadie se haya tomado el trabajo de apartar a un
lado la carroña, lo que sería tanto más prudente cuanto
que las cabalgaduras se echan a galopar con sobresalto y
al pasar luego por aquel sitio, si es que no les da por hacer
una espantada y negarse a caminar. Los gallinazos son los
que se encargan del oficio de enterradores.
No sólo los animales, también los seres humanos lle-
van aquí terribles pesos; indios e indias marchan apoyán-
dose en largos palos, curvadas las espaldas bajo su carga,
sostenida sobre la frente por medio de una recia faja de
tela. Pero el más extraño espectáculo para el extranjero
es el encuentro con una cuadrilla, doce a dieciséis peo-
nes que transportan sobre sus hombros un pesado objeto
no desmontable, como una gran máquina o un piano.

85
Ernst Röthlisberger

Ciertamente, el transporte dura dos semanas enteras, pues


los cargueros tienen que descansar cada pocos minutos, de
modo que el transporte de un piano hasta Bogotá viene a
costar unos 2.000 fuertes —otros tantos dólares—.
Después de varias horas de viaje, alcanzamos la altura
de la primera cresta de la cordillera, el Alto del Sargento
—1.400 metros—, a lo largo del cual cabalgamos durante
un rato. Uno de los más maravillosos panoramas que ja-
más he visto, y que se me quedó grabado imborrablemente,
se extiende ante mis ojos atónitos y fascinados. Delante
de nosotros, la llanura del Magdalena, que, de cierto, no
se cruza en menos de quince horas, boscosa y aparente-
mente inhóspita, atravesada por el río, que [se] desenrolla
como una cinta de plata. Enfrente, abrupta, surgiendo sin
transición desde la llanura, está la Cordillera Central, y en
medio el imponente macizo del Tolima, cuya cónica cima,
cubierta de nieves perpetuas, se eleva en el aire azul hasta
5.616 metros. Junto a este macizo se ven las otras cúspi-
des nevadas, del Ruiz —5.300 metros—, del Santa Isabel
—5.100— y del Herveo —5.590—, en larga y variada su-
cesión. Hacia el norte, las azulencas y bajas montañas de
Honda con sus cumbres en cono. Al sur, siguiendo aguas
arriba, el valle del Magdalena, una lejanía azul, plateada,
fulgente, en la que el ojo, como ocurre en las pampas, se
pierde buscando en vano un punto de reposo… Ese punto
no corresponde a la hermosura armónica, finamente es-
tructurada, mesurada y justa de nuestros paisajes alpinos,
a los que supera con su majestad abrumadora, con sus fa-
bulosas proporciones, con su pujanza gigantesca.

86
El Dorado

Por el otro lado —al oriente— miramos hacia un


ameno valle, vestido de verdor, en el que se halla la ciu-
dad de Guaduas, que debe su nombre a los muchos bam-
bús que crecen a lo largo de sus ríos y demás corrientes. A
eso de las seis de la tarde, fuimos a parar al Hotel del Valle,
situado a la entrada de la pequeña ciudad. Antes de esto,
mis bromistas compañeros de viaje arrearon mi mula hasta
ponerla al galope, y así pasamos a toda carrera ante una
magnífica plantación de café llamada Tusculum. El Hotel
del Valle constituye para todo viajero un verdadero alivio,
pues la comida es sabrosa, la mesa está limpia y adornada
con flores, y las camas, si bien muy primitivas, se hallan,
al menos, libres de bichos.
Guaduas posee industria propia, como, por ejemplo,
fabricación de sombreros de paja; tiene también casas muy
limpias y una bien construida iglesia. Es, en fin, lugar sim-
pático, con una temperatura muy agradable —24 ºC de
media—, próxima a las de la zona templada. Todo elogio
es poco para la delicia de bañarse en las claras y cristalinas
aguas del pequeño río que por allí discurre o en la piscina
de alguna casa. Un gozo insuperable después del viaje por
el Magdalena.
El segundo día, más penoso que el primero para el
poco ejercitado jinete, un pedregoso, cálido y mal camino
nos llevó hasta la segunda cadena de la cordillera, al Alto
del Raizal —1.478 metros— desde el cual, más allá del
valle de Guaduas, en cuyo centro se asienta tan plácida-
mente la pequeña población, miramos de nuevo la Cordi-
llera Central. Luego, por un curiosísimo valle transversal,

87
Ernst Röthlisberger

o mejor una depresión alargada, vamos hacia el Alto del


Trigo —1.872 metros—. Algunos años más tarde, en este
mismo lugar, vi agitarse vorazmente unos grandes enjam-
bres de langostas, que allá habían llegado pese a la altura
de la montaña, considerada como un obstáculo insalvable
para esos insectos. Frente a nosotros surge de nuevo un
cuadro encantador: entre amarillas plantaciones de caña,
en medio de las cuales unas chimeneas lanzan su humo
a la altura, y entre algunos ríos festoneados de boscaje,
está la pequeña ciudad de Villeta. El llegar a ella, sin em-
bargo, sólo se logra después de largo y trabajoso descenso.
En las muchas ventas que se encuentran en el camino a Vi-
lleta probamos algunas bebidas del país, como el anisado,
un aguardiente de almíbar destilado y perfumado con anís;
se le llama también, de modo general, aguardiente. De-
gustamos además el guarapo, que se prepara de almíbar y
azúcar de caña haciendo fermentar el líquido resultante.
El guarapo ha de beberse en su punto. A pesar del sabor
refrescante y ligeramente agrio, resulta un tanto soso y no
llega a gustarme. Además, el guarapo sienta mal, frecuen-
temente, al estómago del viajero. Si está casi sin fermentar
se le llama dulce, si se encuentra en el grado justo, regular,
y si la fermentación es muy avanzada, bravo, guarapo que
embriaga fácilmente. Por pocos centavos le dan a uno una
totuma llena —la totuma es como una calabaza—, que va
pasando de mano en mano entre los bebedores.
A las dos de la tarde estábamos en Villeta —839 me-
tros de altitud—. Fundada ya en 1558, esta ciudad era an-
tes famosa como balneario, pues posee excelentes fuentes

88
El Dorado

termales de aguas sulfurosas. Pero hoy día ofrece un aspecto


de bastante abandono y tristeza, con sus pálidos habitantes,
a los que sólo intrigas y procesos son capaces de sacudir.
La única cosa notable es la gran ceiba de la plaza mayor.
Después de cruzar un puente sobre el río Negro, se
avanza un rato valle adentro, pasando junto a hermosas
ventas. Los indios e indias que encontramos se distinguen
por su tez morena menos oscura y por sus magníficos ojos
negros, y las mujeres, en particular, por su pelo abundante
y de un negror azulado, y por sus rostros verdaderamente
bellos. Más tarde, el Domingo de Ramos de 1885, tuve
ocasión de ver a estas mujeres cuando se dirigían a la igle-
sia, y pude apreciar toda su gracia y su atuendo relativa-
mente rico.
Ahora se inicia ya la última subida por un camino, en
algunas porciones bien trazado, bien pavimentado y cui-
dado, que se parece a una de las carreteras de nuestros pa-
sos alpinos —por ejemplo, el Gemmi—. Pero en la mayor
parte de su recorrido este supuesto camino resulta harto
deficiente, y en tiempo de lluvias es, a menudo, bastante
peligroso a causa de la gran pendiente, y se encuentra lleno
de piedras y barro y con muchas hendiduras. Natural-
mente, en tales situaciones indaga uno si realmente sería
necesario subir por los flancos de dos cordilleras a una ter-
cera cadena montañosa para ir del Magdalena a Bogotá.
Entonces se sabe que desde la primera cadena encima de
Honda se podría abrir un camino que, pasando por cres-
tas transversales que unen a estos montes, alcanzara casi
hasta el mismo tercer tramo de la Cordillera Oriental. Y

89
Ernst Röthlisberger

entonces se entera uno también, con sorpresa y hasta con


cierta indignación, de que hace ya treinta años un ingeniero
francés, un tal Poncet20, trazó una carretera desde el Mag-
dalena —bastante más abajo de Honda y de los saltos—
hasta Villeta, vía que tampoco hubiera tenido grandes
subidas, de manera que la pendiente habría comprendido
sólo el trayecto de Villeta a Bogotá. Pero ¿de qué sirven los
mejores planes cuando han de enfrentarse con la rutina,
con las costumbres viejas y con la falta de dinero y tiempo
a causa de tantas revoluciones? ¿Cuándo el Camino Pon-
cet, en el cual trabaja de nuevo actualmente una empresa
particular, podrá ser abierto realmente al tráfico? No obs-
tante, en 1886 fue «inaugurado» el camino. Pero como
entretanto se las habían arreglado con el nuevo ferrocarril
de La Dorada, cerca de Honda, se continuó haciendo el
recorrido por carretera desde Honda [hasta] Bogotá. El
Camino Poncet está prácticamente abandonado y parece,
por ahora, no tener porvenir alguno.
Por fin, después de muy costoso ascenso, alcanzamos
una importante estribación de la última cadena de la Cor-
dillera Oriental. Detrás está Chimbe, en cuya sucia venta,
plagada de bichos, se nos dio sencillísima cena y muy poco
agradable cama. En este lugar hace ya fresco. Atraen la aten-
ción grandes plantaciones de café, con magníficas casas de

20
Antoine Poncet, ingeniero francés contratado en 1848 por Tomás
Cipriano de Mosquera para estudiar el trazado para la construc-
ción de un ferrocarril que uniera la Sabana de Bogotá con el río
Magdalena por la hoya del río Negro.

90
El Dorado

campo —pertenecientes a bogotanos ricos— y ganados


de raza hermosa y fuerte. Poco a poco va transformándose
también la vegetación. Las cimas más altas se hallan envuel-
tas en niebla. Llegamos a Agua Larga, donde han estable-
cido una fábrica de zapatos. Numerosas carretas, grandes,
pesadas, chirriantes, tiradas por bueyes encorvados bajo el
yugo, se congregan aquí aguardando la mercancía que han
de transportar a Bogotá por la carretera —parece ancha
y bien trazada— que lleva a la capital. En la gran posada
que hace las veces de hotel tomamos un copioso desayuno.
Luego empezamos a encaramarnos hacia la última altura
de las cordilleras. Es una mañana magnífica, fresca. Em-
piezan a verse desnudas rocas sobre las que aparecen ro-
bledos y pinares. Agua fría y clara discurre saltarina y en
gran abundancia. Detrás de nosotros se ve el interminable
laberinto de las cordilleras; delante, un angosto desfiladero
entre rocas. Es el único paisaje que presenta un conside-
rable parecido con nuestros paisajes de montaña suizos.
Casi sin darme cuenta, de mi pecho, finalmente libertado
del calor agobiante del Trópico, se escapó un entusiástico
grito de júbilo que resonó en aquellos peñascos y produjo
no poco asombro en mis compañeros de viaje.
La subida ha sido coronada. Nos hallamos en el Alto
del Roble —2.745 metros (según otros, 2.767) sobre el ni-
vel del mar—. Un espectáculo inusitado aguarda al viajero.
Ante él se extiende una llanura gris y verde, cuya anchura
equivale casi a nueve horas de camino. Su límite oriental se
halla bordeado por una cadena montañosa, de escasa altura
en apariencia. Es la muy añorada Sabana, la altiplanicie de

91
Ernst Röthlisberger

Bogotá, formada de un antiguo lago andino, cubierta hoy


de pastos y de campos de cereales y otros frutos. Sólo el
que ha contemplado esta llanura, allí arriba, tan alta, es-
condida entre los montes andinos, entiende la grandiosa
impresión que hace cuando el cielo claro ríe sobre ella,
cuando el sol la ilumina y hace aparecer las cosas tan ní-
tidas, tan puramente delimitadas; sólo ese comprende la
sensación de nueva vitalidad, de frescura mental y de lige-
reza, que se experimenta otra vez en nuestro pensamiento,
casi adormecido por los calores.
Al galope, llegamos pronto a Los Manzanos, donde
nos espera un coche de caballos. Este nos conduce a la pe-
queña ciudad de Facatativá, situada a sólo media hora de
distancia y que constituye la verdadera entrada a la Sabana.
Es día de mercado, la plaza, ante la iglesia y el hotel, se ha-
lla atestada de grupos de gente blanca y de indios; los ves-
tidos que todos llevan en esta región son ya más pesados,
calientes y oscuros. En una esquina de la plaza está la igle-
sia, bastante pobre y sin campanario propiamente dicho,
pues en su lugar figura un muro de fachada, y las campanas
cuelgan en los huecos de sus ventanas. Hoy se construye al
lado de este un nuevo templo de mampostería, pero que se
parece más a un edificio escolar que a una iglesia católica.
Detrás del hotel de la plaza estaba ya entonces la estación
de la línea férrea de la Sabana, inaugurada muchos años
más tarde. El tendido de vía, sin embargo, sólo se había
realizado entonces en una extensión de uno o dos kilóme-
tros. Se ha calculado que los gastos de transporte de estos
pocos raíles desde Europa hasta las alturas de Facatativá,

92
El Dorado

en parte por tan malos caminos, encarecieron de tal ma-


nera los costos de la vía, que por el mismo precio se podría
haber hecho fundir en oro. Una jocosa pero significativa
exageración, aunque, en todo caso, se incluirían también
las sumas disipadas entre funcionarios y empresa.
Afortunadamente, esta vez no tenemos que alquilar
los pocos habitables y fríos dormitorios del hotel de Faca-
tativá, ya que nuestro coche sigue rodando hacia la capi-
tal del país, de donde todavía nos separan cinco horas de
viaje. Por suerte también, la ancha y poco lisa carretera se
halla seca, si bien un tanto polvorienta, como corresponde
a esta época del año. Después de dos horas de camino,
brillan ya en la lejanía, con el sol de la tarde, las torres y
edificios de Bogotá, como si dentro de muy poco rato hu-
biéramos de estar allí. La situación de la ciudad, recostada
en la Cordillera Central, ofrece un encantador aspecto.
Es ya noche cerrada cuando nuestro coche, el 11 de
enero de 1882, hace su entrada en Bogotá. Mi compa-
ñero de viaje, el señor París, me lleva por mal pavimenta-
das calles hasta un hotel, me entrega allí, como se entrega
un objeto, a la patrona, de habla española, se me conduce
a un pequeño y frío cuarto, y me encuentro solo al cabo
de un viaje que ha durado cincuenta y un días.
¿Qué digo? ¿Solo? Los recuerdos de la familia y los
amigos se agitaban en torno mío. Todo lo bueno que mi
patria, Suiza, ha operado en mi espíritu y mi cuerpo, por
la educación, la cultura, sus libertades y su belleza, se me
reveló entonces, por vez primera con conciencia plena y
clarísima. Y mi patria se me apareció en una luz de transfi-

93
Ernst Röthlisberger

guración, como un cuadro de Rafael o del Tiziano, con su


armonía, la pureza de sus rasgos y sus magistrales y equi-
libradas proporciones.

Estación del tren de Facatativá

94
§§ iii
Colombia y su capital
Resumen de Colombia: límites, montañas,
ríos, clima, pueblo, razas / Bogotá, su
situación, su aspecto / Paseo por la ciudad /
Casas y lugares, edificios públicos e iglesias
/ La vida callejera: tipos populares / Las
bogotanas / La plaza de mercado y la vida
material / Estaciones y cosechas, frutos
y productos, artículos alimenticios y
estimulantes / Condiciones de salubridad

El extranjero que, después de un largo y costoso via-


je, llega a la Sabana de Bogotá experimenta, antes que todo,
una justificada sorpresa. Se ha dicho con acierto que la
impresión que recibe una persona en tales circunstancias
debe de parecerse a lo que se sentiría al pasar rapidísima-
mente de una selva del centro de África a una llanura de
la Normandía. ¿Cómo es posible que tan penosos cami-
nos conduzcan a una de las más importantes ciudades de
Suramérica, donde habitan tantas personas ricas y cul-
tas y donde se acumulan tantos capitales y tantos tesoros
del espíritu? Ya en esto se muestra que Colombia es un
país de violentos contrastes. Estos contrastes se hacen vi-
sibles en su misma configuración física, en las variedades

95
Ernst Röthlisberger

climáticas, en las diferencias raciales, en su desarrollo et-


nográfico y político.
Antes de entrar en la descripción de la capital, inclui-
remos aquí algunas referencias geográficas de carácter ge-
neral que parecen convenientes para la comprensión de
lo que ha de seguir. No se entienda por ello que este libro
tiene el propósito de reunir toda clase de datos sacados de
las obras científicas sobre el país para ofrecérselos al lec-
tor. Este, más bien, habrá de ampliar sus conocimientos
acerca de Colombia sin más que seguir nuestras correrías,
observar con nosotros y compartir nuestras propias expe-
riencias. Valgan las indicaciones que siguen como mera
preparación de estas excursiones.
La República de Colombia se halla muy favorable-
mente situada, entre el Atlántico y el Pacífico, en el extremo
noroeste de Suramérica —prolongándose por el istmo
de Panamá hasta la frontera con Costa Rica en Centroa-
mérica—; por el este, sudeste y sur limita con Venezuela,
Brasil, Perú y Ecuador. Colombia comprende un territo-
rio de 1.331.875 kilómetros cuadrados21, con un períme-
tro de 9.915 kilómetros. Este territorio es, pues, unas dos
veces y media mayor que Francia, veintitrés mayor que
Suiza y cuarenta mayor que Bélgica. La longitud del li-
toral Atlántico, incluido el golfo del Darién, es de 2.252

21
Esta cifra fue modificada a 1.283.400 kilómetros cuadrados en la
edición alemana de 1929 —con base en el Atlas de Justus Perthes,
publicado en 1926—, por cuanto Colombia ya había perdido el
istmo de Panamá en 1903.

96
El Dorado

kilómetros, y la del litoral pacífico alcanza los 2.595 kiló-


metros. Al país corresponden además una serie de islas
con una superficie total de 6.525 kilómetros cuadrados.
Toda la configuración de Colombia está condicio-
nada por la peculiar estructura de sus montañas, especial-
mente por las cordilleras, o Andes, si prescindimos del
macizo, completamente aislado, de la Sierra Nevada de
Santa Marta, junto a la costa del Atlántico. Partiendo del
sur, desde Ecuador, estos Andes avanzan hacia Colombia
en dos cadenas, que en la meseta de Pasto se aproximan
mucho entre sí, pero sin llegar a unirse, por lo que re-
sulta inexacto haber hablado de Pasto, como de un único
nudo montañoso, el San Gotardo andino. Y como además
la Cordillera Oriental de las dos citadas vuelve a bifur-
carse algo más al norte, en el Páramo de las Papas —4.400
metros de altitud, donde las papas crecen espontánea-
mente—, para Colombia se da una tripartición de los An-
des en forma de abanico. La más occidental de estas tres
cordilleras, separada del Pacífico por los valles de los ríos
San Juan y Atrato, va a morir en el norte, al borde del golfo
del Darién. Las montañas que rodean este golfo, al igual
que las alturas del istmo de Panamá, no pertenecen ya a
esa cadena, sino que se trata de sistemas aislados. La Cor-
dillera Central es la más enorme y la más rica en metales;
ella presenta las más altas cumbres, como son los volcanes
de Puracé —4.900 metros— y Huila —5.700 metros— y
la cima que ya admiramos cuando [relatamos] nuestra
subida por Honda. Esta cordillera atraviesa el estado de
Antioquia y se pierde en el estado litoral de Bolívar. Por

97
Ernst Röthlisberger

último, la Cordillera Oriental es la única que presenta el


sistema de las altiplanicies —entre ellas, las de Bogotá—,
por partirse en el nudo de Sumapaz —4.560 metros— y
ramificarse luego, en especial en el estado de Santander.
Más al norte, una parte de esa cordillera separa al Magda-
lena del valle del Zulia y la zona de la bahía de Maracaibo,
y se pierde en la península de La Guajira; otra parte avanza
en dirección a Venezuela, en la que se introduce profunda-
mente. La Cordillera Oriental es la más salubre y también
la más poblada. En ella se levantan montes verdaderamente
gigantescos. Así, según algunos, la Sierra Nevada del Co-
cuy o Chita sería la montaña más elevada de Colombia.
Los Andes, casi por todas partes, atesoran metales di-
versos —hierro, cobre, plomo, etcétera—; especialmente
grandes son las minas de oro y plata, en particular en el
estado de Antioquia. Pero falta mucho aún hasta que esas
minas sean explotadas por medio de la maquinaria más
perfeccionada, que aplica la moderna técnica. Dignas de
mención son todavía las minas de esmeraldas de Muzo (de-
partamento de Boyacá), las más importantes del mundo.
Las aguas cuyo curso determinan esas formaciones
montañosas vierten en parte en el océano Pacífico —son
unos pocos ríos, como el San Juan y el Patía— y en parte
en el Atlántico. Cierto que algunos de los ríos que co-
rren en dirección norte no van a desaguar en el mismo
Atlántico, sino al golfo de México [sic] o al mar de las
Antillas. Ejemplo de esto, aparte del caudaloso Atrato es
el Magdalena, con su gran afluente, el Cauca —encajado
este último entre las cordilleras Occidental y la Central,

98
El Dorado

profundamente incrustado el primero entre la Central y


la Oriental—. Esta Cordillera Oriental separa también el
territorio andino de las inmensas extensiones de los Llanos
o pampas, por donde se reparten la cuenca del Orinoco
con sus afluentes principales, el Apure, el Arauca, el Meta
y el Guaviare, y la [cuenca] del Amazonas con sus tributa-
rios, río Negro, Caquetá o Yapura y Napo. Esta red fluvial
es extraordinariamente rica; las cuencas del Orinoco y del
Amazonas llegan a unirse, incluso, en la frontera de Colom-
bia, por medio del Casiquiare. Condicionada por esta arti-
culación orográfica e hidrográfica, la distribución del país
se ha calculado como sigue: 805.640 kilómetros cuadrados,
o sea casi dos tercios de la superficie total, corresponden
a los Llanos; 408.875, o sea casi un tercio, constituyen te-
rreno montañoso, con clima variable; 32.700 son las alti-
planicies propiamente dichas; 24.600, las montañas frías e
inhóspitas, o páramos22; 52.685, lagos, lagunas y pantanos.
La situación ecuatorial del país, unida a la presencia
de tan enormes cadenas montañosas cubiertas de nieves
perpetuas, determina las más diversas gamas de posibili-
dades climáticas. Según las altitudes, predomina el paisaje
tropical o el de montaña. Si bien las circunstancias locales
de cada sitio dificultan realmente la división, se han distin-
guido tres grandes regiones: la región alta y fría —tierra

22
En español en la segunda edición alemana. En adelante se inclu-
yen en cursivas los términos que el autor refirió en español en la
edición alemana.

99
Ernst Röthlisberger

fría—; la región media y de moderada temperatura —tierra


templada—, y la región baja y cálida —tierra caliente—.
Esta región tropical, que comprende las tierras de hasta
1.000 metros de altitud y cuya temperatura oscila entre los
23 ºC y 30 ºC, pero que a veces, especialmente en los Lla-
nos, se eleva por encima de ese límite, la conocimos ya al
realizar el viaje por el Magdalena. Aquí crecen las enormes
palmeras, los grandes bananos, los mangos, la caña, el ta-
baco; aquí se cultiva el mejor maíz y el mejor arroz, el ín-
digo, el algodón, el caucho, el marfil vegetal, la vainilla, las
especies nobles y útiles de ceiba, higuerón, caracolí, guaya-
cán, cumulá, los cedros…; todos estos árboles se presentan
rodeados por monstruosas lianas, formando un conjunto
abigarrado y revuelto. Aquí se encuentran también gran
cantidad de plantas medicinales: la zarzaparrilla, el bálsamo
de copaiba, el bálsamo de Tolú, la ipecacuana… Esta zona
es el país de las selvas vírgenes, de las grandes plantaciones
y pastos, de los bellos naranjos y limoneros.
A la segunda región, la central, corresponden todas
las comarcas que están, poco más o menos, a una altura
entre 1.000 y 2.300 metros, o sea que se encuentran prin-
cipalmente en las vertientes de las cordilleras. La tempe-
ratura media es de 17 ºC a 23 ºC. En esta tierra templada,
parecida a Italia, el clima es suave y uniforme, sano y toni-
ficante. Se asemeja algo al que reina entre nosotros hacia
fines de mayo, cuando el año es cálido y hace bueno. En
dicha zona media el cielo es radiante y el aire está saturado
de los aromas de los frutales. Una rica flora, que incluye
las orquídeas, nos llena de embeleso. Aquí encontramos

100
El Dorado

los grandes helechos, la quinquina o árbol de la quina. En


lugar de la papa o patata, se come la arracacha —algo en-
tre nabo y zanahoria—, y en vez de los cereales, la yuca.
Esta zona es la patria del café, de la caña de azúcar, de la
batata, del maíz blanco, de la especie de banana llamada
plátano guineo. Característicos de aquí son los grandes
bambúes —guaduas—.
Si avanzamos aún más hacia la altura, llegamos a la ter-
cera zona, a tierra fría, que abarca en Colombia las partes
del país comprendidas entre los 2.300 y los 4.300 metros.
La temperatura media va aquí de los 5 ºC a los 15 ºC. La
Sabana de Bogotá es un ejemplo típico de la llamada tierra
fría. Aquí reina una eterna primavera; los días se parecen
a los nuestros, tan magníficos, del tiempo fresco a prin-
cipios de abril o de octubre. Aunque el cielo no resplan-
dezca, está en todo caso, transparente y claro.
Pero a veces ascienden de los valles vientos fríos y hú-
medos y las nieblas se deslizan a lo largo de las crestas
montañosas. Esta zona es particularmente rica en plantas
herbáceas y leguminosas, traídas aquí por los conquistado-
res españoles. Es el país clásico de la papa o patata, que en
1563 fue llevada a Europa por el inglés Hawkins. Aquí cre-
cen el trigo, la cebada, la avena, la alfalfa, el trébol… Aquí
florecen las rosas, los lirios, los claveles, las violetas, los ge-
ranios… Aquí se hallan también en su ambiente los sauces
(Salix humboldtii)23, los nogales, los cerezos, los manzanos
y los melocotoneros.

23
Salix humboldtiana.

101
Ernst Röthlisberger

Pero ya a una altura de 3.000 metros resultan raras las


plantas que hemos citado. En las comarcas despobladas de
hombres, en las que sólo habitan las tempestades, surgen
tan sólo pequeños helechos, líquenes, achicorias enanas,
y esa planta de extraña forma, de la que se extrae tremen-
tina y que llaman frailejón. A los 4.300 metros de altitud
se acaba toda clase de vegetación. Pero hasta los 4.700 o
4.800 metros, o sea por encima de nuestros altivos Alpes,
no comienza el límite de las nieves, el cual dominan al-
gunos majestuosos gigantes de las cordilleras Central y
Oriental. Sobre el blanco sudario de estos paisajes tropi-
cales de montaña, sólo el cóndor flota audaz en los aires.
Por lo que toca a las excelencias o desventajas del clima
de las diferentes regiones, y también en cuanto a las dis-
tintas enfermedades endémicas, queremos guardarnos de
generalizar en demasía, y así traeremos sólo nuestras ob-
servaciones con referencia a las descripciones de los pun-
tos y comarcas que visitamos. De un modo amplio puede
decirse, sin embargo, que el país es sano allí donde el hom-
bre lo ha hecho sano mediante su trabajo y civilización.
Regiones propiamente insalubres, peligrosas en tal sen-
tido, sólo las hay en Colombia en el Chocó, en la porción
septentrional del valle del Magdalena, en el estado de Bo-
lívar y en los Llanos.
Como es natural, la mayor o menor protección del
hombre contra las enfermedades depende también, en
gran parte, de las estaciones del año. En los textos escola-
res se suele simplificar mucho este capítulo de la geogra-
fía cuando se escribe que en Colombia alternan, y ello dos

102
El Dorado

veces al año, dos estaciones: el tiempo seco y el de lluvias.


El verano reinaría en los meses de diciembre, enero y fe-
brero, y luego otra vez en junio, julio y agosto; el invierno
o estación lluviosa sería durante marzo, abril y mayo, y des-
pués en septiembre, octubre y noviembre. Ni siquiera ese
relevo de verano e invierno es, en modo alguno, cosa de
tanta regularidad. Según veremos, existen regiones, como
los Llanos, donde llueve mucho más de seis meses al año;
y por el contrario, hay comarcas que son relativamente se-
cas durante el tiempo considerado como lluvioso. Hasta
en un mismo y determinado lugar se producen grandes
oscilaciones y desplazamientos de las estaciones del año.

Parque del Centenario en Bogotá

La población de este enorme territorio llega sólo a


unos ocho millones. Pero hay que considerar que, de toda

103
Ernst Röthlisberger

la extensión del país, sólo un tercio, aproximadamente, se


halla más o menos habitado y cultivado; casi un millón de
kilómetros cuadrados son tierra deshabitada y baldía. Así
acontece que algunos lugares tienen tanta densidad de po-
blación como Francia, que la mayor parte de los habitantes
se reparten entre los 800 y los 2.800 metros de altitud, en
tanto que grandes superficies, en especial las depresiones,
están cubiertas de selva.
La población se compone de tres razas y sus diferentes
mezclas. Las razas son: la americana o india, cuyo origen
se busca en el propio continente o también en la raza chi-
no-mongólica. Estos aborígenes constituyen del 30 al 35
por ciento de la población total y se encuentran principal-
mente en las altiplanicies y en las faldas de las cordilleras.
La mayor parte de ellos están civilizados; sólo 200.000 in-
dios viven en estado de primitivismo y son los salvajes de
los Llanos, de las llanuras pantanosas del Chocó, al norte,
en los valles del Atrato y en torno al golfo del Darién, y,
por último, en la península de La Guajira.
El segundo lugar corresponde a la raza negra. Los ne-
gros, traídos de África como esclavos a principios del si-
glo xvi para realizar en minas y plantaciones los trabajos
que resultaban insanos para los indios, representan apro-
ximadamente una décima parte de la población del país y
se hallan en las depresiones y en las regiones más cálidas,
en la costa y en las riberas de los ríos.
La tercera raza, finalmente, son los blancos, o sea los
europeos inmigrados desde la Conquista, especialmente
españoles y sus descendientes. Como falta toda estadística

104
El Dorado

sobre la cifra de los inmigrantes —y más aún de las muje-


res europeas llegadas al continente, si bien el número será
relativamente bajo—, y como también muchos españoles
regresaron a su patria después de enriquecerse, no es posi-
ble determinar con certidumbre la proporción numérica
de la raza blanca. En todo caso, existe mucha menos pobla-
ción blanca pura de lo que el orgullo de los colombianos
quiere admitir. Algunos suponen tan sólo un 5 por ciento,
aproximadamente, del total de los habitantes. De seguro
que el cálculo es bastante alto cuando se estima en una dé-
cima parte de la población el número de los criollos, o sea
la gente de pura ascendencia europea, pero nacida en Amé-
rica. Tampoco hay que pasar por alto a este respecto que
los inmigrantes eran asimismo muy diversos en cuanto a su
origen y carácter. Los mismos españoles no son en absoluto
una raza unitaria. Sangre árabe y judía se mezcló a la base
étnica, especialmente en el centro y sur de España, y, por lo
demás, andaluces, castellanos, aragoneses, catalanes, vascos,
navarros, gallegos… son tipos fundamentalmente distintos.
El resto de los habitantes, del 45 al 50 por ciento, está
integrado por la población de mestizaje: mulatos, mezcla
de raza blanca y negra; mestizos, de raza blanca e india, y
zambos, de raza negra e india. Los más numerosos, natu-
ralmente, son los mestizos.
Ya disponemos, pues, del marco de generalidades en
el que puede aparecer con claridad la imagen de la situa-
ción, del aspecto exterior y de la vida de la capital, Bogotá.
Fundada en 1538 por uno de los conquistadores
españoles, Quesada —sobre esta admirable fundación

105
Ernst Röthlisberger

volveremos más adelante—, la ciudad, ya en 1540, recibió


de Carlos v su fuero urbano con el título de «muy noble,
muy leal y más antigua», así como el nombre de Santafé
de Bogotá, este último en recuerdo del lugar de recreo de
los zipas, jefes de los chibchas, o sea los aborígenes, y que
se llamó Bacatá —«límite extremo de los campos»—.
Después de ciento treinta y cinco años, Bogotá tenía 3.000
habitantes, y sólo en 1797 alcanzaría la cifra de 17.000.
Pero en 1881, una guía directorio calculaba la población
en 84.000, repartida en 39.000 hombres y 45.000 mujeres.
Según el último censo, 1929, los habitantes eran ya 224.000.

Joven criollo

Bogotá se halla a 4º36’6” de latitud norte y a 67º34’8”


de longitud este del meridiano de París. La diferencia entre
Bogotá y París es de cinco horas, seis minutos y diecisiete
segundos. Bogotá es la capital de la República y, al propio

106
El Dorado

tiempo, del Estado de Cundinamarca. Este último nom-


bre, de origen indio, parece significar «región alta donde
impera el cóndor o el águila». De este modo quisieron
los habitantes primitivos designar a los conquistadores la
Sabana de Bogotá y el imperio de los chibchas. Bogotá es
además sede archiepiscopal. La ciudad se halla a una al-
tura de 2.611 a 2.700 metros sobre el nivel del mar, o sea
unos 300 metros más alta que el Niesen, en los Alpes Ber-
neses. La temperatura media de 13 ºC. La máxima, 22 ºC;
la mínima, 6 ºC. Sólo excepcionalmente desciende el ter-
mómetro a cero grados y el agua se condensa un poquito.
Las chimeneas, por ello, no son necesarias en Bogotá.
Hacia el oeste se extiende la ancha Sabana. Bogotá,
pegada a la Cordillera Oriental de los Andes, que la separa
de los Llanos, de la cuenca del Meta y Orinoco, se extiende
principalmente hacia el norte y el sur. Sobre Bogotá la cor-
dillera parece hacerse más compacta y más elevada; allí se
forman cortos valles transversales y depresiones, de los que
salen cuatro torrentes que atraviesan o bordean la ciudad:
los ríos de Fucha, San Agustín, San Francisco y del Arzo-
bispo. Sobre estos ríos o torrentes, que, según la estación
del año, llevan un potente caudal o están casi secos, exis-
ten algunos puentes que unen los diferentes barrios de la
ciudad. La principal de estas depresiones, la formada por
el río San Francisco, deja abierta una brecha o boquerón.
La elevación rocosa situada al norte de él, que se levanta
en pendiente muy empinada, se llama Monserrate. Está a
521 metros sobre la ciudad, o sea a 3.165 metros sobre el
nivel del mar, en tanto que el monte del sur se denomina

107
Ernst Röthlisberger

Guadalupe, y tiene una altitud de 3.255 metros —610 me-


tros sobre la ciudad—. En lo alto de cada una de ambas
montañas, que descienden al valle con vegetación y formas
semejantes a las de los Pirineos, existe una capilla, visible
a mucha distancia. Pero de ambas, sólo la de Monserrate,
que tiene un Cristo milagroso, convoca el domingo a los
fieles y penitentes, o una vez al año a los que allí se reú-
nen en romería; las campanas se escuchan desde el valle.
Inmediato a la salida del Boquerón se halla el barrio del
norte, llamado Las Nieves.
La ciudad propiamente dicha se ha extendido más ha-
cia el sur, recostada en el Guadalupe, cuya pendiente des-
ciende de modo mucho menos abrupto, formando además
diversas colinas intermedias antes de entregarse definiti-
vamente a su destino, la llanura, que todo lo iguala y ni-
vela. Sobre esas colinas se alzan también algunas capillitas
de blancos muros, que contempladas desde abajo hacen la
impresión de pequeños castillos o palacetes y constituyen
en el paisaje un aliciente muy poético y gracioso.
De acuerdo con esta topografía, la división y demar-
cación de la urbe se configura de un modo sencillo y casi
monótono en su regularidad. Las vías que se dirigen de sur
a norte, y por las cuales se desenvuelve principalmente el
tránsito, se llaman carreras; las que cortan a estas en án-
gulo recto y que van del oeste al este, ascendiendo hacia el
monte en cuestas bastantes acentuadas, reciben el nombre
de calles. Todas las vías son estrechas, para nuestros módu-
los habituales; tienen sólo cinco a ocho metros de anchura
y sus aceras son angostísimas. Por el centro de casi todas

108
El Dorado

las calles que bajan del monte corría entonces el llamado


caño, una zanja de desagüe, descubierta, pequeña y de es-
casa profundidad. Estos caños, especialmente durante las
sequías prolongadas, exhalan horribles olores y se desbor-
dan frecuentemente con los formidables aguaceros, con-
virtiéndose en verdaderos torrentes y dificultando también
el tránsito. Por la mitad de los años ochenta se comenzó
poco a poco con la canalización de la ciudad, obra, por
supuesto, muy costosa, al tiempo que se construía un sis-
tema de cloacas. Hoy día han desaparecido en su mayor
parte aquellos caños, si bien se escuchan continuamente
quejas sobre lo reducido de la red de tuberías.
Las casas, vistas por fuera, son en su mayor parte feas e
insignificantes. Sus ventanas están provistas de rejas comba-
das hacia afuera en su parte inferior. Algunas pocas tienen
miradores. Casi exclusivamente en las dos vías principales,
la Calle Real y la Calle Florián, hay que destacar una serie
de bonitos edificios, aunque, por lo angosto de esas calles,
no lucen como debieran. La mayoría de las casas constan
de una planta única, hay también bastantes de dos pisos,
pero pocas de tres. Las casas de mayor altura son excep-
ción en Bogotá, por miedo a los terremotos y temblores.
Durante mi permanencia allí, se produjeron dos temblores
de tierra de cierta intensidad y duración, y noté con bas-
tante claridad esa sacudida del cerebelo que Bain24 consi-
dera y diferencia como una especial sensación fisiológica.

24
Alexander Bain (1818-1903), filósofo y psicólogo escocés.

109
Ernst Röthlisberger

En los barrios extremos las casas no son sino cabañas,


de modo que el que hace su entrada a Bogotá por cual-
quiera de sus cuatro costados no puede substraerse a la
penosa impresión que provocó la exclamación del señor
Cané: Mais c’est un faubourg indien!25. De puerta de esas
cabañas hace una pared, realmente muy española26, de
lienzo tensado en un marco, que permite tener una idea
del triste interior. De ventanas encristaladas, no hay que
hablar; los agujeros de ventilación se cierran con batien-
tes de madera. La gente pobre construye sus viviendas con
bloques de tierra desecada —adobes—; la mayor parte de
las casas son de ladrillo, ya que la piedra, debido a los ma-
los medios de transporte, ofrece grandes dificultades para
ser traída a lomo de mula. Por esta misma razón, sólo las
calles principales disfrutan el privilegio de un empedrado
sólido. Las cubiertas son de tejas curvas superpuestas en
dos hiladas.
En el centro de la ciudad se halla la Plaza de Bolívar, o
de la Constitución, un cuadrado de 80 metros de lado. En
medio se alza la muy lograda estatua en bronce del gran
Simón Bolívar27, el Libertador —fallecido en 1830—.

25
«¡Pero es un caserío indígena!».
26
El autor se permite aquí un pequeño chiste jugando con la expre-
sión «spanische Wand» (pared española), que designa en alemán
al biombo (nota del traductor).
27
Simón Bolívar (1783-1830), caraqueño, prócer de la Independen-
cia de varios países latinoamericanos, conocido, en consecuencia,
como el Libertador. Murió camino al exilio de los países libertados.

110
El Dorado

Tenerani28 modeló en Europa esta escultura29. En torno al


monumento se han dispuesto unos bellos jardines, donde
crecen flores durante todo el año. La plaza ofrece un exce-
lente aspecto. Por el este la limita la Catedral, de amplia
fachada y con dos torres, coronada por una cúpula. El in-
terior, para mi gusto, no puede llamarse magnífico ni be-
llo. Las tres naves se hallan separadas por poco graciosas
columnas de 13 metros de altura con capiteles dorados,
lo que parece un escenario sobre la ornamentación corin-
tia, lo único que por su belleza de formas produce algún
efecto. Lateralmente se han dispuesto además seis diferen-
tes capillas y muchos altares y cuadros. Separada sólo por
una casa cural, se alza la Capilla del Sagrario, cuya cúpula
se hundió a causa del terremoto de 1827, destruyendo des-
graciadamente el altar mayor con sus columnas adornadas
por conchas de tortuga y mármoles. Por supuesto, ha sido
bastante restaurado. En la capilla cuelgan cuadros del pin-
tor colombiano Vásquez30.
Ante la Catedral y a lo largo de todo el frente orien-
tal de la Plaza de Bolívar, corre una especie de terraza a
la que se asciende por escalones. Es el Altozano, lugar de

28
José Ignacio París Ricaurte (1780-1848) encargó esta estatua en
1844 al escultor italiano Pietro Tenerani (1789-1869).
29
Cuando mi permanencia en Bogotá, cierto habitante de los Lla-
nos se perdió un día por la ciudad, pero pudo orientarse en llegar
a la plaza, tal cual él se expresó «donde está el negro aquel». Se
refería a la estatua del Libertador.
30
Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos (1638-1711).

111
Ernst Röthlisberger

encuentro y mentidero de todos los políticos y charlata-


nes de la ciudad.
La parte norte está limitada por casas particulares.
Frente a la Catedral, o sea al lado occidental de la Plaza,
estaban los Portales, un vasto edificio de no mucha altura
—tres plantas—, bastante imponente al contemplarlo a
distancia, pero, de cerca, muy tosco y mal hecho31.
Al lado sur está el edificio del gobierno, el Capitolio,
comenzado ya en 1849, pero no terminado todavía. Y tam-
poco es muy fácil que se lleve pronto a feliz término, pues
la obra amenaza ya ruinas por algunas partes. La arquitec-
tura es del más extraño gusto. Las dos alas del edificio es-
tarían muy bien para alguna de nuestras construcciones
escolares, pero el tejado —no sabemos si se trata de algo
provisional— es plano y lleva un alto friso sobre cuyo ex-
tremo sur, solitaria y tediosa, se ve una estatua que anhela
soñadamente la llegada de sus vecinas. Unida por medio
del friso con las prosaicas alas laterales, se alza en el cen-
tro una serie de columnas, en forma de pórtico y tras ellas
se ven otras hileras más. Se pensó en construir este vestí-
bulo de modo que penetrara en la plaza, pero la fealdad e
imperfección de todo el edificio no hubiera desaparecido
con ello. En el patio, al que se llega a través de las hileras
de columnas, hay una buena estatua en bronce del gene-
ral Mosquera32, quien después de tres años de sangrienta

31
En 1900 fue destruido por un incendio (nota de W. R. A.).
32
Tomás Cipriano de Mosquera y Arboleda (1798-1878), payanés,
geógrafo e historiador autodidacta, militar y político que llegó a

112
El Dorado

guerra civil dio la victoria al Partido Liberal el año 1863.


En las alas laterales se hallan instaladas diversas oficinas
del gobierno. Se trata de salas de elevado techo, frecuen-
temente ornamentadas con muy bellos estucos y magní-
ficas pinturas. En la planta baja, detrás del patio, estuvo
durante bastante tiempo el salón de sesiones del Senado, y
en el primer piso el Salón de la Cámara de Diputados, que
esta hubo de abandonar en vista de sus malas condiciones
acústicas. No se han regateado en esta construcción grandes
sumas ni buena voluntad, pero sólo un mediano resultado
logró alcanzarse. Esta es la plaza principal de la ciudad.
De las restantes plazas, enumeramos las que si-
guen: la de San Victorino, que se distingue por una gran
fuente; la de los Mártires, rodeada de casas muy humildes,
pero que tiene un bello jardín. En el centro se alza un obe-
lisco con las estatuas de la justicia, de la paz, de la libertad
y de la fama y rodeado de urnas. En el obelisco figuran lá-
pidas de mármol en recuerdo de los mártires de la guerra
de Independencia. Al que modeló estas estatuas, más vale
que no le pida cuentas la Diosa de las Artes. Sin embargo,
aquella plaza me hizo siempre una impresión solemne. Se
halla santificada por la sangre de los luchadores de la li-
bertad. Después de que la ciudad, el 20 de julio de 1810,
se alzara en abierta rebelión, expulsando al virrey y esta-
bleciendo un gobierno provisional, en 1816 fue conquis-
tada de nuevo por los españoles, que pasaron aquí por las

ser presidente de Colombia en cuatro oportunidades (1845-1849;


1861-1863; 1863-1864; 1866-1867).

113
Ernst Röthlisberger

armas a ciento treinta y cinco ilustres ciudadanos, entre


ellos también algunas mujeres. El 20 de julio es hasta hoy
la principal fiesta nacional colombiana.
Un agradable contraste con lo anterior es el que pre-
senta la Plaza de Santander, un pequeño pero muy bien cui-
dado parque con bellas verjas, en el centro del cual se halla
el monumento del general Santander33, bizarro y enérgico
organizador de la nueva República, y su presidente hasta
1837. Es asombroso ver con la rapidez que crecen los ár-
boles de estos parques. Hay que anotar que en Bogotá y
sus cercanías se planta en especial el eucalipto, por razón
de su frondosidad y porque en pocos años alcanzan gran
altura. Este árbol, con el que deberían repoblarse también
las peladas alturas que dominan la ciudad, tiene el único
inconveniente de echar raíces demasiado fuertes y extensas,
las cuales minan materialmente los cimientos de las casas.
Muy linda también es la Plaza del Centenario, o de
San Diego, situada en el sector norte de la ciudad y que
forma un bello jardín en cuyo centro se erigió un pequeño
templete de la Victoria, destinado a cobijar una estatua
del Libertador.

33
Francisco de Paula Santander y Omaña (1792-1840), cucuteño,
graduado en Derecho en Bogotá en 1810, participó en las bata-
llas de la Independencia al lado de Simón Bolívar, de quien fue su
primer vicepresidente de 1819 a 1827, llegando a la Presidencia,
después de la muerte de Bolívar y de su retorno del destierro, en el
periodo de 1832 a 1837.

114
El Dorado

Catedral de Bogotá

Bogotá no tiene, pues, edificios especialmente nota-


bles, a no ser que se cuenten entre ellos, desde el punto de
vista confesional, las iglesias, que son treinta y dos, además
de doce capillas y oratorios, así como una pequeña capilla

115
Ernst Röthlisberger

presbiteriana. Exteriormente son, en su mayor parte, cons-


trucciones feas, que no presentan, en absoluto, ningún
estilo arquitectónico. Sólo San Carlos —hoy San Igna-
cio— se distingue por su magnífica nave, y la iglesia La
Tercera, por sus tallas, que un bárbaro cabildo hizo cubrir
de revoque. Merecen citarse, por lo demás, los grandes edi-
ficios conventuales. En el año 1861 había en Bogotá ocho
conventos de frailes y seis de monjas; todos ellos fueron
suprimidos. El general Mosquera los destinó a alojar or-
ganismos y dependencias oficiales.

Eucaliptos

De este modo se instalaron: la Biblioteca Nacional,


en cuya planta baja se encuentran el Aula Máxima de la

116
El Dorado

Universidad y el Museo; la Universidad misma, repartida


entre el antiguo convento de jesuitas —San Bartolomé— y
Santa Inés; la Escuela de Maestras, en Santa Clara; el Co-
rreo y el Banco Nacional, en Santo Domingo. San Agus-
tín y San Francisco se convirtieron en cuarteles. Estos dos
últimos edificios fueron utilizados también por la Gober-
nación del estado de Cundinamarca. Todos los conventos
citados tienen igual carácter en cuanto a la construcción.
Rodean uno o varios patios cuadrados, en torno a los cua-
les corren galerías semejantes a claustros. Algunos de estos
patios, como por ejemplo el de Correos, están adornados
por bellos jardines.
Mencionaremos finalmente el Observatorio, una torre
con aspecto de fortificación, situado según unos a 2.615
metros de altitud, según otros a 2.632, y fundado en 1802
por Mutis34. Toda vez que su situación es extraordinaria-
mente favorable para la observación del firmamento, tanto
al norte como al sur, este observatorio debió haber dado
mucha fama a Bogotá; pero es sólo una estación meteoro-
lógica. Faltan los instrumentos necesarios, y la publicación
Papel Periódico decía acertadamente en 1884: «Encontra-
mos inadecuado y deshonroso vanagloriarnos de un ob-
servatorio donde falta casi todo lo que se precisa. Pudiera

34
José Celestino Mutis (1732-1808), médico y naturalista gadita-
no que llegó a la Nueva Granada en 1760 acompañando al virrey
Pedro Messía de la Cerda. Promotor de la educación y de la me-
dicina ilustrada y autor de una extensa flora neogranadina que se
conserva hoy en el Real Jardín Botánico de Madrid.

117
Ernst Röthlisberger

ocurrir que de pronto subiera una comisión astronómica


a Bogotá y se encontrara con nuestra abandonada torre».
Tan modesto como el Observatorio es el Palacio del
Presidente, mansión que este debía habitar entonces con
carácter oficial. Se halla en una calle lateral, y exteriormente
no hace ningún especial honor a su denominación, pues se
trata de una sencilla casa blanqueada de ventanas pequeñas
e irregulares y una entrada de ciertas proporciones. En la
planta baja hay un cuerpo de guardia. En la inmediación
de este edificio se encuentra el teatro, en aquel entonces
insignificante y hoy convertido en un lujoso coliseo, en el
que se hicieron exageradas inversiones35. Debemos hacer
mención todavía de una diminuta casa situada en la esquina
de la Plaza de las Nieves, con un balcón muy caracterís-
tico de la época de Felipe ii. Fue en tiempos el «Palacio»
de los Virreyes36.
Cerramos esta descripción con el Panóptico, o pre-
sidio, a un cuarto de hora de la ciudad, y que presenta la
traza de una construcción circular con rotonda y alas con-
fluentes en forma de estrella, según el modelo de la prisión
celular de Filadelfia.
Quien contempla la ciudad desde un camino que dis-
curre a unos cien metros de esta, no puede sustraerse a una
sensación de melancolía ante la vista de aquella confu-
sión de tejados, de aquel apiñamiento de calles, de plazas

35
También el Palacio se ha reconstruido desde entonces.
36
Hoy, por desgracia, derribado.

118
El Dorado

relativamente pequeñas. En verdad, la distancia entre esto


y nuestras abiertas y claras ciudades europeas produce
un efecto de opresión. Pero la situación de Bogotá tiene
también sus bellezas. En particular la luz que da sobre la
cadena montañosa que se desploma hacia el valle, es muy
cambiante a cualquier hora del día y constituye un verda-
dero deleite para la mirada del suizo. A veces se ofrece el
mismo espectáculo de luces que es propio del verano en
nuestro país, cuando los montes parecen retirarse y se pre-
sentan menos fuertemente modelados. Otras veces, hacia
la caída del Sol, las alturas se envuelven en un particular
ambiente otoñal, y las formas de los peñascos destacan
nítidas como los Alpes en los días septembrinos. Y otras
veces, también, las montañas respiran frescura primaveral
y apacible resplandor de mayo. Esta variedad de las luces,
que en Bogotá puede gozarse en el espacio de un solo día,
mientras que en nuestras tierras se halla repartida en las
diferentes estaciones del año, desagravia en cierto modo a
los montes por la pérdida del adorno de sus árboles, total
y bárbaramente talados, y también por lo mezquino de la
vegetación que los viste apenas de una delgada capa verde.
Después de este recorrido, volvamos a las calles de
Bogotá en busca de ambientes y tipos.
¡Qué gran diversidad, sobre todo en los carruajes!
Grandes bueyes, la cerviz uncida bajo recio yugo, tiran
emparejados de las carretas usuales en la Sabana, esos pe-
sados vehículos provistos de dos ruedas grandes y macizas.
En especial la calle que conduce al mercado, se encuen-
tra atestada de estos vehículos. Los demás medios de

119
Ernst Röthlisberger

transporte son poco numerosos. De cuando en cuando


se ve un enorme ómnibus que lleva al campo una fami-
lia o un grupo de amigos; son monstruos con capacidad
hasta para doce personas y en los que existe el peligro de
marearse. Hay también unos viejos cajones con aspecto
de coches, en los cuales se hacinan cuatro personas.
Coches modernos o calesas, eran muy escasos en Bo-
gotá por aquella época. El presidente de la República sa-
lía en un vehículo de apariencia bastante noble, semejante
a los coches de bodas. Recuerdo todavía muy bien el re-
vuelo que provocó la aparición de un coche de verdadera
calidad ante la casa del cónsul alemán, señor Koppel37, el
año 1882, y la gran admiración que despertó. ¿Qué hay en
eso de extraño si se considera que en Bogotá se ve todavía
hoy un artefacto, la litera o silla de manos, que fue honra
singular de tiempos remotos? Estos cajones, sin más clari-
dad interior que la mezquina luz que otorga una ventanita
—encortinada, para colmo—, los transportan dos hom-
bres fornidos y sirven para llevar a personas enfermas o
delicadas, a damas y ancianos. En la revolución de 1885
—así me lo refirieron— los cabecillas del partido radical que
dirigían el movimiento revolucionario contra el gobierno,
y los cuales no se pudo capturar pese a todos las pesquisas,
hacían visitas a sus partidarios sirviéndose de estas literas.
El secreto, como es natural, estaba en poder de sólo unos

37
Salomón F. Koppel (1832-1910), inmigrante alemán, primer di-
rector del Banco de Bogotá.

120
El Dorado

pocos; de lo contrario, hubiera sido detenida el arca de los


conjurados y apresados sus ocupantes.
Como revancha de la curiosidad con que es observado,
examinado y criticado todo forastero y recién venido, de-
berán ahora desfilar ante nosotros los diferentes perso-
najes callejeros de la ciudad. La vida en las calles es muy
animada, ya por el hecho de que los comercios se hallan
abiertos a la vía pública por una o dos puertas muy anchas.
Las tiendas y almacenes de pequeña o mediana categoría
carecen de escaparates, de manera que una parte de su ac-
tividad se desarrolla en la calle misma.
Es notable, ante todo, que en Bogotá raramente se ven
negros. A ello hay que agregar —yo he observado efectiva-
mente este fenómeno y podría citar nombres— que cuando
un negro permanece largo tiempo en la Sabana, el color de
ébano de su piel se substituye por un tono achocolatado o
por un oscuro gris ceniciento. Semejante influjo empalide-
cedor de la tez lo ejerce, por lo demás, en todos los otros
casos la considerable altitud de Bogotá. Como ya vimos, la
raza blanca no se halla representada aquí en número muy
grande. A menudo hube de sonreírme cuando alguna fa-
milia bogotana me detallaba su blanco árbol genealógico
y entraba de repente un miembro de la familia que presen-
taba un color de la piel o un matiz del pelo acreditativos
de raza india, deshaciendo así toda la teoría. En efecto, la
gran mayoría de los habitantes de Bogotá que se ven por
sus principales calles son mestizos de indio y blanco; mas
el grado de mezcla no destaca demasiado marcadamente,
pues la mitad de las personas tienen la faz bastante blanca

121
Ernst Röthlisberger

o blanca del todo y no se diferencian por ese detalle de


nuestros rostros europeos, que también presentan mu-
chos y variados tintes.

Criollo

Estas gentes, cuya sangre española se halla mezclada


con más o menos gotas de sangre india, tampoco en la
indumentaria se distinguen en modo alguno de los eu-
ropeos, y, por el contrario, tratan de superar a estos en el

122
El Dorado

refinamiento de su aspecto exterior. En efecto, al extran-


jero le llama inmediatamente la atención el gran número
de señores ataviados con elegancia y finamente compues-
tos. Allí se ve a los comerciantes, reunidos en grupos en la
calle, ante los edificios del gobierno o a la entrada de los
bancos. Y luego la caterva de los políticos, gentes desocu-
padas y sin profesión, la plaga de este hermoso y buen país,
que acaso antes, bajo aquella o la otra administración, han
ostentado un cargo oficial y que ahora están a la espera y
urden intrigas hasta que un nuevo periodo, de los que or-
dinariamente cambian la provisión de todos los cargos, les
vuelva a colocar en algún empleíllo. Se ve también a los
estudiantes universitarios y alumnos de los diferentes cen-
tros de enseñanza media; todos ellos gustan de vestir bien
y no les desagrada la vida callejera. Hay que agregar la gran
legión de los poetas, los muchos maestros y catedráticos,
los periodistas, abogados, médicos, agentes, etcétera, sin
olvidar a aquellos privilegiados que no hacen nada absolu-
tamente y cuya atildada y compuesta apariencia es el mayor
misterio del mundo. Menos monótono resulta el atuendo
de los que se envuelven en la capa española y saben llevarla
bien, cosa no muy fácil. Entre los criollos abundan las fi-
guras nobles y hermosas; hombres de complexión fuerte,
pero fina, de tez transparente, ligeramente tostada, bella
nariz, abundoso cabello negro y oscura barba; de cuando
en cuando se ven también rubios —monos— de aspecto
normando. Su paso es elegante, su voz agradable, su habla
vivaz, teñida de cierta indolencia. En todo su aspecto hay
algo sereno, abierto, cordial, simpático.

123
Ernst Röthlisberger

De vez en cuando pasan jinetes, con su pintoresco


traje de montar o con indumentaria de viaje, cabalgando
sobre corceles, las más de las veces, de buena raza, peque-
ños, esbeltos y de soberbios cuellos.
El traje de montar europeo empieza a introducirse
poco a poco y sólo se lleva para cabalgadas por las cer-
canías de la ciudad. Otras personas montan sin ningún
atavío especial, como hacen los médicos, que se sirven
del caballo, incluso por las mismas calles de Bogotá, para
realizar más prontamente su visita. Y también alguna vez
se ven amazonas, elegantes y diestras en el dominio de sus
cabalgaduras.
Las jóvenes bogotanas de raza blanca que encontramos
cuando van de compras o a la iglesia pueden calificarse,
en su mayoría, de muy hermosas. Son pequeñas, pero de
elegante figura, la que, sin embargo, no se manifiesta su-
ficientemente, debido a que la bogotana viste por la calle
de modo muy sencillo; y de negro. Sus atavíos más lujo-
sos los reservan para el salón o el teatro. Del torso a la ca-
beza, a veces envolviendo a esta enteramente, cumple su
cometido la inevitable mantilla, frecuentemente ornada
de preciosos encajes, y cuyos delicados pliegues insinúan
lo inaccesible, accesible al propio tiempo, de su condición.
A través de esta negra veladura, mira el expresivo rostro.
El cutis de las auténticas bogotanas, cuyas familias residen
desde mucho tiempo en la capital, es pálido, transparente
y mate. Las muchachitas cuyos padres se desplazaron del
campo a la ciudad desde hace una o dos generaciones se
distinguen por sus mejillas rojas y de suma delicadeza, que

124
El Dorado

florecen como rosas sobre la tez blanca. Los ojos, siempre


fascinadoramente bellos, amables y un algo burlones, son
castaños o negros y muy brillantes. Las trigueñas y las ru-
bias abundan menos.
Las señoras mayores y las matronas, a las que desa-
tentamente no he nombrado hasta aquí, van también de
negro, color que, por supuesto, les sienta muy bien, y no
tienen nada que envidiar a las europeas ni en dignidad ni
en nobleza de talante.
Mucha menos atención dedica el forastero a los pobres
indios de raza pura, atraído principalmente por la contem-
plación de la gente blanca o mestiza. El forastero siente
instintivamente que se encuentra, más que frente a seres
individuales, frente a una masa que gusta de deslizarse lo
más silenciosa y humildemente. El indio, «civilizado» y
«convertido» al cristianismo, lleva toscos calzones de un
tejido de fabricación casera. Su camisa está casi siempre
sucia. Sobre ella viste la ruana, prenda cuadrada, fuerte y
de color oscuro, con una abertura en medio, por donde se
introduce la cabeza —el poncho mexicano—. El indio va
descalzo o lleva una especie de sandalias —alpargates—.
Predominan los hombres de constitución fuerte, de tez de
tono cobrizo o aceitunado, cabello lacio y corto, escasa o
ninguna barba y ojos vivos que expresan su carácter astuto,
algo indolente y muy desconfiado. Las indias jóvenes rara-
mente rebasan la estatura mediana, pero tienen bastante
buena figura, si bien son algo toscas y torpes. Los rasgos
y expresión del rostro presentan caracteres de gran regu-
laridad y hasta de hermosura, y el pelo, aunque no muy

125
Ernst Röthlisberger

cuidado, es bello y negrísimo. Su indumento es de lo más


sencillo; el torso se cubre con una simple camisa, o a veces
con una tosca mantilla negra.

En la ciudad las indias trabajan como sirvientas y la-


vanderas, y entonces van mejor vestidas y más limpias. Pero
las viejas presentan un aspecto de lamentable abandono y
de suma fealdad.
A los indios se les ve en los barrios extremos, agrupa-
dos a docenas en algunas de las muchas tabernas o tien-
das, de pie junto al mostrador tomando la bebida popular,
la chicha, un líquido amarillo y espeso, parecido al vino
nuevo y hecho de maíz fermentado; es de fuertes efectos
embriagantes. A veces los vemos conduciendo por la ciu-
dad sus mulas, estas bajo el peso de grandes cargas. Otros
llevan a cuestas jaulones con gallinas o cargamentos de

126
El Dorado

leña, carbón u otras mercancías. El correspondiente fardo


lo sujetan con una correa que se apoya sobre la frente. Cur-
vados, con un paso ligero y corto como un trotecillo, ca-
minan hacia la plaza del mercado, donde constituyen el
elemento humano más numeroso y donde se muestran en
su ambiente y algo más desenvueltos. El ruido que reina
allí se parece al zumbido de una colmena.

La plaza del mercado nos da ocasión de pasar a la pin-


tura de la vida material en Bogotá. Esta se halla en de-
pendencia, naturalmente, de las especiales condiciones
climatológicas. Ya señalamos brevemente que en Colom-
bia se suceden, en general, dos únicas estaciones: la seca y
la lluviosa. En la altiplanicie bogotana, la primera época
de lluvias comienza a mediados o finales de febrero. Pero

127
Ernst Röthlisberger

sería erróneo suponer que durante ese tiempo esté cayendo


agua continuamente. Lo que suele producirse son violen-
tas precipitaciones en forma de aguaceros entre truenos
y relámpagos. Durante una hora el cielo suelta todas sus
esclusas; luego, por lo común, aclara completamente. Sólo
una vez, en toda mi permanencia, llovió ininterrumpida-
mente en Bogotá durante unas treinta y seis horas. A ve-
ces cae también granizo de gran tamaño, así que algunos
de los cerros que dominan la ciudad quedan revestidos de
blancor, bajando mucho la temperatura. Un día vi en los
patios de varias casas una capa de granizo de un pie de es-
pesor. Es curioso anotar que la gente pobre recoge el pro-
ducto de la granizada, y entonces hay helado en Bogotá,
pero no procedente de ninguna de las fábricas de hielo.

128
El Dorado

Pila (fuente) del padre Quevedo en Bogotá

Este tiempo de las tempestades de lluvia se prolonga


hasta entrado el mes de mayo. En junio, julio y agosto,
por lo común, hace buen tiempo; pero en esa época caen

129
Ernst Röthlisberger

sobre Bogotá, especialmente en junio y julio, los llamados


páramos, lloviznas extremadamente frías. Las densas ma-
sas de humedad que se elevan de los Llanos son empuja-
das sobre las cordilleras por los vientos del este. Allí, con
el frío reinante sobre las cumbres, esas masas adquieren
la suficiente condensación y peso y se convierten en finas
precipitaciones en forma de chubascos.

Figurines de indígenas

130
El Dorado

En septiembre debería iniciarse de nuevo el verdadero


tiempo de lluvias; pero a menudo la época seca se continúa
hasta el mismo mes de octubre, de modo que la Sabana
aparece agostada y los ganados se debilitan y enflaquecen
terriblemente a causa de la falta de agua. Mas en circuns-
tancias normales el invierno, o estación lluviosa, llega en
septiembre y dura los meses de octubre y noviembre hasta
principios de diciembre. Este último, así como enero y fe-
brero, son los meses más bellos y claros de todos, pero sus
mañanas son también las más frías del año. En diciembre
la temperatura media es de 14 ºC; en febrero, de 16 ºC. En
estos meses el cielo brilla con un azul soberbio y de suma
diafanidad. En el resto del año, la atmósfera experimenta
las más variadas transformaciones, pues como Bogotá re-
cibe además, traídos por el viento, los vapores que se le-
vantan sobre las cálidas zonas del Magdalena, tan pronto
densas nubes oscurecen una parte de la Sabana como vuelve
a aclararse el cielo, radiante y limpio.
De acuerdo con las dos estaciones del año, en la Sa-
bana se dan también dos cosechas. Se siembra a fines de
febrero para recoger en julio; se vuelve a sembrar en sep-
tiembre y se cosecha nuevamente en enero. Si a esta ri-
queza natural de la Sabana se agrega la circunstancia de
que a la capital pueden ser traídos los productos, no sólo
de la zona templada, sino también de la tórrida de las ver-
tientes de la cordillera que descienden hacia el Magda-
lena, lo mismo que de los cálidos valles de los afluentes
del Orinoco, y ello en tiempo relativamente breve me-
diante el transporte a lomo de mulas, se comprenderá que

131
Ernst Röthlisberger

el mercado de Bogotá es uno de los más ricos que puede


poseer ciudad alguna del mundo. Encontramos allí fresas
silvestres y gruesos fresones, moras de zarza, una especie de
cerezas salvajes, melocotones y ciruelas, manzanas, piñas,
mangos, cocos, melones, sandías, pepinos, granadas, gra-
nadillas —fruto sabrosísimo, que es lástima no tengamos
en Europa—, chirimoyas —con su rico perfume—… toda
una larga serie de frutos de nombres enteramente exóticos;
y además, higos, naranjas abundantísimas, limones, dáti-
les, el rico aguacate —o «manteca vegetal», que recibe
su nombre del francés Avocat38—, curubas, tunas, níspe-
ros, mameyes, zapotes, anones, uchuvas, papayas, guaná-
banas, mortiños, guamas, guayabas, caimitos, madroños,
hicacos, etcétera. Tomates, tamarindos, calabazas, y toda
suerte de flores y plantas medicinales. Y hay cebollas, ajo,
col, coliflor, espárragos, nabos, zanahorias, remolachas, rá-
banos, chicorias, pimientos, lechuga, alcachofas, etcétera.
Junto al trigo se vende maíz, estupendas papas y batatas,
arracachas, yuca y maní o cacahue[te], además de arroz,
guisantes, alubias o fríjoles, lentejas, avena, caña de azúcar,
cacao, café, tabaco, anís, linaza, lo mismo que mantequi-
lla, queso blanco y salado, huevos, grasa, cera, jabón. Está
allí también a la venta la excelente carne de Zipaquirá, una
enorme cantidad de aves, pescado seco del Magdalena y el
pescado fresco llamado capitán, del río Funza, y que bien
preparado resulta bastante sabroso. Se venden liebres y

38
En realidad su nombre común viene de ahuácatl, término náhuatl
americano.

132
El Dorado

conejos; azúcar, panela, sal; y paños de fabricación campe-


sina, y cintas de las clases más diversas, y pañuelos, sombre-
ros de paja, velas de sebo en grandes cantidades, espejitos,
juguetes para los niños indios… Y, en abigarrado desorden,
vajilla, cordones, sacos, sandalias, correas… El trato y el re-
gateo se desenvuelven con gran viveza. El lenguaje de las
vendedoras es aquí, como en otras partes, un tanto subido
de tono. Mucha importancia tiene también el aguardiente
que se bebe en las tabernitas vecinas.
El mercado se halla establecido bajo grandes cober-
tizos y está en bastante buen estado de limpieza, pero se
echa en falta a los gallinazos, que se encargarían de acabar
con todas las sobras y desperdicios. Esos dignos represen-
tantes de la policía sanitaria en Suramérica han sido casi
eliminados en Bogotá por las pedradas de los traviesos
muchachos, y la ciudad sufre de su ausencia. En general,
faltan allí los pájaros; sólo el pequeño y pardo gorrión, tan
confiado, puede verse por la ciudad.
Con este abundante mercado resulta fácil preparar una
mesa verdaderamente buena; en efecto, en las casas de las
familias acomodadas se come excelentemente. Deliciosos
son en especial los postres, por la variedad de los frutos
conservados —dulces— y de los frutos frescos. Los muchos
platos azucarados o golosinas que al principio resultan ex-
traños al europeo, terminan sabiendo muy bien, particular-
mente si se toma a continuación un vaso de agua fría, que
a su vez halaga como exquisito complemento al paladar.
El desayuno lo toman los auténticos bogotanos entre
las diez y las once. Consiste en la sopa habitual, bananos,

133
Ernst Röthlisberger

arroz y un bistec, u otra clase de carne, acompañado de al-


gún guiso de huevos. Para terminar, una taza de chocolate.
La comida se sirve entre las cuatro y las cinco. A las ocho de
la noche toman como refresco una taza de chocolate o tam-
bién té, con pastas, bollos, etcétera, o con fruta. Ha desapare-
cido la vieja costumbre española de tomar todas las comidas
temprano y echar la siesta después de la comida principal.
Como bebida hay que considerar en primer término
el agua, que, afortunadamente, brota de una clara fuente
del Monserrate y que los extranjeros, después de un breve
periodo de aclimatación, pueden saborear con deleite. Si-
gue luego en importancia la cerveza, que elaboran varias
cervecerías pertenecientes a sociedades alemanas. El vino,
en comparación, es carísimo. El vino español, el llamado
catalán, es más barato, pero por su mucha agregación alco-
hólica resulta demasiado fuerte. Por lo demás, en Bogotá
se toman muchos licores finos como aperitivos. Con mo-
tivo de cualquier solemnidad, se saca el champaña, antono-
masia de las bebidas nobles, y cada cual lo ingiere, aunque
sea de mala calidad. El hombre sensato debería practicar
en Bogotá la virtud de la más estricta templanza, pues se
bebe más de lo que la sed reclama, y el alcohol constituye
un amigo seductor y peligroso en medio de aquella eterna
primavera, con la consiguiente debilitación que en sus
fuerzas experimenta aquí el europeo.
La general carestía de la vida tiene por principal causa
el mismo carácter de la ciudad. Bogotá no es propiamente
un centro comercial, por muchos comerciantes que en ella
haya. Hasta final [de] los años ochenta la mayor parte de

134
El Dorado

las mercancías se subían a la Sabana para enviarlas luego


a los estados del Norte y del Sur; hoy día, con muy buen
acuerdo, las vías de transporte se han desplazado más hacia
el valle del Magdalena, de donde reciben directamente sus
productos los distintos estados. Bogotá, pues, es en realidad
una ciudad consumidora, que sólo gasta y nada produce.
Como es natural, las clases pobres y las paupérrimas
son las que sufren en mayor medida los elevados precios
de los productos alimenticios y estimulantes, así como los
del vestuario. Por tal razón el estado sanitario de Bogotá
no es precisamente óptimo. Hay que anotar que los indios
viven muy sobriamente y que la naturaleza suministra plá-
tanos baratos, así como papas, yuca, arroz y maíz. Con las
muchas privaciones por las que esta gente pasa, con sus
vestidos malos e insuficientes, pues falta la adecuada ropa
de abrigo, y con la escasez de buenos alojamientos a seme-
jante altitud, la alimentación resulta casi siempre incom-
pleta —carencia casi absoluta de verduras, poquísima y
mala carne, y en cambio mucho licor de maíz—, siendo
además excesivo el desgaste físico por el trabajo. Por úl-
timo, como el aseo corporal es deficiente, las enfermeda-
des pueden fácilmente hacer de las suyas en estas masas
humanas hacinadas en cabañas miserables.
Muchas personas, precisamente de esa clase, padecen
de tisis. Durante largo tiempo se puso en duda la existen-
cia de la tuberculosis en la Sabana, y supuestas luminarias
de la ciencia médica negaron abiertamente que se diera allí
dicha enfermedad. Mediando ya los años ochenta, se pro-
dujo por primera vez un cambio radical en las opiniones

135
Ernst Röthlisberger

al respecto. Por entonces llegó a Bogotá, llamado por el


gobierno, el veterinario francés Véricel39, quien pudo des-
cubrir en el mercado de la ciudad una gran cantidad de
carne atacada por el «mal perlado». Se trataba de entrañas
y pulmones, partes que consumen los pobres, de reses en
su mayoría traídas de tierra caliente y que no habían con-
seguido adaptarse a las nuevas condiciones de vida en la
fría y rigurosa Sabana. El ganado, por otra parte, suele ser
ordeñado en exceso, se encuentra día y noche al aire libre
en casi todos los casos y además se le obliga a trabajar mu-
cho. Después de lo dicho se hicieron detenidos exámenes
microscópicos y el joven doctor Alberto Restrepo40 pu-
blicó sus exactas observaciones en el mismo sentido. Se-
gún estos investigadores, la traidora dolencia está incluso
muy extendida, pero sólo entre las clases más pobres; al
parecer la mitad de las personas muertas en el hospital y
pertenecientes a esas clases presentan lesiones y alteracio-
nes tuberculosas más o menos graves. En cambio, gracias al
clima de la altura, el curso de la enfermedad es más lento y
latente, presentando síntomas poco acusados, y el doctor

39
Claude Véricel (1856-1938), médico veterinario francés, contrata-
do en 1884 por el gobierno colombiano para atender la fundación
de una escuela veterinaria en Bogotá.
40
Alberto Restrepo Hernández, uno de los 12 hijos de Emiliano
Restrepo Echavarría —a quien se referirá Röthlisberger más ade-
lante—. Alberto Restrepo se casó con Rosaura Vargas y, después
de terminar sus estudios de medicina, se radicó en Europa con
descendencia.

136
El Dorado

Restrepo cree poder asegurar que son pocas las personas


cuya muerte tiene por causa directa la tisis.
En general será bueno que el extranjero no insista mu-
cho en persuadirse de que vive en un clima de primavera
eterna. Efectivamente, al principio es necesario hacer un
gran esfuerzo para pasar de la mullida cama al aire sensi-
blemente frío, tan distinto del que se ha respirado en las
regiones tórridas del país. El sol nos quema, es cierto, pero
ya no nos acalora y abrasa. La opresión respiratoria que se
suele notar durante los ocho primeros días es cosa pasa-
jera. Como el aire es de mayor ligereza que el que estamos
acostumbrados a respirar, la presión atmosférica es menor,
consecuentemente, y hay que realizar más inspiraciones
para proveerse de la necesaria cantidad de oxígeno. Pero
la calidad del aire, tan pronto muy seco como extremada-
mente húmedo, los fuertes vientos y los aguaceros, y muy
especialmente la diferencia entre la temperatura a la som-
bra y al sol, diferencia que puede llegar a veces hasta los
15 ºC, todo ello aconseja prevenirse de enfriamientos. Los
resfriados y catarros son frecuentes por las causas dichas, y
las pulmonías se han llevado a la tumba a más de un vigo-
roso extranjero. El sobretodo es en Bogotá imprescindible.
Una estricta higiene es cosa siempre conveniente, pues el
cuerpo, de modo especial en los que realizan trabajos in-
telectuales, se ve fácilmente atacado de una ligera anemia,
perdiendo parte de sus resistencias normales. Pero hay un
mal que nunca sobreviene en Bogotá: las fiebres; ni la fie-
bre amarilla ni la intermitente. Cuando se da algún caso, es
que el germen se ha contraído en alguna región más cálida.

137
Ernst Röthlisberger

Por lo común, uno se adapta pronto a las condicio-


nes de vida de Bogotá, como, por ejemplo, a la uniforme
duración del día y de la noche, duración sujeta tan sólo a
imperceptibles variaciones. A las seis de la mañana ama-
nece, a las seis de la tarde cae la oscuridad. En ambos cre-
púsculos la penumbra no pasa de un cuarto de hora, gran
beneficio para el miope, que sólo por la distribución de
luz y sombra puede distinguir una serie de objetos y que
en nuestros largos crepúsculos de las zonas templadas cree
caminar entre borrosos espectros homéricos.

Escudo de Bogotá

138
§§ iv
Vida y trajines en
Bogotá
Los diversos medios sociales / Lujo e
instalación de las casas / Fiestas, reuniones,
exposiciones y recreos / Colonia extranjera
y acogida que se da a los forasteros /
Conversación y política / Los obreros,
los indios, los gamines / Orden público /
Cementerios y entierros / La vida religiosa:
beneficencia y mendicidad; fanatismo
y tolerancia / El Ejército / Luchas
electorales / Reclutamiento por la fuerza
/ Bogotá de noche: música y serenatas /
Seguridad / Paisaje nocturno

La vida social está determinada en Bogotá por


las castas dominantes, que se fundan en parte en diferen-
cias raciales, y en parte también en el disfrute de poderíos
y patrimonios. Los blancos y los que quisieran serlo, así
como los mestizos, ocupan las altas posiciones sociales y
todos los altos cargos. Sólo excepcionalmente han conse-
guido llegar algunos indios hasta las superiores dignidades
de la política; y ello por medio de una extremada astucia,
gobernando así el territorio que se les confiara. Ejemplo de

139
Ernst Röthlisberger

ello fue el antiguo presidente de Cundinamarca, conoci-


do de todos por «el indio Aldana»41, y un vicepresidente
de la República, el general Payán42, a quien, también con
menguado respeto, se llamaba «el indio Payán». Por otra
parte, el patrimonio sirve para dar prestigio a cualquiera.
Aunque la respectiva fortuna no haya sido allegada de ma-
nera enteramente honesta, el feliz potentado no es evita-
do por la sociedad, sino que adquiere la fama de hombre
hábil, de hombre vivo.
La clase superior se compone de la aristocracia del di-
nero y de los latifundistas, que viven en la ciudad de sus
rentas, dirigiendo el cultivo de sus campos por medio de
administradores —mayordomos—. Sólo actualmente se
ha remediado en parte esta deficiencia. A la mencionada
clase pertenecen también los altos funcionarios, los mu-
chos advenedizos de la política, y también algunos fun-
cionarios de menor categoría que prefieren comer mal a
perder algo de su posición. Viene luego la nobleza, cons-
tituida por quienes viven de las llamadas profesiones li-
berales, como médicos, abogados, profesores, etcétera. Y
por último, los muchos que llegaron a adquirir un capital

41
Daniel Aldana (c. 1832-1911), militar y político tolimense, elegido
por primera vez para la Presidencia del estado de Cundinamarca
en el periodo 1866-1867, cargo que volvería a ocupar entre 1882
y 1885.
42
Eliseo Payán Hurtado (1825-1895), abogado, político y militar cau-
cano, gobernador del Cauca entre 1871 y 1876, y luego vicepresi-
dente y presidente de Colombia en 1881 y 1887, respectivamente.

140
El Dorado

de importancia en los distintos estados de la República y


han ido a establecerse a la capital por dar a sus hijos una
mejor educación o con el fin de pasar allí el resto de sus
días tranquila y felizmente. Bogotá es realmente para la
mayor parte de los colombianos, a quienes faltan puntos
de comparación, el verdadero El Dorado, la más atrac-
tiva de todas las ciudades de la Tierra.
El tono predominante en la repetida clase es el lujo.
Por insignificantes que muchas casas parezcan exterior-
mente, su interior se distingue por la comodidad y hasta
por la pompa de la instalación. Construidas según el mo-
delo de las villas romanas, las estancias principales de la
mansión se agrupan en torno a un gran patio. En este se ha
dispuesto, casi sin excepción, un magnífico jardín donde
brotan flores durante todo el año y en el que se alzan esta-
tuas y cantan por doquier plácidas y seductoras fontanas. A
la derecha del amplio corredor por el que se llega al patio,
está, por lo común, la sala de recibir, o el salón, que da a
la calle. A dicha pieza siguen las demás habitaciones; estas
tienen de ordinario puertas, en lugar de ventanas, hacia el
patio, pero no dan directamente este, sino que desembo-
can primero en una especie de vestíbulo para pasearse. Al
fondo del patio cuadrangular está el comedor, lindamente
decorado. Como detrás hay todavía un segundo patio, el
comedor suele recibir luz por ambos lados. En torno de
este otro patio se agrupan las cocinas y construcciones
anejas. En casas de profundidad aún mayor, existe un ter-
cer patio con establos, corrales, o huerta, o bien un pedazo
de terreno con yerba como lugar de juego para los niños.

141
Ernst Röthlisberger

En el salón se ven los ya conocidos y pesados muebles


tapizados de damasco y lo adornan altos espejos, no fal-
tando nunca el piano. Quien calcule los gastos de traslado
de esos enormes espejos subidos a cuestas desde Honda,
considerando además la fragilidad de la carga, se asom-
brará necesariamente ante tal despliegue de suntuosidad.

Preciosos cortinajes atenúan la luz de la estancia, y ri-


cas alfombras amortiguan los pasos, una grandísima lám-
para de vidrios pende del techo. No nos equivocamos, sin
duda, al afirmar que la mayoría de estos salones bogotanos
superan en riqueza a los nuestros. Sólo una cosa atestigua

142
El Dorado

aquí el estado de retraso en relación con nuestra cultura: es


raro ver en las paredes de estos salones cuadros o grabados
realmente buenos, los que dan casi siempre la medida de
la altura espiritual del dueño de casa. Con frecuencia las
paredes aparecen desnudas, o adornadas con esas cromo-
litografías de tan escaso valor artístico. Mayor es también
la abundancia de figurillas sin valor que la de verdaderos
objetos de arte.
En ocasiones festivas o solemnes se ostenta un lujo y
magnificencia que en nada tiene que envidiar a las casas
principales de París. Me acuerdo a este propósito de un
baile de bodas en la mansión de la familia Santa María de
Mier43, donde hicieron acto de presencia, con toda la aris-
tocracia de la ciudad, las encantadoras bogotanas, atavia-
das con los más selectos y modernos trajes de baile, y los
caballeros, todos de frac. El arreglo de la casa, embellecida
por un sin fin de las más aromáticas flores, era verdadera-
mente magnífico, pese a las proporciones relativamente
reducidas de las salas, si se tiene en cuenta que asistían más
de doscientas personas; entre ellas se encontraba el pre-
sidente de la República44. El valor de los regalos de boda

43
Se refiere, eventualmente, a la casa de los descendientes de Joaquín
José Blas de Mier Rovira (1823-1869) y Magdalena Santa María
Rovira, su prima, terratenientes propietarios de la hacienda El Víncu-
lo en Soacha.
44
Los presidentes de Colombia en el periodo de 1881 a 1885, los
tiempos de Röthlisberger en Colombia, fueron, en orden cronoló-
gico: Rafael Núñez (1880-1882), Francisco Javier Zaldúa (1882),

143
Ernst Röthlisberger

que se hallaban expuestos en tal ocasión era muy grande,


pues ascendía, según cálculos de los expertos a unos 12.000
dólares —en especial brillantes y otras joyas—.
Por lo común, también son muy suntuosas las reunio-
nes en el Palacio Presidencial45. En contraste con la parte
exterior de este edificio, de traza poco monumental, los
interiores pueden calificarse de preciosos, con su Salón
Azul y su Salón Amarillo, así como la galería de retratos
de los héroes de la Independencia, si bien el conjunto apa-
rece españolamente recargado.
Tales fiestas son, en todo caso, pequeños aconteci-
mientos y se comentan vivazmente en la prensa. El bogo-
tano, tan amigo de fiestas y diversiones, no es de los que
gustan de la ocultación, y prefiere para sus cosas todo el
posible boato.
En los círculos sociales de Bogotá hay dos tipos que
atraen nuestra atención: el cachaco y el pepito. El primero
de ellos, ya casi extinguido, representaba el elemento ju-
venil y soltero, libre, alegre y despreocupado, y lleno de
gracia chispeante, pues el bogotano se caracteriza por sus
buenas salidas y su pronto humor de verdadero esprit fran-
cés, emparejado a la sal andaluza. El cachaco encarnaba el
risueño y espontáneo gozo de vivir, la constante disposición
a la broma y a la chanza, pero todo ello unido a una fina

Clímaco Calderón (1882), José Eusebio Otálora (1882-1884),


Ezequiel Hurtado (1884) y Rafael Núñez (1884-1886).
45
El Palacio Presidencial —Palacio de San Carlos— se hallaba esta-
blecido desde 1828 en la calle 10 entre carreras 5 y 6.

144
El Dorado

discreción y lleno de dignidad. En cambio, el pepito es el


pisaverde de capital, aburrido de todas las cosas, sentimen-
tal e infatuado, que sólo en la moda y en el lujo refinado es
capaz de hallar alguna diversión, y que huele de continuo
a perfumes. El pobre, el triste, «joven viejo».

A causa de la falta de recreos públicos, la vida social


se desarrolla tanto más en los salones particulares, y así

145
Ernst Röthlisberger

tienen lugar muchas veladas y tertulias. Estas fiestas, en las


que surgen de continuo nuevas estrellas sobre el poético
cielo de la hermosura juvenil, señalan toda la extensa gama
hasta la sencilla diversión a base de baile, donde enamora-
dizos estudiantes y amables muchachas se hacen la corte y
donde, en lugar de rico vino, se beben innumerables copas
de brandy o coñac a la salud y felicidad de todas las perso-
nas y por todos los acontecimientos imaginables. No hay
que olvidar las amenas reuniones que se celebran en honor
de los diputados —o sea, para granjearse a los diputados—,
y en las que la comida y el vino desempeñan ya un papel
de importancia, o las primeras recepciones que ofrece una
familia de procedencia campesina, deseosa de lanzarse a
la vida social. Por desgracia, en estas fiestas suelen bailarse
casi exclusivamente danzas foráneas, relegándose cada vez
más el tan gentil pasillo. Si las parejas supieran lo gracio-
samente que se mecen al compás de esa danza nacional…
Otras reuniones sociales son escasas, y constituyó un
acontecimiento cuando yo di mis conferencias públicas,
sobre temas históricos y filosóficos, en el Aula de la Uni-
versidad46, un enorme salón con tribunas, cuya decoración
se distinguía por su buen gusto. A las conferencias asistían

46
En los años 1881 a 1885, periodo en el que Röthlisberger habitó
principalmente en la capital, la Universidad Nacional de Colom-
bia tenía su sede distribuida en diferentes edificios en el centro de
la ciudad (véase: Restrepo Zea, Estela (comp.), 2011, La Univer-
sidad Nacional en el siglo xix. Documentos para su historia. Escuela
de Literatura y Filosofía, Bogotá: Facultad de Ciencias Humanas
Colección ces).

146
El Dorado

también damas, que de ese modo distraían algo su monó-


tona existencia y que, también, al tiempo de retornar a casa
y liberadas ya de la impresión de mis exposiciones cientí-
ficas, podían permitirse algunos minutos de conversación
con sus admiradores. Esto duró hasta que un eclesiástico
del templo de San Carlos47 se sintió inclinado a prevenir
desde el púlpito, de la asistencia a tales disertaciones.
Son también raros los conciertos públicos, excepción
hecha de los que dan las dos bandas militares, pues se ha
carecido de una buena orquesta. Cierto que no faltaban
algunas pianistas notables, pero era cosa fuera de regla
escuchar música clásica verdaderamente buena en alguna
casa particular, y yo agradecí sinceramente cada vez que
se me ofreció un placer de tal género por parte de ciertas
familias. Mucho más frecuente era, en cambio, el martirio
de escuchar el desconsiderado aporreo de piezas de eje-
cución realmente difícil. Hasta las interpretaciones que
salían del abominable organillo de un italiano que vino a
dar en las alturas de Bogotá, merecían allí arriba el honor
de ser presentadas como música, y cuando un día apare-
ció por Bogotá uno de esos tipos célebres que tocan a la
vez diversos instrumentos, se veía siempre rodeado de un
apretado auditorio, no sólo constituido por la propicia
juventud, sino por toda clase de gentes, con lo que hacía
pingüe negocio. Precisamente por esta causa, el pobre tuvo

47
Se refiere a la iglesia de la Compañía de Jesús, hoy llamada iglesia
de San Ignacio en la calle 10 entre carreras 6 y 7.

147
Ernst Röthlisberger

un funesto fin, pues su acompañante lo asesinó y se dio a


la fuga con todo el dinero reunido.

Por aquel entonces, no obstante, Bogotá contaba ya


con un teatro. Por cierto, que su interior parecía horrible-
mente peligroso en caso de un incendio, por lo difícil de
sus salidas. Hay que anotar que a aquellas alturas andinas
contadas veces llegaban buenos conjuntos, y lo más fre-
cuente era encontrarse con voces de ópera ya cascadas y
con desechos de naufragio. Por tal motivo, y dadas las exi-
gencias, verdaderamente elevadas, del público, la afluencia
de este era siempre escasa, más aún cuando, en época de
lluvia, los rebosantes arroyos de las calles hacían difícil e
incómodo el retorno a casa por la noche. Pero cuando el
teatro estaba bastante lleno, uno podía sentirse transpor-
tado a una gran ciudad. Los caballeros, de negro, vigilan

148
El Dorado

desde el patio de butacas los palcos y galerías donde res-


plandece la hermosura de las damas, con sus mejores ata-
víos, realzados por la gracia que les es natural. En el aspecto
teatral se ha mejorado ahora gracias al nuevo coliseo re-
cientemente construido48.
Cada año por el mes de diciembre, se recreaba todo el
mundo con la contemplación de un original espectáculo.
En alguna gran sala de la ciudad se exponía el llamado pe-
sebre. Este representa propiamente el lugar del nacimiento
de Cristo como podría mostrarse en un teatrillo de feria.
En primer término aparecían en la escena toda clase de fi-
guras automáticas, o bien se ofrecía al fondo una pequeña
embocadura de teatro de títeres. Los comediantes que allí
intervenían eran en su mayor parte gentes del pueblo. Todo
cuanto de chiste y humor palpita en las extensas capas po-
pulares de Bogotá se hacía patente en las representaciones.
Todos los acaecimientos cotidianos salían allí a relucir en
forma cómico-satírica, lo mismo el congreso que las al-
tas personalidades, y también tipos extranjeros; el inglés,
como es natural. Era como un gran espejo que ponían ante
el rostro del pueblo sus propios y sencillos Aristófanes.
Otro entretenimiento se ofrecía al público durante la
revolución de 1885: la lidia de toros bravos en la plaza de
San Victorino, convenientemente cerradas sus bocacalles.

48
Se refiere al Teatro Nacional, el cual sucedió en 1885 al Teatro Mal-
donado y antecedió al actual Teatro Colón de Bogotá, fundado en
1892.

149
Ernst Röthlisberger

De treinta a cuarenta colombianos a caballo caracoleaban


y corrían por aquella arena.
Objeto de la corrida era un torete que los jinetes aco-
saban de un lado para otro. De lidia no podía hablarse.
Cuando el animal estaba fatigado, se le sacaba de allí. Pero
era divertido verle saltar, y a veces algún lidiador dema-
siado «valiente» recibía unas cuantas acometidas. En
tal ocasión se veían, por cierto, caballos muy hermosos.
La equitación es un deporte de las clases elevadas. Con
motivo de una cabalgata que se hizo en el año 1883, tuve
ocasión de admirar unos cientos de ejemplares magnífi-
cos, bien montados y bien presentados.

En general el extranjero goza en Bogotá de una ex-


celente acogida, y se le trata del modo más servicial si es
que él sabe estimar la confianza otorgada y corresponder

150
El Dorado

amablemente a las personas. Ello hay que atribuirlo en


parte a la circunstancia de que los extranjeros no son nu-
merosos en Bogotá. Por la mitad de los años ochenta, su
cifra no pasaba, sin duda, de los doscientos. Alemania es-
taba representada por comerciantes e investigadores; Fran-
cia, por una muy unida y densa colonia de gente dedicada
al comercio por mayor o menor, peluqueros, confiteros,
hoteleros y… también algunos auténticos aventureros; Ita-
lia, por arquitectos, modelistas, comerciantes, estafadores
y zapateros remendones; Suiza tenía sólo dos o tres súb-
ditos en el país.
A su llegada, el extranjero recibe la visita de las per-
sonas que desean tener trato con él. La mayor o menor
rapidez con que devuelve la visita da la medida de la con-
fianza concedida a la relación que se acaba de establecer.
El forastero comienza por hacer sus visitas, y ello sólo los
domingos por la tarde, entre la una y la tres. Esto consti-
tuye un tormento para la persona necesitada de descanso,
y yo me substraje lo antes posible a tal compromiso, aun a
riesgo de que se me atribuyeran tendencias de misántropo.
Estas visitas, por otro lado, no aprovechan en nada al es-
píritu y son demasiado formulistas y rígidas. Se habla del
tiempo y siempre hay que responder a las mismas pregun-
tas: «¿Se encuentra a gusto en Bogotá?». «¿Tiene usted
noticias de su familia?», etcétera.
Si se ha establecido algo más de confianza, se inquiere:
«¿Cuántos son ustedes en la familia?». Cuando se tiene
la impresión de que las visitas no resultan desagradables
en una casa, se las repite con mayor frecuencia, y entonces,

151
Ernst Röthlisberger

como testimonio de confianza, se recibe la invitación para


tomar por la tarde el refresco, al que sigue una horita de
charla.
La conversación no tiene desde el primer instante nada
del carácter que corresponde a una gran ciudad, y se evi-
dencia en seguida el descuido en la instrucción de la mu-
jer cuando la hija de la casa se decide a intervenir en vez
de dejar que lo haga su omnisciente mamá. Bogotá, por
ello, resulta pronto aburrida a más de un extranjero, en
particular si es que no quiere someterse a la tiranía de las
ceremonias sociales o si no le divierte introducirse más de
lleno en la vida de las clases elevadas.
El capítulo más importante de las conversaciones lo
constituyen, como en tantos otros sitios del mundo, las
peticiones de mano y las bodas, y a menudo también los
escándalos, intrigas y chismes, en lo que no se suele ren-
dir excesivo tributo a la verdad. Por descontado, la afición
a los escándalos tiene mucho donde cebarse en medio de
una gran ciudad en la que, como en Bogotá, lo más culmi-
nante de la sociedad tiene frecuentemente algo de cínico.
Tanto más supe yo apreciar la fortuna de ser introducido
en algunas familias principales donde todo se hallaba ro-
deado de una noble atmósfera espiritual, familias que hon-
rarían altamente a cualquier pueblo y a cualquier nación y
que a mí personalmente me place tomar como dechado.
A parte de esto, me resultó ameno y aleccionador el trato
de los diferentes representantes diplomáticos, pues casi
todos los grandes Estados europeos, al igual que las repú-
blicas hispanoamericanas, tienen sus respectivas misiones

152
El Dorado

en Bogotá. Si bien esos señores, al igual que los profesores


universitarios, se critican «amistosamente» unos a otros
o se dedican improperios, con ellos puede hablarse con
libertad del país y de la gente, y completar y elaborar las
impresiones propias.
Estos intercambios de opiniones tienen un valor tanto
más benéfico por cuanto el colombiano, con razón, no to-
lera que el extraño se inmiscuya en sus asuntos internos,
de modo especial en los políticos, y en ese particular pre-
cisamente encuentra uno un peligroso escollo. Toda re-
unión de hombres se mueve siempre, en más de sus tres
cuartas partes, en el terreno de la política actual. El extran-
jero que día a día escucha el comentario continuo de este
tema se siente fácilmente atraído por la «conversación»
y empujado a participar apasionadamente en ella. Todas
las precauciones son pocas a este respecto, y uno debería
abstenerse de meter baza en el enjuiciamiento de los ne-
gocios del país.
El hecho de que una parte principal de la vida pública
se va aquí en política y polémica está ya atestiguado por la
gran cantidad de carteles que tapizan todas las esquinas. Su
lectura no era muy agradable, que digamos, para el extran-
jero, pues, con la absoluta libertad de prensa por entonces
reinante, se insertaban en aquellos afiches hartas calum-
nias anónimas, y hasta se presentaban en gruesos carac-
teres cosas tocantes a determinados dictámenes médicos
y cuyo secreto hubiera correspondido a la más elemental
discreción. Un ciudadano propicio al enfado o un extran-
jero de malas pulgas tenía motivo suficiente para llenarse

153
Ernst Röthlisberger

de indignación a la vista de semejantes carteles. Alguien


que simplemente se había limitado a cumplir con su deber,
era felicitado allí en medio de los más excesivos vocablos.
Igualmente se presentaban telegramas exagerados de, por
ejemplo, una empresa de ferrocarriles. «Antes de acabar
el presente año, estará listo el ferrocarril de la Sabana», se
escribía el 1.º de octubre de 1882, promesa que sólo un de-
cenio más tarde llegaría a cumplirse49. Los curiosos no fal-
taban nunca, por cierto, ante dichos carteles en los tiempos
de agitación. Después de cierta práctica, una sola ojeada
nos bastaba para enterarnos de la trascendencia del caso.

49
El tramo de Bogotá a Facatativá del ferrocarril de la Sabana se con-
trató en 1873, sus trabajos se iniciaron en 1882 y la obra se termi-
nó e inauguró en 1889.

154
El Dorado

El sexo fuerte, atento siempre a la política y a todo


lo nuevo, se congrega a la tarde, entre las cinco y las seis,
después de la comida. El lugar de cita es alguna tienda o
comercio, o bien el Altozano, la gran terraza que se ex-
tiende delante de la Catedral. Y se comentan todas las no-
vedades del día de la manera más exaltada, pero también
más despierta e ingeniosa. Cuando hay revolución, allí es
donde se ponen a circular los más peregrinos rumores y
bulos, y donde cualquier hecho de importancia mínima
se configura como una verdadera acción de Estado. El po-
lítico y el intrigante se encuentran allí en su elemento; en
democrática libertad, pero sin respeto alguno para las más
prestigiosas personalidades, se le endosa algo a cada cual.
Aquello es una auténtica ágora. Por tal razón, el hombre
de Bogotá no rinde precisamente mucho como ciudadano
en medio de tan demoledora crítica, y las fuerzas domi-
nantes, las fuerzas impulsoras proceden harto frecuente-
mente de las provincias. En tales negocios no consiguen
alterar cosa alguna su susceptibilidad en cuestiones de
honor, ni su acusado individualismo ni siquiera su vani-
dad. Sería mejor, acaso, que tomara algo más en serio, de
cuando en cuando, sus propias incumbencias y deberes.
Aquí es textualmente cierto que la política corrompe el
carácter. Ella es quien implanta aquella vacuidad y aquel
vicio de la fraseología que sientan tan desagradablemente
al que llega de fuera. Así, por ejemplo, me decía una vez un
partidario de la incineración de los cadáveres que esta era
«su sueño dorado». Pero, en general, el bogotano de la
buena sociedad es leal y altruista y, sobre todo, buen amigo.

155
Ernst Röthlisberger

Una clase merecedora de toda simpatía constituyen en


Bogotá los artesanos. Liberales en su mayoría y accesibles
a las ideas nuevas, deseosos de ilustración y buscándola en
todas partes, hasta en las cosas que les son muy lejanas, y
creyentes como en un evangelio en principios aceptados
resueltamente y de una vez, los artesanos se dan cuenta de
su fuerza. Son inteligentes y diestros y están poseídos de un
gran espíritu de emulación. Por desgracia, se ha empezado
a querer levantar varias industrias mediante exagerados
aranceles proteccionistas, pero de ese modo sólo se ha
conseguido entorpecerlas, arrebatándoles su conciencia de
clase, muy elevada en virtud de la competencia. Además,
los artesanos fueron también muy mimados y estropeados,
y ello con intención precisa, por los desalmados políticos
de los años últimos, de modo que se aplicaron mucho más
a la política que al estricto y concienzudo trabajo. En el
punto más bajo de la escala social se halla la gente del pue-
blo, utilizada la palabra pueblo por los bogotanos en el sen-
tido de plebe, o sea los indios «civilizados». Ellos son los
que con el trabajo de sus manos cultivan la tierra; ellos son
los mediadores del tráfico económico, pero también las
bestias de carga de las clases superiores; ellos son quienes
han de apechar con los desempeños más bajos. Las muje-
res tienen igual parte en sus esfuerzos, y hasta en algunos
lugares trabajan más duramente que los hombres. Estos,
en cambio, sirven de carne de cañón en las guerras civi-
les. Es una masa obtusa y amodorrada, no falta de dotes
naturales, pero que, mantenida por los españoles bajo to-
tal opresión, ha dormitado durante siglos enteros, y que,

156
El Dorado

a causa de los modernos exploradores, de los latifundistas


y los políticos, no ha llegado todavía, en modo alguno, al
disfrute de un destino mejor. Pese al carácter relativamente
bondadoso de estas gentes, que no conocen funcionario
alguno del estado civil, las peleas son en Bogotá, si no fre-
cuentes, por lo menos no raras, en particular si la chicha,
ingerida en demasía, ha llegado a embrutecer las cabezas.
A esta clase le dedicaremos todavía un estudio más dete-
nido, después de describir nuestras correrías por el país y
luego de haber analizado su historia.
Especialmente simpático es, entre los tipos de la clase
baja, el gamín o chino de Bogotá que se alimenta y se hace
grande como los lirios del campo. El gamín bogotano tra-
baja primero de limpiabotas; luego, de vendedor de perió-
dicos, de mandadero, y finalmente es soldado. Sumamente
vivo y desenvuelto, de gran astucia e inteligencia, consti-
tuiría un magnifico material pedagógico si se cuidaran de
educarlo, pues él conoce bien el valor de la instrucción. Es
raro el muchacho de esos que no sepa leer y al que no se vea
hacerlo cuando le queda un rato libre. Si así no fuera, los
otros se reirían de él, y tiene que aprender por sí solo ese
arte. Ordinariamente es «liberal», sin comprender, como
es lógico, lo que esa denominación de partido encierra en
sí, pero sintiendo que tal grupo ideológico cuida con me-
jor voluntad de su suerte y su educación. En las revolucio-
nes el gamín pasa casi siempre a formar parte de la tropa.
Yo vi una vez un batallón entero de estos pobres chicos
y chicuelos, entre los once y los diecisiete años, desfilan-
do bajo la carga de su pesado armamento. En el ataque

157
Ernst Röthlisberger

despliegan la más extraordinaria bravura, y con un bata-


llón semejante no es raro que se tomen al asalto importan-
tes posiciones, en las que más de uno es alcanzado por el
plomo en su aguerrido avance despreciador de la muerte.

Artesanos

158
El Dorado

Como ejemplo de la prontitud y gracia del ingenio de


los gamines, van aquí algunas pequeñas muestras:
Un señor de enorme estatura, con no menos enormes
pies, se hace limpiar los zapatos y, después de servido, va
a entregar el acostumbrado óbolo de un medio, o sea 25
rappen50. El gamín contempla largamente la moneda, y el
señor pregunta impaciente: «¿No está bien?, ¿no cuesta
un cuartillo (12 y ½ rappen) por pie?». El gamín responde:
«Sí, por pie, pero el suyo hace un metro».
Los voceadores de los diarios llenan las calles, al salir
una edición, con fuerte griterío: «¡La Reforma! ¡Acaba de
salir este periódico noticioso! ¡No vale sino cinco centavos
el ejemplar! ¡Contiene!…», y sigue la enumeración de los
artículos y noticias principales. Como mis conferencias
públicas aparecían reseñadas en algunas de esas hojas, su
título era gritado también por los pequeños vendedores.
Pero mi nombre les creaba dificultades, que ellos, con rá-
pida resolución, sabían salvar. Imitando con una mano el
girar de una rueda, pregonaban: «¡Conferencias del pro-
fesor Rrrr…!».
Durante una revolución, se dio en Bogotá la orden,
que los militares hacían cumplir estrictamente, de disolver
en la calle todo grupo de tres o más personas. Al aparecer

50
La equivalencia de 0,5:1 —o de 0,25:0,5— referida por Röthlisberger,
relacionando la unidad monetaria colombiana con el rappen
—centavo germánico—, revela la fortaleza de la moneda colom-
biana en los años 80 del siglo xix.

159
Ernst Röthlisberger

de pronto el extraordinariamente obeso don Salomón x,


gritaban los gamines: «¡Disuélvase el grupo!».
A pesar de lo revuelto de la situación social, la policía
estaba muy exiguamente representada en Bogotá; la guar-
nición era la que cubría el servicio de seguridad y vigilan-
cia. En 1884, con motivo de unas elecciones, se formó un
gran cuerpo de policía que se presentaba, de la manera
más curiosa, con unos uniformes de dril en blanco y negro,
cuerpo que dejó de existir muy pronto. Hoy día existe en
Bogotá una gendarmería convenientemente organizada.
Para el servicio de investigación se utilizaba, no obstante,
a la policía. Los agentes de seguridad, en traje de paisano,
iban armados de fusiles de avancarga, especie de trabucos,
que ellos llevaban con el cañón hacia abajo. En las deten-
ciones de importancia intervenían, con toda pompa, los
miembros del Ejército, que colocaban en medio a la per-
sona arrestada. Los penados o presidiarios, vestidos de gris,
se empleaban en trabajos en las calles, arrancando malas
yerbas en las plazas o como obreros de la construcción. Su
custodia estaba encomendada a los soldados, pobres indios,
que de buena gana confraternizaban con ellos. Y ¿cómo iba
a ser de otra forma?; todos los presos, casi sin excepción,
pertenecían a la más baja plebe, en tanto que la «mejor»
sociedad apenas si llegaba alguna vez al contacto inme-
diato con la justicia penal. Sólo en las épocas más revuel-
tas se han utilizado presos políticos para barrer las calles.
De cuando en cuando, los presos ofrecían a los tran-
seúntes pequeños objetos, como tallas en madera, trabaja-
dos por ellos mismos. A veces se les permitía entrar en una

160
El Dorado

taberna y tomar a toda prisa un trago de chicha. Después


de oscurecido, se les llevaba entre dos filas de soldados con
bayoneta calada, y así pasaban lentamente, en desfile rui-
dosísimo y regocijado, camino del Panóptico a través de
la ciudad. ¡Qué modo de charlar, de fumar, qué de gritos
y denuestos! Si no fuera por la presencia de los soldados,
apenas si habría podida saberse que se trataba de un grupo
de presos. Posteriormente se controlaron ya más aquellos
excesos. Pero entonces se hallaba todavía en sus comien-
zos la reforma penitenciaria. La prisión era más bien un
lugar donde los indios pasaban la vida sin trabajar dema-
siado. Muchas gentes compasivas, fuera de esto, mejora-
ban la suerte de aquellos pobres diablos, que de ordinario
recibían duros castigos mientras algún pícaro redomado
se escapaba sin escarmiento. Ni enmendados, ni tampoco
empeorados, eran puestos en libertad. Las evasiones se pro-
ducían de cuando en cuando. Los delincuentes peligrosos
eran vigilados severamente.
¿Cuál era, en líneas generales, el estado de la delincuen-
cia? El homicidio es cosa bastante frecuente entre las clases
inferiores, pues la vida no tiene el mismo valor que entre
nosotros; sólo que, es necesario anotarlo, el homicidio se
comete sobre todo en situaciones de exaltación afectiva o
en estado de ebriedad. Los delitos con propósito de lucro,
los asesinatos por robo, eran raros por los años ochenta,
tan raros que el caso de una señora joven residente en las
afueras de la ciudad, en Los Alisos, y que fue muerta por
su sobrino el año 1879, resultó algo verdaderamente sensa-
cional y seguido por todos como un hecho de excepcional

161
Ernst Röthlisberger

maldad, constituyendo por mucho tiempo objeto obligado


de las conversaciones. La penalidad máxima que enton-
ces podía imponer un tribunal de justicia eran diez años
de presidio. La pena de muerte se hallaba abolida. De este
extremo vino a darse en el contrario después de la revolu-
ción de 1885, al aumentar el número de delitos como con-
secuencia del estado de desmoralización. Entonces, como
concesión al partido clerical, volvió a introducirse la pena
máxima; el verdugo volvió a ejercer su cometido en Co-
lombia. Pronto vino a demostrase nuevamente en este país,
y de modo muy marcado, la falta de sentido de la teoría
del escarmiento. Pese a la horca y al fusilamiento, la cifra
de los delitos graves creció en notable proporción, lo que
prueba que en la criminalidad deciden otras circunstancias,
ante todo la pobreza y la miseria. Mucho más adecuada
que la implantación de la pena capital sería una reforma
radical de la justicia, pues la situación deja mucho que de-
sear a este respecto. Los procedimientos son lentísimos y
costosos, y la imparcialidad, sobre todo en las instancias
inferiores, presenta notables deficiencias.
La descripción de la vida social en Bogotá hemos de
cerrarla, ¿cómo no?, con una referencia a los cementerios,
donde todo lo terrenal halla su fin. Bogotá posee tres ne-
crópolis: una protestante, en la cual los muertos reciben
sepultura en tierra, y dos católicas. El cementerio principal
está constituido por un edificio circular, de 340 metros de
periferia y un diámetro de 113 metros, en cuya parte sur se
alza una capilla. A esta va a parar una ancha calle bordeada
de árboles, flores y magníficos monumentos funerarios. En

162
El Dorado

el muro del edificio citado hay mil trescientos cincuenta


nichos para adultos y cuatrocientos para niños, distribui-
dos por lo general en hileras de cuatro o cinco nichos uno
sobre el otro. Estos tienen una forma parecida a la boca de
un horno, pero son tan estrechos que corresponden sólo al
tamaño del ataúd. A unos cincuenta pasos de ese edificio
principal se eleva una curiosísima construcción de ladri-
llo, a la que lleva una ancha y alta escalinata, y donde hay
trescientos cincuenta nichos más, destinados a los pobres.
Los bogotanos de las clases educadas practican un culto,
verdaderamente noble, a los muertos. Los nichos apare-
cen casi siempre adornados con flores y coronas. El Día
de Todos los Santos, Bogotá entero acude a los cemente-
rios a rogar por los difuntos y a oír las misas que se dicen
en sus tumbas. Ocurría también a veces ver por la calle a
un grupo de gente pobre que llevaba en hombros a su di-
funto, atado simplemente a una tabla, así que cualquier
transeúnte podía ver el cadáver, envuelto en un vestido
lo posiblemente bueno o a veces en una sencilla mortaja
blanca. Los indios forman un cortejo que desfila general-
mente con mucha rapidez y sin tristeza visible, pues consi-
deran la muerte como una redención que abre las puertas
del paraíso. Sobre todo cuando el muerto es un niño ya
bautizado, más bien reina la alegría que el duelo, pues el
dulce angelito goza ya de felicidad en la gloria sin haber
gustado las penalidades de la Tierra.
Los entierros de los ricos son muy pomposos. Después
de la misa de difuntos en la iglesia, el magnífico féretro es
transportado en el rico coche mortuorio, encristalado y

163
Ernst Röthlisberger

tirado por un tronco de caballos. El costo de tales entie-


rros se eleva hasta varios miles de francos, y el lamentable
lujo que rodea la ceremonia es cosa aquí tan obligada, que
las familias de pocos recursos pero que aspiran a conser-
var el llamado rango de clase, han de mirar con espanto
los gastos del sepelio. En verdad, ¡qué fea deformación
del verdadero dolor! Las solemnidades fúnebres de ca-
rácter público devoran sumas aún más grandes. Así, por
ejemplo, las honras fúnebres de mi antecesor en el cargo,
el librepensador Rojas Garrido51, gran tribuno del pue-
blo, muerto un año después de mi nombramiento para
la Universidad, costaron al Estado la cantidad de 6.600
pesos, o sea 33.000 francos52. Los restos mortales de esos
hombres públicos inhumables por cuenta del erario se ex-
ponen primero en el salón de la Cámara de Representan-
tes o en el paraninfo de la Universidad, donde se les vela
y rinde honores durante uno o dos días. El público afluye
en masa como para ver el cadáver de un soberano. En el
entierro de hombres célebres, el cortejo hace alto ante la
entrada del camposanto, y allí, desde una elevada tribuna,
los amigos y oradores van declamando uno tras otro sus
discursos en honra del finado. En tal sentido se ha creado
aquí un tipo propio de elocuencia en el que los europeos

51
José María Rojas Garrido (1824-1883), abogado, político y perio-
dista huilense, que llegó a ocupar la Presidencia de Colombia en
1866.
52
La relación del peso con el franco era, entonces, de 5:1 —cinco
pesos por un franco—.

164
El Dorado

quedamos muy a la zaga. Pero como algunos hablan allí


no con otro fin que el de presumir a costa del muerto o
para arrastrar a los fascinados oyentes a la personal admira-
ción por el orador, resulta que no siempre pueden evitarse
los testimonios entusiásticos en forma de ruidoso aplauso
cuando así lo piden las retóricas finezas de la oración fú-
nebre. Las notas necrológicas que en todo periódico lo-
cal aparecen para celebrar hasta a los más insignificantes
difuntos están también llenas de frases de mal gusto y de
imágenes impropias y sin contenido, de suerte que pro-
ducen una impresión enteramente opuesta a la deseada.
Ante la excelsa majestad de la muerte conviene modestia
y recogimiento, y no pompa y charlatanería.
Sumamente desagradable era para mí el último acto
del entierro. Se levanta la tapa del ataúd, y un sucio em-
badurnado peón de albañil, ni siquiera vestido de negro,
se acerca con una pequeña caja de cal, que vuelca sobre la
faz del muerto. Gentes piadosas, empero, la han cubierto
antes con un paño. Entonces vuelve a clavarse el féretro,
y finalmente, en medio de toda clase de gritos, nada edi-
ficantes, de los pseudoenterradores, se le empuja hacia lo
profundo del nicho. Este es tapiado seguidamente, mien-
tras los deudos del finado aguardan a ver concluido el pe-
queño muro. Por lo común, en el hueco semicircular que
forma la embocadura del nicho suele colocarse más tarde
una lápida de mármol. En las defunciones no faltan nunca
las damas plañideras, que revuelven toda la casa, ni tam-
poco amigos verdaderamente condolidos, los que se encar-
gan de dar consuelo al que sufre directamente la pérdida y

165
Ernst Röthlisberger

se quedan a acompañarle si así lo desea, pues el bogotano


es grandemente sensible y compasivo ante las desgracias
del prójimo.
Los entierros civiles eran relativamente escasos en el
tiempo de mi permanencia allí. Pero cuando el notable y
por todos venerado, doctor Manuel Ancízar53, varias veces
ministro del Exterior y de Gobierno, profesor de filosofía
y rector de la Universidad del Rosario, recibió en mayo de
1882 sepultura no eclesiástica —por disposición propia—,
y ello sin que el clero pudiera atribuirle nada malo, por la
gran honestidad y virtudes que le distinguieron en vida, su
ejemplo empezó ya a ser imitado de cuando en cuando por
sencillos artesanos y gentes del pueblo. Por lo demás, el acto
del enterramiento, y hoy en particular, se halla bajo el en-
tero dominio de la Iglesia.
Es oportuno [que] dediquemos a la vida eclesiástica
un aparte especial. La Iglesia católica, dotada del más am-
plio poderío por los españoles, es para las clases bajas la
única representante de la sanción moral y de un idealismo,
si bien tosco, del anhelo humano hacia algo más alto e
inaprehensible. La Iglesia es al propio tiempo la más im-
portante guardadora del arte, y casi la única guardadora,

53
Manuel Ancízar Basterra (1812-1882), abogado, diplomático, es-
critor y viajero nacido en Fontibón, autor de la Peregrinación de
Alpha que escribiera con ocasión de su participación en la Comi-
sión Corográfica de Agustín Codazzi entre 1850 y 1851. Ancízar
fue el primer rector de la Universidad Nacional y una de las per-
sonas más respetadas de su tiempo en Colombia.

166
El Dorado

por habérsela dejado sola en sus esfuerzos en tal sentido.


Con su solemne ritual infunde veneración y santo temor;
con su música de órgano eleva el espíritu, y con sus cánti-
cos es casi la única que cultiva la forma coral y la armónica
unión del canto individual y el colectivo. Por último, en
torno a la Iglesia se concentran los principales aconteci-
mientos de la vida del hombre, como también los usos co-
tidianos. En ella se dan cita no sólo los espíritus anhelosos
de religión, sino también los de todas las comadres, de los
aburridos y de los enamorados. Ante el templo se planta
la «esperanza de la Patria», la juventud masculina, con
el fin de ver desfilar una a una a las hermosas bogotanas,
observándolas de arriba abajo.
Exteriormente, la Iglesia católica goza de gran poder.
Junto con el Ejército, ella es la única fuerza de Colombia
organizada con verdadero rigor, y por eso su importancia
en el orden político es también decisiva. Bajo su arzobispo
y el nuncio apostólico, ha configurado totalmente el edifi-
cio jerárquico y se mueve con asombrosa seguridad sobre
terreno tan propicio.
Ya en los detalles externos, se aprecia el enorme influjo
de la Iglesia. Cuando por la mañana, algo después de las
nueve, la Catedral anuncia con tres campanadas sordas y
solemnes el santo acto de la transubstanciación, todos los
hombres se descubren, permanecen en pie y hacen una
pausa en sus conversaciones; el jinete, por lo común, de-
tiene su caballo. En los primeros años de mi estancia en
Bogotá, había todavía una gran cantidad de gente joven
y de personas de edad que no ponían atención a aquella

167
Ernst Röthlisberger

solemne señal. Pero, por la constante disminución del nú-


mero de esas abstenciones, pude colegir que se preparaba
una gran transformación en el sentido del dominio cle-
rical, transformación que ha terminado por imponerse.

Arzobispo Paúl, S. J.

Por fin, ya no había quien a las nueve de la mañana


fuera capaz de permanecer en plena calle con el sombrero
puesto, a pesar del peligro de coger un buen resfriado. Ló-
gicamente, también durante la misa de cualquiera de las

168
El Dorado

otras treinta iglesias de la ciudad habría que descubrirse.


Igual comportamiento se observaba con motivo de la ex-
tremaunción. Bajo su palio avanzaba solemnemente el sa-
cerdote, seguido de ordinario por un número no pequeño
de gentes con velas encendidas. Este acompañamiento era
notablemente más numeroso cuando algún moribundo de
rango principal había de recibir el viático. Todos debían
descubrirse tan pronto como, a cientos de metros de distan-
cia, se veía avanzar el palio. La mayor parte de las personas
de las clases inferiores caían de hinojos, y en los últimos
tiempos hacían lo propio, en medio de la calle, hasta los
caballeros distinguidos, no sin antes extender precavida-
mente su pañuelo. Sólo cuando el sacerdote desaparecía
por la próxima bocacalle podían ponerse en pie. Hasta
la guardia militar estaba obligada a rendir armas, arrodi-
llándose, juntamente con su oficial, a la correspondiente
voz de mando; al propio tiempo se interpretaba sin cesar
la marcha de banderas. Cuando los sacerdotes vieron que
su poder crecía, preferían cruzar por la Plaza de Bolívar,
donde estaba la guardia del Capitolio y donde había siem-
pre mucha gente, al objeto de recibir el público homenaje;
años antes hubieran elegido más bien calles recoletas y tran-
quilas. Las personas que no querían sujetarse al uso gene-
ral, tenían el recurso de meterse en alguna tienda. Hubo
estudiantes que al negarse a quitarse el sombrero fueron
apedreados por el populacho. Por lo demás, no era raro
que mujeres y hombres de la raza india se prosternaran en
el polvo de la calle al paso del arzobispo sólo por recibir
un signo de bendición de su mano.

169
Ernst Röthlisberger

Verdaderamente solemne era siempre la gran proce-


sión del Corpus Christi, así como las que salen en Semana
Santa y por Navidad. En la primeramente citada eran no-
tables los arcos triunfales y los monumentos, o sea altares
de flores y plantas profusamente iluminados, que se eri-
gían en las esquinas donde había de hacer alto la proce-
sión. En los balcones colgaban los más hermosos tapices
blancos. Ante los altos dignatarios eclesiásticos se exten-
dían inmensas cantidades de rosas; estas eran arrojadas,
incluso, desde las ventanas, cayendo sobre ellos como una
verdadera lluvia. Toda la población, vestida de fiesta, se
arrodillaba en las calles o en los balcones cuando pasaba
el Sacramento. Iban luego los sacerdotes, con los más sun-
tuosos ornamentos; detrás, entonando una salmodia, los
seminaristas; a continuación, formados en largas filas, de
a dos, los más distinguidos señores de Bogotá, que des-
filaban con perfecto orden portando banderas y estan-
dartes; seguidamente, todos los colegios confesionales y
finalmente, marchando a paso de parada, un batallón de
escolta. Así desfilaba la procesión. Las dos bandas milita-
res tocaban solemnes músicas, tañían las campanas, subían
cohetes por el aire, estallaban petardos como en nuestras
fiestas de tiradores. Era una estampa colorista que no po-
día dejar de impresionar hasta a las personas no identifi-
cadas con aquel acto.
Algo más peculiar era, sin duda, la procesión de Se-
mana Santa, en la que las estatuas ordinariamente expues-
tas en las iglesias eran llevadas en andas por encapuchados.
Se veían con frecuencia imágenes de María ornadas con

170
El Dorado

vestiduras que costarían varios miles de francos, aparte de


las joyas de perlas y piedras preciosas pertenecientes al te-
soro de las iglesias y que adornaban en tales ocasiones a los
santos. Especialmente el Jueves Santo, las iglesias se hallan
maravillosamente decoradas con flores; merecía la pena
recorrerlas, y tanto más porque allí se reunía todo Bogotá
lo mismo que en el teatro. Era en efecto, un espectáculo
que uno casi se atrevería a calificar de profano, o tal vez de
ingenuo, pero que se gozaba también ingenuamente. En
la Catedral la máxima fiesta era la del Corazón de Jesús,
en cuya ocasión el altar mayor desaparecía prácticamente
bajo un artístico mar de flores. La más selecta música so-
naba en tales solemnidades; los coros, lo mismo que en las
grandes ceremonias fúnebres, eran realmente soberbios y
majestuosos.
Este cuadro de la magnificencia religiosa tenía tam-
bién sus aspectos sombríos que enturbian el recuerdo de
aquellas solemnidades. Téngase en cuenta que las campa-
nas no se voltean sino que se repican, y que están sonando
día y noche, a cada minuto, desde el Viernes Santo hasta
Pascuas; téngase en cuenta que en las pausas se celebran las
llamadas cuarenta horas, o ejercicios de oración y peniten-
cia, durante las cuales a cada momento se organizan con
las campanas verdaderos conciertos de fragua… Así cabe
formarse una idea de la conmoción del tímpano y del atur-
dimiento que se experimentaba con tan despiadado ruido,
el cual bien poco tiene que ver con la práctica de un culto
religioso. Con la aglomeración se produjeron en la Cate-
dral algunos desórdenes, que tuvieron por consecuencia

171
Ernst Röthlisberger

el que hombres y mujeres hubieran de estar separados en


distintas naves del templo.
Con la iglesia enlazan los diversos centros de beneficen-
cia. Citamos en primer lugar la Sociedad de San Vicente de
Paúl, que aunque en un sentido estrictamente confesional,
hace mucho bien y organiza bazares o tómbolas en favor de
los pobres. Luego, las Hermanas de la Caridad, que dirigen
el hospital principal, así como un hospicio u orfelinato y
otras varias instituciones, colegios para niñas, escuelas pri-
marias, etcétera. Por desgracia, estas Hermanas de la Caridad
son tan inclinadas al dinero —del que, por lo demás, envían
grandes sumas a Europa—, que sus propiedades aumentan
a una velocidad sorprendente y siempre están comprando,
al contado, nuevas casas. A pesar de sus lamentaciones
—yo casi diría limosneos— hay mucha gente, entre ellas
personas caritativas, que ya no les dan nada. Como instituto
independiente, auxiliado por particulares y en especial por
personas sin confesión religiosa y por los masones, ahora
prohibidos, existía entonces el Asilo de los niños desampara-
dos. Este representaba una verdadera necesidad para Bogotá,
pues allí se educaba, por lo menos, a los enteramente des-
cuidados golfillos callejeros, instruyéndoseles para ganarse
el pan como miembros útiles de la sociedad por medio de
un oficio manual o cualquier otro género de trabajo. A la
Dirección —religiosa pero, al mismo tiempo, práctica—
de ese instituto era justo otorgarle la más calificada apro-
bación. Triste resultaba analizar la fisonomía de muchos de
aquellos niños abandonados. Lo que no estaba bien, desde
el punto de vista educativo, eran las muchas exhibiciones

172
El Dorado

y desfiles públicos de aquellos muchachos, en formación y


uniforme militar, si bien les venía bien como ejercicio físico.
No deben dejar de citarse aquí los mendigos, que apa-
recen tendidos a las puertas de las iglesias y por las aceras de
la ciudad y que muestran inexorables al transeúnte sus feas
y purulentas heridas en brazos y piernas, suplicándole con
lastimero quejido: «Mi amito, una limosnita por Dios».
Es una vergüenza que a estos seres indolentes y enfermos,
víctimas a menudo de la misma falta de limpieza, no se les
ponga a trabajar en un oficio, o se les dé cobijo en algún
lugar donde puedan dedicarse a una tarea o recibir la de-
bida asistencia los más necesitados. La beneficencia tendría
bastante en qué ocuparse con sólo vendar tantas heridas.
Grande es la miseria en las clases bajas, pero especialmente
entre las que tienen demasiadas aspiraciones sociales, y los
pobres vergonzantes son legión. A ellos se suma el incon-
veniente de que en Bogotá hay varios miles más de mujeres
que de hombres. Las consecuencias son fáciles de imaginar.
No era cosa desusada presenciar en las calles de Bo-
gotá desagradables escenas protagonizadas por enfermos
mentales y que, desgraciadamente, no había policía que
impidiera. En los últimos años, ciertamente, se han alle-
gado con gran paciencia los medios necesarios para crear
un asilo, insuficiente aún, pero seguro, para esa clase de en-
fermos —mujeres y hombres—, y funciona en Las Nieves.
En general, el fanatismo de las clases inferiores se ma-
nifiesta aún en gran medida contra los que sustentan otras
creencias, pero sólo cuando se les incita de algún modo. Por
otra parte, el poder de un sacerdote fanático era entonces

173
Ernst Röthlisberger

de tal magnitud que podía prohibir a las muchachas, y ser


obedecido en ello, que asistieran los jueves y domingos a
los conciertos de la banda militar en el Parque de Santan-
der, donde se reunía toda la buena sociedad. Más tarde
hubieron de ser suspendidos aquellos bonitos conciertos.
Muy digno de estima era el hecho de que el arzobispo hi-
ciese todo aquello para elevar la moralidad de los clérigos.
Que entre ellos hubiera algunas ovejas negras, que hasta
llegaban a entablar conocimiento con los órganos de jus-
ticia, es cosa que no admirará a nadie. De boca en boca
iban algunos pequeños escándalos. Todo Bogotá tuvo que
reír con la historia de un cura codicioso al que dos italia-
nos dieron un perfecto timo vendiéndole, con toda clase
de religiosos pretextos, barras de cobre que él creía de oro.
Más adelante fue el nuncio quien se esforzó mucho
por elevar la vida espiritual del clero, pues el pobre cura de
aldea, que tiene que trabajar para ganarse el pan de cada
día, se abandona y estropea con harta facilidad. El carácter
bonachón de este clero rural se evidencia en la siguiente
anécdota que católicos serios me relataran innumerables
veces. El párroco del pueblecito de Subachoque refería con
vivos colores la Pasión de Cristo. Y como los indios que le
estaban escuchando comenzaran a sollozar ante todos los
escarnios y dolores sufridos por el Salvador, hubo de excla-
mar el buen cura: «Pero no lloréis; si de Bogotá a Subacho-
que se miente tanto, ¿qué será desde Jerusalén a Bogotá?».
Esto, por cierto, no quita para que a los tontos se les em-
baucara con el cuento de la prisión del Papa y que hasta se
les vendiera paja de su celda a precios considerables.

174
El Dorado

Pese a la prepotencia de la Iglesia, muchos bogotanos


se hallaban apartados de ella —la mayoría íntimamente,
sólo unos pocos de manera pública—. Esto tocaba en es-
pecial a la juventud universitaria, a algunos cientos de ar-
tesanos y a unos pocos hombres de ciencia. El número de
los valerosos adversarios era muy exiguo. La mayor parte
sigue con sus prácticas religiosas, aunque ya no crean en
la eficacia de estas. Van a misa, confiesan y reciben los sa-
cramentos en el lecho de muerte, sin que les inmute ese
formalismo hipócrita. La Iglesia no pide más. Cuando
se trataba de pecadores recalcitrantes, pero importantes
por su cargo o posición, acudíase al experto y fino nuncio,
quien ingeniaba alguna fórmula, y con ella se satisfacía al
enfermo. Este, abjurando de sus errores, volvía al seno de
la Iglesia. La tolerancia que realmente existe se debe me-
nos a la reflexión que a una bonachona indolencia. Pero,
al menos, y pese a la reacción del clero católico el año
1885 y a la presión ejercida sobre todas las conciencias, se
logró tanto, que la nueva Constitución de 1886 —la cual
declara como religión de la nación la católica, apostólica,
romana— garantiza la libre práctica de los otros cultos y
confirma solemnemente, por lo menos en el papel, el prin-
cipio de la libertad de credo y de conciencia.
De Bogotá se ha dicho, con alguna razón, que es un
convento en armas, pues, junto a la Iglesia, mandan las fuer-
zas armadas, o más bien sus jefes. Colombia cuenta con un
ejército regular de algunos miles de hombres, con efectivo
variable, hallándose en la capital las mejores fuerzas. Estos
soldados, la Guardia Nacional, en su mayor parte indios

175
Ernst Röthlisberger

y mestizos, reclutados en cualquier parte y raramente en


virtud de ley, constituyen un núcleo militar en torno al
cual pueden agruparse en las revoluciones las tropas ur-
gentemente alistadas. Naturalmente, al igual que en Es-
paña, los oficiales, en especial los de alta graduación, están
en proporción enorme respecto de la tropa. De generales
hay también multitud, pese a que en cada revolución, y a
cada cambio de gobierno, muchos de ellos quedan «amor-
tizados», como decía una vez un paisano nuestro. El co-
nocimiento personal de varios militares me hizo sentir
estima, en diversas ocasiones, por el espíritu de la oficia-
lidad colombiana.
Tales fuerzas son el apoyo formal del gobierno, so-
bre el que este puede laborar con confianza; a menos que
algún soborno o la perspectiva de una mejora de vida y
sueldo más alto lleve a los pícaros mestizos a echarse en
brazos de otro que ofrezca más. La instrucción es larga y
penosa, y de cuando en cuando, en la Plaza de Bolívar, las
tropas exhiben su arte en grandes paradas y desfiles. Sólo el
arma de Artillería se hallaba entonces estancada en la mi-
noría de edad, pero sería muy conveniente disponer allí de
algo por el estilo de nuestra Artillería de montaña. Todas
las mañanas, una numerosa unidad se dirige en uniforme
de gala a hacer el relevo de la guardia en el Palacio Presi-
dencial, desfilando con bandera y al compás de sus músicas.
El efectivo de la tropa constituye el barómetro para
determinar la situación política. Si se produce un incre-
mento de varios miles de hombres, hay peligro a la vista:
el presidente no se siente seguro, o cree estar procediendo

176
El Dorado

mal. Como París para Francia, Bogotá es para Colombia


el centro de la actividad política. Aquí coinciden todos
los hilos de la organización de los partidos, y, en particu-
lar durante épocas agitadas, es febril el ajetreo de los co-
mités. Los días de elecciones son, para las tropas y para la
población, fechas duras y difíciles, en las que siempre se
piensa con alguna preocupación. Mis observaciones se re-
fieren especialmente a aquella fase política en [la] que se
trataba de mantener a toda costa en su supremacía al lla-
mado Partido Liberal. Los partidos, por lo demás, no pue-
den echarse nada en cara; lo que ahora se dice del partido
adversario que acaba de llegar al poder es cosa que raya en
lo increíble, y en la actualidad los liberales han tenido que
anunciar varias veces la abstención electoral.

Inspección de tropas en la plaza de Bolívar de Bogotá

177
Ernst Röthlisberger

Por los años ochenta, el cuadro que se ofrecía era el


siguiente:
En diferentes puntos de la ciudad, y por entero al aire
libre, se instalan pequeñas mesas y tras ellas toma asiento
el respectivo jurado electoral. En torno, los soldados con
bayoneta calada. El jurado tiene ante sí una lista impresa
de las personas capacitadas para votar. Estas van desfilando
una tras otra, sin hallarse provistas de papel de identifica-
ción alguno, y depositan su voto en la urna. Automática-
mente se tacha en la lista el nombre del votante. Ahora
bien, está al entero arbitrio del público y del jurado si un
determinado individuo puede votar o no; pues muchos,
estudiantes sobre todo, se atreven a dar su voto en diferen-
tes urnas, y en cada sitio se llaman con distinto nombre.
Si luego se presenta el verdadero votante, se encuentra ta-
chado en la lista y, a pesar de todas las protestas, tiene que
retirarse humillado y escarnecido. Estas escenas provocan
siempre gran alboroto. Si se acerca a la mesa uno que se
llama, por ejemplo, Suárez, y se sabe que ese Suárez es un
anciano conservador, en tanto que aquel que vota con su
nombre es un joven liberal, entonces estalla un espantoso
griterío: «¡No, no, no, no es él!», exclaman unos. «Sí,
sí, sí, él es!», chillan los otros. Se reparten golpes, salen a
relucir revólveres, hay empujones y apreturas, se pita y se
vocifera hasta dejarle a uno aturdido. Según la composi-
ción del jurado correspondiente, puede votar o no el pseu-
do-Suárez. Si se trata de elegir un candidato liberal y el
pseudo-Suárez va a votar por él, se le permite llegar hasta
la urna; de lo contrario, se ve obligado a retirarse.

178
El Dorado

Es raro que en días de elecciones no se juegue con el re-


vólver. Por fortuna, estos artefactos, la mayoría de las veces,
no dan en el blanco, y las desgracias son de menor cuantía.
Pero la inquietud de los ánimos es tanto mayor cuanto que
las tropas están dispuestas a acudir a la primera señal de
alarma y a hacer fuego sin consideración sobre la inobe-
diente multitud, como ha acontecido en diversas ocasio-
nes. Si hay que elegir un candidato liberal y se encuentran
más votos conservadores que liberales, entonces se vuelca
la urna y se disuelve el jurado, o este proclama después del
recuento: «¡Quien escruta, elige!». Las elecciones son,
pues, desgraciadamente, en Bogotá como en toda Co-
lombia, un juego dirigido por la gente más gritadora, por
aquellos que esperan alcanzar del nuevo presidente favo-
res o cargos, por los más insidiosos elementos y los más
astutos fabricantes de catilinarias. Este juego electoral es
convenido previamente por los políticos profesionales de
los clubes. Tal es la opinión arraigada de más antiguo en-
tre los colombianos, y como sus votos carecen, pues, de
valor, muchos hombres honorables, los mejores ciudada-
nos precisamente, no acuden ya a las urnas. Fue también
significativo que nuestro rector54 retuviera en esos días a
los internos, acuartelados como tropas en el edificio de la
Universidad. Cuando las elecciones no se desarrollan libre
y honestamente, no hay democracia posible, y eso lo mismo
en Colombia que en cualquiera otra parte. Así acontece

54
Probablemente se refiere a Antonio Vargas Vega, rector en esos días
de la Escuela de Literatura y Filosofía de la Universidad Nacional.

179
Ernst Röthlisberger

que los derrotados en los comicios recurren, con aparente


derecho, a la revolución como medio para derrotar al pre-
sidente en tal forma elegido.
De forma sombría se advierte siempre la perspectiva de
la cercana explosión de una guerra civil; al caer la tarde los
soldados marchan en formación por las calles de la ciudad
y detienen a todo pobre diablo que cae incautamente en
sus manos, respetando al que lleva sombrero de copa o va
bien trajeado. La persona así capturada es puesta entre dos
filas de bayonetas; la marcha continúa hasta haber reunido
veinte, a menudo cuarenta o cincuenta, de estos infelices.
De ese modo, amarrados a veces como reses destinadas al
matadero, se les conduce al cuartel, donde quedan presos
y donde se les obliga a enrolarse para la guerra. Muy rara-
mente logra librarse el individuo tan violentamente reclu-
tado, y muchas personas influyentes no consiguen eximir
del servicio militar a sus criados, a sus obreros, a sus co-
cheros… Ocurre con harta frecuencia que los soldados se
introducen en las casitas de los pobres habitantes de las
afueras y sacan al hombre de la cama, dejando a la mujer y
a los hijos en total desamparo. El ciudadano de ideas no-
bles queda deprimido ante escenas semejantes y sufre en
el alma con ellas. Pero el indio que se ve ya con su gorra
militar, con su fusil al brazo, y acaso con su guerrera de
colorines, termina por ceder ante el destino que le ha to-
cado; hasta se siente orgulloso como defensor de la patria,
y no es raro que ese recluta se quede definitivamente en
el cuartel aunque se le ofrezca la libertad. Contrasentidos
de la vida humana…

180
El Dorado

A las seis cae la noche sobre Bogotá. Se cierran los co-


mercios y concluye la jornada55. Así que se regresa a casa
después del habitual paseo vespertino, hacia las siete de
la tarde, las calles están ya bastante vacías. A las ocho los
tambores de la guardia redoblan el toque de retreta, des-
filando desde el Palacio Presidencial a su cuartel, acom-
pañados del agudo son de las trompetas. Después de este
musical deleite se sumerge todo en el silencio de una pe-
queña ciudad. Ese silencio se rompe los jueves y domingos
por la noche, en que las dos bandas de regimiento, más de
treinta músicos cada una, tocan la retreta bajo grandes fa-
roles, especiales para este viejo uso. La retreta, en este caso,
es un concierto de selecto programa. Los músicos son ex-
pertos y con larga práctica en su arte, y existe entre ellos
gran espíritu de emulación. A menudo se escuchan obras
de los grandes maestros en excelentes interpretaciones,

55
Las calles principales brillan ahora con la luz eléctrica, que, des-
pués de varios intentos fallidos, alumbra ya debidamente. Una gran
central eléctrica, construida por la fábrica de maquinaria Oerlikon,
provee de energía y luz a la población e industrias de Bogotá. La
energía se obtiene del torrencial río Bogotá, algo más arriba del
Salto de Tequendama. La mayor parte de las calles se iluminaba
antes con luz de gas; pero de vez en cuando se hizo necesario acu-
dir a otros medios de alumbrado, pues fallaba el servicio de gas o
resultaba deficiente (nota de W. R. A.), (sobre el rol de la familia de
Ernst Röthlisberger en la instalación de la planta generadora de la
casa suiza Oerlikon en el año 1900, véase: Gómez Gutiérrez, Al-
berto, 2011, La expedición helvética: Viaje de exploración científica
por Colombia en 1910 de los profesores Otto Fuhrmann y Eugène
Mayor, Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, págs. 204-205).

181
Ernst Röthlisberger

especialmente oberturas, tocadas con conocimiento y fi-


delidad. Como pieza final, cada banda ofrece una compo-
sición nacional, un vals, un bambuco o un pasillo.
Esa música nacional me atrae muchísimo. Siempre
me ha emocionado profundamente con su espíritu unas
veces suave, otras ferozmente impetuoso, otras melancó-
lico y triste. Me seducía escuchar las serenatas que los mú-
sicos del país ofrecían a una hermosa [joven] en alguna
calle de la ciudad. La bandola, a la que, si la tocan manos
diestras, pueden arrancarse sonidos de la pureza de cam-
panillas y violines, el tiple, tan melodioso como acompa-
ñamiento, y la seria y grave guitarra, formaban un conjunto
realmente artístico. En los últimos años, recuerdo, algunos
de aquellos músicos habían llegado a perfeccionarse de tal
modo, que eran capaces de interpretar de memoria y con
auténtica expresión clásica las más difíciles oberturas. In-
olvidable será para mí la última noche pasada en Bogotá y
en la que, pese a las críticas circunstancias, los mejores de
aquellos modestos músicos de la capital quisieron darme
una prueba de pleno reconocimiento a la simpatía que yo
siempre les había dedicado. Unos diez de ellos se reunie-
ron en un conjunto integrado por dos bandolas, algunos
tiples, dos guitarras, un violín y un violoncelo. A eso de
las once llegaron ante mi hotel y me dieron una serenata
que resonaba maravillosamente en el silencio nocturno.
La elección de las piezas respondía a la vez a un gusto
sentimental y clásico. Entre los músicos había un ciego,
que tocaba la guitarra y cantaba, acompañado con voz de
contralto por un muchachito hijo suyo; un dúo en verdad

182
El Dorado

emocionante, enternecedor. Cantaban cosas de amor, de


fidelidad, de pasión, de doncellas graciosas radiantes como
joyas, puras como la azucena; cantaban la ausencia, y el
encuentro, y todas las tempestades de la vida…
La calma de la noche es interrumpida a cada cuarto
de hora por la aguda pitada de los serenos, que, envuel-
tos en un largo gabán, armados de sable y organizados
militarmente, aparecen en todas las esquinas en cumpli-
miento de su servicio de vigilancia y se controlan unos a
otros mediante señales de silbato. Los serenos desempeñan
también oficio de bomberos, pero en esa calidad apenas
si tienen que hacer alguno, pues en Bogotá son muy raros
los incendios. Esto se deberá tal vez a que el fuego no se
propaga rápidamente a tales alturas, o acaso al hecho de
no existir compañías de seguros. Por tal razón las bombas
de incendios de la capital se hallan en estado tan lamenta-
ble. En un pequeño incendio, largamente comentado por
la prensa, no fue posible, durante casi una hora, encontrar
una boca de riego. Otra vez se estuvo buscando en vano la
bomba de extinción y resultó que el entonces ministro de
Guerra se la había llevado a su finca para regar.
La policía está encargada de la custodia, especialmente
la de los comercios. Pero se puede afirmar que los hechos
de violencia no son más frecuentes en Bogotá que en cual-
quier otro sitio. Una sola vez, que fue la noche de una tem-
pestuosa jornada electoral, hube de salir armado a la calle.
Por lo demás, aunque durante algún tiempo viví fuera de
la ciudad a una media hora de camino —que era de lo
más distante entonces—, teniendo que atravesar la calle

183
Ernst Röthlisberger

caliente, o sea la calle de las pendencias y la gente de cui-


dado, no fui jamás objeto de la menor hostilidad. A pesar
de que las noches son bastante frías, me encontraba con
frecuencia pobres gentes acurrucadas o enroscadas como
erizos, que dormían profundamente, a las puertas de las
casas o sobre la misma acera. Desde las diez, como dice un
escritor colombiano, Morfeo reina en casi todos los hoga-
res. Apenas si se conoce la vida de restaurantes o casas de
comidas, usual entre nosotros. Tan sólo un café, La Rosa
Blanca, atraía entonces a la gente joven para jugar al bi-
llar, para la charla o para el alegre comer y beber. Ahora se
han establecido ya varios restaurantes. Fuera de ello, había
abiertas no más que unas cuantas tabernas, donde se bebe
de pie, y también algunos lugares de juego, de los cuales, a
falta de diversiones más apropiadas, hay muchísimos, por
desgracia, en Bogotá, particularmente después de una gue-
rra, sazón en la que tantos aventureros aspiran a mejorar
su suerte. En dichos locales se juega lotería o un juego na-
cional, el tresillo. Cuando por la mañana, algo después de
las cinco, me dirigía a dar mi primera lección del día, la
de la seis, a veces veía todavía luz en las casas de juego de
la Plaza de Bolívar, y reflexionaba sobre todas las pasiones
y los dramas que en los corazones de los jugadores y de sus
familias estarían sucediéndose.
Maravillosas son las noches de Bogotá. Las estrellas
según cálculo de Humboldt56, lucen con intensidad cuatro

56
Alexander von Humboldt (1769-1859), naturalista y viajero pru-
siano que pasó por los territorios de Colombia entre 1800 y 1803,

184
El Dorado

veces mayor que en nuestros países. A mediados de octu-


bre de 1882 pasó durante varias noches sobre el cerro de
Guadalupe un cometa enorme y de magnifico brillo.
Un océano de luces surge en la noche. De un lado,
se dibuja en excelsa simplicidad la Cruz del Sur; del otro,
fulge casi junto al horizonte la Estrella Polar. La Vía Lác-
tea se desenrolla como una ancha cinta encendida, y des-
taca minuciosa sobre el cielo, un cielo, pese a la oscuridad,
todavía espléndidamente azul. Un especial encanto tiene
el blanco y delicado resplandor de la luna llena; tan clara
y nítidamente ilumina la ciudad, que, sin otra luz, resulta
posible leer cómodamente y reconocer todos los objetos.
De vez en cuando rompe la quietud de la noche un co-
hete que sube silbando hacia el firmamento y que, con la
escasa resistencia del aire, se remonta a mucha mayor al-
tura que en nuestros países. Bogotá es un lugar a propó-
sito para grandes quemas de fuegos artificiales. Pero ¿qué
es aquí cualquier arte humana frente a la majestad de la

alojándose en Bogotá en los meses de julio a septiembre de 1801.


Humboldt registró sus impresiones de viaje y cálculos científicos
en una vasta obra publicada en gran formato —folio y cuarto de
folio—, y también en algunos libros en octavo y artículos disper-
sos que incluyen el artículo en alemán «Über die Hochebene von
Bogota» (Sobre la Sabana de Bogotá), que apareció impreso en
(1839) Deutsche Vierteljahrsschrift vol. 1, Berlín, págs. 97-119 (para
mayor información sobre el paso de Humboldt por los territorios
colombianos que correspondían en los albores del siglo xix al vi-
rreinato de la Nueva Granada, véase: Gómez Gutiérrez, Alberto,
2016, Humboldtiana neogranadina. En imprenta).

185
Ernst Röthlisberger

misma naturaleza? Con profunda nostalgia pienso hoy en


el excelso espectáculo de aquellas noches de luna, en aquel
magnífico cielo estrellado.

Calle Florián de Bogotá

186
§§ v
La vida cultural
La llegada del correo / Disposición natural
del colombiano para la cultura: la lengua,
tendencias literarias y prensa / Escuelas
/ La formación de la mujer / Academias /
La Universidad Nacional; su historia y
organización / Rectorado, plan de estudios
y disciplina / Profesores y estudiantes /
Vida estudiantil / Bibliotecas y sociedades
científicas / Ojeada a la literatura
colombiana / La canción popular

Solitario y como aislado del mundo se siente uno


al principio sobre la Sabana de Bogotá. El lector de estas
páginas, a quien el cartero trae varias veces al día noticias,
periódicos, revistas, libros, apenas si considerará el acon-
tecimiento que supone en aquella capital la llegada del co-
rreo. Dos o tres veces por mes llegan a Bogotá los envíos
postales europeos, estableciendo el enlace con la patria.
Dichos envíos no se reparten a domicilio, sino que cada
uno va a recogerlos a la única oficina de correos existente.
El que desea más rápido servicio, alquila un apartado. La
llegada del correo se anuncia mediante banderas de colo-
res que se izan en el gran mástil de la esquina del edificio
donde está la oficina, siendo distintos los colores según

187
Ernst Röthlisberger

la dirección de los correos arribados. Cuando, después


de inquieta espera, se mira subir la bandera roja, blanca y
roja con nueve estrellas negras, signo del correo de ultra-
mar, los presuntos destinatarios se apresuran a retirar sus
mensajerías, y dejo a la imaginación de cada cual la expec-
tativa, el afán con que, por lo común en el mismo patio
de correos, se devoran las primeras nuevas y luego, ya en
casa, vuelven a degustarse.
Este sistema tenía también sus grandes ventajas. Uno se
preparaba para la recepción y el despacho de la correspon-
dencia y podía señalarse horas y días para la lectura. En tal
sentido, los años que allí pasamos no fueron años perdidos;
por el contrario, la materia de lectura se disfrutaba con más
activa atención que en nuestro país, donde estamos satura-
dos de ella. Los nuevos libros y revistas se recibían allí con
ánimo muy diferente; eran los mejores amigos, y, toda vez
que en Bogotá no sólo los extranjeros, sino también muchos
colombianos, siguen exactamente las novedades literarias,
resultaba siempre, si se sabía dar con las personas apropia-
das, un vivo intercambio de ideas sobre lo leído.
Esta vida cultural es tanto más notable por cuanto que
hasta 1738 no se estableció en Bogotá la primera imprenta,
llevada allí por los jesuitas, y hasta 1789 no apareció el pri-
mer periódico colombiano57. La actual cultura puede ex-

57
El Papel Periódico de Santafé, fundado y dirigido por Manuel del
Socorro Rodríguez (1758-1819), circuló a partir del 9 de febrero de
1791, y su último número (n.º 265) se publicó el 6 de enero de 1797.

188
El Dorado

plicarse sólo por la coincidencia de varias circunstancias


felices, como buena disposición, lengua, prensa y educación.
Es cosa no discutida que los criollos poseen una gran
inteligencia natural y afición a los estudios y a las artes. No
obstante, se ejercitan preferentemente en las ciencias espe-
culativas, donde hallan la posibilidad de desenvolver teorías
y disentir sobre toda clase de temas filosóficos y religiosos.
Los terrenos que reclaman gran esfuerzo, paciencia y be-
nedictina asiduidad, como las matemáticas, las ciencias ex-
perimentales o la historia trabajada en sus fuentes, se ven
demasiado preferidos. Lo que realmente place al bogotano,
siempre deseoso de novedades, es el aprendizaje de idiomas
y la lectura de novelas, poesía y periódicos, como también
componer epigramas y muy lindamente torneadas estro-
fas; en fin, dedicarse como aficionado a los asuntos más
diversos. Así ocurre que la lectura y traducción de los pro-
ductos espirituales de pensadores europeos son harto más
frecuentes que —aparte las bellas letras— la creación de co-
sas originales. En esta recepción de la producción europea,
los bogotanos tienen el buen auxilio de excelente librerías,
como la Librería Colombiana58, que tiene existencias, con
gran cantidad de títulos, de las principales obras del mundo,
y cuenta, sin duda, con todas las novedades bibliográficas.

58
Los fundadores y propietarios de esta librería eran Joaquín Emilio
Tamayo Restrepo (1853-1908) y el abogado, economista y escri-
tor Salvador Camacho Roldán, citado. Se considera a Camacho
Roldán como el fundador de la cátedra de Sociología en la Uni-
versidad Nacional de Colombia a partir de 1882.

189
Ernst Röthlisberger

Las librerías constituyen el punto de cita de la gente culta;


por vanidad o por afición, se compran muchos libros, y la
mayoría de ellos, a no dudarlo, se leen. Por mucha superfi-
cialidad que aún exista, por mucho que se dé la formación
a medias, aunque sólo unos pocos hombres selectos posean
un riguroso sentido científico, y aunque no se halle toda-
vía introducida la llamada «exactitud germánica», es, sin
embargo, muy cierto que entre una minoría, relativamente
pequeña pero muy inquieta y vivaz, se advierte la capaci-
dad de conocimiento y el interés por todas las novedades
y creaciones del espíritu; del espíritu francés en primer tér-
mino, luego del español y del inglés. Y ello, como apenas en
lugar alguno de Suramérica. Hay que agregar que en este
apartamiento, en la naturaleza montañosa y primaveral, el
pensamiento saca a veces consecuencias de más inexorable
lógica que en Europa, donde la inteligencia es mantenida
a raya por tan fuertes ligaduras de toda índole.
El trabajo intelectual es ayudado por la vigorosa, co-
lorista, armónica lengua española, el mejor legado de los
conquistadores. Cierto que el trato con otras culturas, es-
pecialmente la francesa, ha introducido poco a poco en
el lenguaje toda clase de vocablos y giros extraños, como
ocurre en Argentina. A esta adulteración del idioma opone
el bogotano un dique al tener a gala hablar el español con
pureza y lo más académicamente posible, escribiéndolo,
si cabe, aún con mayor fineza y corrección. Como guar-
dián de esta limpieza literaria actúa la Academia Colom-
biana, fundada el 10 de mayo de 1871, y correspondiente
de la Real Academia de Madrid. Constituye una sociedad

190
El Dorado

de doce literatos59, la mayoría de los cuales gozan de fama,


pero no todos de talento. En efecto, varios de los mejores
escritores liberales se hallan excluidos de este rancio gremio.
En la literatura se manifiestan dos distintas tendencias.
La una es rigurosamente clásica y vive, no sólo en la lengua
sino también en las ideas y [los] criterios, casi como en los
tiempos de un Felipe ii60. El estilo enfático y rebuscado,
el prurito de alambicar imágenes lo más «ingeniosas»
posibles, el modo de expresar en forma abstracta y retor-
cida hasta las cosas más comunes, y el comenzar toda di-
sertación, todo estudio o artículo por lo menos, [con] los
griegos y los romanos, si es que no les toca pagar el pato a
los babilonios y a los egipcios… todo ello ha ganado a tal
especie de escritos el sarcástico nombre de literatura fósil.
La otra tendencia se debe a literatos jóvenes, fogosos y de
talento, que aspiran sobre todo a dar expresión al pensa-
miento de su época, y que, por tanto, se fijan más en la
agudeza del contenido intelectual que en las exterioridades
verbales. Quien se cuenta entre los adscritos a esa última
corriente es hostilizado, claro está, por los académicos, o,

59
Los 12 miembros de la Academia Colombiana de la Lengua en esos
años, todos ellos fundadores, eran: José María Vergara y Vergara,
Miguel Antonio Caro, José Manuel Marroquín, Pedro Fernández
Madrid, Felipe Zapata, José Joaquín Ortiz, Rufino José Cuervo,
Santiago Pérez, Joaquín Pardo Vergara, Manuel María Mallarino,
Venancio González Manrique y Sergio Arboleda.
60
Es decir, la segunda mitad del siglo xvi, trescientos años atrás.

191
Ernst Röthlisberger

al menos, mal mirado por ellos, gente que cree tener en


arriendo toda la gloria literaria.
La prensa diaria es un medio formativo de primer or-
den en todo país nuevo. Por entonces aparecían en Bogotá
nada menos que de veinte a treinta publicaciones periódi-
cas, tanto políticas como de contenido científico, pero sólo
una salía diariamente.

Joven bogotano

Muchos de los periódicos políticos tenían una bre-


vísima existencia, desapareciendo ya al segundo o tercer
número. Como los periódicos no podían vivir del mismo
modo que los nuestros, o sea a base de noticias del día y
telegramas, concentraban su energía en los artículos de

192
El Dorado

fondo, en estudios literarios, traducciones, desahogos lí-


ricos y crónicas locales. Especial mención merece el Papel
Periódico Ilustrado —tres años de publicación—, editado
con gran constancia y sacrificios por el pintor Alberto Ur-
daneta61, ya fallecido; pese a la cierta tosquedad de la parte
gráfica, el periódico estaba lleno de valiosas aportaciones
a la historia de la cultura y era entonces la única revista
quincenal de Colombia. La prensa política experimentó
una total transformación después de la revolución de 1885.
Antes, había gozado de la más absoluta libertad, y de ella
[se] hizo uso en forma tan descomedida, que sus excesos
resultaban desvergüenzas hasta para cualquier europeo
amplio y comprensivo. Más tarde, en lugar de hacer legal-
mente responsables de sus contravenciones a los redacto-
res, el cambio ocurrido en dicho año determinó que las
cosas fueran a dar en el extremo opuesto, obstaculizando
la libertad de las actividades periodísticas. La prensa pasó
a depender enteramente del arbitrio del gobierno, que
suspendía periódicos y metía a los periodistas en la cárcel
o los deportaba, de manera que hasta los conservadores
moderados solicitaron la promulgación de una ley menos
rígida. En un país que se halla todavía en su menor edad,
la libertad de prensa es de lo más necesario, e imprescin-
dible como válvula de seguridad del mecanismo estatal.

61
Alberto Urdaneta (1845-1887), periodista, dibujante y grabador
nacido en Bogotá y formado en París, fundador de varias obras
periódicas e ilustradas.

193
Ernst Röthlisberger

El cumplimiento de la misión de la prensa depende del


grado de cultura de los ciudadanos, y a su vez esa cultura
es la que restituye a sus proporciones justas las exagera-
ciones y las inexactitudes de la prensa. Pero en Colombia,
donde muchos admiten todavía como verdad definitiva
todo lo que va en letra de molde, falta mucho por hacer
en materia de educación, en lo que atañe a la gran masa
del pueblo. Sólo los presidentes liberales, en particular los
que gobernaron durante los años 1870 a 1875, dedicaron a
la escuela primaria toda su atención, alcanzando notables
resultados. Desde que el partido independiente empezó a
regir los destinos del país, disminuyó la preocupación por
ese problema y vino a decaer, de manera extraordinaria,
la enseñanza toda. Sáquense conclusiones de los siguien-
tes datos: el año 1873, en el apogeo de la administración
liberal, había, sólo en el estado de Cundinamarca, 218

194
El Dorado

escuelas, con 10.789 alumnos. El año 1883 había 163 es-


cuelas, con 10.624 alumnos, y es necesario anotar que ese
número de escolares se refería únicamente a los inscritos y
no a los que realmente asistían a las clases. En dicho Estado
de Cundinamarca se adeudaba a los maestros en 1884 casi
año y medio de sueldo, de manera que la mayor parte de
ellos, aunque por sentido del deber siguieron trabajando
en sus escuelas, se veían obligados a buscarse otras ocupa-
ciones. Las letras de cambio con que se les pagaron algu-
nos meses sólo podían hacerse efectivas acudiendo a los
usureros. No puede sorprender, pues, que resultara difícil
sostener los centros de formación de maestros y maestras,
cuanto más que la mala administración del Estado hacía
imposible cubrir con regularidad todas las obligaciones al
respecto. Pero, precisamente en cuanto a esos centros de
formación, hubiera sido muy de lamentar la suspensión
de actividades. En particular la escuela de maestras se dis-
tinguía por los magníficos logros alcanzados, y a ella in-
gresaban muchachas del pueblo y de la clase media, que
así podían dar satisfacción a su anhelo de saber, pasando
además a ocupar una mejor posición social. Los exámenes
que presencié demostraban en casi todas las alumnas un
grado verdaderamente admirable de seguridad, de claridad
mental y dominio de la materia; sin embargo, su aplica-
ción servía para la obtención de un diploma poco menos
que, en la práctica, falto de todo valor. Esto me probó una
vez más que, concretamente la juventud femenina de Co-
lombia, posee espléndidas dotes y que sería un verdadero
pecado regatearle el sustento espiritual que reclama. Las

195
Ernst Röthlisberger

escuelas especiales para señoritas no rebasan el nivel me-


dio de nuestra instrucción primaria ni facilitan un verda-
dero y sólido saber.
En virtud de la libre competencia y de la posibilidad
de abrir, sin más, un centro docente todo aquel que con-
tara con la confianza de los padres, era también muy consi-
derable el número de los colegios privados —diríamos
mejor «pensiones privadas»—, donde los alumnos viven
en régimen de internado y la materia de enseñanza viene a
corresponder a la de nuestras «escuelas medias». El año
1883 existían en Bogotá, aparte de los establecimientos
públicos y el seminario sacerdotal, doce colegios para mu-
chachos y nueve para muchachas. Algunos de esos centros,
como el antiguo Colegio de don Santiago Pérez62, quien
desde su cátedra fue ensalzado al sillón de presidente de
la República, eran como pequeñas academias. Según las
ideas del respectivo propietario, estas escuelas se hallaban
tajantemente diferenciadas en el aspecto político. Las más
aristocráticas y «pías» estaban dirigidas, en su mayoría,
por eclesiásticos.
La formación universitaria propiamente dicha se ad-
quiría en el Colegio de Nuestra Señora del Rosario, en la
Universidad Nacional y en la Universidad Católica. La con-
cesión de diplomas era enteramente libre; alguna escuela
privada podía expedir, por ejemplo, el título de doctor en

62
Santiago Pérez de Manosalbas (1830-1900), educador, escritor
y político nacido en Zipaquirá, presidente de la República entre
1874 y 1876.

196
El Dorado

jurisprudencia. Pero los tres centros universitarios citados,


por razón de su efectiva competencia y por su posición,
tenían facultad para otorgar los grados generalmente re-
conocidos. La Universidad Católica era reciente creación
del nuncio papal Agnozzi63, expulsado de Suiza en tiempos
de Kulturkampf 64. Esta mantenía la rivalidad frente a las
otras dos universidades, cosa de la que los profesores nos
alegrábamos, pues de ahí surgía la emulación. El Colegio
del Rosario, fundado en 1651 por el monje y arzobispo
Cristóbal de Torres65, se componía de una especie de liceo
o gimnasio y de una Academia de Derecho, donde se es-
tudiaba más rápidamente que en la Universidad. El Rosa-
rio tenía entonces una dirección sumamente progresista.
La Universidad Nacional era, indiscutiblemente, la pri-
mera de Colombia. Nuestra Universidad había corrido ya
suerte muy diversa. En 161066 fundó el arzobispo Barto-

63
Giovanni Battista Agnozzi (1821-1888), nuncio apostólico en
Suiza y en Colombia.
64
Kulturkampf: debate cultural que opuso a algunos gobiernos germa-
nos —incluido el suizo— y los representantes de la Iglesia católica.
En Suiza, el Kulturkampf se agudizó a partir de la enmienda cons-
titucional de 1874, en la que se decretó la expulsión de los jesuitas
y hacía inelegibles a miembros de la Iglesia en cargos políticos.
65
Fray Cristóbal de Torres (1573-1654), sacerdote dominico español,
arzobispo de Santafé entre 1635 y 1654, primer rector del Colegio
Mayor de Nuestra Señora del Rosario en Bogotá.
66
La fecha de fundación del Colegio de San Bartolomé es 1604.

197
Ernst Röthlisberger

lomé Lobo Guerrero67 una academia a la que llamó Colegio


de San Bartolomé y que encomendó a los jesuitas68. Estos
comenzaron la enseñanza con diez becarios69. Su activi-
dad abarcaba principalmente el estudio del latín, la filosofía
—en lengua latina—, el derecho civil romano, el canónico,
la moral y la teología dogmática. Estos eran los estudios
clásicos de entonces. La enseñanza del derecho público y
político había sido prohibida por el gobierno. Sólo tras las
borrascas de las luchas de independencia se llegó a produ-
cir un nuevo incremento de los estudios. La academia pasó
al estado de Cundinamarca, que en 1867 la entregó a la na-
ción con el propósito de fundar una Universidad Nacional

67
Bartolomé Lobo Guerrero (1546-1622), inquisidor y arzobispo
de Indias, arzobispo de Santafé entre 1599 y 1607, y arzobispo de
Lima entre 1609 y 1622.
68
Se considera que la fundación de la cátedra de los jesuitas en Bo-
gotá coincidió con la fundación del Colegio de San Bartolomé, es
decir enero de 1604 (véase: Gómez Gutiérrez, Alberto y Bernal
Villegas, Jaime, 2008, Scientia Xaveriana. Los jesuitas y el desarrollo
de la ciencia en Colombia: Siglos xvi-xx, Bogotá: Pontificia Uni-
versidad Javeriana, págs. 45-64).
69
El listado de los primeros once becarios del Colegio de San Bar-
tolomé es el siguiente: 1605: Antonio González, José Gutiérrez,
Francisco Jiménez, Tomás Merlo, Pedro Esteban Rangel, Melchor
de Santiago, Francisco Vásquez; 1606: Francisco de Porras; 1607:
Teas de Gálvez, Baltazar de Santa Cruz; 1608: Juan Luis Barraga
(véase: Jaramillo Mejía, William (dir.), 1996, Nobleza e hidalguía.
Real Colegio Mayor y Seminario de San Bartolomé. Colegiales de
1605 a 1820, Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura Hispá-
nica, pág. 233).

198
El Dorado

de los Estados Unidos de Colombia. Esta se estableció, en


efecto, y a fines de 1884 se fusionaron con ella la Escuela de
Agronomía, la Escuela Militar, en la cual se formaban unos
doscientos cadetes y que hacía a la vez de Escuela de Inge-
nieros, y finalmente la Escuela de Bellas Artes, donde, bajo
experta dirección, se enseñaba dibujo, pintura y grabado. La
Universidad adquirió consistencia por la Ley del 23 de marzo
de 1880, que creó ya un Ministerio Nacional de Instrucción.

Profesor doctor Antonio Vargas Vega, rector de


la Escuela de Literatura y Filosofía

En el año 1882, cuando yo comencé allí mis activida-


des docentes, la Universidad constaba de cuatro facultades:
la Escuela de Literatura y Filosofía, la Escuela de Derecho
o de Jurisprudencia, la Escuela de Ciencias Naturales y la
Escuela de Medicina. (No existía facultad teológica, pues

199
Ernst Röthlisberger

los sacerdotes se formaban en seminarios). El rector era


el ministro de Instrucción70. Bajo su autoridad había dos
rectores propiamente dichos, de los cuales uno dirigía las
facultades filosófica y jurídica —instalada en el viejo edi-
ficio del Colegio de San Bartolomé— y otro las faculta-
des de Ciencias naturales y Medicina. El control de toda la
administración y funcionamiento interno correspondía al
Consejo Académico, que se elegía por el presidente de la
República entre ciudadanos de mérito y constaba de nue-
vos miembros. De la Escuela de Derecho diré sólo que los
poco numerosos estudiantes trabajaban con notable apro-
vechamiento y que luego, como abogados y políticos, ha-
cían honra a su profesión. La Escuela de Ciencias Naturales
era utilizada, principalmente, por médicos, para estudios
preparatorios, pero faltaban en ella buenos laboratorios y
colecciones. La Facultad de Medicina propiamente dicha, o
sea la Escuela de Medicina, era sin duda la mejor instalada
y al frente de ella trabajaban excelentes profesores; casi to-
dos ellos habían hecho en Europa su examen de Estado; en
París principalmente. Los estudiantes se destacaban por la
aplicación, la buena conducta y el aprovechamiento en su
trabajo. Desde 1882 contaban con una sala de disección,
que se construyó en esa fecha en el patio del Hospital Mu-
nicipal, y allí tenían material de sobra para sus estudios.

70
Se refiere a Rufo Urueta, originario de Ayapel (Córdoba), presi-
dente del estado soberano de Bolívar en el año 1880, rector de la
Universidad Nacional en 1882 y ministro de Instrucción Pública
en el último año de gobierno de Rafael Núñez.

200
El Dorado

Por último, la Escuela de Literatura y Filosofía, obli-


gatoria para todos los estudiantes, se componía, como su
nombre da a entender, de una facultad filosófica y de la
parte literaria, equivalente esta a un gimnasio, liceo o, tal
vez, pro-gimnasio. Esto explica la gran cifra total de alum-
nos matriculados en algunos cursos de la Universidad, nada
menos que seiscientos quince el año 1884. Para toda la
Universidad existía la disposición de que el estudiante no
pudiera seguir más de cuatro materias anuales; cada una
de estas comprendía seis horas a la semana. A los más jóve-
nes el rector sólo les permitía matricularse, comúnmente,
en dos o tres materias anuales. Después de haber acabado
con éxito los cursos correspondientes, podían tomar otras
tres o cuatro asignaturas —dieciocho o veinticuatro horas
semanales—, cuyo orden sucesivo se hallaba fijado exacta-
mente. Así, de manera metódica, se iba avanzando a ma-
terias cada vez más difíciles. En estos cursos —español,
francés, inglés (cada lengua dividida en tres años), aritmé-
tica, álgebra, geometría, geografía general y de Colombia,
cosmografía, física, retórica, historia patria— se trabajaban
a fondo los respectivos objetos del estudio. En el mejor de
los casos, esto es, si el alumno aprobaba cuatro materias
por curso, los estudios duraban seis años; pero lo usual era
que se extendieran por mucho más tiempo, dado que se
solía empezar con menos de cuatro asignaturas anuales,
y debido también a que no siempre se llegaba a hacer el
grado y a que se tomaban con carácter complementario
diversas materias facultativas —latín, griego, alemán, ta-
quigrafía, cálculo mercantil, religión—, a las cuales había

201
Ernst Röthlisberger

que asistir y eran asimismo tomadas en cuenta a efectos


del tiempo obligatorio. Hay que agregar que esos cursos de
carácter voluntario tenían escasa asistencia de alumnado,
lo que era de lamentar, sobre todo en el caso del latín, pues
esta lengua facilita mucho, naturalmente, la penetración
en el español, siendo además imprescindible para el estu-
dio del derecho romano. El curso de religión no llegó a
darse nunca, pues no hubo eclesiástico que quisiera venir
a nuestra Universidad.
Como culminación de la escala de materias, había un
curso de biología, o sea principios generales de la historia
natural, un curso de sociología, un curso de filosofía y dos
cursos de historia universal. No existía, como se ha visto,
una facultad de filosofía enteramente separada de la es-
cuela de literatura, si bien esa facultad se hallaba represen-
tada por tres profesores —el de biología, el de sociología y
yo—. Todos los futuros juristas y médicos debían pasar por
nuestras clases. Habida cuenta [de] que la mayor parte de
los alumnos ingresaban a la escuela de literatura a la edad
de diez años, aproximadamente, mis escolares estaban en-
tre los dieciséis y los veinte años, y los había de veintiséis,
o sea más viejos que yo. A veces asistían a las lecciones se-
ñores ya de alguna edad. También en cuanto al color de
la tez había gran variedad dentro del alumnado. Los más
diferentes matices se ofrecían a mi vista, desde el blanco
rosado de los tiernos jovencitos de Bogotá, hasta el negro
más intenso; los negros mostraban, dicho sea de paso, un
ardiente afán de aprender. Los ojos más distintos me mi-
raban, y las dentaduras eran también de gran diversidad.

202
El Dorado

Cuando un profesor franqueaba la puerta de la Uni-


versidad o penetraba en los claustros del antiguo edificio
conventual, el bedel hacía sonar los timbres. Los estudian-
tes debían colocarse ordenadamente junto a la puerta del
aula para entrar en ella tras el profesor. Se trataba, en su
mayoría, de grandes salas con ventanas de escasa altura.
Yo daba mis clases en el sitio que ocupó antaño la gran ca-
pilla del convento.
Como imperaba el principio, conveniente para Bogotá,
de no dejar en demasiada libertad a los estudiantes, estos
se hallaban sometidos a una tutela bastante estricta. Regla
general para todos era que el alumno no fuese admitido a
examen ni pudiese pasar a las materias superiores, cuando
pesara sobre su conciencia uno de estos hechos: tener cien
faltas de asistencia injustificadas o el mismo número de ceros
por insuficiencia en los estudios; o bien veinte malas notas
de conducta; o bien cien faltas de asistencia por motivo de
enfermedad. Todo ello debía tener constancia en el regis-
tro que llevaba el catedrático. De los correctivos que podían
imponerse cuando, como significativamente se decía en los
estatutos, «no bastare el estímulo del honor», citaremos
dos tan sólo: primero, el arresto en el calabozo, donde los jó-
venes holgazanes y tunantes podían dedicarse a reflexionar
sobre sus insolencias entre las cuatro paredes del desnudo
y tenebroso encierro, castigo que hacía siempre una fuerte
impresión sobre todos; la otra pena era la expulsión. Esta
última estaba reservada a los alumnos que hubieran hecho
uso de armas para herir o amenazar a sus compañeros, o que
intervinieran en alguna perturbación del orden público.

203
Ernst Röthlisberger

Para los alumnos menores de dieciséis años, existía en


el Colegio de San Bartolomé un internado bajo la inspec-
ción de un vicerrector. Entonces vivían allí unos ochenta
alumnos, sobre todo muchachos de lugares distantes, cuyos
padres no se decidían a dejarlos en entera libertad por las
muchas tentaciones a que habrían de hallarse expuestos. La
disciplina era allí verdaderamente militar y en extremo rí-
gida. De nueve a diez de la mañana y de dos a tres de la tarde
estaba cerrada la Universidad, pues a esas horas se servían
las dos comidas principales. A partir de las seis de la tarde
ya nadie podía salir; los domingos, siempre que se hubiera
observado buena conducta. Se jugaba, se hacía gimnasia y
se tomaban baños frecuentemente y con gran fruición, de
manera que todos aquellos jóvenes tenían un aspecto vigo-
roso y saludable. Los muchachos de talento que hubieran
cursado por lo menos tres años en una escuela primaria pú-
blica y que se hubieran distinguido por las calificaciones lo-
gradas recibían también ayuda por medio de becas, para lo
cual, según el reglamento, nunca aplicado a ese propósito,
se comprometían a trabajar más tarde durante tres años al
servicio del gobierno. Pero como la vida, vestidos, etcétera,
eran en Bogotá muy caros, muchos estudiantes meneste-
rosos recibían además auxilios de sus respectivos estados
o departamentos, que prometían bastar para la educación
gratuita, si bien no siempre lo lograban. Precisamente estos
estudiantes pobres eran nuestros mejores alumnos y nos da-
ban gran satisfacción. Mas, a menudo, tenían que limitarse
a estudiar lo imprescindible para terminar rápidamente y
arribar pronto al buen puerto de una profesión segura.

204
El Dorado

Doctor Bernal, vicerrector de la Universidad

También los profesores de la Universidad, que se con-


taban entonces en número de cuarenta y tres, se hallaban
sujetos a severas normas, toda vez que los rectores dispo-
nían su nombramiento y podían recomendar su destitu-
ción; en caso de ausencia injustificada, se les debía retirar
el sueldo del día correspondiente. Pero en la realidad, las
cosas eran menos minuciosas y formalistas. El rector pro-
cedía solamente contra los profesores que habían incurrido
en manifiesta desidia o abandono de sus obligaciones, de
lo cual se daban algunos casos; por lo demás, la autoridad
rectoral actuaba benignamente, pues la retribución de
los profesores era tal que, en la mayoría de los casos, ha-
bía que darse por satisfecho con que acudiera a explicar

205
Ernst Röthlisberger

sus lecciones. En efecto, sólo tres profesores, en toda la


Universidad, estaban consagrados exclusivamente a la do-
cencia. Los demás tenían que ganarse la vida mediante la
acumulación de varios cargos y desempeñaban las más va-
riadas ocupaciones; eran funcionarios, jueces, diputados,
políticos, ingenieros, periodistas, escritores, médicos ata-
readísimos, y dedicaban al profesorado no otra cosa que
sus ocios. Pero el poder dar clases en la Universidad era
una distinción muy solicitada.
Y ahora hablemos de las clases mismas. Si bien, según
las razas, eran diferentes las capacidades intelectuales, los
estudiantes tenían por término medio, una gran inteligen-
cia y daban muestras de extraordinario y rápido poder de
captación, si la exposición del docente era clara y, a ser po-
sible, infundida de un cierto aliento poético. Era un ver-
dadero placer darles clase. Las contradicciones, verdaderas
o aparentes, eran descubiertas en seguida en las clases y
utilizadas por ellos como consulta en las horas dedicadas
a repaso o discusión. Casi todos tenían además una me-
moria fuera de lo común, ejercitada desde muy pronto y
continuamente, una memoria que lo retenía todo, pues,
al contrario que en Europa, no había recargo de tareas, ni,
por consiguiente, fatiga. Exceso de materias o de trabajo,
cosa que de cierta parte se reprochaba a la Universidad, no
se notaba, en todo caso, entre los estudiantes. A muchos
les faltaban los necesarios conocimientos básicos para la
formación científica: otros se debatían esforzadamente
contra una cantidad de prejuicios religiosos y políticos que
consigo traían; otros, en fin, aprendían demasiadas cosas

206
El Dorado

de memoria y pensaban poco, falta esta favorecida por el


hecho de que la mayor parte de los profesores tomaban
como base de sus lecciones algún texto, explicándolo du-
rante una media hora y dando a aprender un determinado
trozo. Esta materia de enseñanza era luego, por muchos,
repetida de carrerilla en los exámenes, aunque, de cierto,
no por todos comprendida.
Especialmente aplicados eran nuestros estudiantes de
los últimos cursos, en tanto que, según referencia de los
maestros de la Escuela de Literatura, los alumnos de las
primeras clases —muchachos todavía en edad de travesu-
ras— dejaban muchísimo que desear. Cuanto mayor iba
haciéndose el estudiante, tanto más crecía su alto pundo-
nor, y bastaba con apelar a él para manejar adecuadamente
a aquella juventud académica. Por ello no me resultaba
tampoco necesario registrar como un dómine las faltas
de asistencia de mis alumnos, ni mucho menos tenía que
consignar malas notas de atención o conducta, pues de
desobediencias, groserías, desórdenes no tuve jamás oca-
sión de quejarme. Alguna intervención abusiva, harto po-
sible dada la condición estudiantil, astuta y gustosa de bien
quitarse, podía ser rechazada con facilidad por medio de
una respuesta mordazmente satírica. Cuando, a partir del
segundo año, pude ya dar mis clases en español, el inter-
cambio de ideas se hizo mucho más vivo, lo mismo que el
ascendiente e influjo sobre mis oyentes. Si el profesor se
tomaba trabajo en sus lecciones y no se mostraba como un
charlatán o un ignorante, esto es, si enseñaba lo que real-
mente sabía, podía estar seguro del cariño y el respeto de

207
Ernst Röthlisberger

los alumnos. Pero ¡ay de aquel que fuera pillado en un fa-


llo o una incongruencia! Nuestro estudiante, crítico hasta
el exceso, exigente, amigo de tener siempre la razón, afi-
cionado a disputas y orgulloso, sabía descubrir el punto
flaco y explotarlo con sumo rigor. Aparte de esto, casi to-
dos los profesores tenían algún apodo; yo no podía estar
quejoso al respecto, pues me llamaban simplemente «el
suizo». Nuestros defectos salían a relucir especialmente
en los llamados «epitafios», coplas burlescas en forma de
inscripción sepulcral para cada uno.
En el trato con los compañeros, los estudiantes eran
demasiado engreídos como para que entre ellos pudiera
crearse una auténtica y grata camaradería. Entre esos jóve-
nes no existen las asociaciones estudiantiles, que de modo
tan duradero influyen sobre el carácter de sus miembros y
donde se crean amistades indestructibles. Tampoco se dis-
tinguen por una indumentaria propia; únicamente en oca-
siones solemnes, además del traje negro y el sombrero de
copa, lucían sobre el pecho un pequeño escudo de colores
con el emblema de la Universidad. Los estudiantes, en ge-
neral, y ya como habitantes del Trópico, bebían menos que
nosotros; pero en cambio el dios del Amor les martirizaba
más con sus traviesos dardos, y, dada la poética disposición
de aquellos jóvenes, se cometían infinidad de atentados en
forma de canciones líricas. Existía también el espíritu de
cuerpo, provocado precisamente por las diferencias de opi-
nión política. A nuestra Universidad asistían, casi sin excep-
ción, jóvenes liberales y de tendencia radical, y por ello era
muy aborrecida por la gente retrógrada. Librepensadores

208
El Dorado

en su mayoría en cuanto a las cuestiones religiosas, de ex-


trema izquierda en lo político, nuestros estudiantes se daban
abnegadamente a su partido al estallar las guerras civiles.
Constituían siempre uno de los elementos más activos, fo-
gosos y sacrificados durante las revoluciones, y más de uno
hubo que selló con temprana muerte sus convicciones, pa-
sando a ser exaltado como héroe. Respeto y admiración se
tributaba a los que el año 1876 habían resultado heridos
por las balas de los conservadores.

Esta imagen adorna la tercera edición del interesante libro del doctor Camacho
Roldán, titulado Notas de viaje, París, 1897, disponible en Garnier Fréres

El año escolar duraba desde febrero hasta principios


de diciembre, con una interrupción de algunos días en

209
Ernst Röthlisberger

Semana Santa, luego catorce días a continuación de la fecha


de la Independencia —20 de julio—, y algunas festivida-
des religiosas, además de la onomástica de los respetables
rectores. En noviembre tenían lugar los exámenes, que
durante tres semanas proporcionaban a los profesores un
agotador trabajo de varias horas al día. Todo estudiante
era examinado de cada materia separadamente; la prueba,
oral, duraba por lo menos veinte minutos y estaba a cargo
de un jurado de tres examinadores. Yo examinaba ordina-
riamente de francés —los tres cursos—, así como de latín
y alemán, en la Escuela de Literatura; y de filosofía e his-
toria en la Escuela de Filosofía. Puedo decir que se exigía
mucho y que las continuas irregularidades del curso se
vengaban luego en los mismos estudiantes.
A lo largo del curso tenían lugar de vez en vez «exáme-
nes de grado», pruebas orales que presidía personalmente
el ministro de Instrucción, con un jurado de profesores
mayor que de ordinario y una duración de dos horas. Con
especial solemnidad se entregaba el diploma al que había
salido bien de la prueba, y con ello se le confería el título
de doctor en derecho, en medicina, en ciencias natura-
les. Obtiene el doctorado, pues, todo el que aprueba un
examen de esa índole, y como ello ocurría con casi todos
los catedráticos, a todos, de ordinario, se les daba el trata-
miento de «doctor».
Los exámenes de fin de curso culminaban en una se-
sión solemne de la Universidad en el Aula Máxima. Habla-
ban en tal ocasión el presidente de la República, el ministro

210
El Dorado

de Instrucción y algún profesor71, y sus discursos, además


del buen contenido, eran de la más fina perfección retó-
rica. Se hallaba presente el Cuerpo Diplomático y lo más
selecto de la sociedad bogotana, también señoras, pues me-
recía la pena oír a oradores tan distinguidos. A los mejores
estudiantes se les entregaban recompensas consistentes en
obras de gran valor.

Profesor doctor Venancio Manrique

Digna de mención es también la Biblioteca, vinculada


a la Escuela de Literatura y Filosofía. Esta Biblioteca fue
formada en algunos años por el rector —más tarde con
mi modesta ayuda—, a base de los créditos del gobierno

71
Ernst Röthlisberger fue designado orador para el acto de grado de
la Universidad Nacional el 5 de noviembre de 1884.

211
Ernst Röthlisberger

—algunos miles de francos al año— y de los ingresos habi-


tuales de la Universidad. Era una biblioteca curiosa por su
concentración y selecto contenido. En unos mil quinientos
volúmenes, reunían las mejores obras modernas en literatura,
historia, filosofía, economía política, jurisprudencia, y ello
en las lenguas principales, además de los diccionarios y en-
ciclopedias de imprescindible utilización. Completaban
el contingente una docena de revistas europeas, principal-
mente francesas e inglesas. Esta biblioteca, donde yo pa-
saba las tardes, servía excelentemente para nuestro trabajo.
Así funcionaba la Universidad. Víctimas, más tarde,
de la reacción que siguió a la revolución de 1885, fue «re-
organizada» dentro de un espíritu muy diferente. Muy
valiosa para el investigador de historia era la Biblioteca
Nacional, con unos cincuenta a sesenta mil volúmenes; en
ella se encuentran las fuentes de la historia colombiana.
Pero los manuscritos se hallaban muy desordenados en el
Archivo Nacional y sin duda harán falta todavía fatigoso
esmero y trabajo hasta organizar ese fondo y publicar lo
más importante de él, pasando luego a la formación de
una Historia de Colombia rigurosamente científica. Por
lo que atañe a los archivos y a todas las colecciones, se ad-
vertía en Colombia un abandono verdaderamente nota-
ble. Muchos documentos fueron hurtados, o simplemente
algún aficionado se los llevó a su casa, mal empleando así
muy importantes y valiosos materiales. De igual modo, el
Museo Nacional, que antes contaba con una serie bastante
rica de piezas antiguas, fue objeto de expolios durante va-
rias guerras civiles.

212
El Dorado

En Bogotá existían distintas sociedades científicas,


como la de Medicina y la de Ciencias Naturales, pero hu-
bieron de sufrir la inseguridad de la época. Para muchos
hombres de saber —como Rafael Nieto París72, sobresa-
liente matemático, mecánico y astrónomo— faltaba enton-
ces el estímulo. Por eso no se llegó a constituir una sociedad
arqueológica, pese a la importancia que su fundación hu-
biera tenido para el estudio de las antiguas culturas. Y, no
obstante, había entre mis colegas personas de notabilísimas
dotes y de amplia ilustración. Así, por ejemplo, los dos rec-
tores —el doctor Vargas Vega73, conocido fisiólogo y peda-
gogo y el doctor Liborio Zerda74, químico e investigador de
la antigüedad—; el doctor Camacho Roldán75, sociólogo;

72
Rafael Nieto París (1839-1899), ingeniero y profesor de física en
el Colegio de San Bartolomé y de astronomía y geodésica en la Es-
cuela Militar.
73
Antonio Vargas Vega, citado, médico santandereano, profesor
de fisiología y patología en la Escuela de Medicina, y profesor de
biología en la Escuela de Literatura y Filosofía de la Universidad
Nacional entre 1882 y 1885.
74
Liborio Zerda (1830-1919), médico, naturalista y escritor bogota-
no, miembro fundador de la Sociedad Caldas en 1855 y de la Socie-
dad de Naturalistas Neogranadinos en 1859. Profesor de ciencias
naturales por espacio de 60 años en el Colegio del Rosario, y rec-
tor de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional. Autor
de la obra El Dorado, presentación histórica y arqueológica de los
habitantes prehispánicos de Colombia.
75
Salvador Camacho Roldán, citado.

213
Ernst Röthlisberger

el estadista doctor Santiago Pérez76 y el doctor Roberto An-


cízar77, economistas; los doctores Álvarez78, Manuel Ancí-
zar79, Rojas Garrido80 y J. I. Escobar81 maestros de filosofía
y filósofos; don Alberto Urdaneta82, maestro de arte, pin-
tor, dibujante y promotor de la vida artística en Bogotá.
Este sería realmente el momento de hacer honor a toda
la literatura colombiana —científica y de creación— con

76
Santiago Pérez de Manosalbas, citado.
77
Roberto Ancízar Samper (1858-1920), hijo de Manuel Ancízar
Basterra y Agripina Samper Agudelo, economista y diplomático
nacido en Bogotá y fallecido en Buenos Aires, se había casado con
su prima Josefina Samper Uribe, hija de Manuel Samper Agudelo
y Eloisa Uribe Maldonado. Con descendencia en Argentina.
78
Enrique Álvarez Bonilla (1848-1913), natural de Moniquirá (Bo-
yacá), educador, escritor y poeta, traductor, entre otras obras, de El
paraíso perdido de John Milton. Fue el sucesor de Rufino José Cuer-
vo en la Academia Colombiana de la Lengua. Autor de varias obras
incluyendo Horas de recogimiento (1882), Santafé redimida (1885),
Cantos de mayo (1890) y Tratado de retórica y poética (1893).
79
Manuel Ancízar Basterra, citado.
80
José María Rojas Garrido, citado.
81
José Ignacio Escobar, quien había sido rector del Colegio Pro-
vincial de Medellín, institución precursora de la Universidad de
Antioquia, establecida en 1871, y miembro del primer Consejo
Académico de la Universidad Nacional en compañía de Santiago
Pérez, Manuel Ancízar, Salvador Camacho Roldán, Manuel Plata
Azuero, José Manuel Marroquín, Rufino José Cuervo, Eustorgio
Salgar, Carlos Martín y Eustacio Santamaría.
82
Alberto Urdaneta, citado.

214
El Dorado

unas anotaciones críticas. Pero, si bien debo declarar que


he leído con apasionado interés la mayoría de las obras
principales, el comentario correspondiente habría de ocu-
par demasiado espacio o, por su brevedad, no dejaría satis-
fecho al lector. De todos modos, al objeto de no dejar un
vacío en estas notas, me limitaré a citar algunos nombres.
Como eruditos en el campo de las ciencias natura-
les destacan el botánico y geólogo Mutis83 —nacido el
año 1732 en Cádiz, muerto en 1808 en Bogotá— y su
discípulo Caldas84 —nacido en 1770 [sic]85, fusilado en
Bogotá por los españoles el año 1816—, un autodidacta
instruido en sus viajes y que dejó asombrado a Alexander
von Humboldt por los conocimientos y observaciones a
que había llegado en materia de botánica, química, astro-
nomía y etnología, así como por la invención de algunos
instrumentos, como el hipsómetro. Entre los lingüistas y
gramáticos, Cuervo86 ha alcanzado gran celebridad con
la publicación de un diccionario etimológico de la lengua

83
José Celestino Mutis, citado.
84
Francisco José de Caldas Tenorio (1768-1816), geógrafo, natura-
lista, escritor y abogado neogranadino, editor del Semanario del
Nuevo Reyno de Granada en los primeros años del siglo xix. Par-
ticipó en las luchas de la Independencia y murió fusilado en 1816.
85
Francisco José de Caldas y Tenorio nació y fue bautizado en 1768.
86
Rufino José Cuervo Urisarri (1844-1911), filólogo e industrial co-
lombiano, autor, entre otras obras, del Diccionario de construcción
y régimen de la lengua castellana, obra iniciada en 1872 y conclui-
da por el Instituto Caro y Cuervo en 1994.

215
Ernst Röthlisberger

española. Como historiadores hay que citar al obispo Pie-


drahita87, con su Historia de la Conquista (1688), a José Ma-
nuel Restrepo88, autor de la mejor historia de la Guerra de
la Independencia, a Gutiérrez89 —memorias—, Vergara y
Vergara90 —historia de la literatura—, Groot91 —historia

87
Lucas Fernández de Piedrahita (1624-1688), sacerdote y obispo
neogranadino, gobernador de Panamá entre 1681 y 1682, autor
de la Historia general de las conquistas del Nuevo Reino de Grana-
da (1688).
88
José Manuel Restrepo Vélez (1781-1863), geógrafo, historiador,
escritor y hombre de Estado nacido en Antioquia, ocupó la Secre-
taría del Interior y Relaciones Internacionales entre 1821 y 1827
bajo la Presidencia de Simón Bolívar y luego la Vicepresidencia
de Colombia en la Presidencia de Francisco de Paula Santander.
Autor, entre otras obras, de la Historia de la revolución de la Repú-
blica de Colombia en la América meridional (1858).
89
Ignacio Gutiérrez Vergara (1806-1877), escritor y periodista bo-
gotano, autor de la obra Memorias que publicó con base en su ex-
periencia de varios años y gobiernos en la Secretaría de Hacienda
Nacional. Ocupó la Presidencia de Colombia entre 1861 y 1862.
90
José María Vergara y Vergara (1831-1872), escritor y periodista
bogotano, fundador de diferentes instituciones culturales, inclu-
yendo la tertulia de El Mosaico y la Academia Colombiana de la
Lengua. Autor costumbrista e historiador. Röthlisberger se refiere
a su Historia de la literatura en Nueva Granada (1867).
91
José Manuel Groot Urquinaona (1800-1878), historiador, dibu-
jante y periodista bogotano, autor, entre otras obras, de la Historia
eclesiástica y civil de Nueva Granada (1869).

216
El Dorado

de la Iglesia—, y Quijano Otero92. La ciencia geográfica se


halla representada por los nombres que siguen: Zea93, al
que se ha llamado «El Franklin de Suramérica», los co-
roneles Joaquín Acosta94 y Codazzi95, cuyos manuscritos

92
José María Quijano Otero (1836-1883), médico, periodista, poe-
ta, dramaturgo y diplomático bogotano.
93
Francisco Antonio Zea (1766-1822), naturalista y diplomático
antioqueño, nacido en Medellín y fallecido en Bath (Inglaterra).
Participó en la Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada
y en su exilio en España llegó a dirigir el Real Jardín Botánico de
Madrid. Primer vicepresidente de Simón Bolívar y luego, en calidad
de ministro plenipotenciario de la naciente Nación Grancolombia-
na en Europa, tramitó la vinculación de la comisión científica que
dirigiría Jean-Baptiste Boussingault en los territorios de Colombia.
94
Joaquín Acosta (1800-1852), geógrafo, historiador, naturalista y
militar nacido en Guaduas. Se radicó en París en los años veinte
del siglo xix, en donde se vinculó a Alexander von Humboldt y su
entorno científico del Institut de France. Al regresar a Colombia
participó en el gobierno de Francisco de Paula Santander y regre-
só a Europa en los años 40 para estudiar las fuentes de la historia
de la Nueva Granada en el Archivo de Indias en Sevilla y publicar
algunas obras científicas en París, incluyendo la primera reedición
del Semanario de la Nueva Granada de Francisco José de Caldas
en 1849. Autor del Compendio histórico del descubrimiento y colo-
nización de la Nueva Granada en el siglo xvi (1848).
95
Agustín Codazzi (1793-1859), ingeniero militar y geógrafo ita-
liano, participó en las batallas napoleónicas y en las guerras de la
independencia en Colombia y Venezuela. Autor, entre otras obras
esencialmente cartográficas, del Atlas físico y político de la República
de Venezuela (1840) y de la Jeografía física i política de las provin-
cias de la Nueva Granada (1856).

217
Ernst Röthlisberger

puso en limpio Felipe Pérez96, Ancízar (Peregrinación de


Alpha) y Mosquera97.
En las bellas letras encontramos, ante todo, al impul-
sivo José María Samper98, que puso su infatigable pluma
y elocuencia al servicio de casi todos los géneros y tam-
bién de sus diferentes evoluciones políticas y religiosas.
Citaremos también a su muy culta esposa, doña Soledad

96
Felipe Pérez de Manosalbas (1836-1891), escritor, historiador y
geógrafo boyacense, hermano del presidente Santiago Pérez Mano-
salbas. Felipe Pérez fue presidente del Estado de Boyacá en 1869,
y ocupó varios cargos en la administración nacional entre 1872 y
1879. Autor de la Historia de la revolución de 1860 y de varias no-
velas históricas, así como de la Geografía física y política de los Esta-
dos Unidos de Colombia. Editor, con Manuel María Paz, del Atlas
geográfico e histórico de la República de Colombia (1890) que pre-
paraba Agustín Codazzi hasta que lo sorprendió la muerte en un
pequeño pueblo en las estribaciones de La Sierra Nevada de Santa
Marta.
97
Tomás Cipriano de Mosquera (1798-1878), estadista, geógra-
fo y militar payanés, presidente de Colombia en los periodos de
1845-1849, de 1861-1864 y de 1866-1867. Contrató a la Comi-
sión Corográfica dirigida por Agustín Codazzi y publicó algunas
obras cartográficas propias.
98
José María Samper Agudelo (1828-1888), escritor y periodista
nacido en Honda (Tolima) y fallecido en Anapoima (Cundina-
marca). Miembro de varias sociedades y academias ilustradas de su
tiempo, presentó en 1867 el proyecto que dio origen a la Univer-
sidad Nacional de Colombia, cuyo primer rector sería su cuñado
Manuel Ancízar Basterra.

218
El Dorado

Acosta de Samper99, escritora de temas populares y feme-


ninos, de marcada tendencia religiosa. La poética novela
María de Jorge Isaacs100 —de ascendencia israelita— tiene
justa fama y se ha traducido a otras lenguas. Una novela
costumbrista, Blas Gil, llena de fuerza y que por su inten-
ción recuerda al Martin Salander101, es obra del satírico
Marroquín102.

99
Soledad Acosta de Samper (1833-1913), hija única del matrimo-
nio de Joaquín Acosta, mencionado, con Carolina Kemble, es reco-
nocida como la mujer más destacada de la segunda mitad del siglo
xix en los campos de la historia y la literatura, y sus obras incluyen
varias publicaciones periódicas, así como sus Novelas y cuadros de
la vida suramericana (1869), sus Biografías de hombres ilustres o
notables relativas a la época del descubrimiento, conquista y coloni-
zación de la parte de América denominada actualmente EE. UU.
de Colombia (1883), la Biografía del general Joaquín Acosta (1905)
y la Biografía del general Antonio Nariño (1910).
100
Jorge Isaacs (1837-1895), novelista, poeta, viajero, etnógrafo y na-
turalista vallecaucano. Publicó, entre otras obras, la novela román-
tica María (1867) y el Estudio sobre las tribus indígenas del estado
del Magdalena (1884).
101
Novela costumbrista suiza de Gottfried Keller (1819-1890), pu-
blicada en 1886.
102
José Manuel Marroquín (1827-1908), político y escritor bogota-
no, presidente de Colombia entre 1900 y 1904. Autor de las nove-
las costumbristas El moro (1897), Entre primos (1897) y Blas Gil
(1896), publicada un año antes de la publicación de El Dorado de
Röthlisberger.

219
Ernst Röthlisberger

José María Samper

Muy numerosos son los autores de pequeños rela-


tos y descripciones, los llamados «artículos de costum-
bres», que, al estilo de las narraciones breves de Jeremías
Gotthelf103 o Joachim104, presentan tierras y gentes con
notable ingenio y humor. Anotamos tan sólo los nombres

103
Jeremias Gotthelf, seudónimo de Albert Bitzius (1797-1854), teó-
logo y escritor suizo.
104
Joseph Joachim (1834-1904), escritor y periodista suizo nacido en
el cantón de Solothurn.

220
El Dorado

de Emiro Kastos —Juan de Dios Restrepo—105, David


Guarín106, Ricardo Silva107 y Ricardo Carrasquilla108. La
literatura dramática es bastante extensa, pero Colombia
no ha dado todavía ningún gran autor teatral.
Los poetas hacen legión, como prueba ya la colec-
ción Parnaso colombiano. El pueblo de Colombia se dis-
tingue por sus dotes poéticas. Cané expresó muy bien,
como razón de este fenómeno, que Colombia está «cerca
del cielo». Si bien es cierto que se escriben muchas cosas
medianas y banales, no puede ignorarse que en Colombia
han nacido magníficos poetas. Nombraremos en primer
lugar a Arrieta109, del que copiamos las siguientes apasio-
nadas estrofas:

105
Juan de Dios Restrepo Ramos (1825-1884), político, periodista y
escritor costumbrista antioqueño, mejor conocido por el pseudó-
nimo Emiro Kastos.
106
José David Guarín (1830-1890), político, diplomático y escritor
costumbrista cundinamarqués.
107
Ricardo Silva Frade (1836-1887), comerciante y escritor cos-
tumbrista bogotano, padre del poeta José Asunción Silva Gómez
(1865-1896), poeta y novelista, una de las figuras literarias más
importantes de la historia colombiana.
108
Ricardo Carrasquilla (1827-1886), poeta y escritor costumbrista
miembro del grupo de El Mosaico en Bogotá.
109
Diógenes Arrieta (1848-1897), poeta de origen humilde nacido
en San Juan Nepomuceno, becario del estado de Bolívar, hizo es-
tudios de derecho en Bogotá y llegó a ser diputado y presidente de
la Asamblea de Cundinamarca entre otros cargos estatales, además

221
Ernst Röthlisberger

Dices que para olvidarme


te ha bastado un solo instante,
que mi recuerdo de amante
te es indiferente ya.
Pues olvídame, si puedes,
porque el dardo del pasado
en el corazón clavado
para siempre llevarás.

La dicha del amor ha sido tratada de tal modo por


Arrieta en otro poema, que parece escucharse una purí-
sima música:

Sentados sobre la yerba


a las orillas del río
con amante desvarío
me acariciabas ayer.

De tus labios el murmullo


al besar sobre mi frente
se confundió dulcemente
con el del agua al correr.

Tu mano estaba en las mías,


y mi cabeza en tu seno,

de profesor de filosofía e historia, como Röthlisberger, en la Uni-


versidad Nacional de Colombia.

222
El Dorado

el cielo estaba sereno


cual la dicha de los dos.

Te inclinabas en mi oído
con amorosa dulzura
y palabras de ternura
me murmuraba tu voz110.

Casa en Bogotá, habitada [en 1801] por Alexander von Humboldt

110
Todas las estrofas incluidas por Röthlisberger fueron traducidas
por él mismo al alemán en la primera edición de El Dorado. Por
ser de interés por su dimensión literaria, se presentan en este idio-
ma en el Apéndice de la presente obra.

223
Ernst Röthlisberger

Citaremos además al fogoso Arboleda111, a J. E. Caro112,


Gregorio Gutiérrez113 —comparable a Albrecht Haller114—,
Rafael Pombo115, Obeso116 —que, él mismo de raza negra,
da a sus obras sobre ese motivo una patética expresión—.

111
Se refiere a Julio Arboleda Pombo (1817-1862), abogado, orador,
poeta y estadista caucano, presidente de la nación en 1861.
112
José Eusebio Caro Ibáñez (1817-1853), político conservador,
periodista y poeta ocañero. De su matrimonio con Blasina To-
bar Pinzón nacieron: Miguel Antonio Caro Tobar (1843-1909)
—humanista, escritor y filólogo colombiano, vicepresidente y lue-
go presidente de Colombia entre 1892 y 1898— y Margarita Caro
Tobar, esposa del presidente Carlos Holguín Mallarino, mencio-
nado, quien contrató a Ernst Röthlisberger en Suiza.
113
Gregorio Gutiérrez González (1826-1872), poeta y escritor cos-
tumbrista y romántico antioqueño. Autor, entre otras obras, del
poema titulado Memoria científica sobre el cultivo del maíz en los
climas cálidos del estado de Antioquia, por uno de los miembros de
la Escuela de Ciencias i Artes i dedicada a la misma Escuela (1866).
114
Albrecht von Haller (1708-1777), médico fisiólogo, naturalista y
escritor suizo, nacido y fallecido en Berna, autor de los Elementa
physiologiae corporis humani en ocho tomos (1757-1766), de una
flora alpina y otras obras científicas, además de varias obras litera-
rias incluyendo Los Alpes (1729).
115
Rafael Pombo (1833-1912), poeta, fabulista y diplomático bogo-
tano de origen payanés, coronado como Poeta Nacional de Co-
lombia en 1905.
116
Candelario Obeso (1849-1884), poeta, novelista y catedrático
momposino, autor de varias obras, incluyendo los Cantos popula-
res de mi tierra (1877) y algunas traducciones de poetas europeos.

224
El Dorado

Pero especialmente hay que mencionar a Rafael Núñez117,


cuya notable trayectoria política, como veremos, sólo re-
sulta comprensible por haber vivido y escrito entre un pue-
blo de soñadores e ideólogos.
El manantial lírico no se agota en Colombia en la letra
de molde, sino que brota sin cesar en las canciones popu-
lares, inéditas en su mayoría. Son estas canciones estrofas
de versos cortos con los que el pueblo expresa, en pala-
bras ingenuas y directamente encaminadas al corazón, sus
pensamientos y su sentir más íntimos, lo que nos permite
mirar a través de ellas el fondo del alma popular. Con la
reproducción de algunos de estos cantares, obra de des-
conocidos poetas, creo proporcionaré satisfacción a más
de uno de mis lectores.
En primer lugar, algunas reflexiones de carácter
tragicómico:

Ojos verdes son la mar,


ojos azules el cielo,
ojos garzos purgatorio
y ojos negros el infierno.

Por un tropezón que di


todo el mundo murmuró;

117
Rafael Núñez (1825-1894), político y escritor cartagenero, varias
veces presidente de Colombia, líder del periodo llamado la Rege-
neración, promulgando la Constitución de 1886. Autor de la letra
del himno de la República de Colombia.

225
Ernst Röthlisberger

todos tropiezan y caen,


¿cómo no murmuro yo?

Cuando alguno quiere a alguna


y esa alguna no lo quiere,
es lo mismo que encontrarse
un calvo en la calle un peine.

Dicen que el águila real pasa


volando los mares.
Ay, quién pudiera volar
como las águilas reales.

Si yo fuera pajarito,
a tus hombros diera
el vuelo picara de tu boquita…
La lástima es que no puedo.

Lo que más se canta en Colombia es el amor, el siem-


pre loado y siempre injuriado. La expresión de los ojos es
su directa revelación:

Tus ojos son dos luceros,


tus labios son de coral,
tus dientes son perlas finas
sacadas del hondo mar.

Como hay abismos profundos


en el fondo de los mares,

226
El Dorado

los hay también en tu ojos


con calmas y tempestades.

Son tus ojos noche y día,


luz y sombra a un tiempo son,
negros como las tinieblas
y brillantes como el sol.

Anteanoche me soñé
que dos negros me mataban,
y eran tus hermosos ojos
que enojados me miraban.

Los desengaños y las infidelidades han inspirado a la


poesía popular las estrofas siguientes, ora juguetonamente
satíricas, ora trágicas, ora resignadas o transidas de dolor:

Esta calle está mojada


como que hubiera llovido;
son lágrimas de un amante
que anda por aquí perdido.

¡Qué alta que va la luna


y un lucero la acompaña!
¡Qué triste se pone un hombre
cuando una mujer lo engaña!

Me quisiste, me olvidaste
y me volviste a querer,

227
Ernst Röthlisberger

y me hallaste tan constante


como la primera vez.

El árbol de mis amores


era coposo y lozano;
la indiferencia lo heló,
los celos lo deshojaron.

Ayer pasé por tu puerta


y me tiraste con limón,
el agrio me dio en los ojos
y el golpe en el corazón.

Pero hay también enamorados que se consuelan pronto


y no cesan en las aventuras; almas donjuanescas:

El amor que te tenía


era poco y se acabó,
lo puse en una lomita
y el aire se lo llevó.

Por esta calle vive


la huerfanita.
¡Quién viviera con ella,
la pobrecita!

Un esposo ejemplar reacciona de este modo:

Mi mujer y mi mulita
se me murieron a un tiempo.

228
El Dorado

¡Qué mujer ni qué demonios!


Mi mulita es lo que siento.

Toda la psicología del amor se descubre en estas coplas:

Con todas me divierto,


me río y hablo.
Tan sólo a la que quiero
la miro y callo.

Ya mis ojos te han dicho


que yo te quiero.
Si ellos son atrevidos
yo no me atrevo.

Dame, niña bonita,


lo que te pido:
un abrazo y un beso,
con un suspiro.

Tu corazón partido
yo no lo quiero;
yo cuando doy el mío,
lo doy entero.

Si quieres que yo te quiera,


ha de ser con condición
que lo tuyo será mío
y lo mío tuyo no.

229
Ernst Röthlisberger

Un amante regocijado canta:

Tiene la que yo quiero


un diente menos,
por ese portillito
nos entendemos.

Profunda y noble pasión respiran las dos últimas co-


plas que aquí anotamos:

Si la piedra, con ser piedra,


al toque del eslabón
brota lágrimas de fuego,
¿qué será mi corazón?

Desde que te vi, te amé,


y todo fue de improviso;
no sé lo que fue primero,
si amarte o haberte visto.

Un pueblo que así canta y que sabe expresar su sentir


y sus pensamientos en imágenes de tal naturalidad y es-
pontáneo vigor es sin duda un pueblo capaz de cultura.

230
§§ vi
Correrías
Equipo de viaje / Las montañas y Bogotá:
fiestas típicas, romería en Monserrate
/ La altiplanicie o Sabana / Chapinero /
Zipaquirá y sus salinas / El ingente Salto
de Tequendama / ¡En tierra caliente! / La
Mesa: la vida en una plantación de caña y
en un cafetal / Viaje a Tocaima y visita a los
leprosos de Agua de Dios / Viaje a Ibagué
al pie del Tolima (Cordillera Central):
el paso del Alto Magdalena: descanso en
una pequeña ciudad / Excursión a la piedra
de los jeroglíficos de Pandi y al puente
natural de Icononzo / La poesía de la selva

Es orgullo del colombiano saltar sobre un ligero


corcel de ondulante cola —hombre y cabalgadura fina-
mente equipados— y salir galopando, o, bien pegado a
la silla, dejarse mecer cómoda y gentilmente por el paso
del bello animal. Los bogotanos no son excepción en este
punto, y eligen por lo común el domingo para sus cabal-
gaduras. El sombrero de ancha ala y copa puntiaguda —el
jipijapa, que entre nosotros llaman equivocadamente «de
Panamá»— está impecablemente blanco; los zamarros,
de piel de tigre o de oso, o bien de goma gris, son nuevos;

231
Ernst Röthlisberger

limpia se halla la ruana. Como defensa de los posibles


aguaceros, llévase un buen impermeable oscuro; para atra-
vesar los fríos pasos de montaña, un sobretodo de lana
—bayetón—. Tampoco deberá faltar un pañuelo de seda
al cuello. Completan el equipo espuelas con ruedecillas
del tamaño de una moneda de cinco francos, y estribos
de cobre, a veces dorados, de forma parecida a la de unas
babuchas y afilados en la punta.
Como mis compañeros de la colonia extranjera no
solían tener caballo a causa de lo caro que resultaba man-
tenerlo, nuestros esparcimientos dominicales eran de otra
índole. Durante los dos primeros meses dispusimos de un
fusil Vetterli118 y nos dedicábamos a tirar al blanco; el úl-
timo año de mi permanencia en el país, mis camaradas sa-
lían a menudo de caza, y traían, por lo regular, buen botín
de becadas y patos salvajes, que a la noche siguiente eran
servidos en sencillo banquete de confraternidad. En esas
ocasiones reinaba siempre el mejor humor, y de labios de
algún jocoso comensal se escuchaban de vez en cuando
regocijadas historias de cazadores o bandidos. Había un
abate francés que se hallaba de paso a la sazón, y que, pese
a residir lejos de nuestro hotel, llegaba siempre a tiempo,
conducido por un finísimo olfato, siempre que se había
cobrado pieza. Su magnífico humor hacía nuestras delicias.

118
El fusil Vetterli de repetición, diseñado por el ingeniero suizo
Johann-Friedrich Vetterli (1822-1882), fue adoptado por el Ejér-
cito de Suiza a mediados del siglo xix.

232
El Dorado

El domingo lo dedicaba, siempre que me era posible,


a realizar excursiones por los alrededores. Para bañarme
en agua corriente había que ir hasta muy lejos, y el baño
era además incómodo y frío. En cambio los montes que
coronan la ciudad, y el Boquerón, que se abre paso en-
tre ellos con su fresca naturaleza alpina y su tumultuoso
torrente, constituían la meta de mis paseos favoritos. A
cualquier hora del día estaba dispuesto a escalar aquellas
alturas. Mi cima preferida era el Guadalupe —3.255 me-
tros—, a donde llegaba, por lo general, después de hora y
media de camino. La recompensa era siempre una mag-
nífica vista de la Sabana. No me hartaba de mirar el pano-
rama de Bogotá entre las cinco y las seis de la tarde cuando
el sol, desde occidente, derramaba su luz sobre la llanura
y la ciudad inundando todos los objetos y detalles. Como
hormiguitas se veía a los bogotanos en su ir y venir por
calles y callejas. Las lagunas reverberaban a lo lejos y las
montañas se diluían en un azulado vaho invernal. A estas
horas no eran ya visibles las siguientes cumbres nevadas
de la Cordillera Central, que entre las seis y las siete de la
mañana se alzaban majestuosas por encima de la planicie.
En esos domingos me encontraba a veces con una fa-
milia bogotana comiendo al aire libre. En el cerro de La
Peña, con motivo de la fecha del santo de aquella ermita,
se montaban tiendas de campaña y resultaba una especie
de fiesta de los tabernáculos. Toda la cortesía y amabili-
dad de los bogotanos hacíase patente en aquella ocasión;
el extranjero era siempre invitado a participar del refrige-
rio, y pronto comenzaba a brotar aquel humor chispeante,

233
Ernst Röthlisberger

como sólo lo he visto entre los buenos parisinos en los do-


mingos del Bosque de Bolonia. El pueblo, especialmente,
se mostraba en toda su naturalidad, se entregaba gozoso
al festejo, bailaba y, a menudo, se embriagaba también,
desgraciadamente, produciéndose disputas y escenas de
celos. Yo asistía con frecuencia a fiestas semejantes, apro-
piadas en particular para observaciones psicológicas, y
me deleitaba con el bambuco y las demás tonadas popu-
lares. Tampoco dejaba de subir a Monserrate el día de su
fiesta, pues todo aquel movimiento resultaba de un gran
pintoresquismo. Ya en la subida se encontraban casetas y
toldos, verdaderos campamentos de gitanos, en los que
se preparaban guisos con que restaurar las fuerzas de los
romeros, pues el ascenso era para aquella gente más duro
que para nosotros, acostumbrados ya a la subida y libera-
dos del violento sacudir del corazón ante el rudo esfuerzo.
Las campanas de Monserrate resonaban sin cesar, los co-
hetes surcaban la altura y por la noche había gran ilumi-
nación, que desde la ciudad ofrecía un aspecto magnífico.
Me agradaba especialmente en estas fiestas el comporta-
miento, afectuoso sin insistencia, de los obreros, a cuyos
brindis había que corresponder119.
En uno de esos días de festejo, un amigo mío y yo tu-
vimos la fortuna de presenciar un fenómeno natural que
no olvidaremos nunca. Eran las siete y cuarto de la ma-
ñana. Nos encontrábamos un poco al costado de la cima

119
Actualmente se está construyendo en este monte, por una casa sui-
za, el primer funicular de Colombia (nota de W. R. A.).

234
El Dorado

del Monserrate. Bajo nuestra vista ondulaba un mar de


neblina que ocultaba toda la ciudad; se hallaría de quince
a veinte grados sobre el horizonte. De improviso, un ma-
jestuoso arco iris tendió su curva en la niebla abarcando
todo el Boquerón. A unos diez pasos delante de nosotros
veíamos la comba de un segundo arco iris de unos diez
metros de diámetro. También sobre el mar de neblina
y dentro del arco menor, estaban nuestras dos sombras,
poco más o menos de tamaño natural, y tan nítidamente
silueteadas, que podía percibirse cualquier movimiento.
El fenómeno, al que los físicos llaman «anthelio», duró
unos cinco minutos. Luego se dispersó la niebla, fue ele-
vándose lentamente y descubrió a Bogotá a nuestros pies
en todo el esplendor de la mañana.
Durante mis años de Bogotá me corrí y recorrí la Sa-
bana en todas las direcciones. La cosa, sin embargo, no es
fácil, pues puede llegar a resultar monótona. Faltan los
arroyos murmuradores, falta propiamente el adorno del
arbolado, faltan, sobre todo, los pájaros, de los que sólo
el gorrión se ve saltar de un lado para otro. El polvo y el
crudo viento hostigan al viajero en sus andanzas, y las ca-
balgaduras se fatigan pronto por aquella planicie. También
el hombre, a lomos del cansino caballo o mula, acaba por
sentir agotamiento; deja de observar o se pone melancó-
lico. En cambio, no hay nada más sano que recorrer los
largos caminos de la Sabana, bien de mañanita y a lomos
de un caballo impaciente y vigoroso. El encuentro más
frecuente es el callado indio caminando bajo su carga o
aguijoneando con largas pértigas guarnecidas de hierro a

235
Ernst Röthlisberger

los bueyes que, curvados bajo el yugo, arrastran las altas


carretas de dos ruedas. Se pasa por muchos pastizales y
cercados y junto a portones que dan entrada hacia las ca-
sas de campo situadas fuera de la carretera.
A unas dos horas de Bogotá, caminando en dirección
a Honda, se encuentra Fontibón, la huerta que abastece a
la capital. Luego, sobre un gran puente de piedra, se pasa
el río Funza, o Bogotá, que atraviesa toda la Sabana y que
aquí tiene unos 3 metros de profundidad y 60 de anchura.
Se llega a Tres Esquinas y a Cuatro Esquinas, que son,
como su nombre indica, encrucijadas, y en ellas hay gran-
des ventas donde los naturales beben su chicha, su mistela
o su aguardiente. Gallardos mayordomos finqueros o pe-
queños terratenientes de la Sabana, gente curtida por el
sol y el viento y como fundidos en una pieza con sus rá-
pidos y fuertes caballos, se acercan y preguntan algo, tal
vez de las nuevas que hay por la ciudad, mientras el via-
jero aguarda que le sirvan su desayuno, siempre frugal,
casi siempre malo. Cerca de Tres Esquinas está Funza, un
pueblecillo de famosa historia, que fue capital del Zipa, y
modernamente, por algún tiempo, lugar principal del es-
tado de Cundinamarca. En dos horas de caballo se llega
a Subachoque, situado al noroeste, y tres cuartos de hora
más allá, en medio de un verde y fértil valle, se encuentra la
fundición llamada «La Pradera». Esta fundición, que yo
visitaba con frecuencia, utiliza las inagotables riquezas de
hierro y hulla existentes en aquella depresión. El hierro se
extrae de la tierra mediante excavación y sin gran esfuerzo;
la primera fundición da ya un 65 por ciento, o más, de

236
El Dorado

hierro puro. Pero yo he visto en la misma mina trozos de


mineral casi sin mezcla alguna, lo que indica que la natu-
raleza debió de anticipar aquí el proceso de obtención. Al-
gunos trozos de hierro tenían la forma de una granada de
artillería y en su interior hallábase agua. Los primeros ex-
plotadores de esta empresa, la familia Arango120, que fueron
de una extraordinaria laboriosidad, tuvieron que invertir
un capital relativamente grande, pues su «sueño dorado»
era fabricar, aquí en lo alto de los Andes, rieles para vía fé-
rrea. Imagínese lo que costó el transporte de las grandes
calderas de vapor, cilindros y demás material desde Norte-
américa a la altiplanicie, hasta dejar listas las instalaciones
precisas para el laminado de los carriles. Estos, en efecto,
se llegaron a fabricar, y el día en que ello aconteció fue de
gran fiesta para los propietarios, los obreros, el ingeniero
jefe —un norteamericano—121 y los representantes en el
Congreso, que por primera vez veían en marcha una em-
presa de primer orden, impulsada por la constancia y el

120
Se refiere a Alejandro Arango Barrientos, socio de la ferrería de
La Pradera con su cuñado, el general Julio Barriga Villa, y un her-
mano de este, Pablo Barriga Villa, en las instalaciones que Pedro
Carlos Manrique Convers había fundado con el norteamericano
Thomas Agnew, aprovechando la explotación de hierro que los in-
gleses John James, Wright Forrest y Samuel Sayer habían iniciado
a mediados del siglo xix en estas tierras (véase: Dávila Ladrón de
Guevara, Carlos (comp.), 2003, Empresas y empresarios en la his-
toria de Colombia: Siglos xix-xx. Una colección de estudios recientes,
tomo ii, Bogotá: Norma / Uniandes, págs. 607-609).
121
Se refiere, probablemente, a Thomas Agnew.

237
Ernst Röthlisberger

esfuerzo de unos grandes capitalistas. Las alabanzas entu-


siastas no escasearon; pero los compradores… En 1885 es-
talló la revolución. Los empresarios habían hecho cuanto
les fue posible; su fundición sólo en tiempos venideros lle-
garía a dar frutos. El trabajo del hombre ha de enfrentarse
siempre con tremendas dificultades, aunque las riquezas
naturales sean gigantescas y aunque el esfuerzo realizado se
distinga por su energía, su atrevimiento y hasta su audacia.
Algo al norte de Bogotá se encuentra el lugar de Cha-
pinero, un pueblecito formado principalmente por peque-
ñas quintas o villas, que los bogotanos ricos alquilan para
pasar en ellas temporadas de campo. Chapinero florece con
rapidez, y hoy se halla ya unido a Bogotá. Quien lo puso
de moda fue el difunto arzobispo Arbeláez122, que poseía
allí una hermosa casa de campo y que concibió el plan, rea-
lizándolo también en parte, de construir un gran templo
en honor de la Virgen de Lourdes, por lo que a Chapinero
se le llamaba por algunos «Chapilurdes». Hubo embau-
cadores que hablaron de apariciones de la Virgen María
y quisieron presentar a una mujer con señales de estigma-
tización, que no tomaba alimento alguno; pero, cosa que
honró mucho al entonces arzobispo, parece que este exigió
un estricto examen de los hechos y desbarató el engaño.
Desde Chapinero se rodaba entonces en horribles
jaulas cerradas —llamadas coches— por la mala carretera

122
El arzobispo de Bogotá en aquellos días era Vicente Arbeláez Gó-
mez (1822-1884), y fundó en 1875 la iglesia de Lourdes en el po-
blado —hoy barrio— de Chapinero.

238
El Dorado

que iba hacia el norte, muy fangosa en tiempo de lluvias.


Esta vía llevaba a Zipaquirá, a unas siete horas y, a mitad
de camino aproximadamente, se cruzaba el río Funza por
el gran Puente del Común, obra de los colonizadores es-
pañoles digna de especial mención. El puente data de 1792
y se debe al virrey Ezpeleta123. Es una gran obra de piedra
de 31 metros de longitud, con cinco arcos. En región tan
virgen y tan escasa en construcciones de mampostería,
produce enorme impresión hallarse de pronto con algo
de semejante envergadura. Es interesante también con-
templar, desde una pequeña eminencia cercana al río, el
movido tránsito que se desarrolla sobre el puente; resulta
casi estremecedor ver a aquellos indios, niños también en-
tre ellos, llevando a cuestas haces de leña de no menos de
dos metros de diámetro. Esta leña, varas de unos 20 pies,
cubre casi por entero al que la transporta. Como la carga
es negra y húmeda, el aspecto de los indios es aún más mu-
griento y sucio que de ordinario. Recuerdo que una vez
un bogotano hizo pesar el haz de leña que transportaba
una indiecita de catorce años. Eran 175 libras. Tales pesos
soportan sobre sus espaldas durante horas enteras, sin dar
señal de cansancio.

123
José Manuel de Ezpeleta y Galdeano (1739-1823), virrey de la
Nueva Granada entre 1789 y 1797.

239
Ernst Röthlisberger

Portadores de madera

Zipaquirá, a donde [se llega] desde Bogotá en [cuatro]


horas en un [carruaje], merece particular mención por sus
grandes salinas, situadas en las verdes colinas que destacan
sobre la ciudad. En ellas se han abierto grandes galerías. La
sal que allí se obtiene es en algunos puntos de una clari-
dad y transparencia como jamás he visto. La importancia

240
El Dorado

de las salinas de Zipaquirá es notoria si se considera que


la sal ha de ser transportada, como producto indispensa-
ble, a otros departamentos lejanos, por tratarse del único
gran depósito de esta substancia que existe en Colombia.
Por ello sería muy fácil para el gobierno monopolizar la
venta de la sal. Zipaquirá, en otro orden distinto, consti-
tuye también una nueva y notable excepción, pues posee
un hospital limpísimo y oculto entre hermoso arbolado.
El cementerio, emplazado sobre la ciudad, es muy pinto-
resco. Toda la región circundante, cuando luce el Sol, re-
sulta muy grata y apacible; los pastos presentan una yerba
alta y jugosa, y con ellos contrastan los sembrados amari-
llos. Desde aquí pueden realizarse correrías a tierra caliente,
a Pacho sobre todo, que se halla en un profundo valle, ya
de cara al Magdalena, y que es famoso por sus conforta-
dores baños y por una fundición de hierro.
Desgraciadamente, no tuve ocasión de viajar más
hacia el norte, a Boyacá, al lugar de peregrinaciones de
Nuestra Señora de Chiquinquirá y al estado de Santan-
der, cuyo pueblo, sanas gentes de montaña, enérgicas y
de espíritu progresista, realiza un activo comercio y ha
logrado abrirse caminos hacia el Magdalena, el Golfo de
Maracaibo y Venezuela.
En cambio, nos queda aún por describir la excursión
clásica a la Sabana de Bogotá, o sea la visita al Salto de Te-
quendama, la cascada que debe considerarse como la ma-
yor maravilla natural de Colombia. La Sabana de Bogotá
fue en edades remotísimas un lago de 150 kilómetros cua-
drados de extensión y una profundidad de unos 60 metros,

241
Ernst Röthlisberger

como atestiguan todavía numerosas huellas. En Soacha, a


tres horas de Bogotá, se han hallado huesos de mamut124.
La vara mágica de Bochica, héroe benefactor de los chib-
chas, rompió, según la leyenda, las rocas que contenían al
lago en dirección suroeste respecto de Bogotá. Las aguas
se precipitaron entonces en formidable cascada, se vació
el lago, y su fértil suelo dio lugar a aquella civilización que
habría de asombrar a los conquistadores españoles.
Lento y fangoso discurre de norte a sur el río Funza
o Bogotá a través de la Sabana. Después de describir un
arco a la altura de Canoas y luego de regar los predios de
ricas haciendas, al llegar a la casa de campo llamada Te-
quendama, a unas cinco horas de Bogotá, vira de súbito
hacia occidente. Las montañas se acercan entre sí. Al curso
del río opónense ahora bloques de roca como arrancados
a los montes por un terremoto. Pero las aguas parecen no
reparar en nada y avanzan presurosas; bullen en espumas,
se agitan en espirales, se retuercen formando miles de pe-
queñas cascadas, cauces y torbellinos. A una hora escasa
de la catarata, el río llega a ensancharse en un pequeño
lago de montaña, dentro del espacio redondo que el ba-
tiente furor de la corriente fue formando con los años125.

124
En realidad se han clasificado como huesos de mastodonte (Mastodon
humboldtii) en el trabajo de George Cuvier sobre las muestras que
le envió Alexander von Humboldt en su paso por la Sabana de
Bogotá.
125
Se hallan señales del nivel del agua hasta 126 metros por encima
del actual lecho, de modo que esa debió ser la altura de la caída.

242
El Dorado

Ya reunido, el caudal discurre ahora con nuevo ímpetu,


estrechado hasta 16 metros y cruzando cada vez más veloz
entre los peñascos. Un sonoro tronar anuncia ya de lejos
el desplome. Después de correr otros 4 kilómetros, hallán-
dose ya a 400 metros por debajo de la altura de Bogotá,
alcanza repentinamente el borde de las rocas, pierde pie
y, con toda su líquida masa, se arroja en un ancho de más
de 20 metros, primero a un pequeño escalón de 9 metros,
luego, en un arco de inmensa grandiosidad, hasta la pavo-
rosa hondura, una hondura que se esconde al ojo humano.
Abajo, en efecto, las aguas, que ya llegaban en espumosas
gotas, se pulverizan por entero y hacen alzarse de conti-
nuo blanquecinos velos de niebla.
Esta singular cascada tiene unos 146 metros, o sea casi
tres veces más que la mayor de las cataratas del Niágara.
Cierto que estas son superiores por la cantidad de agua.
Pero el paisaje que rodea al Salto de Tequendama es mu-
cho más grandioso y peculiar. Esta cascada cae sobre una
piscina de rocas cuyas nítidas líneas no parecen si no tra-
zadas por mano de hombre; tal es la exactitud de los dos
magníficos semicírculos tallados en las verticales roque-
ras murallas, resplandecientes de tonos multicolores. En
esas murallas crece a intervalos el verdor o brotan árboles
extrañamente enraizados. A una media hora del Salto, lle-
gan casi a cerrarse en una sola las dos líneas curvas, y, por
un angosto paso, el río todavía encrespado y vehemente pe-
netra al paisaje del valle desde la cautividad de la cordillera.
Y por el valle seguirá aún rugiendo y agitándose durante
largo trayecto. Me parece imposible que esta hondonada

243
Ernst Röthlisberger

en forma de anfiteatro se excavara de una vez al abrirse paso


el salto; imagino, más bien, que las aguas retenidas por el
último reborde de la cordillera, se acumularon aquí por
mucho tiempo y, formando profundos remolinos, cavaron
poco a poco la hondonada, como vemos en la acción de
los glaciares. Finalmente se desprendió el último y débil
dique y salieron las aguas, quedando como lugar de salto
aquel banco de rocas por sobre el cual se precipita la co-
rriente al fondo del cráter.
No hemos agotado todavía las bellezas del Tequen-
dama. Arriba, en el arranque de la cascada, la vegetación
responde a las circunstancias climáticas, es sobria y casi
adusta. A la izquierda, un magnífico robledal se extiende
por una ladera que sube hasta unos cien metros. Pero allá
en el fondo, bajo la acción continua del vapor y de las gotas
pulverizadas, ha surgido una espléndida vegetación tropi-
cal, que se ve lucir con fascinantes matices. Enormes lia-
nas rojas y bambúes mécense allí bajo un perpetuo rocío;
pájaros de colores bañan en la niebla su brillante plumaje.
Un vaho cálido sube bienhechor hasta nuestra tierra fría.
Como si el cielo quisiera acrecentar la belleza del paisaje,
en las primeras horas de la mañana —las mejores para con-
templar el Salto— se refracta de continuo en la cascada y
en los velos de finísimo polvo líquido, y miles de lucientes
arco iris embelesan la mirada.
Al Salto puede llegarse por ambas orillas. Desde la
margen derecha, la que da frente a Bogotá y que se al-
canza en cuatro horas y media de camino, la catarata se
mira de costado.

244
El Dorado

Salto de Tequendama

Tendiéndose en el suelo en un determinado punto de


la muralla de roca, y alargando la cabeza, contémplase el
espectáculo en toda su grandiosidad. Pero los sentidos se
trastornan, se siente la atracción del rugiente caudal, y, en
un estremecimiento de pavor, querríase acompañar a la
corriente en su caída. Es como si un espíritu nos gritara:
¡Abajo!… Desde la orilla izquierda se ve mejor la cascada.
El mes de febrero de 1884, un amigo y yo fuimos de los
primeros, o los primeros, que entre las personas no milita-
res pisaron el camino abierto sobre el banco roquero a la
altura del Salto. Esta empresa fue obra de un batallón de

245
Ernst Röthlisberger

Bogotá bajo la dirección del coronel Atuesta126, compe-


tente ingeniero. En parte se trataba de un sendero apenas
todavía transitable; pero las dificultades nos importaban
poco, por el placer, esperado aunque no bien imaginado,
que nos aguardaba al fin de nuestra marcha. Partimos del
extremo de la línea curva del lado izquierdo, desde donde
disfrutamos un hermoso panorama de las tierras tropica-
les. De pronto llegamos a una saliente, y la cascada se nos
ofreció de frente en toda su majestad. ¡Qué inagotable
desenfreno, qué incesante bramar y desparramarse de las
aguas, qué juegos de irisados colores! Blancos copos, alar-
gadas vetas, se soltaban y desprendían en vapores y brillos
de tonos diversos. Ora la niebla ocultaba el Salto, ora un
mágico poder parecía ir a disipar todos los velos. Estos,
por fin, se desgarraban; aparecía de nuevo la tempestuosa
corriente. Allá abajo, veíasela huir clara y purificada.
Nunca podré olvidar aquella mañana del 3 de febrero
de 1884, tanto más por cuanto durante la noche anterior
nos habían ya conmovido otras vivas impresiones. El ba-
tallón a que hemos hecho referencia había establecido un
campamento arriba del Salto, y a él se retiró después de
los trabajos del día. Mi amigo y yo, tras siete horas y me-
dia de caminata, habíamos llegado, fatigados y silenciosos,
hasta el campamento militar. Eran como las nueve de la
noche, y los centinelas nos echaron el alto. Reconocidos
inmediatamente como gente de paz, recibiéronnos muy

126
El coronel Dimas Atuesta dirigió igualmente un batallón que parti-
cipó en los trabajos de la construcción de la línea férrea a Girardot.

246
El Dorado

cariñosamente los oficiales, a los que hizo no poca gra-


cia nuestra original idea de peregrinar hasta aquellos lu-
gares. Hacia las diez, y después de haber tomado alguna
colación de la cocina del campamento, se nos condujo a
una de las tiendas y nos fueron adjudicados dos camas-
tros. Un frío aterrador reinaba en aquellos montes. Más
abajo retumbaba el Tequendama. Apenas habíamos en-
tornado los párpados, tratando de dormir algo en medio
de aquel frío y propicios ya al apacible descanso, desper-
tónos un ronquido descomunal. En nuestra tienda se ha-
bía introducido un soldado y, en su capote de campaña,
dormía tranquilamente sobre unos cajones. Como gente
forastera en el campamento, no íbamos a arrojarle de allí.
El soldado siguió en sus formidables ronquidos, y no nos
quedó más remedio que contar las horas y minutos que
restaban. Fuera hacía guardia un cordón de seis centine-
las, quienes, para mantenerse vigilantes, se iban gritando
cada dos o tres minutos, y según la ordenanza, sus núme-
ros respectivos: ¡Uno!, ¡dos!, ¡tres!, ¡cuatro!, ¡cinco!, ¡seis!;
y lo hacían en todos los tonos posibles, el primero desga-
nado, el segundo alegre, el tercero melancólico, el cuarto
casi soñoliento, el quinto tratando de darse ánimo, el sexto
con un grito prolongado y sordo. Nos alegramos mucho
cuando a las cinco la trompeta dio la señal para saltar del
lecho y, entumecidos todavía, tuvimos ocasión de sorber
una taza de café. Regocijadamente se nos aclaró la histo-
ria del roncador del batallón. El terrible instrumento so-
noro pertenecía a un joven recluta que a causa de aquella
su mala costumbre no era ya soportado en ninguna tienda

247
Ernst Röthlisberger

de campaña, por lo que, amparado en la noche, habíase


deslizado en el sitio de la impedimenta, donde a nosotros
se nos aposentara. Reímos, naturalmente, con los demás,
y nos gozamos mucho de poder ya calentarnos el cuerpo
con un paseo matinal por el recién abierto camino y de
elevar también algo la temperatura del espíritu ante la
vista del Salto.
El Tequendama resulta siempre una impresionante
maravilla. Algunos temerarios han intentado ya descen-
der por las peñascosas paredes hasta el pie mismo de la
cascada. Pero uno de los que osaron tamaña empresa, lle-
gando bastante cerca del Salto, me aseguró que por nada
del mundo se atrevería jamás a repetir el descenso.
Solamente Bolívar, el Libertador, se mantuvo grande
y majestuoso frente a la grandeza y majestad del Salto. Y
de modo, en verdad, inexplicable. Muy cerca de la caída,
existe en medio del río un peñasco como de 2 metros cua-
drados de superficie y que, cuando el nivel es bajo, emerge
del agua, quedando, en otro caso, completamente cubierto.
El Libertador llegó al Salto en compañía de un numeroso
grupo de personas. Uno le preguntó: «¿Hacia dónde se
dirigiría, mi general, si llegaran los españoles?». «Hacia
allá», exclamó Bolívar saltando con botas y espuelas a la
piedra que surgía en medio del agua. Difícil me parece
llegar de nuevo a la orilla sin tomar carrera, y no temblar
ante aquella fragorosa corriente. ¡Qué gran fortaleza de
ánimo hace falta para semejante acción! Nuestra gene-
ración, de nervios tan flojos, no sería capaz de ello. La
anécdota es de tal magnitud que se siente la tentación de

248
El Dorado

confinarla a los dominios de la fábula. Pero testigos presen-


ciales la sostienen, y la consignan respetables historiadores.
El Salto de Tequendama ha sido cantado por cada
uno de los innumerables poetas colombianos, y también
por extranjeros. El lírico éxtasis que su vista produce ha
engendrado una inmensa cantidad de imágenes y compa-
raciones, de retóricos giros y frases estupefacientes. Feliz
aquel que no visita el Salto con la idea de hacer un poema
y con el propósito de entusiasmarse a toda costa, si no
que sencilla y llanamente, pero conmovido en lo hondo,
mira este portento de la naturaleza y lo guarda dentro de
sí como inolvidable estampa de la grandeza de la creación.
El Tequendama salta, como dicen los colombianos,
«de la tierra fría a la tierra caliente». ¡La tierra caliente!:
he aquí la meta de todos los que, cansados de la eterna pri-
mavera de la altiplanicie bogotana, añoran, por la ley de
los contrastes, otra nueva vegetación, otro nuevo clima.
Tierra caliente es el lugar adecuado para cuantos desean
fortalecer con un verano artificial sus energías decaídas
por la anemia; o recobrar por medio de baños y camina-
tas, por el descanso o el adecuado movimiento, el vigor de
sus nervios fatigados; o, en fin, hacer una vida puramente
vegetativa y reponerse de anteriores esfuerzos. Llegadas
las vacaciones nos sentíamos atraídos por aquellas tierras,
deseosos de olvidar las penalidades de las diarias tareas y
trajines. Eran en especial reconfortantes y hermosas aque-
llas noches de tierra caliente, en las que uno, a la puerta
de casa, se balanceaba en su mecedora mirando el cielo
estrellado.

249
Ernst Röthlisberger

En mis primeras vacaciones, que fueron en diciembre


de 1882, bajé hacia el sur con algunos amigos colombia-
nos, dirigiéndonos desde Bogotá al valle del Magdalena.
¡Qué de preparativos hasta reunir el equipo de montar y
tener listas todas las guarniciones y detalles, hasta alqui-
lar una buena cabalgadura, hasta hallarse adecuadamente
empaquetado y repartido el poco equipaje para la expe-
dición! Ciertamente, si una sola persona invierte días en-
teros en los preparativos de un viaje, ¿qué tal les irá a los
padres de familia que en diciembre salen de Bogotá con
todos los suyos para establecerse en una casa alquilada al
efecto a unas cuantas horas de la capital? No en vano se
ha descrito tantas veces el martirio de ese Santo Job de
la vida familiar hasta que chicos y grandes, hijos, hijas y
mamá, y luego todas las sirvientas, se hallan sentados en
sus respectivas mulas o caballos, hasta que los víveres y los
necesarios enseres domésticos han sido embalados y carga-
dos sobre las bestias y hasta que al fin la caravana se pone
en marcha despaciosamente, yendo a la cabeza de ella el
solícito patriarca. Así cruzan las calles de Bogotá, segui-
dos por mil curiosas miradas de gentes dispuestas a sacar
faltas a este o el otro detalle del equipo o de los animales,
y nada parcas en las críticas y murmuraciones. Pero ¡qué
delicia cuando ya todo ha pasado y Bogotá es no más que
una cinta de brillos en el horizonte de la Sabana!…
El camino hacia el Magdalena, o sea la carretera ge-
neral hacia los estados del Tolima y Cauca, abandona la
altiplanicie en el lugar denominado «Boca de Monte»,
a unos 25 kilómetros al suroeste de Bogotá. Sólo muy de

250
El Dorado

mañanita aparece despejada la vista de las tierras bajas; las


más de las veces avanzan nieblas grises y frías que ascien-
den desde el desfiladero. Hay que cabalgar en zigzag entre
la densidad de la niebla; cada jinete, envuelto en su ruana
va pegado inmediatamente al anterior, y a cada curva pa-
rece haber desaparecido el de adelante. Todo el ambiente es
de gran romanticismo. Pero algunos cientos de metros más
abajo nos envuelve ya un aire más tibio, los oídos ensorde-
cen un tanto por la mayor afluencia de sangre; el pecho, de
momento, se siente algo oprimido, para ir ensanchándose
luego poco a poco. Vuelve a lucir el sol y con él hácese visi-
ble un panorama que ensancha también el espíritu. Abajo,
ante el albergue de Tambo, se mira el valle del río Bogotá,
el que se ha precipitado en el Salto de Tequendama y que
ahora discurre entre fértiles tierras. A nuestro frente, ya
dividido el Bogotá, se extiende la Mesa de Juan Díaz127,
planicie verde y de marcadas aristas, que se eleva unos 500
metros sobre el fondo del valle. En la lejanía, la ingente masa
cónica del Tolima levántase más allá del curso del Magda-
lena. Una gran cantidad de azuladas cadenas montañosas,
un sinnúmero de bosques. Después de pasar por Tena, si-
tio de clima agradable y que fue lugar de esparcimiento

127
La toponimia de esta meseta en las estribaciones de la Cordillera
Oriental se deriva de un personaje legendario del siglo xvi, el rico
terrateniente Juan Díaz Jaramillo (véase: Ocampo López, Javier,
2006, Mitos, leyendas y relatos colombianos, Bogotá: Plaza & Janés,
págs. 81-88).

251
Ernst Röthlisberger

del Zipa128, acumulándose allí antaño muchos tesoros, se


asciende a La Mesa. De camino, se encuentran numerosos
ganados que van a los pastos de tierra caliente o son llevados
a la capital. Pronto se llega a la pequeña ciudad llamada así
mismo La Mesa, a una altitud de 1.281 metros y con una
temperatura media de 23 grados. En ella se siente algo de
ese calor húmedo propio de muchos lugares del Trópico.
La Mesa comercia muy activamente en miel —la melaza
o jugo condensado de la caña de azúcar—, que se obtiene
en las haciendas de la región circunvecina. Todos los mar-
tes hay aquí un gran mercado, que se celebra en medio de
gran animación en las rectas calles de la localidad, las cua-
les llaman la atención por el bello arbolado, naranjos so-
bre todo, que las adorna. El número de mulas de carga que
anualmente entran y salen de La Mesa se calcula en muchos
millares. Ello, unido a la circunstancia de existir aquí un
banco, da idea de la importancia de esta pequeña población,
a la que sólo una falta puede señalarse: el no tener baños.
Esto obliga a descender de La Mesa hasta uno de los dos
ríos que por ambos lados discurren; y en la cabalgada, que
no es corta, se sufre el consiguiente calor. En este punto
suele pasarse la primera noche cuando se viene de Bogotá.
Varias veces volví a pasar a caballo por La Mesa con
motivo de una estancia de varios días en una hacienda
cercana, perteneciente a la familia Arango129, en la finca

128
Gobernante de la confederación muisca.
129
Se trata de la misma familia propietaria de la ferrería de La Pra-
dera puesto que, a mediados del siglo xix, la hacienda Junca era

252
El Dorado

denominada Junca. Esta propiedad se extendía desde la


divisoria de aguas de la cordillera hasta el río Bogotá, y
daba excelente ocasión, que con gratitud aproveché, de
conocer los diferentes productos de aquella región y sus
circunstancias sociales. El valle es ya notablemente cálido;
la caña de azúcar presenta magníficos ejemplares y se cul-
tiva de forma metódica. En Junca vi una fábrica de azúcar,
verdaderamente modelo. El trapiche, o molino de caña, no
era trabajosamente movido por el procedimiento tradi-
cional de lentos bueyes, de continuo aguijados y girando
en círculo sin cesar, ni tampoco era un molino de madera.
Se habían suprimido igualmente las ruedas dentadas, que
desperdician harta fuerza, y se utilizaba la impulsión por
vapor. El material empleado era el hierro, y los largos y
pulimentados rodillos funcionaban así: uno arriba y dos
abajo, girando a un tiempo todos ellos. La caña era intro-
ducida por indígenas en la maquinaria, se la recibía, ya tra-
bajada, por el lado opuesto y se la volvía a hacer pasar a la
inversa por el molino, de modo que el prensado era muy
perfecto. Los residuos se aprovechaban como combustible.
Es claro que los indios han de tener cuidado de no acer-
car demasiado la mano o el brazo a los traidores rodillos;
mientras se hace detener la máquina, ya esta ha magullado
un brazo. Sin más, con un machete que se halla preparado
al efecto, le cortan al infeliz el miembro malherido.

propiedad de la familia Barriga Villa, una de cuyas hijas casó con


Alejandro Arango.

253
Ernst Röthlisberger

Durante el trabajo se cantan coplas muy bellas y gra-


ciosas. Es una especie de canto alternado entre las mujeres
que trabajan en los rodillos, las molineras, y los que cortan
la caña, así como los que alimentan las calderas, y demás
operarios.

Trapiche

Las molineras comienzan así:

Molé, trapiche, molé,


molé, pues, si sos tan guapo,
que la hornilla tiene leña
y el fondo quiere guarapo130.

130
Ver en el Apéndice del presente volumen la traducción original al
alemán que publicó Ernst Röthlisberger de estas estrofas.

254
El Dorado

A esto responden los obreros, sobre tema por entero


diferente, como sabiendo que el vehemente acucio al mo-
lino encierra, en el fondo, otros pensamientos:

¡El tiempo que yo perdí


cuando me puse a querer!
Hubiera sembrado caña,
ya estaría para moler.

Pero las mujeres no reparan en el nuevo motivo, sino


que continúan animando a la máquina:

Molé, trapiche, molé,


molé la caña morada,
moléla a la media noche,
moléla a la madrugada.

Los hombres se avienen ahora a cantar algo del infa-


tigable molino, pero no se desprenden de su melancólico
tema, antes bien le dan un trágico carácter:

La caña con ser que es caña,


también siente su dolor.
Si la meten al trapiche
le muelen el corazón.

El jugo de la caña es conducido, a unos veinte pasos


del molino, a grandes calderas de cobre calentadas por

255
Ernst Röthlisberger

debajo con fuego, de modo que el agua va evaporándose.


De la primera caldera, el caldo es conducido a otra situada
a menor altura, y así sucesivamente hasta llegar a la quinta
y última caldera, bajo la que arde el fuego más fuerte y
donde se obtiene la deseada condensación: es ya la miel.
Esta melaza se va vertiendo luego en moldes de forma rec-
tangular, cuyo contenido corresponde a una libra de peso.
Convertido en una masa sólida, el azúcar recibe el nom-
bre de panela y se toma como alimento, sin más que mas-
ticarla; calma la sed y tiene buen sabor. Utilízase también
para la elaboración de guarapo o chicha.
Muy interesante fue para mí presenciar, la noche de
un sábado, el pago de los jornales. Los obreros se habían
congregado en grupos ante el gran depósito de melaza. Ar-
dían allí bujías de sebo, que con mezquina y temblorosa
luz alumbraban los más diversos colores, figuras, cuerpos
y vestidos. Uno tras otro iban surgiendo de la oscuridad
los trabajadores, recibían su dinero del jefe, al que daban
gracias, y acercábanse luego a los grifos del citado depósito,
del cual se les ponían uno o dos cazos del espeso jarabe en
una vasija que cada cual a ese efecto llevaba. Seguidamente
desaparecían silenciosos en la noche. De esta melaza hacen
luego sus bebidas embriagantes o sus dulces. El jornal se
lo gastan casi siempre en borracheras. Las estancias de esta
gente, es decir las casitas donde viven y que pertenecen a
la hacienda, son los mismos miserables ranchos que se en-
cuentran por todas partes. No puedo decir que se tratara
mal a los jornaleros; al menos los propietarios de Junca se
comportaban de modo muy justo.

256
El Dorado

Pero toda esta población está integrada por servidores.


Los campos pertenecen a terratenientes o a señores feuda-
les. El año 1850, una ley suprimió, con mal entendido li-
beralismo, el antiguo sistema español de los resguardos de
indígenas, según el cual los indios habían conservado una
parte del país como propiedad inalienable. En pocos años,
del pequeño propietario se hizo un arrendatario, y pastos
las tierras de labor. A ello se agrega la acción del clero, que,
aunque con gran dificultad, extrae a cada cual el diezmo co-
rrespondiente. Por tal razón estas gentes trabajan tan sólo
para obtener lo más necesario; son laboriosas por condi-
ción, pero muy disipadas. Sus enemigos son la viruela y las
serpientes; todos los años sucumbe alguien a la mortal pi-
cadura de las víboras. Ciertos de estos reptiles son tan ve-
nenosos que producen la muerte en pocos minutos.
Característica me pareció la conducta de mis amigos
de la hacienda en relación con las serpientes. El propieta-
rio, un hombre que rebasaba la cincuentena, encanecido
en el trabajo, confesaba sentir un miedo horrible a esos
animales. Una vez, delante de su casa, escuchó que un
pájaro piaba temerosamente. Lo sacó de entre la yerba y
se dio cuenta horrorizado que el ave llevaba enganchada
una serpiente que en ella había hecho presa. Todo lo con-
trario le pasaba al hijo de uno de mis estudiantes. Yendo
en mula por una plantación de azúcar, la primera vez que
fui a la hacienda, espantamos una serpiente de más de un
metro de larga. Era un animal de magníficos colores y, se-
gún supe, de especie muy venenosa. Yo puse espuelas a mi
mula; mi joven amigo, en cambio, saltó del caballo como

257
Ernst Röthlisberger

atraído por un imán y se lanzó tras la serpiente metiéndose


entre la maleza. Pero el ofidio había escapado vivo. El mu-
chacho se sentía siempre impelido —así me lo declaró el
insensato de él— a abalanzarse sobre toda serpiente que
veía; y no experimentaba miedo alguno. «Tenía» que ir
hacia el reptil.
Al mediodía íbamos, por lo común, a tomar el recon-
fortante y plácido baño en uno de los pozos en que espu-
moso se precipitaba —una caída de algunos metros— un
arroyo de montaña; otras veces íbamos al río, en cuyas
orillas, sobre extenso pradería, se practicaba la cría de ca-
ballos y mulas. Cabalgando una hora y media en sentido
opuesto, es decir, desde el río hacia los montes, llegábase
a una de las mejores plantaciones de café, Antioquia era
su nombre, en clima relativamente fresco. La calidad del
producto es allí exquisita. En ese sitio vi también las dife-
rentes máquinas para el tratamiento del fruto —secado,
descerezado, mondado—, máquinas que, si bien eran de
género muy primitivo, me sirvieron para comprender el
gran cuidado que requiere la obtención de un grano lim-
pio y bueno.
Desde La Mesa, continuamos ahora hacia el río Mag-
dalena. Por un camino bastante pedregoso que corre casi
todo el tiempo a lo largo de la cresta de una montaña, en
dos horas de recorrido a lomo llégase al lugar de Anapoima.
En el trayecto nos sorprendió una tempestad acompañada
de fuerte aguacero, con lo que tuvimos ocasión de probar
la utilidad de los impermeables y zamarros. Pero había algo
no especialmente tranquilizador: los rayos caían cerca,

258
El Dorado

muchas veces debajo de nosotros, pues ya se ha dicho que


íbamos por la altura.
Tan fresca y como recién hecha que se despierta la
naturaleza después de una tempestad semejante, siempre
anunciando la paz con su arco iris, ¡y qué desagradables
son las consecuencias para el viajero! Los caminos vuél-
vense muy difíciles; con el fango, es casi inevitable que las
bestias resbalen, cosa bastante peligrosa.
Anapoima —678 metros— tiene ya una temperatura
media de 27 grados. Por sus manantiales sulfurosos, acu-
den a ella muchos procedentes de Bogotá. No hay duda
de que pudiera existir un camino llano desde las cordille-
ras; bastara para ello seguir uno de los ríos que rodean a
La Mesa. Pero quien busque caminos llanos en este país,
se equivoca de medio a medio. Ya los españoles comenza-
ron a preferir las alturas, al objeto de tener buenas vistas y
poder tomar las medidas oportunas como defensa contra
los asaltos de los aborígenes. Los colombianos se han limi-
tado a conservar los senderos utilizados por los españoles.
Son vías que, en lugar de hacer rodeos para dirigirse a su
término con la menor pendiente posible, llevan al cami-
nante por lo alto de todas las cumbres, cosa que no deja
de tener sus ventajas para el amante de la naturaleza. Pero
las bestias se cansan y el viaje resulta muy lento.
Pasado Anapoima, desciéndese a un profundo va-
lle, Supatá, y desde aquí, sudando a mares y bajo un sol
abrasador, se vuelve a subir a una nueva cresta, para bajar
nuevamente hacia las Juntas. Aquí vi por primera vez, cru-
zando en largas filas el camino, aquella clase de hormigas

259
Ernst Röthlisberger

que transportan grandes cargas. Cada insecto lleva entre


las mandíbulas una hoja fresca. Pero esta es varias veces
mayor que el cuerpo del animalejo: y como la carga va en
posición vertical, parece un ala verde.
Las Juntas es el lugar donde se unen los ríos Apulo y
Bogotá. El primero de ellos trae unas aguas muy oscuras.
Árboles gigantescos dan sombra a la orilla y enmarcan la
humildísima venta, en la que, acostados sobre una gran
mesa, pasamos la noche, con la consiguiente protesta de
nuestros maltratados huesos. Un baño en el Bogotá nos
refrescó un tanto. No lejos del sitio en que nos bañába-
mos, una negra estaba lavando algunos vestidos. Tras ella
ardía en la orilla una pequeña hoguera, y sobre esta pen-
día una olla donde se cocían unas sopas. Con el motivo
que fuera, la negra fue a remover una vasija de barro me-
dio rota que había allí cerca al pie de un árbol, y debajo
apareció enrollada una pequeña sierpe venenosa, a man-
chas negras y amarillas. La mujer se dirigió velozmente al
fuego, tomó un leño ardiente y con él, entre chasquidos
y humo, deshizo con fiero gesto la cabeza del reptil. Del
modo más plástico y violento se representaron allí las pa-
labras de la Biblia: «Pondré enemistad entre ti y la mujer
y entre tu semilla y su semilla; una mujer aplastará tu ca-
beza…», etcétera. La negra, fuerte y hermosa, tornó a su
ocupación.
El camino va ahora hasta el pie de las peladas estri-
baciones de la cordillera. Por primera vez vi allí la tara-
bita, que sirve para cruzar el río. Como en ese trayecto no
hay puente alguno sobre el Bogotá, y existen a su margen

260
El Dorado

izquierda grandes potreros, o praderas, se ha hecho necesa-


rio el paso, el cual se practica por medio de un cable ten-
dido entre ambas orillas. De este cable cuelga, por medio
de una polea, un cesto redondo enlazado a su vez con am-
bas márgenes por una cuerda. El pasajero se instala en el
cesto y, mediante un impulso, suele llegar hasta la mitad del
río; desde la otra orilla tiran luego del vehículo colgante,
y así cumple su cometido tan primitiva instalación. Hay
que advertir que durante las luchas de la independencia
cruzaron ríos en tales tarabitas unidades enteras del Ejér-
cito. Sólo un soldado español negóse en tiempos a entrar
en el cesto, pues, según declaró, había prometido servir a
su señor en mar y tierra, pero no en el aire.
Al tercer día por la mañana, después de pasar por el
animado lugar donde están la barca de trasbordo y la venta
de Portillo, llegamos a Tocaima —508 metros—. Esta pe-
queña ciudad, fundada ya en 1544 a orillas del Bogotá, más
tarde, y debido a una inundación (1673), hubo de ser re-
construida sobre un pedregoso cerro que allí se eleva do-
minando el río, así que ahora se halla en clima muy cálido,
con una temperatura media de 27 grados y medio. El agua
potable se trae del río, por lo que siempre está caliente y
turbia. Luego se la conserva en jarras o botellones, enormes
vasijas de barro cocido donde se mantiene relativamente
fresca, y de allí se la extrae con cazos.
Tocaima era entonces un lugar de descanso y de baño
muy preferido por las familias bogotanas. Además hay
fuentes curativas con mucho contenido sulfuroso, las que,
al parecer, obran maravillas en las enfermedades de la piel.

261
Ernst Röthlisberger

Por lo demás, la vida en este lugar, no muy simpático


y donde dicen que hay reyertas, resulta un tanto monó-
tona. Para desgracia de Tocaima, el año de 1884 se declaró
allí una fuerte epidemia de fiebres, a causa, según se dice,
del imperfecto enterramiento de algunos cadáveres, pues
el cementerio está asentado sobre roca. Murieron enton-
ces muchas personas conocidas, entre ellas, víctima de la
asistencia a los enfermos, el bondadoso cura de Tocaima,
doctor Rojas; que me inspiraba un gran respeto por su celo
verdaderamente cristiano y por su caridad.
Cuando por las tardes íbamos a la iglesia, porque esta
visita servía para ahuyentar el aburrimiento y no dejaba
de despertar interés, veíamos allá atrás, bajo el arco som-
brío, al rollizo párroco que rezaba el rosario con sus fieles.
Estaba de espaldas a nosotros, de pie ante un gran atril.
Dos pilluelos de Tocaima, descalzos y sin otra prenda de
vestir que unos pequeños calzones, le alumbran con ve-
las. Otros dos muchachitos agitaban incensarios; pero de
cuando en cuando se sentaban en el suelo y soplaban so-
bre el incienso hinchando mucho los mofletes. Los de las
velas no atendían a la ceremonia y se volvían a mirar a los
otros dos. Y en su distracción, caíaseles el brazo y bajaban
de altura las velas. El cura, que seguía leyendo, extendía
entonces las manos, palpando en la oscuridad, hasta atra-
par a los mozalbetes y atraerlos de nuevo hacia el atril…
Este iluminado grupo, de tan lindo aspecto en medio de la
iglesia sombría y llena de fieles en atropellado rezo, aque-
lla mezcla de cómica inocencia y de gravedad, componían
una estampa cuya gracia no olvidaré nunca.

262
El Dorado

Tales momentos de grato abandono nos venían muy


bien, por lo demás, para poder apurar luego el fuerte trago
que nos esperaba. Mi amigo y colega131 era administra-
dor, por nombramiento del Estado, del Lazareto de Agua
de Dios, o sea el hospital de los leprosos, que se hallaba a
unas dos horas de Tocaima en dirección al Magdalena. Él
iba en visita oficial y yo me agregué como acompañante.
A los leprosos los tenían antes, en gran número, en To-
caima; pero un día la población, en airado tumulto, los
obligó a abandonar la pequeña ciudad sin hacer excepción
con ninguno de ellos. Hallaron refugio en Agua de Dios,
donde el gobierno había mandado construir, en calidad
de «hospital», algunas barracas de paja. Con el médico
del lazareto132 recorrimos, pues, la estación sanitaria, en la
que permanecimos dos días. Los alimentos los llevamos
con nosotros y comíamos por el camino para no tener que
hacerlo a la mesa de los enfermos. Pasamos primero el río
Bogotá por un puente colgante no muy bueno, y luego
seguimos hacia el pueblo por terreno principalmente de
pastos y sin árboles, donde el sol caía de modo abrasador.

131
Puede referirse a José María Rosales, sucesor del primer adminis-
trador del lazareto, Camilo Tavera, quien había ejercido su cargo
por espacio de 10 años, entre 1870 y 1880 (para mayores detalles
sobre la historia del lazareto Agua de Dios, véase: Obregón Torres,
Diana, 2002, Batallas contra la lepra: Estado, medicina y ciencia en
Colombia, Medellín: Eafit).
132
Puede referirse al médico Marcelino Vargas, médico oficial del
lazareto entre 1881 y 1882, cuando falleció (véase: Ibidem, pág.
112).

263
Ernst Röthlisberger

Una parte de los leprosos vivía en casitas en medio de la


población; otros estaban alojados en largas barracas, en
las que recibían la asistencia, bastante mezquina, que les
dispensaba el gobierno. Sensible era, sobre todo, la falta
de agua y de baños suficientes. Hágaseme gracia de la des-
cripción de los leprosos y de los diferentes estados de la
enfermedad. Mientras mi amigo resolvía asuntos técnicos
y dirimía discordias de las que suelen producirse entre ta-
les pacientes, yo me dedicaba a leer poemas de Lamartine
a un joven y culto bogotano —joven, sí, y, en tiempos, de
belleza muy notable, pero ahora envejecido y afeado por
la enfermedad y su progresiva destrucción—. La lectura
duraba horas enteras, y aquellas poesías, en su sublime reli-
giosidad, parecían infundir gran consuelo al pobre leproso.
Ya de regreso, aconteció que en el camino, en una
venta muy abandonada, nos encontramos con un joven
estudiante de la Universidad, que se hallaba en el más las-
timoso estado. Bajo aquel sol de fuego había sufrido una
fuerte insolación y yacía allí con el rostro horriblemente
enrojecido. Nuestra sola presencia y una fricción de la ca-
beza con aguardiente le tranquilizaron mucho, y al día si-
guiente pudo ya continuar el viaje, atribuyendo a nosotros
su salvación, cuando lo único que hicimos fue darle áni-
mos y disponer lo más necesario. Igualmente agradecidos
se mostraron los leprosos a quienes, aparte del médico y el
sacerdote doctor Rojas, nadie diera prueba de afecto y ca-
riño. A los ojos de otros aprensivos colombianos parece-
ríamos poco menos que héroes por haber osado llegar a
aquel espantoso recinto de la enfermedad, y los periódicos

264
El Dorado

comentaron nuestra «hazaña» en forma que nos desa-


gradó por lo excesiva.
Diez días más tarde llegaban a Tocaima, por el mismo
camino y en sendas cabalgaduras, cuatro viajeros. Eran los
que siguen: en primer lugar, el doctor Salvador Cama-
cho Roldán, colega mío en la Universidad y librero, uno
de los más cultos colombianos, un verdadero Catón de la
República, exigente consigo mismo, pero tolerante con
los demás, carácter íntegro y rectilíneo, y persona que ha-
bía ostentado con mérito sobresaliente las más altas dig-
nidades, como ministro de Hacienda y de Agricultura,
y a la sazón la de senador de la República133. Era el otro
viajero el doctor Manuel Pombo134, conocido como re-

133
Emiro Kastos, en otras ocasiones muy parco en el elogio, describe
de él: «Inteligencia elevada, carácter lleno de entereza, corazón,
apasionado y entusiasta, en el cual el uso del mundo no ha mar-
chitado las creencias generosas de la juventud, trato sencillo pero
lleno de distinción, todas estas cualidades y otras muchas hacen
de Salvador Camacho Roldán uno de los hombres más notables,
queridos y respetados del país». Nota del traductor: la cita corres-
ponde a la primera carta que Emiro Kastos dirigió al doctor Ma-
nuel Pombo y que apareció publicada en El Tiempo, número 196,
del 28 de septiembre de 1858. Figura en Artículos escogidos, nueva
ed., Londres, 1885, publicados por Juan M. Fonnegra (Escritos
colombianos).
134
Manuel Pombo Rebolledo (1827-1898), escritor y abogado paya-
nés, hermano del poeta Rafael Pombo, radicados ambos en Bogotá.
Manuel Pombo fue autor del libro de viajes De Medellín a Bogo-
tá (1852). En cuanto a su «tradicional genio bogotano y alegre
sabiduría de la vida», Manuel Pombo fue precisamente el padre

265
Ernst Röthlisberger

presentante del tradicional genio bogotano y de la alegre


sabiduría de la vida. Los otros dos que a Tocaima llega-
ban éramos el hijo135 del doctor Pombo y yo. Queríamos
hacer una visita en Ibagué a otro representante, modesto,
pero no menos original, de la literatura colombiana, el
señor Juan de Dios Restrepo136. Partiendo de Tocaima,
y por camino llano, pero con un calor de fuego, en ocho
horas se alcanza el Magdalena en Girardot. Atravesamos
la hacienda del doctor Camacho, llamada Útica. La casa
de campo está a un cuarto de hora del camino, arrimada
a las últimas estribaciones de la cordillera. Su dueño pasó
aquí muchos años dedicado a la agricultura, pero ocupán-
dose también en serios estudios, hasta adquirir aquella ilus-
tración y aquella elaborada asimilación de lo leído que a
menudo me llenaban de asombro. ¡Y cuánto trabajo y es-
fuerzo gastó también en vano aquel amigo, aquel hombre
infatigable en la labor!; en torno a su casa de campo se ven
las diferentes cubas y tinas de cemento que, con grandes
desembolsos, habían sido instaladas para la obtención de
la anilina. Grandes extensiones de terreno fueron planta-
das de añil, el vegetal origen de esa substancia y que tan
especial esmero exige. Un día se inventó el azul de Prusia;

de Jorge Pombo Ayerbe (1857-1912), uno de los más destacados


miembros de la tertulia bohemia de la Gruta Simbólica en Bogotá.
135
Puede tratarse de su hijo mayor, Jorge Pombo Ayerbe, o de uno de
sus dos hermanos menores, Pablo o Lino Pombo Ayerbe.
136
Juan de Dios Restrepo Ramos, citado, más conocido como Emiro
Kastos, su seudónimo literario.

266
El Dorado

los colores artificiales de anilina desplazaron a los natura-


les, y los productos colombianos, encarecidos a causa de
los costos de transporte por el Magdalena, no pudieron
ya competir. Las pérdidas fueron de millones.
En Girardot, que era en tiempos una pobre aldea a ori-
llas del Magdalena, un gran puente tiéndese ahora sobre el
río; nosotros tuvimos que cruzarlo todavía en canoas. El
caudal presenta allí unos 200 metros de anchura, pero la
corriente no es impetuosa. A un tiro de carabina más arriba
del punto de la opuesta orilla que debe ser alcanzado, se
desensillan ya las mulas. Las monturas se cargan en unas
canoas estrechas y de unos 30 pies de largo, construidas de
un tronco hueco. Los pasajeros embarcan y se acurrucan
entre las monturas o sobre ellas; cada uno, desde la embar-
cación, sostiene del ramal a dos o tres bestias. Ahora la ca-
noa se separa de la orilla, y las mulas son arreadas hacia el
agua con fuertes gritos, de modo que tienen que ponerse a
nadar. Tranquila deslízase la canoa sobre la turbia superfi-
cie. Las bestias resoplan y jadean, luchando aguerridamente
contra la corriente. A veces se adelanta una de ellas, se enre-
dan las cuerdas entre sí y es necesario desenmarañarlas rá-
pidamente desde la misma canoa para impedir que alguna
mula haga hundirse a otra. Al llegar a la orilla, los animales
suelen comenzar a revolcarse en la arena, y en tales condi-
ciones es necesario ensillarlos de nuevo. En los cálculos del
viaje, esta travesía a nado les es contada a las mulas como
media jornada de marcha. Toda la operación del cruce del
río parecióme la primera vez extraordinariamente poé-
tica. Pero cuando más tarde me tocó tener yo mismo del

267
Ernst Röthlisberger

ronzal a los animales y pasar miedo por ellos, desapareció


la aureola literaria, y la travesía pasó a resultarme enojosa.
Al otro lado del río, en Flandes, tenía un gran alma-
cén el amigo a quien veníamos a visitar, el señor Restrepo.
En algo más de un día cubrimos la etapa hasta Ibagué des-
pués de cruzar las anchas llanuras del valle del Magdalena,
sabanas estériles en las que sólo mezquina yerba crecía y
donde de vez en cuando surgía un ranchito con una plan-
tación de tabaco.

Puente de madera con locomotora

Magníficas ceibas y cauchos daban sombra a las hacien-


das solitarias, en las que a la noche no podíamos, como en
otras comarcas de Colombia, ufanarnos de una hospitalaria
acogida, pues sólo de mala gana se nos daba un sitio donde
dormir y, esto aún más difícilmente, alguna sopa como

268
El Dorado

refrigerio. El dinero no resuelve nada con estas gentes. En


descargo suyo hay que decir que las muchas revoluciones
les han hecho desconfiados a todo hospedaje, voluntario
o por necesidad. Junto a los árboles vense aquí y allá curio-
sas construcciones que dan la impresión de troncos hue-
cos, quemados y agujereados en algunas partes, de los que
sólo quedara la corteza. Al aproximarse se advierte que son
grandes hormigueros, ahora vacíos, construidos sobre una
base de tierra. Tales ruinas dan testimonio de la asombrosa
laboriosidad de esos animales y de su ingenioso instinto.
El panorama nos compensa del horrible calor. Al este,
en lontananza, ondulan las líneas azules de la cordillera;
hacia el sur la llanura parece no acabarse; al lado de occi-
dente se alza, sin transición alguna, el macizo de la Cordi-
llera Central, dominada por el ingente Tolima. En el primer
término el río Coello ha excavado profundamente su cauce
en la desértica llanura, y por el valle asoman gallardas pal-
mas, cocoteros y pastos ubérrimos. El paisaje de rocas que
acompaña el curso del río podría corresponder más bien al
sur de Francia que a Colombia. Es una estampa de Provenza,
ancha, abierta, soleada. Ahora ha salido la luna y proyecta
su delicado resplandor sobre los glaciares y cumbres neva-
das del Tolima, que brillan con una luz mágica. Rendidos
al final de la jornada, dormimos magníficamente sobre el
suelo de barro apisonado, o sobre una mesa; de colchón
hacen nuestros zamarros, de almohada la silla de montar.
Al mediodía siguiente hacemos la entrada en Iba-
gué, cuya torre miramos ya desde hace tres horas. La pe-
queña ciudad, capital del departamento, tiene pocas casas

269
Ernst Röthlisberger

notables, pero sí, en cambio, algunas buenas escuelas; entre


ellas dos para maestros, pertenecientes al estado del To-
lima. Ibagué se halla encajada en un entrante de la cordi-
llera, determinado por la depresión de los ríos Combeima
y Chipalo. El verdor de los campos y praderas penetra
hasta las mismas calles de la ciudad. El clima es excelente
y benigno —20 grados—.
Cordial acogida, vida en familia, excursiones a los
alrededores —que son tierras fértiles y ricas en minera-
les—, paisajes de plácido halago para los sentidos, baños
en el cristalino Combeima, que trae agua helada de las
alturas del Tolima, gratas conversaciones aliñadas con el
humor y el ingenio de los tres literatos amigos, los cuales,
tiempo atrás habían convivido ya en Bogotá durante algu-
nos años…, todo esto llenó los días felices de la permanen-
cia en Ibagué. En el jardín de nuestro amigo, detrás de la
casa, había muchos árboles: naranjos, mangos, tamarindos,
nísperos, donde anidaba gran cantidad de pájaros, mirlos
sobre todo. Una noche nos dieron una serenata. Eran mú-
sicos que dominaban la guitarra, el tiple y la bandola como
verdaderos virtuosos y tocaban acertadamente incluso al-
gunas obras clásicas. Al escuchar los primeros compases,
nos levantamos de la cama, y, envueltos en las largas man-
tas y con el sombrero puesto, hicimos pasar a los músicos
para ofrecerles el consabido trago de brandy. Los brindis
improvisados que se dijeron en aquella nocturna y extraña
reunión fueron tan graciosos como atrevidos.
No pudimos asistir a un baile que en honor nues-
tro habían organizado en la Sala de la Casa Municipal los

270
El Dorado

estudiantes que se hallaban de vacaciones en Ibagué. Causa


de esta imposibilidad fue que el doctor Camacho Roldán
debía salir a toda prisa para Bogotá, pues había fallecido
el presidente de la República, doctor Zaldúa137 —22 de
diciembre de 1882—, y en la capital se temían desórde-
nes. De mala gana nos despedimos de nuestro hospitala-
rio amigo y de la querida y linda ciudad. Pese a que el viaje
de regreso lo realizamos por igual camino que a la ida, de
ninguna manera nos resultó aburrido o monótono; la gran
riqueza de detalles y de posibilidades nuevas es tan grande
en Colombia, que nunca habrá de lamentarse allí el hacer
dos veces el mismo itinerario.
Un triste episodio cerró nuestro viaje. Al pasar de re-
greso por Tocaima, me encontré con un suizo y un belga138,

137
Francisco Javier Zaldúa y Racines (1811-1882), abogado liberal
colombiano, elegido presidente de Colombia para el periodo de
1882 a 1884, falleció en 1882, ocho meses después de su elección.
138
Más adelante se verá la referencia a un amigo belga de Röthlisberger,
Eugène Hambursin, pero no es claro a qué belga, ni a qué suizo, se
refiere en esta oportunidad. En el curso de la obra El Dorado sólo
hemos encontrado la mención del ingeniero suizo A. Beyeler y de
(N) Baur en Panamá, del naturalista Jean Nötzli que viajó con el
francés Edouard André por Colombia y Ecuador, y del grupo anó-
nimo de «comerciantes y relojeros» suizos de Barranquilla citado
en su primera llegada a esta ciudad, incluyendo al hotelero suizo
(N) Meyerhans. En cuanto a otros compatriotas de Röthlisberger
radicados en Colombia en esos días, hemos podido identificar los
siguientes en diferentes fuentes: Louis Gaibrois, padre, entre otros,
de José Trinidad Gaibrois Nieto, periodista y diplomático cofun-
dador del periódico Colombia Ilustrada (1889), publicación que

271
Ernst Röthlisberger

y me dejé convencer para pasar con ellos algunos días en


aquel horno incandescente. Nuestra resistencia a las enfer-
medades contagiosas fue sometida a dura prueba. Al lado
de nuestra habitación del hotel yacía un hijo del propieta-
rio, atacado de fiebre amarilla. La cosa nos fue ocultada,
pero la presumimos. El enfermo, un hombre de treinta
años, sucumbió al mal, entre grandes sufrimientos, unos
días más tarde. Aun hubimos de ayudar a llevarlo al ce-
menterio. Pero al día siguiente nos pusimos ya en camino.
Allí se siente uno más indiferente a los peligros, se es mu-
cho más fatalista que en nuestra tierra…
En mi programa quedaba todavía una excursión, la
visita de una de las cosas más notables de Colombia. Lo
realicé, en compañía de un estudiante, el año 1883, pues
quería evadirme de las solemnidades oficiales que habían

buscó continuar la obra de Alberto Urdaneta en el Papel Periódico


Ilustrado (1881-1886); Gustavo Glauser, fundador de la joyería y
relojería del mismo nombre en Bogotá; Johann Heiniger y Georg
Bachmann, cuñados, que se establecieron en la relojería y joyería La
Perla fundada en Medellín por Constant-Philippe Etienne (autor
este último de la obra titulada Nouvelle-Grenade. Aperçu général
sur la Colombie et récits de voyage en Amérique. Genève: Maurice
Richter, 1887). Bachmann y Heiniger fundarían a su vez en An-
tioquia una finca cafetera llamada La Suiza, que sería visitada y
descrita en 1910 por los viajeros naturalistas Otto Fuhrmann y
Eugène Mayor (véase: Gómez Gutiérrez, Alberto, 2011, Ibidem).

272
El Dorado

de celebrarse en Bogotá con motivo del primer centenario


del nacimiento de Bolívar, el Libertador139.
A una jornada de Bogotá, hacia el sur, se encuentra
la pequeña ciudad de Fusagasugá, en un ameno valle que
invita al veraneo, un remanso de delicia en medio de las
cordilleras. Descendiendo a un barranco por el cual se va-
ció en tiempos un lago situado en lo alto de los Andes, se
llega a dar frente a la ciudad. Aquella vez nos sorprendió
la noche en el camino. Mitad medrosos, mitad embelesa-
dos, cabalgábamos en la oscuridad del bosque. Seguíamos
desconocidos senderos, mientras danzaban en torno las
luciérnagas y retumbaba en nuestros oídos toda la sonora
vida animal. Al siguiente día, después de un baño en las
frescas aguas del río Cuja, por las alturas que dominan el
valle de Fusagasugá nos encaminamos al Pandi, situado a
seis horas más al sur. Allí encontramos alojamiento en una
casita, lo cual fue posible porque no hicimos uso de espe-
ciales miramientos. Yo pedí un tiple y me puse a entonar
algunas canciones, a pesar de que el hambre nos devoraba,
y eso despertó tal confianza que, por fin, al cabo de dos
horas, humeaba ya sobre la mesa una pequeña y modestí-
sima colación. Y ya que con paciencia había sido ganada,
la aceptamos también con suma paciencia.

139
La fecha de esta celebración fue el 24 de julio de 1883, y, a par-
tir de esa celebración, se ratificó en el Concejo el acuerdo muni-
cipal del 20 de julio de 1847, que había propuesto que la Plaza
Mayor de Bogotá pasara a llamarse Plaza de Bolívar.

273
Ernst Röthlisberger

Puente de Icononzo sobre el Pandi

A la mañana siguiente visitamos en primer lugar una


de las maravillas de esa región, la Piedra de Pandi, un gran
bloque de forma prismática cuadrangular —20 metros de
lado y 15 de alto—. En la parte superior de esta piedra los
aborígenes del país inscribieron en color rojo una serie de
jeroglíficos, los cuales han resistido por varios siglos el in-
flujo de la intemperie. Estos signos —por desgracia, toda-
vía no descifrados— representan las más extrañas figuras,
entre ellas el sol y las interpretaciones primitivas del escor-
pión, del lagarto y de la rana. Esta última era para los in-
dígenas una deidad de suma importancia, pues anunciaba

274
El Dorado

las fecundantes lluvias y también las inundaciones. Toda


vez que la lluvia se presentaba en determinadas épocas del
año, la rana significaba también las fases lunares, en tanto
que el águila, como mensajera del buen tiempo, era el sím-
bolo del verano, de la estación en que brilla el sol.
A unos veinticinco minutos del pueblo, el camino
tuerce bordeando una peña, e, inesperadamente, llégase a
un puente como otro cualquiera, con el cual parece habre-
mos de haber llegado a algún zanjón seco. ¡Nada de eso!
Desde las barandillas y entre el exuberante verdor que las
flanquea se contempla un rocoso barranco de 84 metros
de hondura y de 10 o 15 metros de ancho. Por el espan-
table fondo de esta grieta empuja su espumoso y blanco
oleaje el río Sumapaz, que tiene aquí una profundidad de
18 metros.
El río, como se nota en las paredes de pizarra y piedra
del barranco, se incrustó aquí mediante violentísima ero-
sión al desplomarse las aguas del gran lago de Sumapaz.
Descendiendo junto a la pared de pizarra que queda a la
derecha del puente, contémplase un curioso espectáculo.
A unos 13 metros por debajo del puente se descubren los
restos de la primitiva continuidad geológica: dos enormes
bloques de pizarra que, avanzando el uno frente al otro,
llegan a unirse sólidamente por medio de un tercero, el
cual encaja como la clave de un arco. Es el puente natural
de Icononzo. Sobre este, y penetrando en los flancos de
la grieta, se alza de lado y lado un bloque de roca de 2,60
metros de espesor, el cual forma como un arco gótico, de
1,40, así que entre su ojiva y la base de pizarra queda una

275
Ernst Röthlisberger

abertura. Este último bloque, cuyo volumen fue calculado


en 200 metros cúbicos por el investigador André140, se
halla todo recubierto de verdor, destacando bella y extra-
ñamente sobre el negro hueco del barranco. La peña que
constituye arco tan peculiar es la famosa Cabeza del Dia-
blo, la cual rodó desde arriba, librándola de la destrucción
el puente de pizarra que ahora constituye su sostén. Sólo a
seis metros del bloque pasa el puente artificial de madera.
Allí abajo revolotean bandadas de pájaros, guapacos, que
con sus agudos picos se encargan de atacar a quienes, como
hizo nuestro paisano Nötzli141 el año 1875, osan descender
a la profundidad sostenidos por cuerdas. Tirando piedras
al fondo, se consigue espantar a los guapacos. La garganta
viene a tener la longitud de una hora de camino. Desde el
puente se prolonga aún como un cuarto de hora.
Alegremente nos despedimos de aquel formidable es-
pectáculo de la naturaleza para dirigirnos de nuevo hacia

140
Edouard-François André (1840-1911), paisajista hortícola, viajero y
dibujante francés, diseñador de varios parques urbanos en Europa
y América. Viajó a Colombia entre 1875 y 1876 (para un recorri-
do virtual de la obra gráfica de André en Colombia, véase: Banco
de la República, Biblioteca Virtual Luis Ángel Arango, Listado de
viajeros. www.banrepcultural.org/blaavirtual/imagenes-viajeros/
list-artistas/all).
141
Jean Nötzli, viajero suizo, figura como preparador botánico de
Edouard André en la descripción de su viaje publicada por Carlos
E. Chardon bajo el título «Edouard André (1840-1911), jardi-
nero-naturalista y sus viajes por Colombia y el Ecuador», en Cal-
dasia, iv (19): 283-292, 1947.

276
El Dorado

el sol cabalgando por la altura que enfrente se alza. A una


hora de ascenso, se ve bajar un torrente que da la impre-
sión de ser el último resto de un antiguo glaciar, y que ha
arrastrado la tierra, dejando al descubierto las lisas rocas;
sobre estas, a su vez, ha practicado huecos de profundidad
equivalente a la altura de un hombre, que constituyen au-
ténticas bañeras naturales. Se hallan dispuestas unas sobre
otras, de modo que el agua se vierte sucesivamente en gra-
ciosos y bullidores saltos. En estos originales baños, con un
agua que baja a temperatura de hielo y se caldea bastante
en las rocas, nos solazamos a nuestras anchas en la esplén-
dida libertad de la naturaleza. El día había de traernos to-
davía nuevas sorpresas. Cabalgando por un pedregoso y
angosto sendero, llegamos finalmente a la cima de la mon-
taña, desde donde presenciamos un gran panorama de lo
que fuera dominio de los belicosos y aguerridos indios
panches. Estas gentes dieron mucho que hacer a los aborí-
genes de la altiplanicie bogotana y también a los españo-
les. La cresta en que nos hallábamos y la situada frente a
ella rodean el valle de Fusagasugá, para, más abajo, unirse
estrechamente entre sí. De ese encierro tuvo que escaparse
el río, ya antes bastante incrementado, y lo hizo por la ba-
rranca o boquerón del Desaguadero, que bordea los flan-
cos del llamado Cerro del Muerto. Nuestro viaje no sigue
esa ruta, sino que, al estilo español, tenemos que ir por lo
alto de la montaña, cosa de la que no nos arrepentimos,
pues al descender por la opuesta ladera llegamos a la más
espléndida selva virgen, toda de gigantescas encinas y llena
de profundísima sombra. El sendero avanza sobre altas

277
Ernst Röthlisberger

plataformas de piedra que parecen haber sido dispuestas


artificialmente en forma de escalera. Las más raras mari-
posas, pero en especial unas de color azul y del tamaño de
la palma de la mano, revuelan en torno nuestro, aleteando,
nos acarician tan confiadamente cercanas, con una inocen-
cia tan ajena a la humana maldad, que nos sería imposible
robar a una sola de estas criaturas su divino gozo de vivir.
Para hacer aún más completa la estampa, tras nosotros
venían dos indias, la una mejor arreglada, a lomos de una
mula, y la otra, sin duda su criada, arremangada y a pie.
Eran dos figuras ingenuas y de hermosas formas, de rostro
expresivo y ojos radiantes. La que parecía ser sirvienta tañía
con infantil gracia un caramillo construido rústicamente
de cuatro o cinco casas ensambladas. Los sonidos estaban
faltos de toda melodía, eran cualquier cosa menos música,
y, sin embargo, me llegaron al corazón. ¿Quién fuera insen-
sible a aquella poesía, a aquel primitivo encanto? Fascina-
dos, nos detuvimos. Ellas saludaron sonrientes, siguieron
cuesta abajo y desaparecieron en la selva.
El bosque iba haciéndose poco a poco menos espeso.
Al borde del camino crecía café, cacao, maíz, de modo, al
parecer, espontáneo y sin cultivo alguno.
¿Por qué no se ven muchas más plantaciones en estas
fértiles laderas de las cordilleras colombianas? Esto se nos
explicó, dejando aparte la pereza de la gente, por la omni-
potencia de los latifundistas, que se enriquecen a costa de
los pobres indios y que, sobre todo mediante anticipos,
saben aprovecharse de sus cosechas de maíz y de arroz.
Feudalismo, pues, y miseria, junto a la formidable fuerza

278
El Dorado

creadora de la naturaleza. Por último, llegamos a la lla-


nura arenosa por donde el río Fusagasugá corre a juntarse
al Magdalena. A la orilla hay un pueblo, especialmente
pobre, llamado Melgar, donde por única colación dióse-
nos una tacita de chocolate; y así, bastante hambrientos,
hubimos de tendernos en la dura cama. Al día siguiente
atravesamos el río, el cual riega mejor la orilla derecha y ha
formado allí uno de los más hermosos palmares que vi en
toda mi vida. Luego subimos por la llanura de Los Limo-
nes, cuyo recorrido lleva varias horas y donde, sobre pastos
un tanto pobres, se apacientan centenares de cabezas de
ganado. Avanzando ora por el valle de algún río, ora por
frío y aromoso bosque, después de muchas revueltas del
camino fuimos a parar otra vez a Agua de Dios, el pueblo
de los leprosos. Allí, mi compañero de viaje se declaró dis-
puesto a dejarme y seguir él solo la ruta si yo persistía en
el propósito de hacer una pequeña visita a aquellas pobres
criaturas. Nos dirigimos nuevamente a Tocaima.
El último día de nuestro viaje de regreso —25 de agosto
de 1883—, viaje que aceleramos a causa de los rumores de
una próxima revolución, al llegar a la Sabana de Bogotá
viniendo de La Mesa se nos preguntó dónde había tenido
lugar la batalla. Nosotros no sabíamos de batalla alguna,
y no menos asombro nos produjo el saber que en Bogotá
se había escuchado durante el día un retumbar como de
fuego artillero, y que, dada la reinante inquietud política,
creyóse hubiera habido ya luchas en la región de La Mesa.
Pero nuestra extrañeza fue aún mayor cuando un
mes más tarde se nos dio la posible explicación de aquel

279
Ernst Röthlisberger

incomprensible fenómeno. El día citado se había produ-


cido en Java, o sea en nuestros antípodas, la terrible erup-
ción de los volcanes, que costara la vida a tantos miles de
personas. Algunos colombianos pretendían haber incluso
calculado que el tiempo que el sonido debió necesitar para
transmitirse a través de la masa de la tierra, correspondía
exactamente a la diferencia entre la hora de la catástrofe142
y la de la supuesta batalla.
Todas estas excursiones las realicé en compañía de co-
lombianos, con lo cual, como suele ocurrir en tal clase de
correrías, los llegué a conocer a fondo, y también, las más
de las veces, a estimarlos mucho. Dicho sea también, en
su alabanza, que tuvieron suma paciencia conmigo hasta
que en cierta medida llegué a alcanzarles en el arte de via-
jar rápida, segura y agradablemente.

142
Se refiere a la última de las explosiones que tuvieron lugar en la isla
de Krakatoa, situada entra Java y Sumatra. Se ha calculado que esta
explosión, registrada el 27 de agosto de 1883 —es decir el 26 de
agosto de Colombia—, habría tenido una energía de 200 mega-
tones —cerca de 10.000 veces más potente que la bomba atómica
de Hiroshima— matando más de 36.000 habitantes de esas regio-
nes, y cuyo estruendo habría sido el más fuerte de la historia con
180 decibeles, pudiendo ser eventualmente percibido en el 10 %
del globo terráqueo (véase: Wikipedia, Volcán Krakatoa. http://
es.wikipedia.org/wiki/Volc%C3%A1n_ Krakatoa).

280
§§ vii
Conquista del
país. Población
aborigen. Razas
La Conquista / Héroes y aventureros /
Expedición al interior del país / Fundación
de Santafé de Bogotá / El admirable
encuentro de las expediciones de Jiménez
de Quesada, Belalcázar y Federmann /
Destino de estos tres / Exterminio de los
indígenas / El reino de los chibchas en la
altiplanicie / Aspectos del país: su cultura,
forma de vida, creencias religiosas y
leyendas / La formación del mito de El
Dorado / Gobierno y legislación de los
chibchas / Ejército / Lengua / Los indios de
la altiplanicie, de las altitudes medias y de
tierra caliente: su aspecto, sus costumbres
y su situación social / Las razas mixtas:
mestizos, mulatos y zambos. La raza
colombiana del futuro

La historia de Colombia es rica en acaecimientos in-


teresantes y asombrosos. La conquista del país, en primer

281
Ernst Röthlisberger

lugar, nos muestra gigantescas expediciones llenas de ex-


traordinarios y heroicos hechos.
Cuando el papa Alejandro vi143 otorgó en 1493 a los
Reyes Católicos, Fernando e Isabel, el dominio sobre las
tierras recién descubiertas, los españoles no aguardaron a
escucharlo dos veces, y, en efecto se quedaron con todas
las posesiones de América.
Pero mientras que el imperio de los aztecas, México,
quedó conquistado en 1521 por Hernán Cortés144 y el de
los incas, Perú, en 1524, por Pizarro145 —en tiempo, pues,
relativamente breve— hubieron de transcurrir casi cuarenta
años, repletos de empresas extraordinariamente difíciles,
de batallas y escaramuzas sin cuento, hasta que Colombia
cayera enteramente en manos de aquellos conquistadores y
aventureros, gentes ambiciosas de dominio y botín, a cuyo
tesón y bravura no podemos regatear nuestra admiración.

143
Rodrigo de Borja (1431-1503), papa español con el nombre de Ale-
jandro vi, ejerció entre 1492 y 1503, en los tiempos del descubri-
miento de América y el reinado de Isabel i de Castilla (1451-1504),
y Fernando ii de Aragón (1542-1516), los «Reyes Católicos» de
la España unificada.
144
Hernán Cortés Monroy Pizarro Altamirano (1485-1547), con-
quistador extremeño y capitán general de México que se llamó en
esos años la Nueva España.
145
Francisco Pizarro González (1478-1541), el conquistador extre-
meño y gobernador del Perú —denominado en la época Nueva
Castilla—, era primo segundo por vía materna de Hernán Cortés.

282
El Dorado

Alonso de Ojeda146, procedente de Venezuela, y acom-


pañado de Américo Vespucio147, llegó el año 1499 al Cabo
de la Vela, en la gran península de La Guajira. Bastidas148
penetró hasta la desembocadura del río Magdalena, que
fue descubierto el año 1501, en la festividad de la santa
que le dio nombre. Cristóbal Colón149 exploró luego en
su cuarto viaje la mayor parte de la costa occidental hasta
Costa Rica, pero buscó en vano el istmo desde el cual, se-
gún su creencia, habría de tocar en el mar de las Indias
orientales. El mirar por primera vez el océano Pacífico es-
taba reservado al audaz Vasco Núñez150, que el 25 de no-

146
Alonso de Ojeda (c. 1468-1515), navegante y conquistador espa-
ñol, reconoció parte del litoral Caribe y Atlántico, desde la Guya-
na hasta Colombia, territorio que se considera descubierto por él
para los europeos.
147
Amerigo Vespucci (1454-1512), cosmógrafo y comerciante floren-
tino, autor de epístolas a los Medicis que circularon por Europa y
dieron origen epónimo a «América» en el mapamundi de 1507
de Martin Waldseemüller (c. 1470-1520).
148
Rodrigo de Bastidas (c. 1460-1527), conquistador sevillano, parti-
cipó en el segundo viaje de Colón a las Antillas en 1493 y recorrió
en 1501 las costas del Caribe que hoy corresponden a Colombia.
Fundador de la ciudad de Santa Marta en 1525.
149
Cristóbal Colón (c. 1440-1506), explorador europeo de origen
controvertido, comandó las carabelas que descubrieron América
para el reino de España en 1492.
150
Vasco Núñez de Balboa (c. 1475-1519), explorador y conquistador
español que reportó el hallazgo de lo que él llamó «Mar del Sur»
desde el istmo de Panamá. Fundador en 1510 —con el cartógrafo

283
Ernst Röthlisberger

viembre de 1513, cerca de Panamá, dejando atrás a los que


le acompañaban, subió a una altura para saludar jubilosa-
mente la quieta superficie. Después de que sus compañe-
ros hubieron competido en rápida carrera hasta la costa,
el descubridor penetró en las aguas armado de espada y
lanza y tomó posesión del nuevo océano en nombre de la
reina, retando a personal desafío, según el uso español, a
todo aquel que lo pusiera en tela de juicio. Sólo en 1522
llegó a hacerse una expedición a lo largo del Litoral Pací-
fico, abriéndose camino a los conquistadores del Perú, Pi-
zarro y Almagro151. La conquista del istmo y las costas de
ambos mares que bañan a Colombia duró en total veinti-
trés años. El interior fue explorado primero por el alemán
Alfinger152, gobernador de Maracaibo, que pasando por
Ocaña llegó a lo alto de los Andes, pero murió cuando

y navegante sevillano Martín Fernández de Enciso (1470-1528)—


de la que se considera como la primera ciudad americana, Santa
María la antigua del Darién.
151
Diego de Almagro (1475-1538), hijo de Juan de Montenegro y
Elvira Gutiérrez en Almagro, sin haber consumado su matrimo-
nio. Conquistador español en las huestes de Francisco Pizarro,
fundador de San Pedro de Riobamba, primera ciudad ecuatoria-
na, y considerado como el descubridor de los territorios que hoy
corresponden a Chile y a Bolivia.
152
Ambrosio Ehinger (1500-1533), explorador y conquistador germa-
no nacido en Thalfingen sobre el río Ulm, murió luchando con los
indígenas chitareros en el nororiente de lo que hoy es Colombia.

284
El Dorado

estaba de regreso. Heredia153 fundó en 1522 la ciudad de


Cartagena, emprendiendo desde allí grandes expediciones
al valle del Cauca. Este valle fue recorrido luego en todas
direcciones y conquistado por César154, por Vadillo155 y
por el luego mariscal Robledo156, que llegó de Quito por
el sur. Entretanto, se preparaba uno de los más curiosos e

153
Pedro de Heredia (c. 1510-1554), conquistador madrileño, pasó
de Santo Domingo a Santa Marta como teniente del gobernador
Pedro Badillo, y luego se estableció a partir de 1533 como primer
poblador de la bahía de Cartagena a cuyos habitantes dominó con
el recurso de una indígena calamarí —cristianizada como Catali-
na—, su intérprete y compañera.
154
Francisco Cesar (n: c. 1500), explorador español que pasó a Amé-
rica en 1528 en el viaje de Sebastián Cabot (c. 1484-1557) al río
de la Plata, y llegó a la bahía de Cartagena con Pedro de Heredia.
Se considera como el primer poblador de la región de Valledupar
y descubridor del norte del actual departamento de Antioquia en
Colombia.
155
Juan de Vadillo o Badillo (n: c. 1490), licenciado de la Corte de
España, gobernador de la isla de Cuba entre 1531 y 1532, y oidor
de la Audiencia de Santo Domingo. Fue enviado como visitador
real a Cartagena, y pasó luego a explorar los territorios de Urabá,
el Darién y el Chocó en el occidente de la actual Colombia, así
como el actual departamento de Cesar en el nororiente del país.
156
Jorge Robledo (c. 1500-1546), conquistador andaluz, que llegó a
ser mariscal del Nuevo Reino de Granada. Entró en conflicto con
Pedro de Heredia al norte y con Sebastián de Belalcázar al sur, al
reclamar cada uno control de las tierras descubiertas por Robledo
en Antioquia. Fundador, en 1541, de la villa de Santafé de Antio-
quia sobre el río Cauca.

285
Ernst Röthlisberger

interesantes acaecimientos que presenta la historia. Como


los pormenores de la fundación de Bogotá son poco cono-
cidos, vamos a referirla con mayor detenimiento.

Gonzalo Jiménez de Quesada

La expedición principal hacia el interior la emprendió


desde Santa Marta, en el mes de agosto de 1536, el licen-
ciado y justicia mayor don Gonzalo Jiménez de Quesada157,

157
Gonzalo Jiménez de Quesada (1509-1579), andaluz, estudió una
licenciatura en leyes en la Universidad de Salamanca y pasó a ser
explorador y conquistador en el eje del río Magdalena entre 1536
y 1538. Se considera el fundador de Bogotá en la Nueva Granada
por haber llegado primero a la Sabana de Bogotá, región central de
la actual Colombia, en 1538. Autor del Antijovio, crónica de sus
años preamericanos en Europa, y de diferentes crónicas americanas

286
El Dorado

con 820 hombres de a pie y 85 caballos, en tanto que sus


oficiales, con 5 naves y 200 hombres, deberían seguir aguas
arriba el Magdalena. Esta expedición por el río resultó casi
completamente aniquilada. Quesada, en tanto, avanzó, en
medio de continuas luchas con los indios, a través de la
impenetrable selva tropical, llena de plantas espinosas y
apretados troncos, llena de arañas venenosas, de gusanos,
escorpiones y serpientes, de murciélagos y de mosquitos.
Los soldados, con los cuerpos heridos y los vestidos des-
garrados, se alimentaban de frutos y raíces; parece que la
expedición hubo de comer hasta el cuero de sus equipos.
Unos se habían quedado ciegos, otros caminaban cojos,
otros eran arrebatados, hasta de las hamacas donde dor-
mían, por los tigres, que menudeaban cada vez más en su
ataque a los expedicionarios. Con frecuencia amenaza-
ban amotinarse las tropas; pero el tesón inconmovible del
jefe empujaba sin descanso el avance por las altas cumbres
que hoy día se tienen por inaccesibles para personas a pie,
cuanto más para jinetes, y que, por tanto, quedan lejos y
abandonadas de toda comunicación. Un día los expedicio-
narios divisaron desde una alta montaña campos extensos,
grandes sembrados de maíz y papa, árboles frutales y huer-
tos de flores. Y en aquella grata región, fresca y abundante

del siglo xvi, incluyendo una Relación de la Conquista del Nue-


vo Reino de Granada y los Ratos de Suesca, ambas utilizadas como
fuentes primarias por otros cronistas, pero hoy refundidas. Se le ha
atribuido, con controversia, la autoría del Epítome de la conquista
del Nuevo Reino de Granada.

287
Ernst Röthlisberger

en agua, se veían también alegres pueblos. Los indios, ate-


rrorizados por el estampido de las armas y fuera de sí ante
la vista de los caballos, que creían formar un solo ser con el
jinete, teniéndolos por criaturas superiores, se sometieron
casi sin ofrecer resistencia y se humillaron como ante dio-
ses al poder de los conquistadores. Les trajeron de comer
y beber, les trajeron caza, palomas y liebres y toda clase de
raíces, les presentaron incluso algunos viejos y niños para
que los mataran, pues tuvieron a los españoles por antro-
pófagos. Extendían paños a su paso, quemaban incienso y
derramaban por el suelo a manos llenas oro y esmeraldas.
En el reparto recibió mil pesos cada uno de los soldados.
Los conquistadores habían llegado al país de los chibchas
o muiscas, a las altiplanicies de Tunja y Bogotá, un impe-
rio que, como veremos después, poseía una cultura relati-
vamente desarrollada.
Luego de que los pacíficos habitantes de la Sabana
quedaron sometidos, no sin que dejaran de cometerse al-
gunas innecesarias crueldades y asesinatos en la persona de
sus jefes, dispuso Quesada construir una ciudad en algún
punto favorable y adecuado. Eligió para ello el lugar de es-
parcimiento del Zipa —Teusaquillo, probablemente—. A
este sitio llamólo Quesada Santa Fe, por su semejanza con
la villa del mismo nombre que en las cercanías de Granada
fundaron sus católicas majestades Isabel y Femando en las
guerras contra los moros. Quesada mandó levantar en
Santa Fe doce cabañas de paja en torno a una iglesia, con
techo también de paja. El día 6 de agosto de 1538, dos años
después de ponerse en marcha desde la costa, se dirigió

288
El Dorado

Jiménez de Quesada al sitio de la fundación. Todos des-


cendieron de los caballos y él, arrancando algunas yerbas,
tomó posesión de aquellos lugares en nombre del empe-
rador Carlos v158. Un notario levantó acta de la posesión,
donde se establecía también que todas las tierras descu-
biertas llamaríanse en adelante Nuevo Reino de Granada,
por su parecido con el reino español de igual nombre. En
la pobre iglezuela que era templo de la ciudad y donde se
alza hoy la Catedral Primada, dijo la primera misa el padre
Las Casas, primo del famoso defensor de los negros [sic]159.
Ya contaba Quesada con retornar a España y anun-
ciar allí solemnemente sus descubrimientos y conquistas,
cuando algunos indios trajeron la curiosa noticia de que
por el sur se acercaba una gran tropa, magníficamente ar-
mada, de gente blanca con mucho séquito de indios y nu-
merosos caballos. La noticia se confirmó. Era Sebastián de

158
Carlos v del Sacro Imperio Romano en territorios germanos y Car-
los i de España (1500-1558), hijo de Juana i de Castilla y de Felipe
i de Habsburgo, nieto por línea materna de los Reyes Católicos.
159
El [sic] es original del traductor, Antonio de Zubiaurre. Se refiere,
probablemente, a Bartolomé de las Casas (1484-1566), reconocido
defensor de los indios —más que de los negros— en los tiempos
de la Conquista española en América. El parentesco de este sacer-
dote de la orden de los dominicos con el padre Domingo de las
Casas, oficiante de la misa de fundación de Bogotá, ha sido citado
por varias fuentes (véase, por ejemplo: Banco de la República, Bi-
blioteca Virtual Luis Ángel Arango, Casas (Fray Domingo de las).
www.banrepcultural.org/blaavirtual/historia/ilustre/ilus68.htm).

289
Ernst Röthlisberger

Belalcázar160, un teniente de Pizarro, que había tomado


parte en la conquista del Perú y que desde allí venía avan-
zando hacia el norte en busca de un país de fabulosa ri-
queza. En Quito, la actual capital del Ecuador, habíasele
presentado un indio, quien le dijo que su amo y señor el
rey de Cundinamarca, o Cundirumarca —altura donde
habita el cóndor—161, poseía las más grandes riquezas,
tales que recubría su cuerpo con polvo de oro y luego se
bañaba en un lago sagrado para ofrecer así a los dioses un
sacrificio grato a sus ojos. Esta noticia, basada en hechos
reales, se considera como el origen de la leyenda de El
Dorado, corriente entre los hombres de la Conquista, de
donde formamos el proverbial Eldorado y que tantas des-
gracias trajo a los pobres aborígenes de Colombia por la
búsqueda que de aquellos tesoros escondidos efectuaron
los españoles con insaciable codicia. Belalcázar tomó para
su expedición doscientos soldados españoles, pero llevaba
además grandísimo número de cargueros y servidores in-
dios. Tras terribles penalidades llegó con ellos hasta el va-
lle del Magdalena, después de haber cruzado la Cordillera

160
Sebastián Moyano (c. 1480-1551), originario de Belalcázar en Cór-
doba. Explorador y conquistador de los litorales Caribe y Pacífico,
participó en la expedición al Perú de Francisco Pizarro y pasó al
norte de Suramérica conquistando las regiones que hoy correspon-
den al Ecuador y al suroccidente de Colombia, llegando hasta la
Sabana de Bogotá, en donde coincidió con Nicolás Federmann y
Gonzalo Jiménez en la fundación de Bogotá.
161
Concur: ‘cóndor’; ma: ‘altura’; marca: ‘estar encima’; ca: ‘aquella’
(nota original de Ernst Röthlisberger).

290
El Dorado

Central, y a la Sabana de Bogotá se encaminaba cuando lo


detuvieron los mensajeros de su más afortunado predece-
sor en aquellas tierras. Pero, casi al mismo tiempo, llegó
a Santa Fe otra nueva, todavía más extraña: también por
el sureste, de los Llanos, y procedente de Venezuela, ha-
llábase en marcha una expedición de españoles al mando
de un capitán no español, Nicolás de Federmann162. Este,
alemán de nacimiento, había salido del Cabo de la Vela,
en la costa Atlántica, para hacer diversas correrías por los
Llanos (1536), y, abandonando con una expedición auxi-
liar, a su jefe Espira o Spira163, se desvió de la ruta y se de-
dicó por cuenta propia a empresas conquistadoras. Poco
faltó al aventurero para sucumbir, pues no sólo tuvo que
luchar con los animales salvajes y con las fiebres propias
de aquel clima, sino también con los aguaceros y con los
ríos torrenciales henchidos por la lluvia. Su tropa quedó
diezmada.

162
Nikolaus Federmann (c. 1505-1542), explorador alemán a órdenes
de la casa Welser en territorios de la actual Venezuela y del noro-
riente de Colombia. Autor de la Historia indiana (1557).
163
Georg Hohermut von Speyer (1500-1540), llamado Jorge de Es-
pira o Spira en castellano, nació en Speyer (Espira), Alemania, y
murió en Coro, Venezuela. Gobernador de la concesión Welser en
el nororiente de Suramérica entre 1535 y 1540, exploró, en com-
pañía de Federmann, la región limítrofe de Colombia y Venezuela.

291
Ernst Röthlisberger

Primer escudo de armas de Bogotá

Cansado ya de tener que avanzar siempre a lo largo de


la cordillera, resolvióse Federmann a ascender hacia el país
de los chibchas, del que tenía referencia, así que hubo de
subir por los caminos más escamados. Del clima abrasador
de los Llanos llegó hasta la altura de tierra fría, estando a
punto de helarse con toda su gente al cruzar los páramos,
o pasos de montaña. Jiménez de Quesada, buen diplo-
mático, se los tuvo a bien con la maltrecha expedición de
Federmann, a quien pagó 10.000 pesos en oro. Cuando ya
no existía riesgo de que las otras dos expediciones se unie-
ran contra él y le disputaran el territorio conquistado, con

292
El Dorado

lo cual hubiera habido gran derramamiento de sangre en-


tre los españoles, o hubiesen muerto acaso todos ellos a
mano de los indios, Jiménez de Quesada invitó a ambas
tropas para que vinieran a reunirse a Santa Fe.
El encuentro tuvo lugar. La nueva ciudad vio, pues,
en febrero de 1539 el más raro espectáculo que historia-
dor alguno pudiera soñar. Los soldados de Jiménez de
Quesada, que ya se habían repuesto algo de sus fatigas, se
hallaban ataviados con mantas —vestidos de cáñamo y al-
godón, también a veces de lino— y tocados con gorra, todo
ello recibido de los chibchas. Las gentes de Federmann
ofrecían el más deplorable aspecto; parecían haberse esca-
pado de la isla de Robinson [Crusoe]. Durante tres años
habían caminado por la selva; semidesnudos y debilitados
por el hambre, fustigados de las fiebres, se cubrían mez-
quinamente de pieles de leopardo, de jaguar, de oso o de
venado. La tropa de Belalcázar, bien alimentada y bien ves-
tida, avanzaba, con boato de magnates del Perú, luciendo
túnicas de púrpura y seda orladas de oro y con ligeros som-
breros puntiagudos en los que, a los rayos del sol, brilla-
ban penachos de los más variados colores. Iban cargados
de oro y joyas y seguíales rica impedimenta, con tiendas,
vituallas y vasijas de oro y plata. Sus armas tenían incrus-
tadas las más raras piedras preciosas, y en todo mostraban
un aire altivo y de victoria. Según una crónica, las tres ex-
pediciones que, llegadas de puntos tan distantes, celebra-
ban aquel maravilloso encuentro, constaban cada una de
ciento sesenta hombres, más un monje y un clérigo. Ha-
bía multitud de caballos, que eran vendidos por Belalcázar

293
Ernst Röthlisberger

a precios fabulosos. Pero otras cosas importantes venían


también con las tropas recién llegadas; las de Belalcázar
traían cerdos, que desde entonces quedaron en la Sabana;
y el capellán de Federmann, Juan Verdejo164, había conse-
guido salvar del hambre y mucha necesidad de sus com-
pañeros algunas gallinas que mostraba allí triunfalmente.
Sobre la curiosa parada destacaban los tres caudillos.
Belalcázar, radiante de adornos y riqueza como un sátrapa
asiático, sólo que mucho más bravo y audaz. Con sólo un
puñado de hombres, se había batido hasta aquí entre in-
dios antropófagos que le atacaban encarnizadamente y
en número muchísimo mayor. Y él era sólo el hijo de un
pobre leñador de Andalucía, y un obrerito cuando aban-
donó su casa. Era Belalcázar hermoso y de fuerte com-
plexión, de talante guerrero, alegre y lleno de andaluza
sal, fino en sus maneras y hombre de gran tacto político
y agudeza de observación, el de más talento de aquellos
tres conquistadores.
Federmann, cuyo lugar de nacimiento no es conocido,
era también de aventajada estatura y rostro blanco y bello,
orlado de rojiza barba, muy diestro en toda clase de ejer-
cicios, tan cortés y suave que jamás se le oyera decir mala
palabra, tan piadoso y compasivo que nunca fue acusado
por sus enemigos de codicia, crueldad o cualquier acción

164
Juan Verdejo (n: c. 1500), presbítero y capellán de la tropa de
Federmann, sucedió a fray Domingo de Las Casas en los primeros
días de la fundación de Santafé de Bogotá.

294
El Dorado

sangrienta. Era además locuaz y comunicativo, y sus sol-


dados lo adoraban.
Jiménez de Quesada, por último, era un hombre de
cuarenta y tantos años, de pequeña estatura, y un apóstol
de la ciencia, que afortunadamente nos hizo legado de sus
crónicas. Aunque no fue guerrero de profesión, acreditó
talento militar y se comportó como antiguo veterano, y
era así mismo de gran coraje personal, pero tenaz y pa-
ciente, venerado y popular entre sus soldados, pues mos-
traba siempre la mejor intención, usando, de otra parte,
el rigor máximo. Siempre prudente y avisado, parece que
alguna vez se mostró injusto y cruel, pero, sin duda, más
bien obligado por la dureza de las circunstancias que a
causa de natural ferocidad.
Tan pronto como por orden de Jiménez de Quesada
estuvieron construidas en el Magdalena las naves [de que
había] menester, los tres rivales partieron río abajo hacia
España. ¿Alguno de los tres imaginaba su trágico destino?
Jiménez de Quesada, ya de regreso en Colombia, murió
pobre y enfermo de lepra, después de varios intentos de
dar con El Dorado. Sus restos yacen en la Catedral de Bo-
gotá. Belalcázar fue acusado y preso más tarde, falleciendo
en Cartagena, humillado, triste y agobiado por los sufri-
mientos, cuando se hallaba en camino hacia España. Fe-
dermann se ahogó en alta mar.
Estos hechos de guerra han de despertar en nosotros,
en gran medida, el interés por los adversarios, por los ver-
daderos hijos del país. Por desgracia, es imposible recons-
truir exactamente la historia de la cultura de los aborígenes

295
Ernst Röthlisberger

suramericanos y en particular la de Colombia. Los espa-


ñoles, en lugar de reunir para la ciencia los diferentes le-
gados, recuerdos, etcétera, coleccionando los documentos
respectivos y conservando los monumentos, destruyeron
con ciego fanatismo todas las reliquias de aquella primi-
tiva edad como «restos idólatras, anticristianos, inspira-
dos por el demonio», y trajeron al país por única dote la
horca y el arcabuz. Unos cincuenta millones de indígenas,
según cálculos de algunos investigadores, sucumbieron,
en las Antillas y en el continente, a los perros amaestrados
traídos de fuera —los cuales se lanzaban sobre los pobres
indios—, a las armas de fuego de los españoles y a manos
de los encomenderos, funcionarios y señores feudales. La
población de Colombia era, antes de la llegada de los espa-
ñoles, de ocho a diez millones de habitantes. Las guerras
y los malos tratos, así como las enfermedades traídas de
Europa, disminuyeron pronto esta cifra hasta un millón.
Aquel que quede confuso y sorprendido ante semejante
descenso, sin llegar a comprender que así fuera, bastará
ponerle de presente que en la isla de Santo Domingo vi-
vían por las fechas del descubrimiento un millón de habi-
tantes, los cuales en dieciséis años quedaron reducidos a
60.000. Estos fueron repartidos; al cabo de otros seis años,
restaban sólo 14.000 habitantes. Se cuenta también que,
en Colombia, familias enteras de los indios tunebos se sui-
cidaron despeñándose, y que otras muchas gentes de las
tribus de los agateos y cocomes se ahorcaron en masa para
escapar a la opresión de los españoles. Tampoco, pues, debe
admirarnos que el número de las tribus indias habitantes

296
El Dorado

en territorio colombiano se fije en unas mil; pero estas, al


tener lugar el descubrimiento, poseían los más diversos
grados de civilización. Los más civilizados eran los chib-
chas, sometidos por Jiménez de Quesada, cuya cultura no
era muy inferior a la de los aztecas y los incas y que bien
merece más detallada referencia165. Su reino abarcaba una
extensión que Acosta166 señala aproximadamente en seis-
cientas leguas cuadradas; tenía cuarenta y cinco leguas de
longitud y de doce a quince167 [leguas] de anchura. A cada
legua cuadrada correspondían unos 2.000 habitantes, así
que la población total, bastante densa, sería de 1.200.000
almas. El nombre de chibchas168 no se ha explicado con
seguridad, y por ello me eximo de dar aquí las distintas
opiniones. Pero se los llama también muiscas, o sea gente,
personas, de donde los españoles, por corrupción de esa
palabra, dijeron moscas, pues como tales se aparecieron,
en apretado enjambre, a la llegada del intruso europeo.

165
Véanse más datos en el básico trabajo del doctor Liborio Zerda:
1883, El Dorado. Estudio histórico, etnográfico y arqueológico de los
chibchas, Bogotá: Silvestre, al que aquí nos atenemos (nota original
de Ernst Röthlisberger).
166
Joaquín Acosta, citado, probablemente en su obra Compendio his-
tórico del descubrimiento y colonización de la Nueva Granada en el
siglo décimo sexto (1848).
167
La legua equivale aquí a 4,83 kms (nota de Ernst Röthlisberger).
168
Se considera hoy que el término «chibcha» se refiere a la lengua
que las comunidades muiscas comparten con otras comunidades
en el norte de Suramérica y en Centroamérica.

297
Ernst Röthlisberger

Los chibchas vivían en limpias cabañas con cubierta de


paja (tygttua) de forma circular, configuración que habían
elegido por su adoración a la luna llena. Las diferentes
piezas eran amplias, ventiladas y bien repartidas en habi-
taciones y cámaras para almacenar frutas. Tenían puertas
de cañizo, con una especie de cerrojo de madera. En las
casas eran usuales las esteras, y en cuanto a muebles, ban-
cos tallados y el camastro llamado barbacoa. En torno a
la cabaña iba una cerca de madera o de tierra. La vista de
conjunto de los poblados, de los que se destacaban por su
altura las casas de los caciques, era algo tan suave y grato,
que Jiménez de Quezada dio a esta región el nombre de
Valle de los Alcázares. Servíanse los chibchas de primiti-
vos utensilios de piedra y madera, con la consiguiente fa-
tiga, pues, según prueban muchos hallazgos de objetos,
estos aborígenes no habían salido todavía de la edad de
piedra, hallándose los más en el Neolítico. Es cierto que ya
explotaban las minas de oro y plata, que fundían los me-
tales y utilizaban el cobre, pero no conocían la aleación
del bronce, por no existir estaño en Colombia. Tampoco
el hierro les era conocido; pero hacían cerámicas de tie-
rra cocida, modeladas con buen gusto y adornadas con
motivos a base de líneas rectas y curvas, e incluso con fi-
guras en relieve. Especialmente hábiles eran en combinar
el oro con la plata y el cobre, en soldarlos y trabajarlos
—moldeándolos entre finas piedras—, en forma de pla-
cas de oro y en delgados hilos. Sus engarces de caracoles
y conchas, sus brazaletes y collares, sus diademas y vasos
eran célebres, al igual que sus representaciones del sol, de

298
El Dorado

la luna y del hombre —actitud e interpretación artística


parecidas a las de Egipto— y lo mismo que las figuras de
animales y de toda clase de objetos. Cosa, por lo menos,
insegura es si las láminas de oro, que han sido halladas en
pequeño número, fueron realmente una de las monedas
de los chibchas, lo que les situaría por encima del estadio
cultural de los aztecas e incas. Como medidas conocieron,
por de pronto, el paso y el palmo.
Los chibchas practicaban predominantemente la agri-
cultura. Plantaban mucho maíz, papa y batata; la parte azu-
carada de los alimentos la tomaban del maíz y la miel. Toda
esta raza era, por necesidad, extraordinariamente sobria y
laboriosa, pues no poseían ganado que les pudiera auxiliar
en las labores o servirles de alimento, y también porque sus
sembrados dependían mucho de los cambios climáticos y
podían fácilmente malograrse, por lo cual construían gra-
neros públicos. Prueba de la diligencia y sobriedad dichas
era que no sólo tenían abundancia de productos, sino que
además acudían con ellos a los mercados de tribus veci-
nas, donde les daban a cambio oro, pescados y frutos. El
comercio, por tal causa, era entre ellos muy floreciente y
por entero libre, de modo que podía realizarse un inter-
cambio natural de todos los productos de la zona alta y
de la baja. A pesar de ello, los chibchas no cayeron en la
molicie, sino que se mantuvieron valerosos y arrojados, a
lo que contribuyeron mucho las continuas guerras con sus
vecinos, los temidos muzos, calimas y panches.
Cuando iban de camino mascaban la hoy de nuevo
reivindicada hoja de coca —llamada haya—, que calmaba

299
Ernst Röthlisberger

su sed y su hambre y que les permitía superar todos los es-


fuerzos. Los cronistas españoles, empero, les reprochan su
ebriedad; pero las orgías y bacanales de los chibchas eran
en ellos una expresión de alborozo y sólo tenían lugar en
ocasiones especialmente solemnes, sobre todo en las fies-
tas religiosas. El vestido de los chibchas eran unas cami-
sas de algodón que les llegaban a la rodilla; las mujeres se
rodeaban el cuello con un pañuelo —liquira—, que no
llegaba a ocultar el pecho, y de las caderas a la rodilla cu-
bríanse con un paño —chircate—, también de algodón.
Los chibchas, como todos los pueblos primitivos, ren-
dían culto a objetos inanimados, pero sus concepciones de
los dioses, depuradas ya de un extremoso fetichismo, te-
nían un sello de poesía y noble elevación, como lo prueba
el que escogieran para lugares del culto las grutas, casca-
das, lagos y montañas, y en especial las lagunas escondidas
entre las alturas andinas. Tenían ritos públicos, una me-
dición constante del tiempo y una casta sacerdotal here-
ditaria y netamente definida. Los futuros sacerdotes eran
encerrados desde la juventud en casas al efecto y someti-
dos a riguroso ayuno y silencio, de modo que el padre de
los historiadores de Colombia, el arzobispo Piedrahita169
[nacido en Santafé de Bogotá en 1624 y] muerto en 1688
en Panamá, dice de ellos lo que sigue: «Viven tan castos
y célibes, que a nosotros, indignos servidores de Dios,
pudieran avergonzamos». Los sumos sacerdotes o jeques
habitaban en el apartado valle de Iraca —cerca del actual

169
Lucas Fernández de Piedrahita, citado.

300
El Dorado

Sogamoso—, la Roma de los chibchas, donde se hallaba


el más rico de todos los templos, construido de madera
y recubierto de refulgentes láminas de oro, y donde los
conquistadores creyeron haber descubierto El Dorado.
Por desgracia, este templo parece fue incendiado por los
soldados españoles; según otra tradición, los mismos sa-
cerdotes chibchas habrían arrojado antorchas encendidas
al penetrar los españoles en el templo.
Sus ideas sobre la formación del mundo y del hombre
eran muy notables. Creador del Universo fue Chiminiga-
gua, en cuyo regazo reposaba la luz; le seguían en jerar-
quía divina el Sol y la Luna, con la legión de las estrellas.
El mundo fue poblado por una primera pareja humana.
Ella era una mujer de extraordinaria belleza, surgida de
una laguna que está al norte de Tunja, y su nombre fue
Bachué o Banche. Esta llevaba de la mano un niño de tres
años, el que luego sería su esposo, y engendrador de cinco
hijos, los antepasados de los chibchas. El bienhechor de
estos, el dios que intervino directamente en su vida, fue
Bochica, un hombre blanco de luengas barbas y de cabellos
anudados, el cual subió de los Llanos a la cordillera para
enseñar a los desnudos habitantes la civilización, cultivos,
vestimenta y las distintas artes, pero que luego se retiró en
soledad a hacer penitencia durante dos mil años, al cabo
de los cuales desapareció sin dejar huella. Con Bochica
enlazan también varias leyendas locales de diluvios, así
como la separación de las rocas para abrir paso al Salto de
Tequendama.

301
Ernst Röthlisberger

Ídolo chibcha

Según otra fábula, una deidad menor, Chibchacum,


dios de los agricultores y mercaderes, inundó por mal-
dad o descuido la altiplanicie de Bogotá, de manera que
los habitantes hubieron de huir a los montes y contem-
plar tristemente allí el gran estrago. Acudieron entonces
a Bochica, y este aparecióse una tarde a la caída del sol, en
un arco iris y llevando en la mano una vara de oro; con
ella, nuevo Moisés, golpeó las rocas, de modo que estas se
abrieron, precipitáronse las aguas del valle formando el

302
El Dorado

Salto de Tequendama, y la Sabana quedó seca. Airado Bo-


chica por el comportamiento de Chibchacum, le condenó
a llevar a cuestas la Tierra; pero de tiempo en tiempo este
Atlas de los chibchas se cambia la carga de un hombro a
otro, resultando así los terremotos y temblores, explica-
ción verdaderamente ingenua y poética. De acuerdo con
otra leyenda, fue la primera mujer quien causara la inun-
dación, y una tercera versión se la atribuye a la bella pero
malvada esposa de Bochica, llamada Huitaca. Bochica
entonces la arrojó lejos de sí, y ella pasó a ser la luna, que
ahora alumbra a la Tierra.
Algunos obispos españoles quisieron ver en este Bo-
chica una imagen del apóstol San Bartolomé, otros la de
Santo Tomás, que allí habría predicado el Evangelio, y esto
es cosa que aceptan hasta algunas personas «instruidas».
Los chibchas creían en la inmortalidad de la carne.
Por tal motivo enterraban a los muertos junto con sus
objetos preciosos y con los que prefirieron en vida, y a
los personajes principales los sepultaban incluso con sus
mujeres favoritas y les proveían de abundantes bebidas
y viandas para el camino. Las almas de los difuntos iban
en primer lugar, por un tenebroso barranco, a un lugar
de prueba situado en las entrañas de la Tierra, cruzaban
luego un río sobre balsas de tela de araña —por lo cual la
araña era animal sagrado— y arribaban por fin a un país
de campos sembrados, donde volvían a encontrarse con
sus deudos. Se han hallado muchas tumbas —guacas—
con toda clase de objetos artísticos, y las momias, algunas
en buen estado de conservación, en posición acurrucada,

303
Ernst Röthlisberger

con vestiduras de colores y ricos adornos. Son notables


también los lugares de devoción donde se exponían las
vasijas sagradas, en las cuales, después de varios días de ri-
guroso ayuno, depositaban los fieles sus presentes en oro
y esmeraldas. No más que al Sol, y muy raramente, ofre-
cíanse sacrificios humanos. La sangre de las víctimas teñía
las piedras del altar a los primeros reflejos del astro del día.
Como en la religión, también en la forma de gobierno
se hacía notoria la transición a ideas más elevadas. Sin em-
bargo, el gobierno, de modo semejante al del Japón en la
antigüedad, era despótico. El jefe supremo, el Zipa de Ba-
catá (Funza) tenía poder sobre vidas y haciendas. Hay que
advertir sólo que junto al Zipa ejercían magistraturas los
caciques, el más poderoso de los cuales, el Zaque de Tunja,
sostenía con él frecuentes guerras. El Zipa dictaba leyes y
ejercía la suma función de justicia. Nadie podía mirarle al
rostro. Además de la esposa que solemnemente le era entre-
gada, tenía otras muchas mujeres, ofrecidas por las familias
principales. Por lo demás, lo imperante casi de modo gene-
ral entre los chibchas era la monogamia, y el amor paterno
y el filial constituían para ellos virtud santificada.
El gobierno era hereditario, pasando el poder al so-
brino, y, a falta de este, al hermano del Zipa. El respectivo
heredero era encerrado por diez años en uno de los tem-
plos dedicados al sol, donde vivía en absoluta continencia,
no pudiendo salir de allí más que bajo la luz de la luna.
Muerto el Zipa, al sucesor se le hacía jurar, sentado en un
trono de oro y con una mitra sobre la cabeza, que gober-
naría bien a su pueblo.

304
El Dorado

Según relato del ameno cronista Fresle170 (1636), el


jefe de Bacatá, un vasallo, debía cumplir como condición,
después del ordinario ayuno, viajar en un día de fiesta hasta
la magnífica laguna de Guatavita —situada a 3.199 metros
de altitud, con una periferia de 5 kilómetros y una pro-
fundidad de 40 metros—. Esta laguna trataron en vano
de desecarla muchos españoles, gastando en ello todo su
patrimonio. (Según otros investigadores, el sitio de esta
ceremonia era la solitaria laguna de Siecha, que también,
y con idéntico fracaso, se intentó desecar).
El mencionado jefe iba rodeado de los sacerdotes; to-
dos se hallaban desnudos y con el cuerpo espolvoreado de
oro. En medio del religioso silencio del pueblo que rodeaba
la laguna, avanzaba hasta el centro de ella la balsa de los
dignatarios, en la que se habían colocado vasijas con hu-
meantes inciensos. Ofrendábanse entonces a la divinidad
los ricos presentes que se traían, y comenzaban las ablu-
ciones. A una señal determinada, se levantaba un formi-
dable clamor; sonaban flautas, caramillos, tamboriles; se
sucedía un general regocijo y entonábanse canciones en
alabanza de dioses y héroes, de batallas y pueblos. En me-
dio de aquella alegría, dos ancianos con redes de pescar

170
Se refiere a Juan Rodríguez Freyle (1566-1640), autor de la cró-
nica titulada Conquista y descubrimiento del Nuevo Reino de Gra-
nada de las Indias Occidentales del Mar Océano, y Fundación de la
ciudad de Santafé de Bogotá, primera de este reino donde se fundó
la Real Audiencia y Cancillería, siendo la cabeza se hizo su arzobis-
pado. Esta obra es más conocida por el título corto de El carnero,
y habría sido concluida alrededor de 1636.

305
Ernst Röthlisberger

en las manos y situados a la entrada del recinto donde te-


nía lugar el gran festejo ofrecían a los chibchas el símbolo
admonitorio de la muerte. Estas tradiciones sobre la ablu-
ción de los hombres cubiertos de oro dieron firme asidero
a la creencia de El Dorado. Pero, en nuestro tiempo, exis-
tía ya la tendencia a desplazar todo ello, de acuerdo con
Humboldt, a los plenos dominios de la fábula y del mito,
cuando fue hallada en Siecha una lámina de oro de 9 cen-
tímetros y medio de diámetro en la cual aparece represen-
tada una balsa con diez figuras humanas, destacando como
principal la de un cacique. El hallazgo reproduce fielmente
la solemnidad aquí descrita y confirma la tradición de
«El Dorado».
A especial desarrollo y perfección había llegado la le-
gislación de los chibchas. Propiedad y sucesión eran con-
ceptos sometidos a ley. Se castigaba con la muerte a los
asesinos, corruptores y adúlteros. A estos últimos se les
aplicó además la pena de ser enterrados vivos, junto con
reptiles venenosos, colocando luego en aquel lugar una
gran piedra para que aplastara la memoria del culpable.
El ladronzuelo era azotado, al ladrón de mayor cuantía o
al reincidente se le daba el castigo de la ceguera. El deudor
moroso tenía que poner a su puerta un hombre con un ti-
grillo o un gato montés, y era obligación suya sustentarlos
hasta haber pagado la deuda. El cobarde debía vestir por
algún tiempo ropas de mujer y dedicarse a ocupaciones
domésticas. Los bienes de los que morían sin dejar suce-
sión iban a parar al fisco. Una ley especial sobre el lujo de-
terminaba quién podía ostentar adornos.

306
El Dorado

Poseían los chibchas un ejército rigurosamente orga-


nizado, así como fortificaciones. Hay relatos de batallas en
las que intervinieron de setenta a cien mil hombres. Su ar-
mamento lo constituían mazas, dardos, hondas y arcos para
flechas; por eso fueron pronto vencidos por los españoles.
La lengua de los chibchas, que los conquistadores no
trataron de conservar, se distinguía por su claridad y ri-
queza. (Una gramática de dicha lengua fue publicada en
Madrid en 1619 por el P. Bernardo de Lugo)171. También
algunos jeroglíficos han quedado, como el de la piedra de
Pandi. La mayor parte, empero, de los muchos testimonios
de aquella civilización resultaron destruidos. Luego, y du-
rante largo tiempo, muchas riquezas consistentes en traba-
jos en oro y figuras de ídolos fueron vendidas al extranjero
por colombianos ignorantes y acabaron bárbaramente
fundidas. Sólo hoy día existe el cuidado de salvar los últi-
mos restos de aquel tesoro; preocupa también el esclareci-
miento del problema de la procedencia de los aborígenes,
y va ganando en verosimilitud la sospecha de que fue la
raza amarilla la que tuvo un nexo de relación con la cul-
tura de los chibchas.
Pero hay un antaño y un hogaño. Es natural que el es-
tudio de la civilización primitiva incite a parangones con

171
Fray Bernardo de Lugo (n: c. 1580), O. P., sacerdote dominico san-
tafereño, magister linguae indorum, catedrático de lengua mosca
en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario en Bogotá, au-
tor de la Gramática en la lengua general del Nuevo Reyno, llamada
mosca (1619).

307
Ernst Röthlisberger

la actualidad, y pronto se advierte que sería inexacto querer


ver en todos los indios de hoy descendientes invariables de
los chibchas, pues en la colonización ocurrió con frecuencia
que grupos más avanzados desaparecieran también más rá-
pidamente por razón de su mayor debilidad. Como nuestras
correrías ofrecieron buena y grata ocasión para observar los
diversos tipos raciales, agreguemos aquí algunas referencias
sobre tales cuestiones, con especial atención a los indios
propiamente dichos, pues del habitante de los Llanos, del
antioqueño y del negro nos ocuparemos más adelante con
diferentes motivos. En este capítulo nos auxiliamos de las
estimables anotaciones aportadas por José María Samper172.
Los habitantes primitivos de Colombia no constitu-
yeron un todo etnográficamente unitario. Su carácter, sus
costumbres y su grado de cultura varían según el origen
y la historia respectivos, y también según el lugar de afin-
camiento. Entre los tipos raciales los había rojizos, bron-
ceados, cobrizos, casi negros —estos en las tierras bajas—,
así como amarillos en las altitudes medias, y otros de tez
considerablemente blanca —blanquecinos—. Sólo en vir-
tud de la conquista se entremezclaron y confundieron algo
estos grupos étnicos. Por lo común, los menos civiliza-
dos, tribus a veces muy salvajes, viven en los valles de poca

172
José María Samper Agudelo, citado, autor de los Apuntamientos
para la historia política y social de la Nueva Granada (1853) y del
Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las Re-
públicas colombianas (Hispanoamericanas), con un apéndice sobre
la orografía y la población de la Confederación Granadina (1861).

308
El Dorado

altitud, y los más avanzados, en las montañas y mesetas.


El clima más suave de estos últimos lugares, su cielo más
alegre, calma las pasiones y deja tiempo libre a la cultura,
pues el cuidado del cuerpo no acucia a toda hora ni la vida
se reparte sólo entre el comer y el dormir. Muy valientes
eran los indios de la zona templada, cuya pretensión era
siempre apoderarse de las regiones más altas y agradables;
tenían poca industria y su agricultura era rudimentaria,
viviendo principalmente de la caza y del botín de guerra.
Comencemos por describir el indio actual de la fría
altiplanicie, al que llaman hoy muisca y es, en mayor o
menor medida, el descendiente de los chibchas. Es de pe-
queña o mediana estatura, grueso, ancho de hombros y
achaparrado; su tórax es, por lo regular, de gran amplitud,
y fuerte musculatura; su fuerza reside en la nuca, en los
hombros y las piernas, por lo cual no suele ser buen jinete
ni buen corredor. En cambio, resiste caminatas de muchos
días y puede transportar las más pesadas cargas. Su piel es
cobriza oscura, como requemada del sol, y apergaminada,
de modo que las reacciones emotivas no resultan percepti-
bles. El cráneo es mesocéfalo, la cara redonda, más ancha
que larga, la frente estrecha, baja y plana. Los pómulos
son salientes, la nariz más bien pequeña y ancha, los ojos,
también pequeños, miran tímidos y astutos, los labios son
gruesos y pálidos, hermosa la dentadura, el cabello negro,
liso y apretado, con la particularidad de no encanecer ja-
más. Al viejo se le distingue del joven por otros detalles,
como las arrugas. El indio auténtico es imberbe. En con-
junto, no es propiamente una raza hermosa.

309
Ernst Röthlisberger

Muisca [sic] viejo (Pascasio Martínez)

El muisca es un caso típico de insensibilidad y apatía


a causa de una opresión de siglos. De su situación no se da
clara cuenta, y es paciente y laborioso; tiene amor al di-
nero y lo ahorra, pero no hace buen uso de él. Apenas ha
logrado una modesta holgura, la primera guerra se encarga
de aniquilarle la cosecha; le quitan las vacas y las mulas y ya

310
El Dorado

no las vuelve a ver. Lo mismo acontece con las gallinas. Y


otra vez torna el muisca a su anterior miseria. De ello viene
su fatalismo sin límites; a ello se debe también, por otro
lado, su no menos grande desconfianza. En el fondo no es
todavía cristiano, sino un idólatra y un adorador de san-
tos, y se halla dominado por la más enorme superstición;
acepta todo lo maravilloso con suma credulidad, y venera
al cura como a un semidiós. Trata siempre de eludir toda
pregunta directa, y la respuesta que da al hombre blanco,
no se concreta en un «sí» o un «no», sino que utiliza el
significativo y pícaro «¿quién sabe?». El humilde trata-
miento que dedica a los superiores es el de «mi amo», lo
cual califica la diferencia social mejor que muchas largas
explicaciones. El muisca gusta de una vida tranquila y apar-
tada y es fiel a su hogar y a su mujer. Esta es más amable
y agradecida que el hombre, más accesible a ruegos, más
benigna, menos hipócrita y algo menos fría que él; es, so-
bre todo, buena madre. El muisca no se lanza a ninguna
acción audaz, entusiasta o apasionada en la que él haya de
dar el primer impulso. No ofrece tampoco una resistencia
directa, sino que se entrega a su destino y obedece… como
un muerto. Reclutado a la fuerza, déjase llevar al combate,
atacando de mala gana; pero una vez que se le ha adjudi-
cado un puesto, no cede en forma alguna en su defensa y
permanece allí como clavado. La sociedad no es precisa-
mente su bienhechora, y por eso no la entiende como tal.
El muisca no quiere vincularse a nada ni comprometerse
a obligaciones de ninguna clase. El alcalde le parece in-
necesario; el maestro le resulta un enigma; el recaudador

311
Ernst Röthlisberger

de contribuciones, un enviado del infierno; el encargado


de la censura, un corruptor; el médico que le vacuna a la
fuerza, un monstruo. Los servidores pertenecientes a esta
raza sustraen fácilmente objetos sin valor y dinero suelto,
pero, en cambio, se les pueden confiar sumas grandes, o
dejarlas a su alcance tranquilamente sin temor a que va-
yan a cometer un hurto. Ni pendenciero ni vengativo, ni
comunicativo ni servicial, ni cobarde ni emprendedor, ni
depravado ni vicioso —a lo sumo, un tanto propicio a en-
tregarse al quitapesares de la embrutecedora chicha—, el
muisca es todavía un incompleto elemento de civilización,
una roca a la que queda aún por arrancar el agua mediante
la varita mágica de la inteligencia.
El indio de las altitudes medias en las vertientes de las
cordilleras andinas —por ejemplo, el del grupo racial de
los panches— tiene ya piel más clara, si bien algo broncí-
nea. Comparado con el muisca, es de cabello menos ne-
gro, tiene mirada vivaz, frente alta y abombada, nariz ya
un poco aguda, figura de cierta elevación y esbeltez; las
formas están mejor acusadas, la voz es más resuelta. Los
vestidos usuales son de indiana o de algodón, preferente-
mente de tejidos ligeros y colores claros. El panche, algo
más orgulloso que el muisca, se porta mejor en el ejército,
aunque al principio no es muy valeroso y suele rehuir el
peligro en las revoluciones. Es amigo del jolgorio del baile
y de las fiestas; su bebida favorita, el guarapo. Mucho más
inteligente y con más aprecio de la libertad, a su superior
no le dice «amo», sino «patrón», toma parte en las elec-
ciones y vota, si puede, por los liberales. Le gusta moverse

312
El Dorado

por el país haciendo oficio de arriero o vendedor. No le


disgusta la artesanía, y así se dedica a fabricar sombreros
de paja, cigarros, esteras…; elabora azúcar, planta fruta-
les y flores. Su sentimiento religioso, abierto e ingenuo,
raramente degenera en fanatismo; tampoco teme dema-
siado al cura, y a veces hasta se atreve a hacer burla de él.
Conocen esas gentes una gran cantidad de cuentos, muy
tiernos y sentimentales, que sólo después de repetidos re-
querimientos llegan a relatar, cosa que hacen tímidamente
y con una ingenuidad encantadora. Este indio es un tipo
pacífico y afectuoso, simpático, hospitalario, fuerte y viril.
Las mujeres son lindas, suaves y atractivas.
El indio de tierra caliente no puede ser diferenciado
exactamente en cuanto al color, pues tan pronto es bron-
ceado como de un magnífico tinte moreno, de un tono
amarillo de cera o de otros matices distintos como con-
secuencia de los cruces. Por lo común, los cabellos son ya
algo crespos, los ojos reflejan pasión, el andar es rápido y
garboso, un tanto sensual en las mujeres. Más que la reli-
gión se hacen presentes aquí la libertad, la independencia
y la política. Las pasiones se levantan en altas llamara-
das y se repliegan luego sobre sí mismas. Las peleas son fre-
cuentes, sobre todo en cuestiones amorosas. Estas gentes
son más moderadas y más limpias que en la altiplanicie,
pero más libres en sus hábitos. Pasan la vida en medio de
una desembarazada alegría y contentos, también con un
cierto lujo. El trabajar se justifica casi únicamente por lo-
grar los medios para gozar y divertirse. Se pesca, se caza,
se monta a caballo, se nada, se baila, se fuma, se toca la

313
Ernst Röthlisberger

guitarra y la bandola, se canta, se juega a los naipes… La


bebida habitual es aquí el aguardiente o el ron de caña,
o sea el licor que se extrae de la caña de azúcar, más una
parte de anís. En suma, les gusta lo que en forma rápida
anima y satisface. Al extranjero se le acoge bien y con cor-
dial sinceridad.

Cargueros

314
El Dorado

Hablemos algo ahora de las razas mixtas. Del mestizo,


o sea la mezcla de indio y blanco, y al que ya hemos encon-
trado repetidamente, podemos prescindir aquí, aunque
sintamos la tentación de presentar, en especial, al mestizo
del Alto Magdalena, al habitante de Neiva y su comarca.
Son gentes vigorosas y de esbelta figura, que se dedican
con gusto y afición a las faenas agrícolas o a la ganadería,
y a menudo emprenden viajes de negocios. Se distinguen
por su modestia, sencillez y amabilidad, están abiertos a
todo lo nuevo y bueno. Son además tranquilos, casi ra-
yando en la falta de vivacidad, y bastante sentimentales.
Un tipo interesante es el mulato colombiano, en lo exte-
rior más próximo al negro, pero que por otras cualidades
delata mayormente la ascendencia blanca. Del negro ha
heredado la resistencia y la fuerza para soportar trabajos
duros; de los españoles, un natural hasta cierto punto he-
roico, pero también arrogante y parlanchín, el espíritu de
la galantería —que hace aparecer menos brutal la sensua-
lidad del negro—, y además el sentido poético, y la terrible
soberbia del «caballero», que no permite menoscabo a la
dignidad o al honor. El mulato es tan bondadoso y dócil,
cuando se le trata adecuadamente, como descarado, colé-
rico e ingobernable cuando se cree despreciado u ofendido.
El excitable y revoltoso mulato, tan inquieto, inconstante,
y tan libre además en cosas de religión, en Colombia ha
aprendido a amar la movilidad. Por tal motivo, se halla
presente en todas las revoluciones y constituye en ellas un
factor humano difícil de dominar, distinguiéndose por su
bravura. A los superiores les dice «señor», lo que indica

315
Ernst Röthlisberger

que se halla ya en un escalón más elevado, o al menos, que


lo cree así. El afán de progreso, la emulación, el deseo de
refinarse, de llegar a ser persona conocida y figurar social-
mente, han llevado ya a puestos directivos de la vida pública
a muchos hombres de esta inteligente raza. Educación e
intereses materiales habrán de facilitar al mulato los ne-
cesarios medios para dirigir su avance; tiene tan buenas
dotes para ilustrarse y medrar, que no puede dudarse del
futuro que le aguarda.

Estatuilla de indígena de las tierras centrales

316
El Dorado

Menos satisfactorias son las posibilidades del zambo,


que llama «blanco» a su jefe o dueño y con ello expresa ya
instintivamente la gran diferencia que existe entre, de un
lado, las razas inferiores de los negros y los indios —de las
que él procede— y, de otro lado, los blancos. El zambo se
siente todavía en estado se semibarbarie, y así es en efecto.
Casi todos los de esta raza habitan en el valle del Bajo
Magdalena, donde ya los encontramos como bogas —o
barqueros—, en medio de la miseria y en un clima donde,
según expresión de un poeta, el Sol y la Tierra se abrazan
con inmensa lascivia. Decidido y valiente frente a los pe-
ligros de la naturaleza, el zambo tiembla ante la vista de
un fusil o un revólver; capaz de soportar todas las fatigas,
más que cosa alguna le importan la bebida y las mujeres;
canta en medio de los peligros y muere en medio de loco
frenesí. Su lengua es un revoltijo difícilmente comprensi-
ble y lleno de groserías e improperios. Sólo el avance de la
civilización lo sacará poco a poco del aislamiento, y con
ello de su atrofia y su indiferencia, haciendo el debido uso
de la gran energía corporal que lo distingue.
Ninguna raza puede en Colombia prescindir entera-
mente de las otras. Las mezclas y cruces son necesarios en
un país de tan enormes diferencias. En realidad, las razas
fundamentales encuentran grandes dificultades para do-
minar con carácter exclusivo. Al blanco le falta capacidad
de resistencia al clima; el indio está aquejado de indolen-
cia, fruto de su larga explotación; al negro le perjudican
sus malos instintos todavía no domeñados.

317
Ernst Röthlisberger

Aguadora

Poco a poco, por la fuerza de las circunstancias, ha de


irse formando un tipo común de colombiano. Si el blanco
contribuye de forma predominante con su inteligencia, su
enérgica voluntad, sus muchas buenas prendas congénitas
y la multitud de valores de la tradición, si el negro añade

318
El Dorado

algunas gotas, no muchas, de su capacidad de adaptación


a la naturaleza tropical, junto con su fecundidad y su sen-
tido poético, y si a ello se suma la resistencia y la tenacidad
de los aborígenes, entonces llegaría a cristalizar una raza
bastante homogénea, la cual, identificada con el país, ha-
bría de dar a este honra y provecho.
Tal fusión podría consumarse, tal vez, para dentro de
un siglo. Mayor capacidad vital, más iniciativa, un más
enérgico espíritu de independencia y de empresa, un menor
grado de fanatismo y superstición, un sentido más maduro
de la democracia, serían el resultado natural de esa mutua
penetración de razas. Y con ello se crearían las bases impres-
cindibles de un desarrollo político más tranquilo y sosegado.

Balsa de El Dorado

319
§§ viii
En los Llanos
Compañeros de viaje / Por los Andes
orientales a través del laberinto montañoso
de rionegro / El alto de Buena Vista y el
panorama de los Llanos / Villavicencio y
sus habitantes / Generalidades sobre los
Llanos: colonización, selva virgen, pastos
/ Los hatos del señor Restrepo / Noche
y mañana en una hacienda / Cultivos /
Riquezas minerales / Las salinas de Upín
/ Frutos y plantas / Al interior de los
Llanos: caminos de bosque; sabanas / La
hacienda Los Pavitos / Vida nómada: reunión,
marca y cuidado de las reses / Ganadería /
Navidades en la capital / El llanero: rasgos
y anécdotas de su vida / Hacia el río Meta /
Un vado peligroso / La hacienda Yacuana / El
Meta y su importancia / Asalto de un rebaño
de jabalíes / La laguna Dumasita / Indios
salvajes: Maestre / Una cacería / Impresión
general de los Llanos

A las cinco de la madrugada del día 7 de diciembre


de 1883, cuatro jinetes sobre rápidos corceles galopaban
por las calles de Bogotá, envueltas todavía en la oscuridad

321
Ernst Röthlisberger

nocturna. Del irregular empedrado saltaban chispas bajo


los cascos de las cabalgaduras. Misterioso y oscuro como
la noche, esperaba el futuro ante nosotros. La idea de ir a
recorrer una región desconocida, cuyos riesgos se dupli-
caban en la imaginación, llenaba nuestro pecho de un es-
panto casi placentero, de un miedo que atraía, pues nos
sentíamos tan valientes y animosos como amenazados y
en apuro. Se levantaban en la fantasía las viejas historias
leídas en la niñez con afán devorador, aventuras de caza,
con leones y tigres, con indios salvajes, con manadas de
reses y rebaños de búfalos… El fantasma de la fiebre ama-
rilla nos hacía muecas horribles y nos llenaba de morta-
les presentimientos. Era como si viéramos a Bogotá por
última vez, como si diéramos el último adiós a la civiliza-
ción… Silenciosos, casi sombríos, seguíamos cabalgando,
arrepintiéndonos por algún momento de la expedición
que íbamos a emprender. Pero nadie miraba atrás. Cuan-
do a eso de las seis rompió súbitamente el día, estábamos
ya sobre el camino que desde Bogotá sube, en dirección
sur, por las laderas de la Cordillera Oriental. Los espíritus
comenzaron a tranquilizarse y despertó el puro gozo de
vivir. Bromeando y cantando, dejamos la ciudad.
Era, en verdad, un buen grupo, gente joven y de exce-
lente humor, constituido por dos estudiantes de medicina,
ya de los últimos cursos, por un estudiante de bachillerato,
de diecisiete años, y por mí. Uno de los futuros médicos,
Alberto, y el muchacho más joven, Simón, eran hijos del
mayor propietario de tierras y ganados en la parte de los
Llanos que nos proponíamos recorrer. Una familia que se

322
El Dorado

había distinguido por su laboriosidad. Cabeza de ella era


el doctor Emiliano Restrepo173, quien por su incansable
celo, gran saber y hábil desempeño en sus funciones de abo-
gado, había llegado a ocupar una sobresaliente posición,
especialmente entre los juristas y en la política liberal. El
otro estudiante era natural del estado de Cauca y le llama-
ban «el negro Abadía»174. Este mulato, aplicado y listo

173
Emiliano Restrepo Echavarría (1832-1918), abogado del Colegio
del Rosario en 1845, catedrático y magistrado de la Corte Suprema
de Justicia, secretario de gobierno de Cundinamarca y diputado
en la Asamblea de este mismo Estado, además de representante a
la Cámara y senador de la República. Emblemático colonizador
de los Llanos orientales a quien se le adjudicaron al menos 77.000
hectáreas de baldíos de la nación en estos territorios. En su honor
se cambió el nombre del pueblo La Colonia por el de Restrepo,
en el actual departamento del Meta. Autor de la crónica titulada
Excursión al territorio de San Martín (1870). Emiliano Restrepo
había casado con Nicolasa Hernández Uribe, y era el padre de Al-
berto y Simón Restrepo Hernández, y de diez hijos más, incluyen-
do a Félix, el hijo mayor que cita Röthlisberger (véase: Grupo de
Investigaciones Genealógicas José María Restrepo Sáenz, 2011,
Genealogías de Santafé de Bogotá, tomo viii, Bogotá: Autor, págs.
72-79).
174
Se trata de Ezequiel Abadía (c. 1865-c. 1940) quien, después de
recibir el grado de doctor en medicina de la Universidad Nacional
de Colombia en Bogotá, volvería a Cartago para luego trasladar-
se a Panamá en donde sería nombrado en 1928, después de varios
años de ejercicio médico, como primer director del Hospital de la
ciudad panameña de Soná, en la provincia de Veraguas. Este hos-
pital, uno de los más grandes e importantes de Panamá, recibe hoy
el nombre de Hospital Regional Dr. Ezequiel Abadía, que forma

323
Ernst Röthlisberger

en los estudios, y tan servicial como oportuno y chistoso,


resultaba un excelente compañero de viaje. Se reunía allí

parte de la red hospitalaria del Seguro Social de ese país y que ha


sido catalogado como monumento histórico nacional. Una rese-
ña histórica local publicada en el 2003 con motivo del centenario
de la independencia panameña refirió en los siguientes términos el
impacto de este médico colombiano en un Estado que se convirtió
en país vecino al iniciar el siglo xx: «El doctor Ezequiel Abadía fue
una de las personalidades que ha dejado huellas de su labor como
galeno consagrado, además en la vida política como miembro activo
del partido liberal en la guerra de los mil días y prócer de la indepen-
dencia de 1903. Dos monumentos reflejan su carácter y personali-
dad: […] su residencia frente al parque San Isidro, junto a la Casa
Municipal, la cual semeja un tanto el estilo victoriano [y] conserva
los efectos y toque personal del doctor Abadía, [y] su residencia
de campo o finca California, que lo mismo que la anterior, destaca
por su arquitectura y diseño elegante, y resulta de gran atractivo
para propios y extraños» (véase: De Gracia Conte, Alexis, 2003,
Sitios de interés histórico y turístico en el distrito de Soná, provincia
de Veraguas, Panamá: Comité Centenario del Distrito de Soná).
El entonces estudiante de medicina y compañero de viajes de Ernst
Röthlisberger, era hijo de Félix de la Abadía (c. 1820-1890), em-
presario pionero de Cartago, concesionario del camino que unía
a esta villa con Santa Rosa, municipio vecino de Pereira. Félix de
la Abadía, a quien Röthlisberger cita más adelante en este mismo
capítulo, estaba emparentado con las familias principales de Car-
tago a partir de Felipe Joaquín de la Abadía Salamando y Marga-
rita Bueno Fontal, y de su hijo José Joaquín de la Abadía Bueno,
bautizado en Cartago en 1789, quien había casado en 1811 con
María Venancia Cañarte y Figueroa (véase: Quintero Guzmán,
Miguel Wenceslao, 2006, Linajes del Cauca Grande: Fuentes para
la historia, tomo ii, Bogotá: Universidad de los Andes, pág. 585).

324
El Dorado

lo que es tan difícil de hallar junto en estas ocasiones: co-


nocimientos previos sobre la comarca que se va a visitar,
don de observación, personalidad agradable, afectuosa y
sana, así como la conveniente seriedad, para no dar la ra-
zón al proverbio mentitur qui multum vidit175.
Después de tres horas y media de dura cabalgada, al-
canzamos la altura del paso de la Cordillera Oriental, esto
es, el descenso del terreno que como una rampa se ende-
reza hacia la Sabana de Bogotá. Nos encontrábamos en el
Boquerón de Chipaque —3.223 metros sobre el nivel del
mar—. Soplaba un viento helador. Tiritando nos arropa-
mos con nuestras ruanas y tratamos de avanzar lo más rá-
pidamente posible, pasando ante la pobre cruz de madera
que a nuestra izquierda se alzaba en aquella altura. Por pe-
dregosas cañadas se descendía hasta el valle, oculto bajo
densa niebla. Pronto nos separamos del camino y avan-
zamos a la izquierda hacia una casa de campo que distaba
como un cuarto de hora y pertenecía a una hacienda, to-
davía en clima bastante frío, administrada por el hijo ma-
yor de la familia Restrepo, Félix176.

175
Miente quien mucho ha visto.
176
Félix Restrepo Hernández (n: 1861), citado, quien presentaría en la
Exposición Nacional del Centenario de la Independencia, en 1910,
los abonos que producía para el mejoramiento de la agricultura.
Félix Restrepo se casó en segundas nupcias con María Gutiérrez de
Piñeres Herrera, y su primera hija, Anita Restrepo Piñeres, se casó
a su vez con el profesor Luis Patiño Camargo (1891-1978), y fue la
madre del profesor José Félix Patiño Restrepo (n: 1927), destacado
médico de la Universidad de Yale, ministro de Salud, presidente de

325
Ernst Röthlisberger

Jinetes en atuendo de viaje

Los peones, tanto indios como indias, se habían agru-


pado igual que gitanos, en torno a grandes calderos, para
tomar el desayuno. Este consistía en una sopa de papas,
arroz, maíz y yuca. Cada cual se iba sirviendo con su cu-
chara. Los indios de esta región son parecidos a los de la
Sabana de Bogotá. En tiempos fueron súbditos del Zipa
de Bacatá, hallándose, pues, bajo iguales leyes políticas y
religiosas que los chibchas. Y, como estos, siguen siendo

la Academia Nacional de Medicina, autor de numerosas obras dis-


ciplinares y transdisciplinares, y rector de la Universidad Nacional
de Colombia entre 1964 y 1966, cuando promovió la «Reforma
Patiño» que reestructuró el funcionamiento y la infraestructura
de esta universidad.

326
El Dorado

hoy día pacíficos y dóciles. Curiosos son los apellidos que


llevan, pues los españoles no tenían a mano patronímicos
para todos; muchos se llaman según lugares —Bogotá,
Chipaque, Boyacá— o también con apellidos como Pier-
nagorda, Chizo, Ladino.
Después de tomar un sencillo desayuno, seguimos
bajando hasta llegar al pueblo de Chipaque. Su cuadrada
plaza se encuentra en un declive y la rodean una capillita,
una iglesia más grande y un edificio oficial. El pueblo se
halla en medio de muy verdes y crecidos pastos y de cam-
pos de cereales. En torno a las casas, se ve gran número de
gallinas y cerdos, a los que se alimenta con el mucho maíz
que allí se cosecha. De algunos años a esta parte, Chipaque
ha progresado mucho en la agricultura; hoy es un ejemplo
de fertilidad y de trabajo.
Seguimos bajando, y luego de una hora, aproxima-
damente, cambiamos nuestros caballos por mulas, pues
el camino empieza allí a ser más difícil. En rápida pen-
diente llegamos hasta el valle del Cáqueza, que corre ya
por región cálida, entre tierras que exhalan los más gratos
aromas. Pero el pueblecillo de Cáqueza, cosa curiosa, no
fue construido a la orilla misma del río, sino a unos 300
metros sobre él, así que están en cuesta todas las calles y
hasta la plaza, en la que se levanta una enorme higuera.
Desde aquí se disfruta una hermosa vista de los macizos
peñascos que llaman los Órganos.
Nos damos cuenta de que el río se va incrustando cada
vez más profundamente pero sólo arrastra tierra de la mar-
gen que no se halla cultivada. A la izquierda, donde las

327
Ernst Röthlisberger

orillas caen abruptamente, y que sólo más arriba forman


escalones, asoma de vez en cuando, bañado por el sol en-
tre las plantaciones, el alegre ranchito de algún indio. A
la orilla derecha amarillean hermosos campos de caña y
grandes maizales. Ahora no seguimos el río para, a lo largo
de él, salir del valle —si bien el sentido práctico del señor
Restrepo ha visto ya la posibilidad de ese camino natural y
hasta lo ha trazado—, sino que, al estilo de los itinerarios
españoles, cabalgamos con gran derroche de fuerzas por
los collados que van paralelos al Cáqueza, especialmente
por el alto de Guatoque.
Van descubriéndose innumerables pliegues y arrugas
de la cordillera, y todo ello parece querer inclinarse hacia
el oriente. Es un verdadero laberinto de cimas, una delicia
o un susto para el geógrafo de profesión.
Ante nosotros vemos abrirse un gran valle, del que sale
el río Negro; junto a la erizada montaña de Santa Ana se
encuentra con el Cáqueza, y ya unidos discurren por entre
amarillentas, empinadas y calvas laderas, en las que ni si-
quiera pudieron sembrarse pastos, sin duda a causa de los
bárbaros desmontes practicados en esos tiempos.
Cantando y disparando sobre las becadas que saltan de
entre las matas y arbustos del camino, va transcurriendo el
tiempo, y así salvamos por fin la última loma que encajona
el valle. Hacia las cinco de la tarde bajamos por un incli-
nado camino a cuyos lados crecen bellos cactus. Cuando
el sol desaparece tras los montes, llegamos a una posada,
donde, después de algunos tratos con la patrona, se nos
sirve una modesta colación y se nos adjudica un lugar para

328
El Dorado

pernoctar, todavía más modesto. Dos de nosotros duer-


men fuera, en hamacas, en la parte cubierta del patio; y
los otros dos han de acostarse en el suelo en un cuartucho
maloliente y sin ventilación y tramar la correspondiente
amistad con las sabandijas. Nos tenemos que ir acostum-
brando a dormir en hamacas, cosa que fatiga mucho hasta
haber aprendido a adoptar la posición conveniente. Se
trata de no tenderse a lo largo sino oblicuamente, de modo
que la hamaca esté lo más tensa posible en la parte central
y la cabeza no quede demasiado alta. Nos reímos del alo-
jamiento procurando convencernos, como Don Quijote,
de estar aposentados en un «fermoso castillo». También
nuestras cabalgaduras estuvieron mal en cuanto a comida,
y al día siguiente trotaban con la cabeza baja.
A las siete y media de la mañana nos ponemos en mar-
cha nuevamente y pasamos por una primera prueba. No
lejos de la posada había antes un puente de hierro sobre
el río, estrechado allí entre dos bloques peñascosos. Al lu-
gar le llamaban sencillamente «el Puente de Hierro». La
obra se había encargado, a muy alto costo, en los Estados
Unidos, pero, lean y asómbrense ustedes, la longitud del
puente se calculó demasiado por lo bajo, de modo que sus
extremos se apoyaban sobre los machones de una exten-
sión de sólo algunos centímetros. En lugar de cuidar es-
meradamente la obra, se la dejó arruinar, y los vecinos del
pueblecito de enfrente, Quetame, llegaron en su tontería y
maldad a desear la destrucción definitiva de aquel paso. Y
ello aconteció al fin. Un día el puente se dobló por la mitad
y se precipitó en el cauce. Ahora hay un cable que va de un

329
Ernst Röthlisberger

pilar a otro, y del cable pende una canastilla para el trans-


porte. Pero nosotros hubimos de pasar el río con los caba-
llos. Afortunadamente, el caudal no era muy grande y nos
evitamos esperar dos o tres días enteros, cosa que les toca a
quienes se encuentran con una crecida. Recibimos algunas
instrucciones y nos echamos al río. El agua les llegaba a los
animales hasta la mitad de la montura, de modo que noso-
tros, en lugar de cabalgar, íbamos tendidos sobre el lomo
del caballo. El jinete debe imponerse el no mirar al agua
sino a su cabalgadura. En caso contrario, puede marearse y
entonces está perdido. Todos los años hay algún inexperto
que resulta arrastrado por la corriente. Parece que el agua
no se mueve, sino que constituye una superficie quieta; el
jinete, en cambio, por esa ilusión de los sentidos, cree ser
el que se desplaza con la misma velocidad de la corriente.
Con una sensación extraña, alcanzamos la otra ribera.
Por lo menos, se nos iba algo la cabeza. Sólo después de
adquirida una cierta práctica, podíamos cruzar ríos en ta-
les condiciones sin experimentar trastorno alguno.
El resto del camino, excepcionalmente, ha sido trazado
bien, por los ingenieros del gobierno, a lo largo de la ladera
de la margen del río, y la ruta discurre sin grandes subidas
y bajadas, pero la anchura es sólo de un metro; por lo de-
más, el camino se va ciñendo a los entrantes determinados
por los pequeños arroyos que allí pasan. No existe pretil,
así que cuando a alguno de los animales le da de pronto
por cocear, tenemos que desmontarnos como precaución
para no ir a parar a las negras aguas que corren allá abajo
a varios cientos de metros de nuestro camino.

330
El Dorado

Hoy es 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concep-


ción, cuya devoción se ha introducido en Colombia con
notable rapidez. En todas las casas, hasta en las más mí-
seras, se ven paños que como banderas penden de palos o
mástiles. Son en su mayoría colgaduras de muselina blanca
adornadas con cintas azules. Y los pobres, los que no pue-
den adquirir esas cosas, se sirven de pañuelos blancos o
de colores, de colchas de cama o de cortinas; sobre estas
prendas se sujetan en todo caso una o dos letras de papel
dorado. Y las gentes de pobreza aún más extrema cuelgan
sólo manojos de frutillas de colores encendidos o ramille-
tes de flores, el ornamento de la naturaleza.
Hacia Monte Redondo, en cuya ladera ha puesto In-
dalecio Liévano177 un trapiche con maquinaria de hierro,
el camino se hace muy interesante. En el río Negro des-
emboca ahora el río Blanco, que baja del páramo de Su-
mapaz. A lo largo de las pedregosas márgenes de este río
debió subir en 1538 el alemán Federmann, con sus ciento

177
Indalecio Liévano Reyes (1834-1913), ingeniero, astrónomo y
matemático de la Universidad Nacional de Colombia, director del
Observatorio Astronómico Nacional. Autor, entre otras obras de
matemáticas e ingeniería especialmente férrea, de las Investigacio-
nes científicas (1871) y de la Instrucción popular sobre meteorología
agrícola, i especialmente sobre el añil i el café (1868). Propietario
de las Galerías Arrubla sobre la plaza de Bolívar, en cuyo lugar, al
incendiarse estas en 1900, construiría el edificio que hoy aloja a la
Alcaldía de Bogotá bajo el nombre de Palacio Liévano.

331
Ernst Röthlisberger

cinco hombres178 y algunos caballos, desde los Llanos hasta


la Sabana de Bogotá.
Penetramos por el amplio valle transversal de Chira-
jara, en cuyo fondo resuena un impetuoso torrente que ha
arrastrado hasta bloques de roca. El camino discurre ahora
por las pendientes del valle describiendo un arco como
de media legua. Algunas partes en las que se produjeron
desprendimientos de tierras han quedado reducidas a la
anchura de una veredita, de modo que uno no puede tro-
pezarse con alguien que venga en sentido opuesto, pues
no habría manera de cederle el paso, y por eso la mirada
se dirige al abismo no sin cierta preocupación. Desde el
otro lado del semicírculo vemos animales cuyas grandes
cargas pasan rozando la ladera, y ellos siguen adelante,
sin el menor susto, y superan aquellos peligrosos lugares,
demostrando una vez más la incomparable seguridad de
una buena mula.
El siguiente trayecto del camino fue construido en la
roca, sobre abismos y en una anchura de dos a tres metros.
El autor de la obra es un ingeniero del gobierno, Dussán179.

178
Para una revisión de los compañeros de Federmann, véase: Ave-
llaneda Navas, José Ignacio, 1990, Los compañeros de Federmann:
Cofundadores de Santafé de Bogotá, Bogotá: Academia de Historia
de Bogotá, Tercer Mundo.
179
Se refiere al coronel Antonio Dussán, ingeniero militar comisio-
nado por la administración de 1868 a 1870 del presidente San-
tos Gutiérrez Prieto (1820-1872) para trazar el nuevo camino de
Quetame a Villavicencio.

332
El Dorado

No puede negarse el mérito de esta realización —poco


imitada, desgraciadamente, en Colombia—, sobre todo
si se tiene en cuenta que durante los trabajos los obreros
tenían que descolgarse con cuerdas desde la selva virgen
que cubre aquellas alturas, al objeto de hacer en la roca
las perforaciones precisas para las voladuras con pólvora.
La pared rocosa retrocede, la ladera del valle se hace
más accesible, algunas de las aguas que bajan de la mon-
taña tienen tan maravilloso marco de matorral y selva, que
constituyen verdaderas joyas del paisaje. Junto a la her-
mosura, el peligro. Anotemos que los puentes de madera
que cruzan las torrenteras —y que constan de una, o a lo
más dos vigas, y encima tablas y tierra, sin protección de
pretil alguno— no se hallan siquiera en buen estado, y a
menudo han de soportar la carga de los desprendimientos
de tierras. Un puente en tales circunstancias, por el cual
pasamos, se hundió a los dos días al cruzar sobre él un
ganado.
Al atardecer llegamos a Susumuco, una hacienda del
señor Restrepo. Abajo, en el valle, hay una casita con un
trapiche. Y después de un cuarto de hora de subida, en me-
dio de una región de pastos que parece un paisaje suizo,
se encuentra la casa de campo de esa familia, que en clima
tan tonificante suele pasar de cuando en cuando algunos
meses. El valle es angosto; enfrente hay bosque muy denso,
un amplio paraje de caza en el que campa el jaguar. En las
cercanías de Susumuco, donde vi los primeros árboles de
la quina, hay una magnífica cascada que se desprende por
una hendedura de las rocas.

333
Ernst Röthlisberger

El domingo, 9 de diciembre, encontramos muchos re-


baños de ganado vacuno que en grupos de veinte o treinta
reses eran llevados a Bogotá. Avanzaban lentamente, entre
el constante griterío de los mayorales, deteniendo a menudo
la marcha de nuestras cabalgaduras. El traslado de los po-
bres animales dura por lo menos siete días, y son grandes
las privaciones que pasan por la falta de piensos y abreva-
deros, pese a que de propósito se han cultivado algunos
pastos junto al camino. Es tan dura la fatiga, tan fuertes las
lesiones de las pezuñas, que a veces, hasta los animales más
rollizos llegan flacos y débiles a la Sabana, ocurriendo que,
con los cambios de temperatura, contraen enfermedades
pulmonares, y no es raro que sucumban a la tuberculosis.
Los pájaros nos dan particular gozo, sobre todo los
mochileros, de amarillo y brillante plumaje, que van y vie-
nen a sus nidos, parecidos a bolsas colgadas en lo alto de
las palmeras, y los diminutos colibríes, que volando, dejan
tras sí como una estela de colores.
Hoy día, terminado ya el camino, bastante ancho,
que de Susumuco a los Llanos trazara el señor Restrepo,
debe de disfrutarse a placer la hermosura de aquellos para-
jes. La nueva vía sortea los lechos de los torrentes, a los que
antes había que bajar casi verticalmente en una profundi-
dad de hasta cien pies. El camino actual, excelentemente
proyectado y cuyas ventajas pudimos apreciar por haber
experimentado todavía una parte del casi impracticable ca-
mino viejo, lleva hasta la última eminencia de la cordillera,
el alto de Buena Vista. La pendiente máxima es del doce por
ciento, pero en general no suele pasar del cinco por ciento.

334
El Dorado

En la altura dicha se habían colocado en el camino,


y cayendo oblicuamente sobre este, algunos troncos de
enorme tamaño, de manera que el jinete tenía que echar
pie a tierra, desensillar la cabalgadura y pasar agachán-
dose por debajo de aquella barrera. Al otro lado, junto a
sus caballos, había unos cuantos bizarros personajes, pro-
pietarios llaneros, que habían salido a nuestro encuentro
para darnos la bienvenida. Después de cambiar cordiales
saludos, nos volvimos a contemplar el paisaje.
¿Cómo describir nuestro asombro y nuestra delicia al
ver extendida súbitamente ante nosotros la inmensidad de
los Llanos? Es difícil imaginarse la grandiosidad y magni-
ficencia de este panorama, que queda indeleblemente gra-
bado en el recuerdo de quien lo contempla. Nos hallamos
en las últimas estribaciones de la cordillera, sólo 700 metros
sobre el nivel del mar y en una región de formidable selva
virgen. A la derecha vense ríos que por abruptos barrancos
irrumpen en la llanura. Y a la izquierda, la cordillera, que
se va perdiendo hacia el norte y que todavía lanza algunos
ramales sobre los Llanos, como bastiones avanzados por
la azulada lejanía. Son las montañas de Medina, separa-
das de la cadena principal por un desfiladero. Y ante no-
sotros, en un perfecto semicírculo cuyo radio mide treinta
leguas, ¡los Llanos! No se podría imaginar contraste más
impresionante y fuerte que el que forman las macizas, inex-
tricables cordilleras, que ascienden hasta la región de las
nieves perpetuas, y esta uniforme llanura tropical. Grande
y mayestático es el océano en su soledad y en su totalidad
armónica. Más grande y conmovedor es el espectáculo de

335
Ernst Röthlisberger

los Llanos. Rígidas y muertas son las olas, como una ima-
gen del horror y de la fuerza ciega. Los Llanos tienen mo-
vimientos de color y diversidad sin fin; son una imagen
de la vida, que no predica al hombre su total impotencia,
sino que, al menos, despierta en él esperanzas como las que
se alzaron entre los compañeros de Colón al escuchar el
mágico «¡Tierra!, ¡Tierra!». A los Llanos se los considera
uniformes. Vistos desde aquí, no lo son. En efecto, innu-
merables ríos cruzan lentamente la llanura como cintas
de plata que parecen enrollarse sobre sí mismas en la lon-
tananza. Todos esos ríos están orlados de espesa selva, de
suerte que luchan entre sí tres diferentes colores: primero,
el gris espejeante de los ríos; luego, el jugoso verdegrís de
los pastos, más intenso en la fecunda época lluviosa; por
último, las sombras oscuras de los bosques, manchas que
rompen la continuidad del verdor. Y por sobre todo ello
está la conmovedora virginidad de la naturaleza, que su-
blimemente nos pone ante la mirada algo unitario y como
creado de una sola pieza, algo que en su misteriosa inmen-
sidad e inagotabilidad parece recordarnos la propia insig-
nificancia y simbolizar el sumo poder.
Después de un descenso de hora y media llegamos a
Villavicencio, lugar principal del territorio de San Martín.
Este pueblo, recostado en la cordillera y no fundado hasta
1842, consta de una calle bastante larga, que está trazada en
dirección a los montes y recibe los vientos que desde ellos
soplan, de una gran plaza cuadrangular cubierta de yerba,
y de algunas callejas afluentes. Unos cuantos centenares
de personas habitan las poco notables casas del lugar, con

336
El Dorado

cubierta de paja —ranchos—, con suelo de simple tierra


apisonada y muy primitivas en todos los demás detalles.
Sumamente sencilla es también la iglesia, asimismo con
techo de paja y piso de tierra; parece un granero grande,
al fondo del cual se hubiera levantado un modesto altar
rodeado de algunos malos cuadros. El correo y la sede del
gobernador y del juzgado se alojan en ranchos parecidos.
Pero está muy lejos de nosotros dar una intención de burla
a esta descripción, pues para ello tenemos sobrado cariño
y estima por los vecinos de Villavicencio. Aquellas bue-
nas y fieles gentes nos acogieron y atendieron, en medio
de su sencillez, con una obsequiosidad y gentileza nada
comunes. El mismo trato recibirá allí todo viajero que les
sea simpático. Recuerdo que la excelente ama de casa que
nos prodigó sus cuidados como huéspedes de don Ricardo
Rojas180, a la sazón socio principal del señor Restrepo, y
la cual hizo gala de sus variadas artes de cocina, nos dijo
adiós con lágrimas en los ojos, dando una prueba de la
afectuosa fidelidad de aquellas personas, que siempre tu-
vimos ocasión de comprobar.
Villavicencio está a algo más de veintiuna leguas de
Bogotá, distancia que cubrimos en dos días y medio. Pero
los hijos del señor Restrepo y otros llaneros han llegado

180
Ricardo Rojas recibió una porción de los privilegios de tierras de
Emiliano Restrepo Echavarría y, en 1877, transfirió parte de ellos
al municipio de Villavicencio en calidad de donación perpetua
(véase: Salamanca Uribe, Juana, 2009, «Villavicencio: la ciudad
de las dos caras», Revista Credencial Historia, 231, 171-177).

337
Ernst Röthlisberger

a hacer este recorrido, en algunos casos, en sólo unas die-


cisiete horas y sin detenerse, pero cambiando varias veces
los caballos. La población está a 455 metros sobre el ni-
vel del mar y tiene una temperatura media de 28 grados
centígrados. Parece ser que Federmann mandó hacer en
estos lugares una fragua, al objeto de herrar sus caballos
para la subida de la cordillera. Los alrededores han sido
antes selva virgen, que se extendía en una ancha franja a
lo largo de la cordillera. Las talas han hecho más ameno el
actual paisaje. Es frecuente la sensitiva (Mimosa pudica),
que cierra sus pétalos al más ligero roce.
Antes de recorrer los alrededores, vamos a dar alguna
noticia general sobre los Llanos. En territorio colombiano
se dividen en tres partes: las inmensas llanuras del Caquetá,
los Llanos de San Martín —donde nos encontramos—
y los de Casanare, al norte. Por estas llanuras, que com-
prenden casi dos tercios del territorio total de Colombia y
son veinte veces mayores que Suiza, extienden sus afluen-
tes el Orinoco, al norte, y el Amazonas, al sur. Aquí viven
aún en estado salvaje unos cien mil indios, y la cifra quizá
se quede corta. El territorio de San Martín, el del centro,
perteneció antes al estado de Cundinamarca; en 1867 se
separó de este, pasando al gobierno de La Unión, y desde
1868 es administrado por un gobernador, nombrado di-
rectamente por el presidente de la República. En 1886
volvió al departamento de Cundinamarca. Su extensión
es, según unos, de 117.000 kilómetros cuadrados, y según
otros de 105.000. El Orinoco, a cincuenta leguas, marca al
este la frontera con Venezuela. Su afluente principal es el

338
El Dorado

Meta, con doscientas veinte leguas de longitud. Una mara-


villosa red de ríos grandes y pequeños riega la fértil región;
es raro caminar más de cuatro horas sin encontrarse con
alguna corriente de agua. Los jesuitas fueron los prime-
ros en fundar colonias en estas regiones, y los beneficios
fueron muy considerables. Al ser expulsada de Colombia
la Compañía de Jesús en 1773181, se perdieron los resulta-
dos de la colonización. Hasta hace veinte años no se dio
nueva vida a este territorio, gracias, especialmente, a las
gestiones y trabajo del doctor Restrepo, que en todo mo-
mento ha representado con entusiasmo los intereses del
país, haciéndolo también en el Congreso en su calidad de
comisario… Los habitantes civilizados se han establecido a
lo largo de la cordillera y sólo lentamente van penetrando
en los Llanos propiamente dichos, por el oeste desde Co-
lombia, y por el este desde Venezuela. También junto al
Meta han afincado ya gentes blancas, de modo que este
río constituye una vía natural de comunicación con otras
tierras y países.
Las correrías realizables podían dirigirse, bien hasta
las últimas avanzadillas de los habitantes civilizados, o sea
metiéndose en los Llanos a unas veinte o treinta leguas de
Villavicencio, o bien a lo largo de la cordillera, por donde
se extiende, como hemos dicho, una franja de la exuberante
selva tropical con predominio de muchas clases de palmas,
del árbol de la quina y del caucho. Pero en años anteriores
se ha esquilmado, entre los árboles de la quina, la buena

181
La expulsión de los jesuitas se formalizó en 1767.

339
Ernst Röthlisberger

especie de la [Cinchona] lancifolia. Para obtener la corteza


de este, se abatía, sin más, el árbol, abriendo así la gallina
para arrebatar el huevo de oro que todos los días estaba
poniendo. También los árboles del caucho eran cortados,
en lugar de hacerles las incisiones y recoger en vasijas la
leche que fluye para luego concentrarla mediante la eva-
poración del agua y la eliminación de las impurezas.
Después de abandonar Villavicencio y de dejar atrás
el arroyo Parado, cuyas transparentes aguas invitan a ba-
ñarse en él, y luego de atravesar la primera gran hacienda
El Triunfo, de los señores Restrepo y Rojas, se llega, algo
al norte del pueblo, al río Guatiquía, que, descendiendo de
los montes, corre a unirse al Meta. Por aquí tendrá de 60 a
80 metros de anchura, su agua es muy clara y la corriente
bastante torrencial, y hay gran abundancia de pesca. La
ribera derecha es escarpada. El doctor Restrepo había he-
cho tender sobre el río un cable por el que, mediante una
polea, se deslizaba un cesto colgante, y así se efectuaba el
transbordo de pasajeros. La máquina estaba entonces en
reparación, así que hubimos de vadear el río, a unos cinco
minutos más abajo de donde está el cable, por el llamado
«Paso»; la profundidad no es allí mucha, pero la corriente
sigue siendo bastante impetuosa. Al llegar a la otra orilla
se penetra por una grandiosa selva.
Troncos de ochenta a cien pies de altura y de varios
metros de diámetro elévanse allí majestuosos, envueltos
en una maraña de plantas trepadoras, fantástica ornamen-
tación que contemplan admirados los ojos. Se ve el bí-
blico cedro, el ébano, el sándalo, la caoba, el dividivi, el

340
El Dorado

indestructible guayacán, el diomate, el aromoso aloe y dis-


tintas variedades de palmas. Atrae enseguida la atención el
corneto, cuyo esbelto y pulido mástil se levanta hasta una
altura de 28 metros. Las raíces suben unos doce metros
por el tronco y lo rodean abajo formando como un em-
budo, como una pirámide de fusiles. El fruto de este ár-
bol tiene el aspecto de un gran racimo de uva de la altura
de un hombre, y pesa, según André182, de 50 a 80 kilos. Se
alzan también allí la palma corozo, de cuyas fibras se tejen
vestidos, y la denominada cumare, de la que se hacen cuer-
das muy resistentes. Pero la palma más útil es la Mauritia
flexuosa, llamada comúnmente moriche, que alcanza de 15 a
20 metros de altura y es de hojas abundantes en forma de
abanico, cuyo conjunto se extiende como una sombrilla.
Estas hojas son las que se utilizan preferentemente para te-
chos. La médula del árbol da una especie de pan; también
los frutos son comestibles. Del tronco se extrae el vino de
palma, y de las hojas se hacen cordeles, redes, hamacas. La
madera es de fácil corte y se emplea en la construcción; de
ella se fabrican también arcos para lanzar flechas. El in-
dio del Orinoco tiene, pues, en esta palma un recurso de
universal utilidad.
La selva se va aclarando poco a poco. En torno yacen
gran cantidad de troncos medio carbonizados; otros se
alzan todavía como altas columnas, testigos de una des-
aparecida magnificencia. Para conservar las plantaciones
ha habido que quemar la selva, operación que se llama

182
Edouard André, viajero francés citado.

341
Ernst Röthlisberger

desmonte. Ahora llegamos a una pradera bien cuidada y


con agua abundante, cuya yerba, denominada pará, crece
sobre un suelo húmedo y rico en humus y llega hasta la
altura de los hombros.
Más allá de los potreros o pastos está la casa de la fami-
lia Restrepo. Esta morada, muy amplia, cómoda y bonita,
domina la hacienda llamada La Vanguardia. En torno a la
construcción va un corredor desde cuya parte oriental se
disfruta de una magnífica vista de los Llanos, especialmente
de la misma finca, que es muy hermosa. En 1871 creó el
señor Restrepo esta hacienda en medio de densísima selva
virgen. Su espíritu emprendedor, su constancia y su indo-
mable energía son merecedores de alta estima y admiración.
Gracias a las gentilezas de mi hospitalario huésped y
de sus hijos, y gracias a las frecuentes cabalgadas por las ha-
ciendas, me fue posible tener una idea bastante exacta de
la vida en los Llanos. Por las noches teníamos entretenidas
y útiles conversaciones con referencia especial a ese tema.
La temperatura a tales horas era sumamente grata, el cielo
aparecía lleno de estrellas. Los cocuyos brillaban por la os-
curidad, y miles de gusanitos de luz mantenían encendidas
sus pequeñas linternas. El lejano horizonte se alumbraba
de relámpagos. De vez en cuando se veía en lontananza el
desencadenarse de una tempestad en medio de las densas
nubes. Y los rayos hacían incesantes guiños de luz. Lo que
más admiración me producía era que las centellas no ca-
yeran en vertical u oblicuo zigzag sobre la tierra, sino que
se movieran horizontalmente, de suerte que todo el semi-
círculo de la lejanía era como una línea de fuego. Hasta se

342
El Dorado

dio el caso de que los rayos se escindieran en extraños tra-


zos curvos y que algunos de ellos describieran magníficas
serpentinas lanzadas en inclinado giro hacia la altura.
Nos íbamos a dormir bastante pronto, y lo hacíamos
en hamacas y con las ventanas abiertas. Nos arrullaba el
aleteo de las palmas de abanico, y con ellas se armonizaba
también el susurro de algunos cocoteros traídos del estado
del Tolima. A eso de las seis me despertaba y salía en se-
guida al aire libre. Rojo como fuego, se alzaba el disco del
sol sobre la lejana línea del horizonte, en la que se apre-
ciaba con toda claridad la curvatura de la Tierra. El sol
era de un tamaño inusitado y su brillo no hería los ojos.

Alberto Restrepo, doctor en medicina

343
Ernst Röthlisberger

El giro del astro se iniciaba velocísimo. Hacia las siete


de la mañana tenía ya a nuestra vista su tamaño normal y
había alcanzado su cálida radiación. También a primera
hora salíamos a caballo. Los hacendados tenían que ocu-
parse del ganado, echar un vistazo a los pastos y planta-
ciones, había que sembrar y recolectar.
Al principio, para proporcionarse uno de los prin-
cipales productos alimenticios, y pensando también en
la cría del ganado de cerda, se sembraron extensísimos
maizales. El cultivo es de suma facilidad: la estación seca,
el verano, comienza en los Llanos con el mes de diciem-
bre y dura hasta mediados de marzo, o sea no más de tres
meses y medio. Los ríos han reducido su caudal; el aire
es claro y transparente; las noches, estrelladas y magní-
ficas. Este buen tiempo se aprovecha para la tala de bos-
ques o para iniciar el cultivo de tierras. El grano de maíz
es introducido sencillamente en el suelo fertilizado por la
misma ceniza. A partir de mediados de marzo empiezan
a caer constantes aguaceros, los cuales imposibilitan todo
trabajo al aire libre. Esta otra estación, el invierno, se in-
terrumpe por sólo unas dos semanas en el mes de agosto,
en las cuales se recolecta el maíz sin que haya sido nece-
sario extirpar la cizaña. ¡La cosecha multiplica por ciento
cincuenta hasta trescientos la cantidad sembrada! Sobre
este suelo se da luego una buena clase de yerba, o puede
hacerse una nueva siembra de maíz, cuyo resultado es tan
excelente como el de la primera. De agosto a fines de no-
viembre vuelve a llover, de modo que en los llanos —salvo
los pocos días secos del mes de agosto— el tiempo lluvioso

344
El Dorado

reina, por lo menos, durante ocho meses al año; pero se


pueden obtener dos cosechas.
El arroz se cultiva de forma todavía más simple. Si
no se le quiere introducir de modo directo en la tierra, se
procede del siguiente modo: cércase un trozo de terreno
y, en vez de ararlo, se meten en el cercado unas cincuenta
o sesenta reses vacunas al objeto de que remuevan lo más
posible la tierra. Cuando esta da la sensación de hallarse
convenientemente suelta en una profundidad de dos a
tres pulgadas, el arroz se siembra a voleo al caer la pri-
mera lluvia. Entonces vuelve a meterse el ganado, y algu-
nos hombres a caballo lo hostigan y lo hacen correr de un
lado para otro dentro de la cerca, de modo que las pezuñas
vayan comprimiendo la simiente entre la tierra. Al cabo
de cuatro meses se cosecha un arroz de excelente calidad
y en proporción de ochenta a ciento cincuenta por uno
respecto de la siembra.
El mayor asombro ante la inaudita fertilidad de esta
comarca al pie de la cordillera fue el que me produjo la vi-
sita a la hacienda denominada El Tigre, a la que desde La
Vanguardia se llega en media hora de caballo. El camino
va entre selva de poca altura, donde revuelan las más be-
llas mariposas azules, del tamaño de la palma de la mano.
Cuando, a través del espeso follaje que bordea el sendero,
cae súbitamente sobre sus alas un rayo de sol, el efecto es
de verdad fascinante. Al llegar al próximo claro de selva pe-
netramos a un cañaduzal; las cañas, del grosor de un brazo,
alcanzan alturas de 2 a 4 metros. Y se plantaron ¡hace sólo
diez meses! El trapiche allí construido, con buena y alta

345
Ernst Röthlisberger

chimenea y rodillos de hierro, compensa sus esfuerzos al


señor Restrepo con pingües beneficios, pues hasta hace
poco la panela tenía que bajar a este El Dorado desde el
mercado de Bogotá. Menos afortunada me pareció una
plantación de cacao que allí vi, si bien esta planta se cría
en los Llanos en forma silvestre en pequeñas mazorcas de
hasta treinta granos.
Pero no acaba aquí la relación de las riquezas de es-
tas comarcas. La cordillera encierra otros nuevos tesoros.
En La Vanguardia se encuentra mucho mineral de hierro.
Bloques de esta substancia que en nuestros países tendrían
gran valor se utilizan allí para construir tapias. Hay además
enormes yacimientos de hulla que se encuentran todavía
sin explotar. En la cordillera hay también petróleo y oro,
como el que aparece en las arenas de los ríos.
Mas como si la naturaleza hubiera no querido omitir
obsequios, ha dado al hombre hasta un banco de sal. Por
un difícil camino de bosque nos dirigimos a esa salina, si-
tuada al norte de Villavicencio y a cuatro horas de él. La
Salina de Upín, que en cualquier otro lugar tendría un
valor incalculable, se encuentra en una angosta garganta,
entre bosque y a la izquierda de un arroyo de montaña. El
banco de sal, cuya altura es de 9 metros, se halla cubierto
por una capa de tierra, la cual ha ido cayendo de los empi-
nados flancos de esta depresión. Con el agua, que a su vez
escurre desde arriba, se ha formado una verdadera cloaca,
de tal modo que la sal, realmente de transparencia crista-
lina, se aparece aquí muy negra. Al empezar en diciembre
el verano, es necesario, ante todo, quitar la capa de barro,

346
El Dorado

lo cual se practica con pico y pala por obreros que, a causa


de este insano trabajo, caen a menudo enfermos de fiebres.
Arrojando el lodo al río, puede empezarse ya la extrac-
ción de la sal. Los sucios fragmentos de esta substancia
van a parar a un mísero tinglado, al que llaman almacén,
donde se le acumula. El precio de la sal resulta, de todos
modos, bajo, y así conviene que sea, pues los llaneros ne-
cesitan abundante sal para sus ganados. Una comproba-
ción de la gran insuficiencia práctica de esta industria es
que el ingreso anual de la Salina de Upín y el de la cercana
Salina de Cumaral es solamente de algo más de 10.000 pe-
sos, pero advirtiendo que los gastos se elevan a 4.000 pesos.
Ello hace posible que desde Venezuela sea importada sal,
que traen por el río Meta aguas arriba. Si los Llanos, que
sería lo natural, cubrieran sus propias necesidades con la
suficiente sal que poseen, los precios resultarían más ba-
jos, se favorecería el desarrollo ganadero y hasta se podría
exportar parte de ese producto.
No hemos terminado de apreciar el contenido del
cuerno de la abundancia, que la naturaleza ha volcado en
forma de tantos dones sobre esta región. Es natural que
aquí crezca muy bien el plátano o banano, el fruto más útil
de toda la comarca. Constituye el alimento principal del
pobre y determina que ningún hombre pueda morir de
hambre en América. Extraordinariamente rica es aquí la
cosecha, variadísimas las especies, desde el gran plátano
hartón, hasta el dulce manzano, llamado así por su sabor
y que es de un suave color carne. El plátano puede prepa-
rarse de maneras muy diferentes: frito, cocido, tostado,

347
Ernst Röthlisberger

asado. Al igual que la yuca y la tavena, plantas aquí muy


frecuentes, el plátano es un alimento saludable.
Frutas hay allí relativamente pocas, pues en los Lla-
nos se ha descuidado un tanto la plantación de frutales.
Pero no faltan la naranja, el limón, el aguacate, ni tam-
poco el mango, el caimito y el caimarón. La aromática,
aunque muy pegajosa crema de esta última, apenas si la
podría imitar un buen confitero. En otra clase de plantas,
citamos la vainilla, que se podría cultivar en gran escala, la
zarzaparrilla, la ipecacuana, la tagua —o marfil vegetal—,
la copaiba, de la que se extrae un valioso aceite, el cumare,
el palo brasil y diferentes bálsamos y resinas. No puede
omitirse el tabaco, que se da bastante bien.
Producto principalísimo es, empero, el café, de exce-
lente sabor. Se produce y exporta en grandes cantidades.
Visité dos cafetales, el de Ocoa y el que llaman El Buque,
plantado y cultivado por el inteligente y culto médico doc-
tor Convers183. El número de plantas de cafeto asciende a
unas ochenta mil. Generalmente, por el centro del cafetal
atraviesa una avenida flanqueada de árboles frutales. Para-
lelas a esta van las filas de los cafetos, los cuales se hallan
distribuidos en intervalos regulares de dos metros y medio;

183
Se refiere a Sergio Convers Sánchez (1836-1903), hijo del inmi-
grante francés François Convers y de Francisca Sánchez del Guijo,
nacido en la hacienda familiar de El Tintal en Fontibón, casado
con Araceli Codazzi y Fernández de la Hoz —hija de Agustín
Codazzi—, y padre, entre otros, de Sergio Sánchez Codazzi
(n: 1868).

348
El Dorado

las plantas más pequeñas están a la sombra de palmas ba-


naneras. Se cuenta con máquinas para el descerezado y con
una maquinaria desecadora muy práctica. Así, pues, tiene
hoy justa recompensa la diligencia y el cuidado del propie-
tario, que durante años hubo de luchar aquí contra los ri-
gores del clima y poner en peligro su salud en aquel terreno
esquilmado. El señor Convers manda actualmente café a
Bogotá y lo exporta a Europa, enviándolo por el río Meta.
Pero ¡cuántas cosas podrían lograrse aún en esta pri-
vilegiada tierra! En los bosques hay todavía ocultas, o muy
poco conocidas, multitud de plantas medicinales, como el
cordoncillo, que es un gran cicatrizante. Existen también
muchas plantas que podrían dar un superior rendimiento.
Un día me preguntó un llanero sobre la clase y modalidad
de cultivo que requiere el árbol de la canela, a lo cual, por
desgracia, no pude responderle. La muestra que me trajo
era deliciosa, pero todavía susceptible de mejora y selec-
ción. ¡A la obra, generaciones venideras! El mundo no es
todavía estrecho, y la naturaleza está muy lejos de ser para
vosotros una madrastra.
A mediados de diciembre hubimos de hacer una co-
rrería para adentramos en los Llanos. Se trataba de pasar
unos días en el hato denominado Los Pavitos. El camino,
en principio, viene a representar unas dos horas de caba-
llo a través de selva y en dirección este. Pero invertimos
bastante más tiempo en el recorrido. Como acaba de cesar
la época lluviosa, el canal natural que constituía el malí-
simo camino se hallaba lleno de agua y barro y este, que
se desplazaba por la hendidura, traía cantidad de miasmas

349
Ernst Röthlisberger

y vapores mefíticos, producto de las muchas substancias


vegetales en descomposición. Más que cabalgar, lo que ha-
cíamos era ir tendidos sobre las mulas para no meternos en
el agua, que llegaba hasta la mitad de la montura. Pero el
suelo, además de ser resbaladizo, estaba repleto de raíces,
de suerte que las bestias andaban tropezando de continuo
y enredándose a veces entre la retorcida maraña. Teníamos
que hacer uso de toda la habilidad posible para mantener-
nos sobre las mulas y ayudar a estas a no caer. Cuando el
camino era sumamente malo y lleno de almohadas —ele-
vaciones llamadas así por su forma y que, atravesadas en
el camino, sólo dejaban sitio para profundos charcos in-
termedios—, había que desviarse y meterse por la maleza,
la cual nos azotaba rostro y manos, al tiempo que nos ca-
laba la humedad.
El único alivio de amenidad en esta lucha contra el ca-
mino fue el encuentro con una gran tropa de monos aulla-
dores, que saltaban alegres de rama en rama. Estos simios
van generalmente en grupos de veinte o treinta, grandes y
chicos, y es famosa su inteligencia y el amor maternal de las
hembras. Dos de mis compañeros de viaje abrieron fuego
sobre los monos. Una cría cayó a tierra y a ello siguió un
estremecedor aullido de la madre, que seguía en el árbol,
encima de nosotros, mientras todos los demás animales
huían despavoridos. Alcanzada por más disparos, la mona
se mantuvo por unos segundos asida al árbol y luego cayó
pesadamente junto a nosotros. Era un animal de color
gris negruzco, como de tres pies de largo y dos de alzada.
Lo dejamos allí, pues la carne no es comestible por tener,

350
El Dorado

según dicen, un cierto sabor desagradable. Ya entonces me


repugnó semejante inútil matanza y me dolió la muerte
de aquellos seres.
Apenas habíamos salido de la selva y llegado a la que
llaman Boca del Monte, cuando hicimos un alto en el ca-
mino. Después de calentarme bien los pies friccionándo-
los con aguardiente, cambié mi calzado y mis medias por
otros que para tales casos traía, lo que constituye un me-
dio preventivo contra las fiebres. Seguimos cabalgando y
llegamos a las grandes llanadas de Apiay, que se dilatan
entre el río Negro y el Guatiquía en una extensión de unas
dieciocho leguas a lo largo y unas diez a lo ancho, y donde,
según Restrepo, pueden pastar cuarenta mil reses vacunas
y cuatro mil caballos. Pero estas llanuras no constituyen
una superficie enteramente homogénea, pues tan pronto
atravesábamos una extensión de pastos —sabanas— cuyo
recorrido llevaba su buena media hora y cuya vegetación,
en tierra bastante seca, era una yerba grisácea de unos dos
a cinco pies de altura, como llegábamos a un trozo de bos-
que, crecido sólo allí donde corría agua, por lo común a
lo largo de un arroyo. Las distintas sabanas, divididas en-
tre sí por estos pedazos de bosque, eran, pues, porciones
de pradera más o menos grandes, pero tan semejantes las
unas a las otras, que una persona inexperta no podía dis-
tinguirlas, estando en gran riesgo de extraviarse si no se
contaba con un guía. En todo el camino, que duró cinco
horas, no encontramos más que un mísero y solitario hato.
Al caer de la tarde, cuando el sol doraba con sus rayos las
sabanas, llegamos a nuestro lugar de destino.

351
Ernst Röthlisberger

Los Pavitos era un rancho con cubierta de hoja de


palma y tenían dos compartimientos: la «sala», en la que
había una mesa y algunas sillas con asientos y respaldos
de cuero crudo, y un cuartito contiguo con dos catres de
madera. Detrás del amplio patio, donde triscaban y bu-
llían diversos animales de corral, había otra cabaña, que
albergaba la cocina. Y más allá, junto a un arroyo como
de diez pies de ancho, claro y de lenta corriente, se alzaba
un bosque, o mejor, un soto. A la derecha del rancho, va-
rias cercas —talanqueras— de madera de palma o de bam-
búes limitaban espacios de diferente extensión destinados
a encerrar el ganado.
Al día siguiente me llamó especialmente la atención
la piel de una boa constrictor de veinte pies de larga y de
uno y medio o dos de ancho. La habían matado por allí
cerca cuando pusieron el hato. Gran asombro me causa-
ron algunos detalles cuando el grupo viajero fue a bañarse
en el vecino arroyo. El jefe de la expedición, mi compadre
Fernández184 —así llamaba yo a aquel excelente amigo,
hombre como de cuarenta años—, se desnudó y empezó a

184
Puede referirse a uno de los descendientes de Gregorio Fernández,
comisario en Villavicencio en 1840. En 1918, el hato Los Pavitos,
con 200 reses, aparecería a cargo de Mercedes de Fernández, pro-
bablemente la esposa del «compadre» anónimo de Röthlisberger.
En 1936, uno de los socios del hato Los Pavitos sería José Manuel
Fernández, eventual descendiente de doña Mercedes (véase: Gar-
cía Bustamante, Miguel, 2003, Persistencia y cambio en la frontera
oriental de Colombia: El piedemonte del Meta, 1840-1950, Mede-
llín: Eafit, págs. 128-129 y pág. 329).

352
El Dorado

echar piedras en el arroyo. A la pregunta de por qué hacía


aquello respondió sonriente que era para ahuyentar a las
serpientes que de ordinario había por allí. Acto seguido
tendióse a la larga en el cauce del arroyo, que no pasaría
de un pie de profundidad. Confieso que al principio me
atemorizó aquel baño, sobre todo porque el arroyo se ha-
llaba cubierto de vegetación, y las muchas raíces de los
árboles se antojaban otros tantos reptiles a la exacerbada
fantasía. Pero acabé por meterme también en la fresca
corriente. Nunca con tanta claridad como entonces com-
prendí que el hombre es un esclavo de la costumbre. A la
tercera vez me había habituado ya de tal modo a bañarme
en aquel lugar y al requisito de tirar las piedras, que ni si-
quiera pensaba en las serpientes. Más aun, el último día
antes de emprender la partida de allí, nos bañamos tran-
quilamente a las tres de la madrugada, en plena oscuridad,
antes de poner pie al estribo. Entonces lo encontré ente-
ramente natural; hoy día al recordarlo, experimento una
cierta sensación de extrañeza.
Por lo demás, en los Llanos suele perderse el miedo
a los peligros, pongo por caso el de las arañas venenosas,
del tamaño de un puño, y de las mismas serpientes. Es-
tas últimas sólo en rarísimos casos atacan al hombre; por
ejemplo, si se llega a pisarlas. Por lo común huyen de él.
No son excepción en esto la serpiente de cascabel ni la ve-
nenosa equis, en cuya piel parece estar grabada esa letra.
Para curar las picaduras de estos animales, los supersticio-
sos llaneros tienen oraciones exprofeso. El doctor Convers,
persona digna de todo crédito, refería el mucho quehacer

353
Ernst Röthlisberger

que en sus cafetales le daban las serpientes. A veces le ha-


bía apetecido imitarlas y ponerlas furiosas, lo que la gente
de allí dice torearlas. La serpiente silba y se retuerce, y con
ojos iracundos, parece irse a lanzar sobre el hombre, que le
muestra un pañuelo o un trapo cualquiera y que, al arro-
járselo luego violentamente al reptil, es mordido con ra-
bia por este; sus dientes quedan tan fuertemente clavados
que, incapaz ya de soltarse, perece allí mismo a manos del
llanero. Por lo común, un golpe con una varita bien flexi-
ble es lo mejor para hacer inofensiva a la serpiente. En los
Llanos encontré, en verdad, muchas huellas de estos ani-
males, pero pocas veces los vi a ellos mismos.
Uno de los próximos días iba a tener lugar el aconte-
cimiento principal de nuestra permanencia en los Llanos,
o sea la herranza, marcado de hierro del ganado vacuno.
Ya a las tres de la madrugada marchábamos a lomos de rá-
pidos y resistentes caballos, y nos dispersamos en amplio
círculo, a algunas horas de distancia, con el fin de reunir
los rebaños. Al amanecer descubrimos ya las reses, que en
grupos de doce a veinte pastaban separadas en las diferen-
tes sabanas. Dos o tres jinetes rodeaban a galope tendido
a cada pequeña manada y espantándola la obligaban a su-
marse a las reses ya reunidas. A veces se escapaba un ani-
mal, y uno de los llaneros había de galopar tras él media
hora, y a veces más, hasta darle alcance. Poco a poco iba
creciendo el número de las reses, de suerte que hacia las
diez de la mañana habíamos juntado ya un rebaño de más
de mil cabezas. Y ahora el gran tropel mugía sonora e ince-
santemente. Acto seguido, la larga y tumultuosa columna

354
El Dorado

comenzó a correr hacia el hato para su encierro en los cer-


cados correspondientes. A la cabeza marchaban dos jine-
tes, cuatro a los flancos y otros dos a retaguardia. Después
de acabado el encierro nos pusimos a desayunar, y se en-
tenderá fácilmente con qué magnífico apetito lo hicimos
luego de aquella fatigosa y veloz cabalgada de varias horas.
A continuación se pasó a clasificar las reses. Las de más
años quedaron en el primer corral, que era el mayor. Des-
pués seguían los animales más jóvenes y de menor tamaño,
y finalmente, en la última corraliza, se encerró a los terne-
ros nacidos durante el año y que estaban aún por marcar.
En medio de cada cercado había un gran pedazo de sal,
y fuera de esto no se daba a las reses alimento alguno, el
mugir era incesante por ello, sumándose además las quejas
de los ternerillos separados por primera vez de las madres.
Había que proceder a marcar con el hierro a estas re-
ses jóvenes, pasando luego a adjudicarlas a sus dueños,
contarlas y calcular así el aumento del hato. A tal efecto,
mozos semidesnudos se lanzaban en pos de los terneros y
los agarraban por el rabo. De un tirón, realizado con rara
habilidad, el animal era arrojado al suelo, quedando pre-
cisamente de costado, momento en que con toda rapidez
le ataban las patas. Luego venían a él con el gran hierro
candente cuya forma dibujaba, por ejemplo, una R, y se
le aplicaba al flanco. El atemorizado animal podía ya sa-
lir corriendo. La pericia que hacía falta para atrapar a las
reses y derribarlas la comprendimos bien cuando alguno
de nosotros pretendió hacer lo mismo. Los terneros, to-
davía tan pequeños, tenían una fuerza tan grande, que el

355
Ernst Röthlisberger

torpe domador se veía arrastrado con toda facilidad por


el apisonado suelo del corral, de suerte que más de uno de
mis compañeros de viaje ofrecía un lamentable aspecto.
Como los señores Restrepo y Fernández tenían el hato en
común, los animales se iban adjudicando alternativamente
a cada uno de los dueños, señalándolos con letras distintas.
A pesar del constante trabajo de la gente, de cuyas
frentes corría a chorros el sudor, la faena no pudo darse
aquel día por terminada. El ganado quedó, pues, encerrado
durante toda la noche, en un inacabable mugido de ham-
bre, de sed y de anhelos de libertad. A la mañana siguiente
quedó listo el trabajo, y hacia las once abrióse por fin la
entrada de la talanquera principal. Yo me había subido a
un poste de veinte pies de altura junto a la abertura, de tres
metros de ancho, de la cerca, con el fin de contemplar la
salida del rebaño. Todavía al recordar aquel espectáculo
experimento una sensación de mareo. Apenas retirados
los palos de la entrada los animales se apiñaron para esca-
par. Un bosque de cornamentas se apareció a mis pies y
el suelo empezó a retemblar como en un terremoto. Con
toda fuerza hube de agarrarme al movedizo poste para
no ser víctima del vértigo y caer al suelo, lo que hubiera
tenido la muerte por consecuencia. Poco a poco fue apla-
cándose el estruendo de la presurosa manada. Con extraña
rapidez volvieron a reunirse los grupos sueltos que habían
sido juntados el día anterior, y, guiados por su jefe natu-
ral, saltaban hacia los pastos respectivos después de haber
calmado la ardorosa sed en una gran laguna próxima. Al
cabo de media hora no se veía una res en torno al rancho.

356
El Dorado

Igual acontecimiento repitióse al siguiente día, pero


las reses que hubimos de reunir fueron sólo unas setecien-
tas, cosa que hicimos en otra parte del hato y a eso de las
nueve de la mañana. Todo el hato sumaba algo más de dos
mil cabezas. Al mediodía matamos un magnífico y gordo
ternero. Según las reglas, se le preparó convenientemente,
se le espetó entero en un enorme asador y se le colgó so-
bre un crepitante fuego. Al cabo de algunas horas estaba
el asado a punto y la grasa escurría ya de la rica carne. No
creo haber probado nunca cosa más sabrosa que aquellos
trozos de carne separados sencillamente a tiras con un cu-
chillo y llevados con los dedos a la boca mientras el jugo
corría por la barbilla… Un espectáculo de primitiva natu-
ralidad, una estampa auténtica de la vida del llanero.
Al otro día volvió a dejarse en libertad a la segunda
parte de la vacada. Pero quedaron encerrados algunos bece-
rrillos, pues varios de ellos tenían heridas, en las que insectos
dañinos habían puesto sus huevos y otros se hallaban ator-
mentados por las garrapatas. Se limpió, pues, a los animales,
ya que las oraciones y conjuros no habían dado resultado.
Era enternecedor ver cómo las madres de los ternerillos ron-
daban celosas por las cercanías mugiendo lastimeramente.
Por las noches venían a amamantar a sus crías. Pocas vacas
son estabuladas con el fin de ordeñarlas y utilizar su leche
para beberla o fabricar queso; la mayor parte de ellas están
en completa libertad y dan de mamar a sus hijos. La vacada
se reproduce con gran rapidez. En cuatro años, así calcula el
llanero, se duplica una cantidad de ganado vacuno por el es-
tilo de lo que hemos visto, descontando anualmente una

357
Ernst Röthlisberger

décima parte constituida, poco más o menos, por los ani-


males viejos sacrificados, los que mueren, los que se venden
por separado o los que devora el jaguar.
El trabajo del llanero consiste, precisamente, en acos-
tumbrar al ganado a vivir en el hato y en amansarlo en
forma adecuada. Para ello, no sólo hay que dar sal a los
animales, vendarles las heridas que se hacen luchando unos
contra otros, sino que además es necesario observarlos cui-
dadosamente durante cuatro meses y recogerlos todas las
noches hasta que se hayan habituado a quedarse en las saba-
nas vecinas y a recibir cualquier clase de auxilio en el hato,
o bien buscar allí algún miembro extraviado del rebaño.
Por razón de los muchos peligros a que se halla expuesta,
la raza se ha hecho inteligente. Al ocurrir inundaciones de la
parte baja de los Llanos durante el «invierno», el ganado
huye a zonas más altas. Para protegerse del jaguar se colocan
a veces en apretados grupos y dispuestos en círculo con las
cabezas hacia afuera, de modo que los cuernos forman una
valla. A los animales jóvenes se les pone en el interior del
círculo y no es frecuente que el jaguar se atreva a sacarlos de
un salto de aquella astada fortaleza. Es también interesante
la confianza del ganado en el pequeño halcón que llaman
garrapatero y que posándose sobre las reses les extrae las ga-
rrapatas para comérselas.
En general, la raza vacuna introducida por los españo-
les es grande y fuerte. La cabeza es pequeña, los ojos miran
con cierta vivacidad, el cuello es extraordinariamente es-
belto, la piel limpia y brillante. Los cuernos son más bien
cortos y de bella curvatura. Por naturaleza este ganado

358
El Dorado

es además bastante manso. ¿Será que el clima, lo mismo


que el hombre, ha llegado a infundirle una cierta indife-
rencia? Nunca oí que un toro furioso acometiera a nadie.
Por supuesto, con un caballo ligero sería posible escapar a
la embestida. Últimamente, mediante la importación de
sementales de Hereford, se ha tratado de mejorar la raza.
Gracias a la rápida multiplicación de los rebaños, la riqueza
principal de los Llanos está en la ganadería.
También merecería la pena explotar la cría caballar y
mular, pues las razas allí existentes son bonitas, ágiles y de
una resistencia poco común. Si se considera que durante
quince años de guerra de Independencia —1810 a 1825—,
tanto los españoles como los republicanos se llevaron casi
todos los animales de la región llanera, habrá que recono-
cer que esas comarcas son excepcionalmente adecuadas
para dicha rama de la ganadería. También la oveja y la ca-
bra darían buen rendimiento.
Casi todas las tardes, entre las cuatro y las cinco, sa-
líamos de caza. Hacia la puesta del sol salen del monte los
muchos corzos y ciervos que allí se crían, para apacentarse
en grupos en los crecidos pastizales. Se avanzaba a caba-
llo hacia alguno de esos montes, o sea pedazos de bosque,
se hacía alto a unos cientos de metros, y luego había que
deslizarse a pie en dirección a la pieza. El ojo de azor de
mi compadre Fernández descubría los animales a mucha
distancia. Para la vista normal del hombre de ciudad, era
imposible distinguir su color entre la yerba. El cazador ex-
perto se iba derecho hacia el venado; y no tardaba en alcan-
zarlo el disparo mortal, lo cual nos deparaba un magnífico

359
Ernst Röthlisberger

banquete. Cuando uno fallaba la puntería, los animales se


dirigían hacia el monte en frenéticos, formidables saltos.
A mí, falto de verdadera rabies venatoria, aquello me pa-
recía lo más hermoso y juzgaba que los brincadores fugi-
tivos habían merecido sobradamente su libertad.
También becadas, patos y pavos encontrábamos a me-
nudo por las grandes lagunas de agua fangosa y rodeadas
de árboles. Por allí resonaban nuestras ambiciosas descar-
gas. Un tiro de mi revólver suizo me ocasionó una vez sin-
cera pena. En uno de aquellos estanques nadaba una garza
blanca, una «gentil garza». Uno sugirió la idea de matar
al ave y como la cosa era difícil, el juego nos resultaba di-
vertido. Ya la garza estaba herida, cuando una bala de mi
revólver la alcanzó en el cuello. El animal se alzó convul-
sivamente, extendió las alas, abatió el cuello y murió. Se
me alabó el disparó, pero me quedé triste. Habíamos co-
brado caza bastante y dejamos allí la garza, la gentil garza.
Después de ocho días de vida nómada y venatoria, íba-
mos a regresar a Villavicencio para pasar allá la fiesta de
Navidad. A las tres de la madrugada pusímonos en marcha
después de habernos bañado. Las cabalgaduras, que conocían
bien el sendero, avanzaban vigorosamente con el aire fresco
de la noche. Cada jinete seguía en silencio al de delante sin
ver al que encabezaba la hilera. En la lejanía el cielo aparecía
rojizo en algunos puntos como iluminado por resplandor
de incendios. En efecto, eran algunas sabanas a las que se
habían prendido fuego para que al arder su seca y alta yerba
dejara espacio al pasto fresco y reciente que el ganado bus-
caba con ansiedad. Un cómodo y nada dispendioso cultivo…

360
El Dorado

Entre las cuatro y las cinco fueron apagándose las es-


trellas y el cielo comenzó a clarear ya por oriente. Pero a las
cinco, curioso fenómeno que muchas veces he observado,
durante unos diez minutos parece que la noche combatiera
una vez más con el día y que ahora pretendiese juntar todas
sus fuerzas para la lucha. De nuevo vuelve a reinar la oscu-
ridad. Pero súbitamente cesa la resistencia. La ancha franja
de claridad que luce por el oriente va haciéndose mayor, las
nubes se perfilan más nítidamente, primero en blanco, luego
en gris bronce, después en rojo claro y rojo carmesí. A las seis,
precedido de haces de fuego, surge el sol. Los pájaros, loros
y pericos, y los grandes y relucientes guacamayos, gritan y
parlotean frenéticamente. Los pequeños colibríes, las tomi-
nejas, pasan y repasan veloces con su plumaje de colorines.
Todo ha cobrado nueva vida, y el jinete, sobre su cabalga-
dura que relincha alegre, se siente invadido de un indeci-
ble bienestar. ¡Oh gozo de la mañana, oh dorada libertad!
Han llegado las navidades y con ellas la máxima fiesta
del año para los colombianos y para los llaneros. La No-
chebuena es la meta de todos los deseos, el tiempo en que
van al pueblo principal a presenciar el, en su opinión, in-
comparable culto y a efectuar sus compras para todo el
año. Durante varias noches se habían celebrado proce-
siones en la plaza de Villavicencio, delante de la iglesia; la
gente las había acompañado llena de devoción y se había
llevado en andas las viejas y sagradas imágenes. Se lanza-
ban cohetes, viejos fusiles y mosqueteros repletos de carga
eran disparados junto a nuestras orejas. Había en todas las
cosas una gozosa vibración.

361
Ernst Röthlisberger

En esta ocasión conocí, en calidad de pastor de su grey,


al padre Vela185, al que como persona privada había estimado
ya mucho. «El Pater», como familiarmente se le llamaba,
era un fraile dominico, alto, fornido y que andaría por los
cuarenta años. Tenía un rostro expresivo y cariñoso, de rojas
mejillas, llevaba, con permiso de la superioridad, una her-
mosa barba cerrada. El padre Vela, en su hábito blanco y
negro, era una espléndida y varonil figura. Pero casi nunca,
por razón de los rigurosos calores de aquella región, llevaba
el hábito de la orden; con indumentaria civil parecía más
bien un recio molinero. Gustaba mucho de montar a caba-
llo y compartir la vida de los llaneros; él era un llanero en
el mejor sentido de la palabra. Tenía también un modesto
hato, criaba ganado y lo vendía. Tenía que hacerlo ya por
el motivo de que el gobierno no pagaba puntualmente la
ayuda correspondiente a su mezquino sueldo y porque los
habitantes de los Llanos no eran de especial largueza para
con su clérigo. La cura de almas era allí cosa de cada cual,
pues hecho ya el pueblo a pasar la mayor parte del año sin

185
El padre José de Calasanz Vela (1840-1895) —autor de varios es-
critos incluyendo el que fue reeditado por Alfredo Molano bajo
el título de Dos viajes por la Orinoquia colombiana, 1889-1988,
Bogotá: Fondo Cultural Cafetero, 1988— administraba en esos
días los curatos de Villavicencio, San Juan de los Llanos, Jiramena,
Uribe, San Martín, Cabuyaro y Sebastopol —en donde formó el
padrón de indios achaguas— y había fundado a San Pedro de Ari-
mena (véase: Banco de la República, Biblioteca Virtual Luis Ángel
Arango, Rufino Gutiérrez, http://www.banrepcultural.org/blaa-
virtual/historia/uno/uno9b.htm#1).

362
El Dorado

el consuelo de la iglesia y acostumbrado hasta a efectuar los


entierros sin auxilios del clero cuando el padre se encon-
traba ausente, su sumisión y respeto ante lo eclesiástico no
era cosa muy señalada. Por esta causa, cualquier clase de fa-
nático y cualquier cura de los que siempre llevan la religión
en la boca, pronto hubiera quedado fuera de lugar en los
Llanos. El padre Vela, en cambio, con su natural rectitud,
se había conquistado la plena confianza de la gente. Tam-
bién en sus viajes por el río Meta supo inspirar respeto y
veneración a los indios salvajes de aquellas riberas, de modo
que siempre había algunos que se hacían bautizar por él.
Servicial y tolerante en toda ocasión, «el Pater» podía ser
considerado como un consejero y educador de Villavicen-
cio y sus contornos.
Como el templo, junto con la espiritual edificación y
piedad, ofrece en aquellas regiones la única oportunidad
de distracción, era siempre muy visitado y más en Noche-
buena. Las mujeres se hallaban acurrucadas sobre el suelo
de tierra. Un armonio, en el que no era inconveniente in-
terpretar hasta música bailable, elevaba con sus sones el
ambiente de la fiesta. Hasta algunos tocadores de guitarra
y tiple, muy buenos en su arte, hacían sonar en la iglesia to-
nadas populares para exaltación y gloria de la Noche Santa.
Era en su conjunto una bella fiesta popular, llena de natu-
ralidad y de cordial alegría, en la que todos participaban.
A las navidades siguió una mayor calma. Para pa-
sar el tiempo se organizaban, de cuando en cuando y en
plena calle, bárbaras riñas de gallos, espectáculo que nos
infunde horror, que nos inspira repugnancia. Los gallos

363
Ernst Röthlisberger

de los Llanos son de buena raza y valientes, de afiladas es-


puelas y de gran fiereza y saña. Sólo cuando se halla ya muy
maltrecho cede el más débil el campo de batalla.
Esta extraña conducta, mitad en son de regocijo, mi-
tad con tintes de barbarie, nos da pie para presentar de
una manera más conexa y ordenada el tipo del llanero. El
habitante de los Llanos, si bien tostado por el sol tropi-
cal, es generalmente de tez blanca; hay que anotar, sin em-
bargo, que su raza constituye un mestizaje de blanco y de
indio. Por lo regular, es muy musculoso y de buena com-
plexión. No es raro encontrar hombres de mejillas encar-
nadas, mientras que las mujeres, en aquel clima, tienden
a empalidecer. El hijo de los Llanos es en grado sumo un
amante de la libertad. En la guerra de la independencia esta
región dio los mejores soldados, gentes de heroico valor en
el combate. Pocas veces los españoles resistieron el ímpetu
de los tropeles de caballería de los llaneros, sucumbiendo
en gran número frente a sus lanzas y sus sables. El llanero
es tan feroz en la lucha que se le ha llamado «artista de la
muerte». Después de la victoria, sin esperar recompensa
ni paga, desea volver en seguida a sus tierras, pues ama los
llanos con verdadera pasión y encuentra el mayor gozo en
la existencia nómada, pese a los muchos peligros que esta
ofrece y que él bravamente supera. Nada con excepcional
destreza, le place sobremanera dedicarse a todas las habi-
lidades y faenas de la doma de caballos. Es abierto y franco
y ello se expresa en la nobleza de su mirada. Su honradez y
probidad son proverbiales. Con los buenos es humilde y al-
tanero con los orgullosos. Es sensible y no olvida fácilmente

364
El Dorado

las ofensas, sin llegar a ser vengativo. Es amigo de bromas


y de dar chascos; de la especie de estos da idea el suceso si-
guiente: el año de 1876 llegó a los Llanos de San Martín el
viajero francés André.
Injustamente, sin duda y tal vez a causa de la diferencia
de idioma, los llaneros lo tomaron por hombre arrogante,
descontento con todas las cosas y siempre propicio a opi-
nar desfavorablemente. Y pensaron: «Aguarda, y ya verás
cómo te quitamos esa aspereza para con nosotros». Dicho
y hecho: en las cercanías de Villavicencio, lo llevaron hasta
un lugar donde había gran cantidad de avispas salvajes, que
pican horriblemente. Acto seguido huyeron con sus cabal-
gaduras, escondiéndose tras de la vegetación. El viajero, en
tanto, llegó enteramente desprevenido, junto con su com-
pañero, hasta el sitio peligroso, donde fue atacado por los
enfurecidos insectos. «¡Hormiguill, hormiguill!», dicen
que gritaba. Los llaneros se morían de risa. André, en su
crónica de viajes [publicada en Le] Tour du Monde186, es-
cribe que en los Llanos hay una especie de avispas que ata-
can al hombre sin necesidad de sentirse hostilizadas. En
realidad, no es así. Lo que he contado es la verdad de los
hechos referidos por los mismos que en ellos participaron.

186
Véase: André, Edouard, 2013, «La América Equinoxial (Colombia-
Ecuador-Perú)», 1875-1876. En: Navas Sanz de Santamaría, Pablo
(ed. académico y compilador), Colombia en Le Tour du Monde,
tomo ii, Bogotá: Villegas Editores, Universidad de los Andes,
Thomas Gregg & Sons, págs. 46-49.

365
Ernst Röthlisberger

Todos los movimientos y ademanes del llanero son vi-


vos y se hallan llenos de una cierta gracia natural. Es hombre
cortés y apasionado, a su manera peculiar, generoso con su
querida o su mujer, pero siempre Don Juan y aficionado a
conquistas. Al juego y a las diversiones se entrega con pre-
dilección en las raras ocasiones que para ello se le brindan.
En el hato Los Pavitos conocí a un muchacho de unos die-
ciséis años, chico despierto, que trabajó allí por medio año
y se había ganado así algunos dólares. Este mozo, casi un
niño todavía, llegó a Villavicencio para aquellas navidades
y en una taberna que había frente a nuestra casa se puso a
beber anisado y a entonar cancioncillas acompañándose
con una pequeña guitarra. Tocó toda la noche, sin cesar;
cantó y bebió de lo lindo; de mañana, entre las seis y las
ocho, seguía cantando… A las tres de la tarde nos lo en-
contramos por allí cerca, cabalgando tan tranquilo y ya de
vuelta para el hato. De todo el dinero de los jornales traba-
josamente ahorrado, sólo le había quedado para comprarse
un sombrero pardo de fieltro que nos mostró sonriente. De
arrepentimiento por el dinero mal gastado y por la noche
pasada en claro, no daba la muestra más leve; por el con-
trario, iba tan ufano como contento.
Especial talento tiene el llanero para hablar y para
comprender con rapidez. Gusta mucho del humor sar-
cástico y de la mofa. Tiene predilección por el canto, la
poesía y la música, pero exagera sus pensamientos y sólo
muestra sencillez en las comparaciones con la naturaleza;
en otros casos, se le va la mano en la expresión. Sus heroicas
estrofas —galerones— tratan bombásticamente del toro,

366
El Dorado

del caballo, de la lanza, la mujer, el desafío. Tan pronto se


habla de coger caimanes bonitamente con la mano, como
de matar tigres de un sopapo o enviar a un toro, con sólo
un puntapié a unas cuantas millas de distancia. Todas es-
tas imágenes, en las más originales coplas de dos o cuatro
versos, las improvisa el llanero con asombrosa facilidad y
acierto. Su canto lo acompaña con matracas —tubos con
piedras o semillas dentro, con los que se lleva el compás—,
con el tiple o la bandola. Su voz es fuerte, para que se escu-
che de bien lejos y habla en un tono cadencioso y alargado.
En el llanero se hace manifiesto el estado de transi-
ción entre nuestra cultura y la barbarie del indio sin civili-
zar, entre ley y libertad absoluta, entre sociedad y soledad,
entre la total independencia y todas nuestras restricciones,
en parte condicionadas por la misma civilización, como
moda, disposiciones de policía, etcétera. Sobre la actitud
del llanero en cuanto a cultura da graciosa referencia la
anécdota que sigue y que fue publicada por el periódico
La Nación de Bogotá, de probado catolicismo:
Un día llegan a un pueblo del interior dos llaneros muy
ignorantes y ven por primera vez un templo. El primero
que se atreve a entrar, contempla admirado las preciosida-
des que encierra la iglesia y en ella se encuentra con el cura.
Este le pregunta de dónde viene y hace otras indagaciones
por el estilo, deseando saber también cómo anda el hombre
en materia de religión. «¿Crees», interroga el sacerdote,
«que Nuestro Señor Jesucristo fue escarnecido y crucifi-
cado y que al tercer día resucitó?». El llanero responde
con evasivas y busca la primera ocasión de ausentarse de

367
Ernst Röthlisberger

allí. Fuera se encuentra con su compañero y le dice: «Tú,


anda con cuidado si es que vas a entrar a la iglesia. ¡No di-
gas nada!, porque parece que andan haciendo pesquisas
por un asesinato que hubo…».
Así es el llanero, un tipo humano en íntima vincula-
ción con la naturaleza, una mezcla de civilización y primi-
tivismo. Sus ojos, tan pronto chispean de fieras pasiones
como reflejan la máxima mansedumbre e ingenuidad. Si
se le trata cariñosamente, es el más tranquilo, desintere-
sado y fiel de los hombres y el mejor de los amigos. Si se le
agravia, se convierte en un tigre. En él, casi todo es instin-
tivo; no conoce la larga reflexión, la conducta ponderada
y armonizante del hombre de superior cultura.
Pero todavía nos quedaba por conocer a los llaneros
de verdad… Al día siguiente del Año Nuevo de 1884, fe-
cha que había transcurrido muy en calma y que tampoco
es festejada en demasía por tratarse de un tiempo que cae
en verano, nos pusimos de nuevo en marcha hacia Los
Pavitos. La cabalgada fue de dieciséis horas, casi sin hacer
alto y en dirección al Meta. De comer, apenas consegui-
mos nada. Pero sabían exquisitamente los trozos de panela
que habíamos conservado en los bolsillos de los zamarros
y que, al parecer, son manjar que calma la sed y el hambre.
Pasamos por delante de La Loma, una altura de unos 20
metros, situada en la mitad de la llanada y casi enteramente
cubierta de selva. Por ser la única colina de esta clase, se
la ve a muchas leguas de distancia. De vez en cuando, a lo
largo de las corrientes de agua, veíamos hileras de palmas
que formaban como columnatas de templos, como altas

368
El Dorado

naves de alguna catedral. Y en torno a las lagunas surgían


verdaderos anfiteatros y rotondas de la palma moriche.
A la segunda jornada, a eso de la diez de la mañana,
penetramos en una zona de espesa yerba que llegaba al
pecho del jinete. El avanzar resultaba sumamente traba-
joso a las bestias. Por un rato creímos habernos extraviado
de la senda y nos acometió una cierta inquietud al no ver
más que cielo y yerba en torno nuestro. Al final, por unas
palmas que asomaban en la lejanía, pudimos orientarnos.
Mientras nos esforzábamos por seguir adelante entre la
alta yerba, vimos muy cerca de nosotros un tapir o danta
que escapó en seguida. En la situación en que estábamos
no se nos ocurrió perseguirlo. Su carne, además, según di-
jeron, no es particularmente sabrosa.
Por aquel tiempo los vientos alisios comenzaban a so-
plar del este, o sea desde el lado del litoral y nos propor-
cionaban un aire relativamente fresco. Estos vientos de
verano, que se mantienen durante seis horas diarias, son
gratísimos en medio del calor del Trópico. Después de
atravesar hacia el mediodía una región desértica, bastante
seca y arenosa, además llena de serpientes, nos acercamos
a uno de los brazos del río Negro, que ahora en la llanura
discurre lento y perezoso. Como hace allí una vuelta larga
pero muy cerrada y como la península que resulta se halla
totalmente cubierta de selva, resultaba una delicia cabal-
gar en la fresca sombra y con el río a ambos lados, el cual,
de vez en vez, lanzaba vivos destellos a través del follaje.
Alrededor de las dos de la tarde llegamos al vértice del
meandro. El río tendría allí una anchura de treinta metros.

369
Ernst Röthlisberger

Gritamos muy fuerte hacia la opuesta orilla para anunciar


nuestra llegada, pero nadie apareció. Después de media
hora de espera nuestro amigo Abadía, el caucano, decidióse
a buscar un vado por donde cruzar con nuestros animales
o bien tratar de proporcionarse alguna barca que pudiera
haber en la otra ribera, lo cual parecía bastante probable.
Se arrojó, pues, al agua, cruzó a nado el río y encontró una
canoa que era hecha de un tronco hueco, en la cual pusi-
mos las monturas; así pasamos al otro lado, obligando a
nadar a las bestias. Ascendimos por la pequeña altura que
se lanza en aquella margen y después de cabalgar por espa-
cio de veinte minutos llegamos al hato llamado Yacuana,
situado en medio de los Llanos y que consta de un rancho
con su correspondiente techo de paja de palma, de una co-
cina y de muchos cercados. Esto formaba el centro de una
gran propiedad, en la que, calculando aproximadamente,
pastarían unas diez mil cabezas de ganado. Antonio Ro-
jas187, prototipo del auténtico llanero, nos recibió y nos
dio la bienvenida.
Con sorpresa grande supimos que acabábamos de co-
rrer un grave riesgo: a unos veinte metros arriba del lugar
donde Abadía soltó la canoa había un vado muy fácil y por
desgracia desconocido. Entre este y el lugar de la canoa ha-
bitaba un enorme caimán que el día anterior había atrapado

187
La única referencia que hemos encontrado sobre este personaje es
que, en 1889, Emiliano Restrepo vendería a Antonio Rojas las ha-
ciendas La Estanzuela y San Lorenzo (véase: García Bustamante,
Ibidem, pág. 128).

370
El Dorado

un perro del hato y se lo había comido tranquilamente. A


pesar de haberle puesto muchas trampas con carne envene-
nada, no obstante de muchos ardides y persecuciones, no
se había podido acabar con el malvado huésped. Abadía,
por tanto, al pasar a nado el río había corrido no sólo el
peligro de que le alcanzara la descarga de un pez eléctrico,
de los que hay muchos allí, y de que al quedar paralizado
le arrastrara la corriente, sino que además pudo ser pasto
del acechante caimán. Nos congratulamos mucho de que
no hubiera ocurrido a nuestro amigo tamaño percance y
tomamos nota de aquella seria admonición.

Ezequiel Abadía, estudiante de medicina

371
Ernst Röthlisberger

Cuando esa misma noche nos hallábamos alrededor


del rancho charlando y tendidos unos en el suelo y otros
en chinchorros —hamacas tejidas de red—, exclamó súbi-
tamente Antonio Rojas: «¡Ya están allí, al otro lado del
río!». Nos esforzamos en vano aguzando el oído para
percibir algo hacia aquella parte. Antonio seguía escu-
chando, luego afirmó con aplomo: «Es el negro Brizuela,
que viene para marcar el ganado». Nos tendimos pegados
a la tierra y espiamos con la máxima atención cualquier
movimiento o ruido. Nada se oía. Antonio dio una gran
voz, luego afirmó que los tardíos visitantes traían consigo
algunos perros y que al cabo de un buen rato llegarían a
nuestro rancho. Sólo cuando los dos hombres se hallaban
ya muy próximos nos dimos cuenta de su presencia. Si yo
no hubiera presenciado y comprobado personalmente tan
asombrosa demostración de agudeza de oído, hubiese te-
nido por cosa inverosímil que Antonio pudiera distinguir
unas voces a media legua de distancia, así fuera de noche y
en medio del mayor silencio. Mis amigos y yo no tuvimos,
pues, otro remedio que admirar sin reservas la excelencia
del órgano auditivo de los llaneros.
Nuestro rancho era sencillísimo, pero extrañamente
amoblado. Yo dormía en un camastro que tenía una do-
ble capa de pieles. Las había de jaguar, de puma —el león
americano—, de oso negro y también de oso hormiguero,
cuyos pelos son largos y erizados como de paja. Nos dor-
mimos con la fantasía llena de soñadoras imágenes y go-
zamos de un magnífico descanso nocturno. Este, empero,
se vería turbado violentamente durante la segunda noche.

372
El Dorado

De repente sonó un grito de alarma, «¡fuego!». Nos des-


pertamos en medio de una espantosa humareda. Cogí
mis anteojos, que tenía allí al lado y en el mismo instante
sentí en la mano una penetrante punzada. Nos planta-
mos fuera de un salto, medio adormilados todavía y sin
darnos cuenta de nada. Entre tanto, el fuego estaba y que
apagado. La vela que teníamos para alumbrarnos y que es-
taba puesta en el cuello de una garrafa de mimbre se había
quedado encendida en el improvisado candelabro cuando
nos retiramos a dormir. El contenido de la vasija, que era
melaza de caña, comenzó a arder y a causa del humo que
desprendía salieron espantadas de su refugio unas grandes
avispas que anidaban en el techo, bajo la cubierta de paja
y se arrojaron contra sus supuestos agresores. Otra vez,
un «¡hormiguill!»… Abadía fue el primero que sintió la
picadura y el primero, por tanto, en despertarse. Y él dio
la voz de alarma, afortunadamente a tiempo de librarnos
de males mayores, pues el ranchito hubiera ardido como
una casa de naipes. Las picaduras se inflamaban de forma
asustante y eran muy dolorosas. A Abadía las avispas le ha-
bían picado en la cara y sin pretenderlo hacía unas muecas
que provocaban gran hilaridad.
Entre las cinco y seis de la mañana se presentó Anto-
nio Rojas ante nuestro lecho con una totuma de café que
bebimos con fruición. Es el mejor café que he tomado y
todos los que se hallen en el mismo caso habrán de con-
firmar este juicio, personal, no obstante, e influido por el
tiempo, las circunstancias y el carácter de la vida en aque-
llas tierras.

373
Ernst Röthlisberger

Hacia las seis nos levantábamos y tomábamos un va-


sito de aguardiente de una botella dentro de la cual habían
puesto unas hierbas que decían eran buenas contra el ataque
de las fiebres. Luego montábamos un buen rato. Sólo más
tarde se tomaba el desayuno. Durante este, los asientos no
eran de lo mejor: unos se acomodaban en el suelo, otros en
caparazones de tortuga terrestre, animal que se captura y se
ceba para comerlo luego como selecto manjar. Por último,
la concha sirve de taburete. Vi tortugas de 60 centímetros
de largo y 45 de ancho, cuyos caparazones eran magníficos
como recipientes para usos diversos, aunque su presenta-
ción no tenía nada de bello y eran de un color gris terroso.
La principal excursión que íbamos a realizar desde
Yacuana tenía por objetivo el río Meta, el mayor de los
afluentes del Orinoco, al cual se llegaba a caballo en unas
dos horas y media de recorrido en dirección norte. Ya en
camino, desayunamos bajo un pequeño cobertizo —cuatro
palos y un techo de paja—, donde había varias calaveras
de tigre, y yo, no sin gran esfuerzo, logré arrancar de ellas
algunos dientes auxiliándome de unos guijarros. Con tal
motivo, contáronse historias diversas de la caza del tigre,
las cuales ahorro al lector, pues en Europa se las recibiría
con sonrisas de incredulidad o sarcástica suficiencia, aun-
que ostentan el sello de la verdad para quien las escuchó
de labios de los llaneros en relatos de suma naturalidad y
sencillez.
Charlando alegremente, a eso de las dos de la tarde
tocamos en el río Meta por el lugar llamado La Bandera.
Estábamos a unas cuarenta y cinco leguas de Bogotá y a

374
El Dorado

ochocientas sesenta y dos de la desembocadura del Orinoco


en el océano. Saliendo del bosque que acompaña al río y
que se hunde siguiendo la depresión de la orilla, llegamos
a un banco de arena que se levanta como unos ocho pies
sobre el agua. El Meta tiene aquí unos doscientos metros
de anchura y es romántico y salvaje como el Bajo Mag-
dalena. Al igual que este, trae aguas turbias y cenagosas.
Aquí campa también el caimán y tuvimos ocasión de ver
a un talludo representante de estos feos malhechores del
río que nadaba tranquilo allí abajo. Atamos a unos árbo-
les nuestros caballos y mulas, nos despojamos de los za-
marros y sentándonos sobre ellos contemplamos el gran
espectáculo natural que se ofrecía, charlamos plácidamente
acerca del futuro del río.
El Meta es hasta aquí generalmente navegable, si bien
los muchos meandros y bancos de arena sólo permiten el
paso de pequeños vapores. Grande es la importancia de
esta vía de comunicación. Ahora para llegar aguas abajo
hasta Ciudad Bolívar o Angostura, en el Orinoco —punto
que alcanzan aún desde el mar los vapores grandes— se
gasta un mes entero a bordo de incómodas lanchas a remo
o a vela y sufriendo el fuerte calor y la tortura de los mos-
quitos. Al navegar aguas arriba y con viento desfavorable,
el viaje resulta todavía más largo. En vapor se abreviaría
muchísimo. Desde el embarcadero donde ahora nos halla-
mos, un buen jinete podría llegar a Bogotá en tres o cua-
tro jornadas. El transporte de cargas llevaría ocho días. El
interior de Colombia tendría, pues, dos grandes vías de
acceso: la del Magdalena y la del Orinoco-Meta. Por ello

375
Ernst Röthlisberger

un comerciante francés, el señor Bonnet188, introdujo por


el Meta gran cantidad de mercancías, atraído por la pro-
metida exención de aduanas que debía de compensar en
cierto modo el gran riesgo de las operaciones. Con esta
perspectiva de ventajas comerciales era ya sólo cuestión
de unos meses la llegada de un vapor que el señor Bonnet
había pedido. Pero el gobierno suspendió la libertad adua-
nera de aquel «puerto», afectando del modo más sensi-
ble a todo espíritu de empresa o iniciativa en tal sentido.
Hablamos además de toda suerte de cazas y cacerías,
entre ellas la del jabalí o cafuche, animal que, con su típico
andar y el hocico bajo atraviesa aquellos bosques en gran-
des manadas. Detenidos por un tiro o por cualquier otro
ataque, levantan la vista y, ¡ay de aquel que no acierte en
seguida con uno de los paquidermos que guían la enorme
piara! Se lanzan todos contra él, rodean el árbol a que
haya logrado encaramarse, deshacen con los colmillos el
tronco, caen sobre el infeliz y lo despedazan. Pero el que
en la cercanía de los cafuches se sube a un árbol, así no

188
El comerciante Joseph Bonnet (1847-1917), nacido en Aiguilles,
Francia, emigró a Colombia en 1865, en donde inició actividades
comerciales con su hermano Jean Bonnet. En 1880 abrió sucursa-
les en Villavicencio y Orocué, inició cultivos de café y promovió
la ruta comercial de oriente. Autor del folleto titulado Comercio
oriental por el río Meta (1894) (para mayor información sobre este
inmigrante y sus actividades en los llanos orientales, véase: Junguito
Bonnet, Roberto, 2011, Transportes fluviales y desarrollo empresa-
rial en Colombia: la empresa El Libertador de navegación a vapor
por el río Meta, 1892 [18]99, Anuario ceeed, 3(3), 45-83).

376
El Dorado

sea a mayor altura de un metro y permanece allí sin hacer


movimiento alguno, pasa inadvertido a la manada y la ve
seguir su camino.
Luego de esta charla nos pusimos a disparar sobre unas
zanquilargas cigüeñas que estaban en la otra margen del río
y a enviar algunas balas al caimán visto al principio. Entre
tanto, se empezó a escuchar un ruido semejante al golpeteo
de las pezuñas de un rebaño que fuera acercándose. A un
tiempo, los dos llaneros se pusieron en pie como movidos
por un resorte y con rostro inquieto gritaron: «¡Los ca-
fuches, los cafuches!». Acto seguido: «¡Los caballos, los
caballos!». Los cuatro bogotanos nos precipitamos sobre
las seis cabalgaduras mientras ambos llaneros tomaban los
fusiles y corrían hacia el boscaje. A toda prisa y con harto
apuro logramos embutirnos en los zamarros, soltar los ani-
males, saltar sobre ellos y lanzarnos a todo galope ladera
arriba, por entre los árboles, hacia campo abierto. Como
yo llevaba mi revólver, tomé a poco para unirme a los dos
llaneros y librar junto con ellos la lucha. Llegué en el pre-
ciso instante en que los animaluchos daban media vuelta
y salían huyendo en desaforada carrera. Los disparos de
nuestras armas lograron herir todavía a algunos; nos en-
contrábamos en una zanja de unos dos metros de ancho y
sólo uno de profundidad. Los dos llaneros estaban al lado
por el cual venía la manada y uno de los paquidermos ha-
bía cruzado ya el obstáculo. Mi compadre Fernández, en
el nerviosismo, se olvidó de un detalle mecánico de su fu-
sil, que consistía en tocar un determinado muelle antes de
apretar el gatillo. Un cafuche llegó a clavar sus dientes en

377
Ernst Röthlisberger

la pierna de Antonio Rojas, que sangraba con bastante


abundancia, pero con unos cuantos buenos tiros se logró
hacer retroceder a la temible tropa. La retirada nos resultó
enigmática, pues estos animales no desandan su ruta. Sólo
podíamos explicarnos aquella suerte por el hecho de que
uno de los más pequeños, el que iba a la cabeza, sería el
jefe de la banda, pese a que no tenía una mancha blanca
en la frente, como al parecer es lo más común. Si muere
el guía escapan todos, cosa que entonces debió de ocu-
rrir. Los fugitivos se hallarían en número de trescientos a
cuatrocientos y sus saltos eran tales que hacían retemblar
la tierra. También nosotros temblábamos; matamos un
ejemplar de buen tamaño y al pequeño «cabecilla» de
la manada, dejando malherido a otro. En nuestras filas se
registraron como bajas la herida de Antonio, la muerte de
un perro y las lesiones graves de otro can menor, un pre-
cioso animalito negro que estaba lleno de desgarraduras.
El resto de la jauría, esto es unos treinta perros pequeños
y feos, pero muy fieles y bien enseñados a cazar, salieron
ilesos de la aventura.
Con algún esfuerzo arrastramos hasta la orilla los cadá-
veres de los dos jabalíes. El mayor pesaría, sin duda, varios
quintales. Era más pequeño que los que he visto en Europa,
pero tan feo como ellos y con los mismos afilados colmi-
llos. Llamamos a los compañeros que se habían quedado
con los caballos. Se descuartizaron los cafuches, separamos
los dos jamones de cada uno de ellos y convenientemente
atados los colocamos sobre las cabalgaduras, detrás de la
silla. El resto de la carne se quedó allí y emprendimos el

378
El Dorado

regreso. Yo tomé sobre la montura al perrito herido, que


se quejaba lastimero. Al día siguiente murió.
En el hato probamos la carne de los cafuches, que, con-
tra la opinión general, nos pareció buena y jugosa. Pero
no comimos mucho, pues nadie tenía demasiado apetito
al pensar en el pasado accidente que tan mal pudo haber
terminado. Si llegamos a trepar a los árboles nuestras cabal-
gaduras, asustadas, hubieran comenzado a cocear contra el
tropel de los cafuches. Estos hubieran mirado entonces ha-
cia arriba, lo que representaba cercarnos inmediatamente.
Al río no podíamos lanzarnos por temor al caimán, ade-
más, una simple broma jocosa de uno de los nuestros es-
tuvo a punto de traernos graves males. El joven estudiante
Simón Restrepo había venido preparando a todos durante
el viaje diferentes chascos y jugarretas propias de su edad.
Una de sus víctimas concibió el propósito, cuando está-
bamos a la orilla del Meta, de tomar represalia haciéndole
por su cuenta otra broma parecida. Y así, le soltó la cincha
de su caballo; cuando a toda prisa salimos luego galopando
por la espesura, la montura del joven Restrepo se deslizó
junto con el jinete. Ni este, por suerte, sufrió daño alguno,
ni el caballo salió huyendo. Pero el travieso muchacho tuvo
que arreglárselas para ensillar rápidamente en medio del
peligro y proseguir la galopada.
En los dos días siguientes hicimos todavía algunas
excursiones con distinto rumbo. Una de ellas tuvo por
objeto visitar la laguna Dumasita, que tiene como cinco
leguas de longitud y es un verdadero lago. ¡Y qué lago tan
singular! Los palmares lo enmarcan graciosamente; en sus

379
Ernst Röthlisberger

pantanosas orillas habitan grandes serpientes boas. Dispa-


ramos sobre muchos patos salvajes que por allí revolaban
y no dieron la menor señal de querer huir. Yo vi que uno
de ellos estaba como a treinta pasos de distancia, sobre
terreno aparentemente seco. Por fortuna me previnieron
de acercarme a cogerlo, pues de repente se alzó un bulto
desde el pantano y el pato desapareció en el acto. Desea-
mos a la boa una buena digestión.
Por último, al tercer día fuimos a Caño Pachaquiaro,
en el camino que conduce a la finca de la Compañía de
Colombia —la mayor propietaria de esa parte de los Lla-
nos— y al pueblecito de San Martín. A eso del medio-
día nos encontrábamos ya ante el citado caño, o sea un
riachuelo que con buen tiempo fluye con la misma clari-
dad cristalina que uno de nuestros arroyos de montaña.
Si no nos hubiéramos hallado en extremo acalorados ha-
bríamos tomado un baño en aquellas aguas tan tentadoras.
Afortunadamente no lo hicimos. Media hora poco más
o menos llevábamos sentados en la cálida ribera del caño,
ya habíamos comenzado a preparar la comida cuando vi-
mos algo que se movía entre la corriente; hicimos fuego y
pronto distinguimos un cuerpo que flotaba hacia la orilla.
Era un pequeño caimán de la especie que llaman cachirro,
la cual pasa los saltos de agua y puede remontar los ríos
hasta su curso superior. Hicimos todavía varios disparos
sobre el animalucho herido. Cuando estaba ya cerca de la
orilla yo me adelanté y le dirigí verticalmente un balazo al
cráneo, que pareció quedar atravesado. Sacamos a tierra el
supuesto cadáver. Era un animal de cuerpo estrecho, como

380
El Dorado

de un metro de largo, pero de terribles y amenazadoras fau-


ces. Imagínese nuestro susto cuando el caimán empezó a
sacudir la cola contra la arena. Uno le ató una cuerda a esa
parte del cuerpo y removió de un lado para otro al animal,
el cual se debatió todavía unos diez minutos y con tanta
fuerza que una vez derribó a uno de los nuestros. Por fin
murió. Esto sirvió para darnos una idea de la vitalidad de
los grandes caimanes.
En estas excursiones nos acompañó también un mu-
chacho, al que quiero dedicar algunas palabras. Se llamaba
Maestre. ¿De dónde vendría este nombre? Maestre perte-
necía a una tribu de indios salvajes, de la cual nos hallába-
mos a no más de una jornada de camino. Aquellos indios
se acercaban de continuo al hato a robar ganado. A causa
de la soledad en que se encontraba Antonio Rojas, quien
contaba sólo con un pequeño número de gentes, trataba
de estar a bien con los salvajes, dejando para más tarde la
aplicación del castigo, pues otra cosa hubiera conducido
únicamente a que un día le quemaran la casa. Yo podría re-
ferir muchas cosas de esas tribus sin civilizar, los guahibos,
sálibas, cabres, achaguas, chucumas…, según relatos fide-
dignos que escuché. No lo hago porque es mi propósito re-
latar sólo lo visto personalmente y no imitar a ciertos via-
jeros de los que sé con toda seguridad que no estuvieron
entre aquellos salvajes, y no obstante llenan páginas enteras
acerca de ellos, presentando incluso documentos gráficos.
El único indio salvaje visto por mí fue Maestre. Antonio
Rojas iba una vez a caballo por el campo y hallándose en las
cercanías del poblado indígena vio salir de entre la fronda

381
Ernst Röthlisberger

a un muchachito que llorando le pidió protección. El pa-


dre había sido muerto por alguna venganza y el niño que-
daba en situación de expósito. Antonio lo tomó consigo y
le enseñó algo de español. El muchacho ayudaba a trabajar
en el hato y lo hacía lentamente pero con mucha voluntad.
Un año antes, el padre Vela lo había instruido rápidamente
en la doctrina de Cristo y lo había bautizado. Ahora era
ya un mocito de buen ver y contextura vigorosa, como de
dieciséis años, muy moreno, de cabeza grande y casi cua-
drada, cabellos negros y lacios, anchos hombros y magnífica
musculatura, un hijo de la naturaleza en el verdadero sen-
tido de la palabra. Pero Maestre era muy silencioso, como
que casi no hablaba y en su rostro flotaba de continuo una
sombra de melancolía, que ni una sola sonrisa disipaba. A
muchas preguntas, siempre amables, respondía con breve-
dad y en tono de evasiva. Seguía a Antonio como un perri-
llo. Cuando el amo iba a Villavicencio, distante dieciocho
horas a caballo, y le ordenaba que le esperase al pie de una
palma del camino, estaba seguro de que a la vuelta se en-
contraría a Maestre tendido junto al árbol que le señaló, así
tuviera que aguardarle durante horas. Tenía la extrema pa-
ciencia que caracteriza a todos los de su raza. Más tarde nos
contaron que un día, lleno de nostalgia de su tribu, hubo de
declarar a Antonio que deseaba regresar a ella para casarse.
Muy pronto se nos echó encima el día de la marcha,
pues nos habíamos acostumbrado ya perfectamente a aquel
género de vida y nos encontrábamos como el pez en el
agua. Emprendimos el regreso pasando por Los Pavitos y
allí pasamos el día de Reyes. Cuando nos hallábamos en

382
El Dorado

el patio desayunando y en el momento de acabar con una


gallina asada, del más apetitoso color dorado, se presentó
un mensajero con la noticia de que el tigre, o sea el jaguar,
había destrozado en la última noche un ternero del hato
vecino. Dar un salto, tomar las armas, ensillar las cabalga-
duras, juntar los perros, todo esto fue obra de unos pocos
minutos. En compañía del mensajero salimos para el hato
mencionado que se hallaba a una hora de camino. El sol
abrasaba. Hacia la una de la tarde estábamos en el lugar del
asalto. La manada pastaba tranquilamente. Los perros, con
fuertes aullidos, nos condujeron hasta un lugar donde la
yerba aparecía pisoteada y con manchas de sangre. Se veía
que en aquel sitio se había lanzado el tigre sobre la presa y
luchando contra su resistencia desesperada, había conse-
guido llevarla hacia el bosque. Seguimos el rastro sobre la
yerba hasta encontrar a unos ochenta pasos el cadáver del
ternero. Tenía el pecho abierto, porque el tigre desgarra
siempre en primer lugar esta parte de la res, ya que para él
es la más apetecible. Colgaban fuera las entrañas y los ga-
llinazos se congregaban para devorar el suculento manjar.
Cuatro hombres se vieron en apuros para levantar algunas
pulgadas del suelo el cuerpo del animal; así era de pesado.
También el tigre se había fatigado en la faena de arrastrar la
carga hasta la espesura y a unos sesenta metros de esta tuvo
que abandonar el botín. Puede ser también que se saciara
en el banquete o que alguna cosa le hubiera ahuyentado,
contando seguramente con regresar la noche próxima.
Nos adentramos en el bosque. «Pero ¿dónde está el
perro tigre?», gritaron a un tiempo de todos lados. Por un

383
Ernst Röthlisberger

descuido imperdonable, habíamos dejado en Los Pavitos


al más necesario de los treinta o cuarenta perros, el que te-
nía que rastrear las huellas del jaguar. Hubo que mandar
por él al hato. Hasta las tres no llegó. Husmeó por largo
rato y aullaba desesperadamente. Luego se lanzó hacia el
bosque, toda la jauría tras él y a continuación los cazado-
res. Dos horas enteras anduvimos de un lado para otro,
los unos con el gatillo del fusil presto, yo con el revólver
montado. Por el bosque no había camino alguno; el que
no seguía a toda prisa a los de adelante, los perdía en se-
guida de vista y se quedaba desamparado en la espesura
sin más medio de orientación que los ladridos de los pe-
rros. Cualquier roce de unos matojos podía hacer dispa-
rar el arma. Cierto que no había que temer que el jaguar,
harto como estaría, fuera a atacarnos; eso lo hace tan sólo
cuando se halla hambriento. Tampoco había que contar
con que saltara sobre nosotros desde las ramas de algún
árbol. Estaría agazapado, sin duda, en algún escondrijo.
Pese a todo, fueron dos horas de bastante inquietud. La
búsqueda, por desgracia, resultó infructuosa. El perro tigre
cogió el rastro a hora demasiado avanzada de la tarde. El
sol, en toda su fuerza, había disipado el olor de las huellas
y hubimos de emprender el regreso sin éxito alguno. Pero
a los pocos días, después de haber matado otro becerro,
cayó por fin el jaguar y nos regalaron la piel.
La caza del jaguar no es tan peligrosa como de or-
dinario se cree. Los perros rastrean el camino de la fiera
y la acorralan contra alguna peña o árbol, donde ella se
hace fuerte. Entonces la sitian en semicírculo y empiezan

384
El Dorado

a ladrar furiosamente para que no escape. Ocurre a veces


que algún perro se aventura demasiado, alza el jaguar sus
zarpas, atrapa al atrevido can y lo destroza. En toda cace-
ría de esta clase sucumben algunos perros. Los cazadores,
siempre en cierto número, se acercan hasta la jauría y dis-
paran por encima de ella hasta acabar con el felino, que
raramente se decide a saltar. Sólo es necesario conservar la
sangre fría. Otra cosa es cuando el jaguar ataca en campo
descubierto. Aquel a quien esto acaece debe, con presen-
cia de ánimo, mantenerse en la convicción de que justo
cuando el tigre ejecuta el largo y bien medido salto sobre
la presa, hay que lanzar un grito bien fuerte, con lo cual el
animal se sobrecoge, pierde la seguridad del ataque y va a
caer junto a la persona atacada. Este es el instante de ha-
cer un rápido movimiento y clavar a la fiera en el costado
el machete o la lanza. Esto se cuenta de una mujer de los
Llanos que en el decisivo instante arrebató a su marido la
lanza de la mano y mató así al jaguar. El compadre Fernán-
dez, digno de todo crédito, refería que una vez, yendo con
otros dos, se encontraron en los llanos de Apiay con un
tigre a una distancia como de cien metros y que, acercán-
dose a él, lograron echarle el lazo, muy recio y reforzado
con cuero de res, de manera que el animal quedó prendido
por el cuello. Seguidamente Fernández puso espuelas a su
mula para que el tigre no pudiera alcanzarlo. Entre tanto,
uno de sus compañeros consiguió atrapar de una pierna
al animal, también por medio de lazo y se puso a tirar en
sentido opuesto. Entonces, el tercero del grupo se fabricó
rápidamente una lanza clavando en un palo su cuchillo

385
Ernst Röthlisberger

y con ella atravesó el corazón del animal, cuyo cuerpo se


hallaba distendido entre los dos lazos.

Indígenas de los Llanos en «instrucción infantil»

386
El Dorado

Repletos de todas estas aventuras y relatos llegamos


a Villavicencio, donde la familia Rojas se quedó muy ad-
mirada al verme regresar tan sano y contento, pues al par-
tir había tenido un ataque de fiebre; ahora comprobaban
que había superado todas las correrías. Como prevención,
todos tomamos quinina y puede ser que no fuera en vano
porque, con gran pesar, hubimos de saber que unos días
más tarde, en la misma finca Yacuana, cerca del Meta, ha-
bían sido acometidos por unas fuertes fiebres algunos de
los peones que contrataron para marcar las reses. La en-
fermedad les atacó, tal vez, por haberse mojado mucho o
por el esfuerzo excesivo. Y en el mismo ranchito donde
nosotros vivimos tan sanos y felices, habían muerto unos
días después dos hombres y un muchacho. Otro de los
peones, al cabo de año y medio seguía aquejado de fiebres.
Las víctimas eran habitantes de la región, no recién llega-
dos como nosotros. Estas desgracias pusieron una amarga
sombra sobre todo lo acontecido y vivido.
Mis impresiones de los Llanos puedo resumirlas del
modo siguiente: es cierto que a los Llanos no puede cali-
ficárselos precisamente de insalubres. Son más sanos de lo
que se dice, al menos durante los meses secos. Basta con
abstenerse de toda clase de excesos, observar la mayor me-
sura, sobre todo en cuanto a bebidas espirituosas y evitar
estar demasiado al sol, como también las mojaduras, es-
pecialmente las de los pies. Es suficiente, según el método
usado allí, tomar a tiempo vomitivos para la limpieza del
estómago y administrarse luego quinina, friccionarse con
aguardiente, llevar sólo ropa de lana, acostarse pronto,

387
Ernst Röthlisberger

madrugar y bañarse de la manera más adecuada posible.


Y así puede salirse bastante bien de la experiencia de los
Llanos. Mas para aquel que deba vivir siempre en aquella
región, no cabe decir que las condiciones de vida sean de
entera salubridad. Ello se comprueba especialmente en las
mujeres, todas de semblante pálido y anémicas, que enve-
jecen rápidamente. Es exacto que los Llanos tienen una
temperatura bastante uniforme y que el calor que allí se so-
porta no es demasiado agobiante —como ocurre en otros
lugares del valle del Magdalena, por ejemplo en Honda—,
pues las lluvias, los vientos que soplan por los ríos, así como
los alisios, contribuyen a refrescar la atmósfera. La tempe-
ratura media es de 27 ºC junto a la cordillera. Los mosqui-
tos molestan poco, las garrapatas, en cambio, que trepan
por los pantalones y se incrustan en la carne, son huéspe-
des muy ingratos. Es cierto también que, en puridad, son
pocas las partes de los Llanos que se inundan por entero,
si bien el agua se mantiene por mucho tiempo en los char-
cos, particularmente en los llamados «caminos» a través
de la selva. Tampoco se puede negar que las tierras son en
extremo baratas y que allí basta trabajar unas pocas ho-
ras al día para poder vivir, no sólo con un pasar suficiente
sino con gran holgura. Es verdad, por último, que todavía
incontable número de hectáreas son terreno baldío, o sea
campo sin cultivo ni dueño y que los inmigrantes que go-
cen de salud pueden enriquecerse mediante la agricultura.
Mas todo esto no impide que destaquemos los aspectos
desventajosos de los Llanos. La tierra es fértil, pero sola-
mente a lo largo de la cordillera, donde está la gruesa capa

388
El Dorado

de humus. En las verdaderas llanuras las plantas herbáceas


son todavía de valor bastante escaso y, de todos modos,
tienen que irse mejorando adecuadamente con el tiempo,
además de remover la tierra mediante las oportunas opera-
ciones de arado. Para ello falta aún mano de obra; la gente
no quiere trasladarse allí porque a la larga no conseguiría
soportar el clima y porque poco a poco se produce un de-
bilitamiento del organismo a causa de las fiebres. Faltan
además las vías de comunicación necesarias y por ello los
productos no tienen la buena salida que en otro caso po-
drían alcanzar. Se planta solamente lo imprescindible y el
campo sigue siendo pobre. Añádase que la propiedad no
está siempre bien delimitada, lo cual da lugar a procesos
que, dentro del primitivismo de la justicia en estas regio-
nes, se convierten en verdadero tormento de quien los su-
fre. La propiedad del suelo, por otra parte, debería estar
mucho más repartida, pues los latifundios no satisfacen
nunca las condiciones de un cultivo adecuado. Es excesi-
vamente esperanzado creer que hoy día podrían vivir en
el territorio de San Martín seiscientas mil reses —cuanto
menos los tres millones que señala André—, pues para su
cuidado sería necesario también un determinado número
de hombres. Para el alimento de ese ganado harían falta
además distintas plantaciones de las que hoy existen.
«Sólo el trabajo transformará los Llanos», dice la
consigna del admirador de esa región. Es cierto. Pero en
la naturaleza, todo lo que el hombre alcanza es a costa de
duros sacrificios. Habrá que contar también con holocaus-
tos de vidas humanas hasta que los Llanos vayan haciéndose

389
Ernst Röthlisberger

lentamente accesibles a la civilización, hasta que se hallen


ocupados y colonizados por las gentes más capaces, ya se
trate de colombianos llegados de la cordillera, o ya de ve-
nezolanos o brasileños que desde la costa avancen hacia los
Andes subiendo por las cuencas de los ríos. Sólo donde el
hombre haya perdido ya a muchos de sus semejantes, tan
sólo allí, por raro que esto pueda sonar, resultará un clima
sano y habitable, en virtud de las necesarias experiencias.
Los poquísimos habitantes que hoy día pueblan los Lla-
nos son merecedores, pues, a toda gratitud como pione-
ros de la humanidad. En efecto, tenemos por seguro que
en los siglos venideros los Llanos serán asiento de centros
de civilización que, auxiliados por una peculiar red de co-
municaciones fluviales, podrán proporcionar sustento y
felicidad a millones de seres.
La tarde del domingo 23 de enero de 1884 echamos
una última mirada a las innumerables cumbres de la cor-
dillera que con sin par grandiosidad se alzaban en torno
nuestro y contemplamos de nuevo allí abajo la Sabana de
Bogotá.
¡Qué seria y austera nos parecía ahora aquella región,
la altiplanicie sin árboles, de color verde oscuro, con sus
tranquilos ríos y lagunas! Y, sin embargo, aquel paisaje nos
llenaba de delicia el corazón, pues al cabo de mes y medio
de correrías iba a acogernos un núcleo de cultura, íbamos
a penetrar en una ciudad. Cuando avistamos Bogotá con
sus torres y el extenso mar de su caserío nos recorrió una
sensación de deleite como ante la contemplación de un es-
pejismo. Con frío, pero conservando una cierta actitud de

390
El Dorado

audacia, entramos a galope y en bandolera nuestras carabi-


nas de caza, a través de las calles repletas de paseantes do-
mingueros. Con una indecible sonrisa miramos al primer
señor de sombrero de copa que surgió en nuestro camino.
Alegremente íbamos saludando a los amigos y camaradas.
Pero nuestros ojos se negaban a adaptarse a las pro-
porciones de la ciudad. La Plaza de Bolívar, o sea la Plaza
Mayor, nos pareció pequeña; las calles, angostos callejones.
En efecto, durante tanto tiempo no habíamos medido con
los ojos más que largas rutas y anchas planicies. ¡Qué pe-
queño, limitado y comprimido nos resultaba todo cuanto
veíamos! Con razón. Nuestra mirada se había ensanchado
con la contemplación de tanto prodigio de la naturaleza,
de tanta experiencia y aventura, y volvíamos a la vida civili-
zada con un campo visual más amplio, con el corazón más
libre y abierto, con un sentido más viril y una más práctica
concepción de la vida.

391
§§ ix
La liberación y el
Libertador
Anomalías políticas, culturales, sociales y
económicas en los países hispanoamericanos /
Intervención de Napoleón en los destinos de
España y separación de las colonias / Índole
y errores de la revolución suramericana /
Simón Bolívar: su vida y sus primeras hazañas
/ La contrapartida: éxitos españoles /
Reanudación de la lucha: heroica marcha
por los Llanos hasta la altiplanicie.
Batalla de Boyacá / Avance victorioso hacia
el Ecuador, Perú y Alto Perú (Bolivia) /
Desconcierto interno en la Gran Colombia /
Dictadura de Bolívar y conspiración contra
él / Planes de restauración monárquica
/ Proscripción y muerte del Libertador /
Semblanza de Bolívar

Después de pasar la Conquista como un huracán


sobre la civilización aborigen, las colonias fueron con-
sideradas durante tres siglos por la metrópoli española
como tierra conquistada; la población, con su suelo, se
repartió entre los conquistadores y se la aniquiló, en todo

393
Ernst Röthlisberger

el sentido de la palabra, por medio de un cruel sistema de


explotación. Con los indígenas americanos se manifestó
el mismo desdén por las otras razas y el mismo intolerante
fanatismo contra las gentes de otra creencia demostrados
por los españoles con la expulsión de treinta y ocho mil
familias judías y con la eliminación de tal vez una cuarta
parte de la población española, constituida por los colo-
nos moriscos. Las colonias hispanoamericanas, por ello,
albergaban en su seno bastantes más gérmenes de descon-
tento, odio, descomposición e injusticia que las colonias
inglesas de Norteamérica, donde tenían vigor las mismas
leyes que en la metrópoli y que se consideraba en todo lo
posible, con política prudencia, la necesidad de una libre
regulación de las circunstancias. Por ese motivo el choque
fue en el sur más intenso que en el norte y más duraderas
las consecuencias. Era inevitable una ruptura violenta de
los lazos. Esto es lo que se desprende de una ojeada gene-
ral a las circunstancias de la época.
En orden a lo político, en las colonias dominaban casi
exclusivamente los españoles europeos. Los cargos públi-
cos no eran accesibles a los indígenas ni a los criollos. La
cerrada centralización en presidencias y virreinatos189 que
abarcaban comarcas inmensas y apenas o escasamente

189
La Nueva Granada se segregó en 1563 del Virreinato del Perú
[como una Presidencia], y en 1719 se la elevó a Virreinato inde-
pendiente, reduciéndola otra vez a Presidencia el año 1724. Hasta
1740 no fue el Virreinato su definitiva forma de gobierno [en los
tiempos de la Colonia].

394
El Dorado

relacionadas entre sí, así como la total dependencia, en


cuanto a legislación y jurisdicción, de la Corte Española y
del Consejo de Indias —que no conocía las necesidades de
cada región y que sólo con lentitud resolvía los negocios—,
ahogaban toda capacidad política de resolución. Hay que
añadir que las autoridades civiles entre sí, y estas con res-
pecto a las eclesiásticas, se hallaban en disensión constante.
La libertad personal y los fueros, tan desarrollados en Es-
paña, lo mismo que la opinión pública, no eran allí tole-
rados. El acceso a las posesiones de América se hacía casi
imposible a los otros europeos no españoles; las colonias
se hallaban rigurosamente separadas del resto del mundo,
de modo que tenían de este un concepto enteramente erró-
neo. Una gran irreflexión y egoísmo por parte de los funcio-
narios ponían su sello a la administración. La imposición
de muy altas cargas tributarias, en especial los impuestos
sobre las ventas, oro y siempre oro, era la consigna de los
españoles. Por eso no existía amor patrio, ni fidelidad en
las funciones públicas, ni afecto de los gobernados hacia
los gobernantes; en una palabra, entre la autocracia de una
parte y la sumisión de la otra, no había progreso.
En el aspecto cultural y social las cosas no estaban me-
jor. La enseñanza pública se encontraba enteramente des-
atendida y se daba en forma fragmentaria e incompleta,
obstaculizada además por la Inquisición, establecida en
1571 y por la prohibición de introducir y leer los escritos
calificados de heréticos.
Los bienes de las personas sospechosas eran embarga-
dos y sus familias expuestas al general desprecio. Con las

395
Ernst Röthlisberger

abjuraciones a la fuerza se fomentaba la hipocresía. Eran


grandes el fanatismo y la superstición de las masas, sólo
aparentemente convertidas al cristianismo, que en el fondo
continuaban siendo idólatras y que de la religión no co-
nocían mucho más que al cura o monje que las explotaba.
Agreguemos que la población estaba corrompida por el
mal ejemplo de tanto aventurero inmigrante, de tanto no-
ble arruinado y falto de escrúpulos, de tanto soldado bru-
tal; corrompida estaba la gente por la mendicidad, por la
usura y el juego, por las loterías, por la dilapidación de las
fortunas rápidamente logradas, por los torcidos procesos
y la justicia venal y turbia, por un sistema de espionaje y
delación, por la aplicación de torturas, por las lidias de to-
ros y las luchas de gallos y no en último lugar por el des-
precio de la honra y virtud de las mujeres del país. Con
la palabra y la pluma el padre Aguilar190 señaló durante
mi permanencia en Bogotá esos ejemplos de corrupción
de los tiempos pasados. Los esclavos, tanto los traídos de

190
El presbítero Federico Cornelio Aguilar (1834-1887), viajero y
cronista de la orden, dedicó su vida a la docencia y al periodismo.
Vivió fuera de Colombia durante más de 20 años y en sus crónicas,
reunidas en su obra Colombia en presencia de las repúblicas hispano-
americanas (1884), comparó al país con aquellos por los que via-
jaba, incorporando, a la manera de Salvador Camacho Roldán, el
análisis comparado con diferentes estadísticas y observaciones en
el contexto latinoamericano (véase: Rodríguez Gómez, Juan Ca-
milo, 1999, «La literatura de viajes como fuente histórica: aproxi-
mación a las observaciones políticas de los viajeros colombianos
en Venezuela», Historia crítica, 16, 61-80).

396
El Dorado

África como los indios, hacían la mayor parte del trabajo.


Las mejores tierras se hallaban reunidas en poder de unos
pocos o se convertían en bienes de la mano muerta. Al
comenzar la revolución el clero tenía casi la mitad de las
propiedades raíces. La servidumbre de los aborígenes di-
ficultaba también la necesaria y deseable mezcla de ra-
zas. No había libros útiles que divulgaran la instrucción,
pues, por ejemplo, la lectura de la Historia de América de
Robertson191 estuvo castigada con pena de muerte. Algu-
nos libros entraban de contrabando. El alimento espiritual
estaba constituido por la teología, el derecho canónico y
todo el confuso cúmulo del derecho civil en el que ya no
se orientaban ni los mismos legisladores.
En el terreno económico y político dominaba el mo-
nopolio bajo todas las formas imaginables; hasta la extrac-
ción del platino y la obtención de la corteza de quina se
hallaban monopolizadas. La plantación de olivos y vides
estaba prohibida bajo pena de muerte. Diferentes fábri-
cas de paños, vajillas y sombreros fueron destruidas por
mandato real. Los productos del comercio no podían ser
intercambiados libremente y según las leyes de la demanda,
pues sólo cabía su importación desde la metrópoli o su ex-
portación a esta. Sevilla era a estos fines el único puerto de
embarque y desembarque de mercancías. Todos los años
zarpaban para Portobelo dos flotas mercantes escoltadas
por navíos de guerra. Los artículos importados debían

191
Se refiere a la obra The History of America (1777) del historiador
escocés William Robertson (1721-1793).

397
Ernst Röthlisberger

recorrer las regiones en una dirección estrictamente seña-


lada; en cada lugar se dejaba una determinada cantidad,
hiciera falta o no allí. Así se crearon núcleos de tráfico en-
teramente artificiales. Como único principio económico
se tenía la explotación de las minas de oro y plata. Por
malos caminos, que siguieron siendo malos, se llevaban
a lomo de mula los sacos de oro —riqueza de unas pocas
familias— para ya no volverlos a ver.
Se objetará tal vez que el cuadro aquí pintado tiene
tonos demasiado sombríos. Muy a gusto, precisamente
en calidad de europeo, desearía poner colores más alegres
y señalar, por ejemplo, el hecho de que Alexander von
Humboldt, al emprender en 1801 sus famosos viajes a las
regiones equinocciales, encontrara en Bogotá un círculo
de eruditos en el que figuraban el botánico Mutis y el as-
trónomo Caldas. Pero estos rayos de luz aislados no bastan
para suavizar la impresión de conjunto de que las colonias
españolas vivieron tres siglos en la miseria y la ignorancia,
de que eran bastiones clericales cuyos macizos muros no
podrían allanarse mediante reformas, sino que habrían de
ser volados por las revoluciones. En la propia metrópoli,
por lo demás, tampoco había imperado siempre la paz
durante el tiempo de la dominación española, pues la re-
volución la llevaban y llevan los españoles en la propia
sangre. Con esta exposición de lo que fue un sistema feu-
dal teocrático-absolutista culpamos menos a un determi-
nado pueblo civilizador que a la totalidad de una época.
Diversos levantamientos de mayor o menor magni-
tud, como el de los Comuneros del año 1781 en Colombia,

398
El Dorado

demostraron a los dominadores españoles que habían pa-


sado los tiempos de la callada obediencia. En la escena
universal reinaba la agitación. No es que la guerra nortea-
mericana de liberación hiciera una impresión grande so-
bre los emotivos suramericanos. De un lado, las noticias
sobre esos acontecimientos se reservaban bastante y eran
poco conocidas, de otro lado, se trataba de una revolución
un tanto prosaica. Cosa muy distinta ocurrió con el gran
drama de la cosmopolita Revolución francesa, proclama-
dora de la igualdad y la libertad de todos los hombres.
El año 1799 Nariño192 hizo imprimir y repartir secre-
tamente en Bogotá la proclamación de los derechos del
hombre, tal como había salido de la Asamblea Constitu-
yente francesa. El espíritu que emanaba de aquel texto en-
tusiasmó los ánimos y los dispuso a la acción.
El impulso para la revolución suramericana lo dio el
conflicto de España con Napoleón Bonaparte193 [quien]
exigió del Rey Carlos iv194 —o más bien de su favorito

192
Antonio Nariño y Álvarez del Casal (1765-1823), ilustrado neo-
granadino que ocupó varios cargos oficiales antes y después de ser
condenado y encarcelado varios años por la traducción del fran-
cés de la Declaración de los derechos del Hombre en 1793. Promo-
tor de tertulias políticas y literarias, publicó en Bogotá el periódico
La Bagatela. Lideró la facción centralista de los movimientos
independentistas.
193
Napoleón Bonaparte (1769-1821) político y militar corso, auto-
proclamado emperador de los franceses y rey de los italianos.
194
Carlos iv (1748-1819) reinó en España entre 1788 y 1808.

399
Ernst Röthlisberger

Godoy195, el Príncipe de la Paz, aborrecido por el pueblo—


el libre paso de las tropas francesas hacia Portugal. Los ejér-
citos franceses al mando de Junot196 atravesaron la frontera.
Para salvar a su favorito de la irritación de las fieles masas
populares, Carlos abdicó el 19 de marzo de 1808 en favor
de su hijo Fernando vii197. Napoleón invitó a padre e hijo
a Bayona para tratar de remediar sus desavenencias; allí lo-
gró el francés el éxito de su intriga en el sentido de inclinar
a Carlos iv a retirar su abdicación, pero llevándole luego a
una nueva renuncia al trono de España, esta vez en favor de
los napoleónidas. El débil Fernando reconoció este diplo-
mático golpe de fuerza y fue internado en Francia.
Pero Napoleón no había contado con el heroísmo
del pueblo español. Varias juntas organizaron la guerra
popular y de guerrillas contra la invasión. La Junta de Se-
villa envió también mensajeros a las colonias para pedir a
estas ayuda y, en particular, el envío de dinero. Al mismo
tiempo se les concedía que cada sección del imperio co-
lonial mandara a España un representante en las cortes;

195
Manuel Godoy y Álvarez de Faria (1767-1851), primer ministro
de Carlos iv en dos periodos entre 1792 y 1808.
196
Jean-Andoche Junot (1771-1813), duque de Abrantes, coman-
dante del Ejército napoleónico que invadió Portugal, en donde
fue nombrado gobernador y recibió en ducado.
197
Fernando vii (1784-1833) reinó en España entre marzo y mayo
de 1808, al ser derrocado por José i de Bonaparte (1768-1844)
entre junio de 1808 y diciembre de 1813, y luego de 1813 hasta
su muerte en 1833.

400
El Dorado

unos dieciocho millones de americanos tendrían en total


nueve diputados, ni siquiera libremente elegidos. No obs-
tante, de manera magnánima, los americanos entregaron
a los españoles veintiocho millones de dólares; al propio
tiempo pidieron en casi todas partes el establecimiento de
parecidas juntas en América y la equiparación del número
de representantes. Mas como en España se negó la igual-
dad de derechos de las colonias respecto de la metrópoli,
ello por temor a que los americanos aspirasen a la prepon-
derancia política, en Hispanoamérica fue haciéndose cada
vez mayor el afán de llegar a un orden propio.
Los criollos más ricos y prestigiosos, así como muchos
nobles —no, por cierto, pobres aventureros ambiciosos de
botín— y además muchos elementos del bajo clero, desta-
cados intelectuales y artesanos, son elegidos ahora por las
masas populares para formar parte de las juntas. Estas se
hacen cargo del gobierno, si bien en nombre del legítimo y
«muy amado» monarca Fernando vii, cautivo a la sazón.
Esta fórmula se adopta para no asustar a las masas con la
palabra de la franca sublevación contra España. En reali-
dad, entre las gentes de más decisivo influjo impera ya el
propósito de lograr la independencia. Casi sin excepción,
los magistrados españoles pierden la cabeza, ceden apa-
rentemente al principio, pero de manera inhábil tratan de
derrotar con sus tropas el movimiento. Casi en todas par-
tes la acción de resistencia acaba, ya en los primeros días
o meses, con la expulsión de las autoridades españolas. El
movimiento se consuma primero en Buenos Aires el año
1809, luego en Quito, más tarde en la Nueva Granada, o

401
Ernst Röthlisberger

sea Colombia —y en particular el 20 de julio de 1810 en


Bogotá—198, en Venezuela, en el Alto Perú y Chile, en el
Perú y por último en México y América Central. A pesar
de las enormes distancias y en la imposibilidad de con-
cluir acuerdos, la revolución se produce como por pro-
pio impulso, tiene en casi todos los sitios igual carácter y
acontece, con diferencias escasas, al mismo tiempo, el año
1810, cuando la monarquía española se hallaba acéfala y la
mayor parte de la metrópoli ocupada a causa de la directa
intervención napoleónica.

Mapa de la Nueva Granada (c. 1680)

198
El virrey Amar es nombrado al principio presidente de la Junta de
Gobierno que se nombra en Bogotá la noche del 20 al 21 de julio,
pero ya el día 25 es apresado por el pueblo y expulsado del país el
15 de agosto.

402
El Dorado

Pero, inmediatamente, la anterior falta de vida polí-


tica se hace sentir en el hecho de que entre los patriotas
—como se llamaban los partidarios de la revolución—
empiezan a surgir rivalidades y odios y no consigue cons-
tituirse un poder central fuerte, capaz de salvar al país en
aquella agitada situación. Cartagena, la fortaleza del At-
lántico, no quiere someterse a Bogotá y levanta la ban-
dera del federalismo, de la casi total independencia de los
estados y provincias del país. Consecuencia de ello es la
anarquía. La irreflexiva abolición de los tributos deja al
gobierno falto de medios para la resistencia y le obliga a
la funesta solución de emitir papel moneda. En el interior
de Colombia el estado de Cundinamarca es el primero en
darse una Constitución —primavera de 1811—, donde se
reconoce todavía como rey a Fernando vii, pero bajo la
sofística condición de que ejerza el gobierno desde Bogotá.
Este ejemplo es imitado en casi todas las provincias. El 27
de noviembre de 1811 se suscribe el primer tratado federal,
según el modelo de la Constitución de los Estados Unidos
y lo firman cinco provincias, las «Provincias Unidas de la
Nueva Granada», entre las que Cundinamarca no figura.
Hacia el final de 1811 se proclama en Cartagena —11 de
noviembre— y en Quito la total independencia de España.
La regencia española había ordenado entre tanto —31
de agosto de 1810— el bloqueo de la costa de Venezuela
y dado ya la señal de ataque. La propia naturaleza pareció
querer oponerse a la insensata agitación de los patriotas.
El día Jueves Santo de 1812 un espantoso terremoto des-
truyó muchas ciudades y pueblos de Suramérica. Cientos

403
Ernst Röthlisberger

de personas que se encontraban en los templos quedaron


enterradas entre las ruinas. Fácil resultó a los españoles
interpretar este golpe del destino, para la masa fanática e
ignorante, como una voz del cielo ante el ataque inferido
al trono y a la metrópoli. Venezuela y poco después Ecua-
dor, volvieron a perderse.
En tanto que los jefes de las tropas españolas no juzga-
ban necesario cumplir la palabra dada a todos los patrio-
tas que se entregaban, deportando y fusilando sin tregua
para, como decía el general Monteverde199, no tener que
vigilar a los rebeldes ni cuidarse de su sustento, desatóse
en Colombia una feroz guerra civil entre centralistas y fe-
deralistas, guerra que vino a desviar aún más de la causa de
la libertad al quebrantado pueblo. Pero entre tanto llega-
ron de Venezuela a Colombia algunos patriotas exilados,
entre los que se encontraba Simón Bolívar, que cambiaron
algo la fortuna de las armas. A fines de 1812 Bolívar tomó
las ciudades y pueblos del Bajo Magdalena, venció al ene-
migo cerca de Cúcuta con sólo cuatrocientos hombres
y después de haberse elevado hasta mil los efectivos de
su división, pidió permiso el 15 de mayo de 1815 ante el
Congreso de Cartagena para emprender una campaña
de liberación del país venezolano. Empezó, pues, aque-
lla homérica expedición de la que ha dicho con justicia

199
Juan Domingo de Monteverde y Ribas (1773-1832), militar y ad-
ministrador colonial español que reconquistó el gobierno de Vene-
zuela en 1812, para ser derrotado por Simón Bolívar y su ejército
a finales de 1813.

404
El Dorado

el historiador César Cantú200: «Con quinientos reclutas


mal armados y peor vestidos extendió Bolívar por América
la revolución, mientras que Bonaparte, al propio tiempo,
apoyado en quinientas mil bayonetas dejó sucumbir la re-
volución en Europa».

Simón Bolívar

Ha llegado el momento de iluminar más de cerca la


figura de Bolívar y de relatar los azares de su existencia.
Simón Bolívar nació en Caracas, capital de la actual Vene-
zuela, el 24 de julio de 1783. Venía de una noble familia y
sus antepasados habían sido concejales de la ciudad. Siendo

200
Cesare Cantù (1804-1895), historiador y escritor italiano, autor
de una Historia universal en 35 tomos (1838-1846).

405
Ernst Röthlisberger

él de dos años de edad, murió su padre. Su madre le hizo


recibir una instrucción relativamente buena consistente en
lengua española, latín, matemáticas e historia, pero sin que
el muchacho demostrara aplicación. A la muerte de la ma-
dre, su tutor, en 1799, lo envió a España con el fin de que
completara su educación. Conoció allí bastante de cerca
las intrigas de la Corte y empezó a estudiar con vivo inte-
rés, haciendo grandes progresos en la formación de su es-
píritu. En 1801 Bolívar marchó a Francia, donde se saturó
de ideas republicanas y, muy en especial, de admiración por
Napoleón Bonaparte, gran caudillo de una fuerte Repú-
blica. Después de algunos meses regresó de nuevo a Ma-
drid, donde casó con Teresa Toro y Alayza201; acompañado
de su excelente esposa se embarcó para la patria, lleno de
felicidad y pletórico también de la esperanza de disfrutar
de una idílica paz hogareña. En 1803 unas fiebres malignas
le arrebataron a su esposa; con el fin de hallar distracción
viajó nuevamente a Madrid y luego a París, donde fue tes-
tigo de la exaltación de Napoleón al trono imperial, cosa
que le llenó de tristeza y de aversión al hombre por quien
tan idólatra admiración había sentido. De continuo, du-
rante aquellos viajes por Europa, pensaba en la liberación
de su patria. En el Monte Aventino, en Roma, jura ante

201
María Teresa Rodríguez del Toro y Alayza (1781-1803), primera
y única esposa de Simón Bolívar, que murió de fiebre amarilla en
Caracas a sus 22 años, apenas 8 meses después de su matrimonio.

406
El Dorado

Simón Rodríguez202, su acompañante y maestro, «liber-


tar la patria o morir por ella». Después de haber visitado
las principales ciudades de los Estados Unidos, [Bolívar]
regresó, en 1806, a Caracas y se ocupó en la administra-
ción y mejor cuidado de sus numerosas y buenas fincas.
En abril de 1810 fue uno de los decisivos paladines de
la revolución y el gobierno provisional lo envió a Europa
en misión diplomática, en especial con el fin de inclinar
a Inglaterra en favor de la liberación de las colonias espa-
ñolas. Allí recibió, sin duda, buen consejo y palabras de
adhesión, pero ninguna clase de apoyo efectivo. Vuelto a
Venezuela con el barco lleno de armas, Bolívar obtuvo los
primeros laureles militares, como coronel de los patriotas,
en la represión del alzamiento de la ciudad de Valencia.
Por entonces tuvo lugar el funesto terremoto que hemos
mencionado. Díaz203, historiador leal a la Corona, relata
que pocos minutos después de la catástrofe pasó por la
iglesia de la Trinidad, de Caracas y vio por allí a un hom-
bre que en mangas de camisa y con sangre en el rostro salía
de entre las minas. Díaz le gritó: «¡Mira, rebelde, cómo
hasta la naturaleza se pone en contra de vuestros malos
propósitos!». A lo que Bolívar, pues él era el que se había

202
Simón Narciso de Jesús Carreño Rodríguez (1769-1864), educador
venezolano que se exilió con el seudónimo de Samuel Robinson.
203
José Domingo Díaz (1772-1834), cronista y político venezolano,
licenciado en filosofía y doctorado en medicina, inspector gene-
ral de los hospitales de Caracas y opositor al movimiento patriota.
Autor de la obra Recuerdos de la rebelión de Caracas (1829).

407
Ernst Röthlisberger

salvado entre los escombros, repuso de esta manera: «Si la


naturaleza misma se nos opone, pelearemos contra la na-
turaleza; si los hombres se nos enfrentan, pelearemos con-
tra los hombres y si…». La horrible blasfemia que siguió
—añade Díaz— no quiero repetirla aquí.

La nana de Bolívar

A consecuencia del terremoto [inició su declinación


política en] Venezuela el noble caudillo de los patriotas,
Miranda204. La historia acusa a Bolívar de, por rivalidad,

204
Francisco de Miranda y Rodríguez (1750-1816), militar, político
y viajero humanista venezolano, formado en los ejércitos español y
francés, se integró a la élite europea y norteamericana en batallas
y salones. Comandó el Ejército venezolano y es considerado el

408
El Dorado

no haber hecho todo lo posible para la salvación de la pa-


tria y hasta de haber tomado parte personalmente en el
apresamiento de Miranda por oficiales republicanos, con
lo que el patriota fue a caer en poder de los españoles, mu-
riendo en Cádiz después de cuatro años de prisión.
Bolívar, gracias a la recomendación de un amigo espa-
ñol, pudo escapar de Venezuela y llegar hasta Cartagena,
donde emprendió su campaña del Bajo Magdalena y hacia
tierras venezolanas contra seis mil veteranos españoles. Ya
no era posible volverse atrás, pese a que la Constitución
Española de 1812 concedía a la población blanca de las
colonias iguales derechos que a la peninsular. En fogo-
sas palabras se dirige Bolívar a los venezolanos ansiosos
de libertad:

Soy uno de vosotros; arrancado prodigiosamente


por el Dios de las misericordias de manos de los tiranos
que nos agobian, vengo a redimiros del duro cautive-
rio en que yacéis… Prosternaos delante de Dios omni-
potente y elevad vuestros cánticos de alabanza hasta su
trono, porque os ha restituido el augusto carácter de
hombres.

El 15 de junio de 1815 dio en Trujillo aquel terrible


decreto en que declara guerra a muerte a los españoles. Irri-
tado por sus actos crueles y sus infidelidades, les manifiesta
que no habrá perdón para español ninguno y que todos

precursor de la emancipación americana y de la idea de la Gran Co-


lombia, término que Miranda acuñó en honor a Cristóbal Colón.

409
Ernst Röthlisberger

los que caigan en sus manos serán degollados sin piedad:


«Americanos —dice al final de su proclama—, contad
con la vida, aun cuando seáis culpables. Españoles y cana-
rios, contad con la muerte, aun cuando seáis inocentes».
Y estas amenazas se cumplieron. No se hicieron cau-
tivos. En la batalla de Mosquitera fueron matados en re-
vancha los dos mil quinientos españoles que allí habían
peleado, sin excluir a los heridos. En tres meses el pequeño
ejército de Bolívar había recorrido doscientas cincuenta
leguas y librado quince batallas. El 6 de agosto de 1813 Bo-
lívar hizo su entrada a Caracas sobre un carro tirado por
doce doncellas. El tigre de las batallas se acreditó de mag-
nánimo vencedor. El 14 de octubre fue nombrado capitán
general y se le otorgó el título perpetuo de Libertador con
inherentes poderes dictatoriales.
Pero entonces se tomó el destino. Fernando vii había
regresado a su país. Napoleón se hallaba derrocado, España
era ya libre. El falso y suspicaz monarca que, llenó de ideas
despóticas anuló por un golpe de Estado la liberal Cons-
titución de 1812, exigía la incondicional sumisión de las
colonias bajo su real autoridad. Le apoyaron los gobier-
nos reaccionarios de Europa, que prohibieron los envíos
de armas a Suramérica. Los españoles llamaron en su au-
xilio a los aguerridos llaneros de Venezuela y Colombia,
prometiéndoles la entrega de los bienes pertenecientes a
los patriotas. Se desencadenó una lucha feroz y llena de al-
ternativas. Corrieron raudales de sangre. Al ocupar los es-
pañoles en San Mateo el edificio donde se hallaban los
depósitos de pólvora del Ejército republicano, el heroico

410
El Dorado

Ricaurte205 hizo volar la casa, quedando allí enterrado junto


con sus enemigos. Bolívar triunfó en Carabobo, pero fue
vencido en Puerta y Aragua de Barcelona por el general
español Boves206 y allí se inmolaron tres mil setecientas
personas de ambos sexos y de todas las edades, además
de setecientos treinta patriotas que se hallaban heridos.
A estos golpes se sumó la rivalidad de los jefes militares,
que inutilizó victorias como la de Maturín, donde los pa-
triotas se impusieron contra fuerzas seis veces superiores.
Venezuela perdióse nuevamente. El Libertador se em-
barcó decepcionado para Cartagena. Allí le esperaba una
triste noticia. Bogotá no había querido reconocer la nueva
Constitución; se hacía inevitable una guerra civil. Bolívar
debió someter la ciudad [de Cartagena]. Con dos mil hom-
bres se dirigió otra vez a la costa para atacar nuevamente
a los españoles. Pero sus fusiles no pasaban de quinientos,

205
Antonio Ricaurte Lozano (1786-1814), militar neogranadino,
nieto por línea materna de Jorge Miguel Lozano de Peralta y Cai-
cedo (1731-1793), marqués de San Jorge. Ricaurte se unió al ejér-
cito libertador de Venezuela y, dice la leyenda que, en 1814, en la
hacienda San Mateo —de propiedad de Bolívar—, al ver que los
españoles tomarían el depósito de municiones patriotas, el neo-
granadino tomó la decisión de prender fuego a la pólvora inmo-
lándose en el acto, volando por los aires. En un gesto nacionalista
paradójico, la Fuerza Aérea Colombiana adoptó a Ricaurte como
símbolo de la aviación militar y condecora a sus miembros desta-
cados con la Orden del Mérito Aeronáutico Antonio Ricaurte.
206
José Tomás Boves de la Iglesia (1782-1814), militar y caudillo po-
pular español en Venezuela.

411
Ernst Röthlisberger

mientras que Cartagena contaba con abundantes pertre-


chos. Por rivalidad frente al gobierno federal y frente a
Bolívar, que tenía en aquella ciudad enemigos mortales,
Cartagena negó al Libertador los necesarios auxilios. Indig-
nado por tal proceder, Bolívar acometió imprudentemente
la ciudad con la fuerza de las armas y la sitió durante un
mes con sus tropas, desmoralizadas por la fiebre, el ham-
bre y la falta de equipo y vestuario. Esta guerra civil costó
más víctimas que lo que valían los auxilios solicitados por
Bolívar. Tal aturdimiento y obcecación tomaría venganza
con el tiempo.
El general español Morillo207 había llegado a América
con 56 navíos, trayendo 10.800 hombres, buena tropa de
refresco, además de 4.200 soldados de infantería de marina,
y comenzó a cercar a Cartagena después de que Bolívar, a
quien no se quiso dejar ir contra los españoles, había en-
tregado sus tropas al gobierno republicano y se había em-
barcado para Jamaica. Durante ciento ocho días resistió
Cartagena. Todos los objetos de cuero, todo el calzado
habían sido comidos por la sitiada guarnición; la ciudad
era un montón de ruinas; de 18.000 habitantes, 6.000 ha-
bían muerto. El 6 de diciembre de 1815 hubo de rendirse
la Ciudad Heroica. Algunos cientos de patriotas fueron

207
Pablo Morillo y Morillo (1775-1837), marino y militar español,
comandante de las batallas de la reconquista de la Nueva Grana-
da a partir de 1814 en la llamada «Expedición pacificadora». Fue
nombrado gobernador y capitán general de Venezuela entre 1814
y 1816.

412
El Dorado

atraídos a la ciudad con la promesa de una amnistía y, una


vez allí, los mataron.
En el interior de la República miraron cruzados de
brazos esa destrucción de la ciudad de Cartagena. Hun-
dióse el ánimo de los patriotas, las ideas de la reacción fue-
ron ganando terreno y se dejó a la opción del presidente
entrar en negociaciones con los españoles. Sin particula-
res dificultades, Morillo, el Pacificador, sometió al país.
Si Morillo hubiera mantenido su promesa de perdonar
a los patriotas, entonces las colonias, cansadas de anarquía
y de los malos resultados prácticos de la independencia,
se habrían mantenido unidas a la metrópoli. Pero Morillo
quería ser el duque de Alba de Suramérica. Suya era esta
declaración: «Para subyugar a las provincias rebeldes sólo
existe un medio: hay que arrasarlas, lo mismo que en la
Conquista». Así empezó una serie de crueldades sin igual
en la historia. En Colombia fueron muertos entonces, por
lo menos, unos siete mil patriotas. Después de caer Bogotá
en manos de los españoles —16 de mayo de 1816—, fue-
ron fusiladas allí ciento treinta y cinco personas, la mayor
parte gentes de alta estima por su ilustración, contándose
también entre ellas algunas mujeres. Al sacrificio de estos
mártires hay que agregar un gran número de exilados y de-
portados, entre ellos noventa y cinco sacerdotes; muchos
fueron enviados a la selva o tuvieron que trabajar en la
construcción de caminos, sucumbiendo a las privaciones.
Confiscáronse los bienes de los republicanos y a las muje-
res de estos se las hizo objeto de toda clase de ignominias.

413
Ernst Röthlisberger

Fue cierta la frase de Zea208: «El océano que separa ambos


mundos no es tan grande como el odio que dividió a los
dos pueblos». Al colmarse aquella dura prueba de infor-
tunio se comenzó a elevar de nuevo el sentido patriótico.
Bolívar no había permanecido inactivo en Jamaica209.
Entre otras cosas, pudo escapar al puñal de un asesino pa-
gado. El 30 de marzo de 1816 emprendió desde allí, con
siete barcos, una nueva expedición sobre la costa venezo-
lana. La formaban sólo doscientos cincuenta hombres, los
más de ellos oficiales colombianos. Al principio le fue ad-
verso el dios de la guerra, pues faltaba armonía entre los
jefes, de modo que en 1817 tuvo que hacer ejecutar a uno
de ellos, Piar210, para evitar que cundiera la indisciplina.
Mientras la fortuna en la lucha se presentaba todavía in-
decisa, Bolívar, lleno de inquebrantable fe en el triunfo
de su causa, comunicó a los granadinos el 15 de agosto de
1818 que pronto correría a liberarlos. El 20 de noviembre
declaró la independencia de la República de Venezuela,

208
Francisco Antonio Zea, naturalista, político y diplomático neo-
granadino, citado.
209
Para una síntesis del pensamiento y los propósitos bolivarianos de
los días de Jamaica en el año 1815, véase: Bolívar, Simón, 2015,
«Contestación de un americano meridional a un caballero de esta
isla», Revista de Santander, 10, 86-135.
210
Manuel Carlos Piar Gómez (1774-1817), prócer venezolano, parti-
dario y luego opositor de Simón Bolívar (sobre los motivos de esta
conversión, véase: Wikipedia. Manuel Piar. http://es.wikipedia.
org/wiki/Manuel_Piar).

414
El Dorado

organizó el gobierno civil y convocó a los patriotas a elec-


ciones para un congreso que había de deliberar en Angos-
tura. Este congreso se reunió a principio del año 1819. Allí
depuso Bolívar su poderes, mas, a ruego especial de los
diputados, se le invistió de nuevas e ilimitadas facultades.
Ya llegaban los primeros mil doscientos hombres de las
tropas reclutadas en Inglaterra, especialmente en Irlanda
y que formaban la llamada «Legión Británica», la «Le-
gión Irlandesa» y el «Batallón Albión», que luego, con
un efectivo total de cinco mil hombres habrían de com-
batir valientemente en favor de la independencia.
Unánimemente fue aceptado el plan del Libertador
de atacar al enemigo en la propia Colombia. Dos mil co-
lombianos a las órdenes de Santander211 —entre ellos mil
llaneros— y mil venezolanos fueron reunidos con los con-
tingentes británicos. Tratábase, nada menos, que de avanzar
a través de los Llanos completamente inundados y ascender,
pasando por las cordilleras coronadas de nieve, a las alti-
planicies, de casi 9.000 pies de altura, de Tunja y Bogotá,
donde aguardaba a los atacantes un bien pertrechado y dis-
ciplinado Ejército español compuesto por tres mil infantes
y cuatrocientos jinetes. No hay pluma capaz de describir
las penalidades sufridas por los patriotas en esta marcha
a través de las regiones tropicales cruzadas por corrientes
de agua, donde ya los caballos resultaban inservibles, para
subir luego por los heladores pasos andinos. La hazaña de

211
Francisco de Paula Santander y Omaña, prócer neogranadino,
citado.

415
Ernst Röthlisberger

Aníbal212 en los Alpes sería aventajada por esta. No ha sur-


gido todavía un Tito Livio213 capaz de ensalzar dignamente
la expedición. Nunca aparecióse el Libertador más activo
y grande que cuando se trataba de reunir a los rezagados y
de allegar nuevos auxilios.
Una vez en la altiplanicie, el Libertador, mediante au-
daces y geniales movimientos militares y una marcha de
flanco llena de peligros, supo introducirse entre el ejér-
cito español y la ciudad de Bogotá, para, el 7 de agosto de
1819, ofrecer batalla en el puente de Boyacá, terreno des-
favorable al general Barreiro214 al mando de los realistas.
Terrible fue el encuentro de los tres mil quinientos vete-
ranos españoles y los dos mil patriotas. Mas a las pocas
horas hubieron de rendirse los mil seiscientos españoles

212
Aníbal (247 a. C.-183 a. C.), emblemático general y estratega car-
taginés que, en medio de la segunda guerra púnica (218 a. C.-201
a. C.), logró derrotar a Roma partiendo de Hispania y atravesan-
do los Pirineos y los Alpes con un ejército que incluía elefantes de
guerra.
213
Tito Livio (59 a. C.-17 d. C.), historiador romano, autor de la His-
toria de Roma y de las Décadas que incluye, justamente, la crónica
de la hazaña de Aníbal.
214
José María Barreiro Manjón (1793-1819). Militar español, hom-
bre de confianza de Pablo Morillo y comandante de la tercera di-
visión que defendía a Bogotá en 1819. Esta división fue derrotada
en la batalla de Boyacá, con lo cual se selló el triunfo de los ejércitos
patriotas en la Nueva Granada. Dos meses después, el 11 de octu-
bre de 1819, Barreiro fue fusilado en Bogotá por órdenes de Fran-
cisco de Paula Santander.

416
El Dorado

que quedaban. Un oficial llevó a Bogotá la noticia de la


derrota, y las autoridades españolas entregaron a toda prisa
la ciudad, dejando incluso una suma de 700.000 dólares
en la Casa de la Moneda. Ya el 10 de agosto de 1819 entró
Bolívar en Bogotá, a la cabeza de sesenta llaneros, bajo una
verdadera lluvia de flores. Había terminado la «Campaña
de los setenta y cinco días».
Después de asegurar Bolívar la continuidad de su vic-
toria, dirigióse a Caracas con el fin de aplacar allí las con-
tiendas entre los republicanos, cosa que esta vez le fue
posible. Ante el Congreso de Angostura relató personal-
mente su campaña y, como única recompensa, solicitó el
permiso de retirarse a la vida privada hasta el día en que
la patria volviera a necesitarlo de nuevo. Pidió al propio
tiempo la creación de una gran República consistente en
la Nueva Granada y Venezuela. El 17 de diciembre de 1819
se promulgó la ley fundamental para esta república, deno-
minada la Gran Colombia, eligiéndose a Bolívar como su
primer presidente.
Pero faltaba todavía mucho para la liberación del país.
Había que traer armas del extranjero, satisfacer a los nume-
rosos acreedores de la recién creada República y obtener
nuevos recursos monetarios. Sólo unos siete mil quinien-
tos republicanos se oponían a las tropas escogidas de los
españoles, compuestas por unos diecinueve mil hombres.
Pese a las protestas de los ciudadanos libres, Bolívar hizo
alistar cinco mil esclavos en las filas del Ejército. Siendo
iguales ante la ley y el derecho, debían serlo también ante
el peligro y dar su sangre como compensación por el recién

417
Ernst Röthlisberger

logrado honor de la ciudadanía. Sumamente favorable a las


colonias fue la circunstancia de que el día de Año Nuevo
de 1820 se alzaron en Cádiz, con Riego y Quiroga215, las
tropas destinadas a embarcar para América, exigiendo la
vigencia de la Constitución de 1812.

Quinta de Bolívar en Bogotá

Tras nuevas luchas, el 26 de noviembre de 1820 se inició


una tregua de seis meses entre Bolívar y Morillo, así como
un tratado para que la guerra se hiciera dentro de una ma-
yor humanidad. Morillo manifestó el deseo de conocer

215
Rafael del Riego y Flórez (1784-1823) y Antonio Quiroga y Her-
mida (1784-1841), militares españoles liberales, opositores en su
propio país al absolutismo monárquico de Fernando vii.

418
El Dorado

personalmente a su valeroso adversario, y, en efecto, tuvo


lugar una entrevista entre el «Libertador» y el «Pacifica-
dor», en la que ambos se abrazaron según el caballaresco
uso español. Un año después de la proclamación de la Re-
pública de Colombia, Morillo abandonó desalentado el
continente americano, donde tanto duelo y desolación
extendiera.
Bolívar no dejó expirar el plazo de la tregua y anunció
al general español la reanudación de las hostilidades. El 24
de junio de 1821 dio con seis mil hombres la segunda ba-
talla de Carabobo, cuya victoria se alcanzó principalmente
por los ataques de la caballería efectuados por el invencible
general Páez216. En tanto que este último sometía entera-
mente a Venezuela, de manera que el 15 de noviembre de
1823 dejaban los últimos españoles el suelo entonces co-
lombiano, Bolívar ponía por obra su grandioso plan para
la liberación del Perú. El héroe de la lucha argentina de
independencia, el «Protector» San Martín217, atacó a los
españoles en el sur del Perú, de manera que estos no pudie-
ron hacer frente al propio tiempo a las tropas de Bolívar

216
José Antonio Páez Herrera (1790-1873), prócer de la indepen-
dencia venezolana, llegó a la Presidencia de ese país en tres oca-
siones: 1830-1835, 1839-1843 y 1861-1863. Páez fue uno de los
principales secesionistas que determinaron la escisión de la Gran
Colombia.
217
José de San Martín y Matorras (1778-1850), prócer argentino,
libertador de Argentina y Chile, y precursor de la independencia
del Perú.

419
Ernst Röthlisberger

que se acercaban por el norte. Avanzando por el Valle del


Cauca, libró Bolívar el 7 de abril de 1822 la victoriosa,
pero extraordinariamente sangrienta batalla de Bomboná,
en la que el número de muertos y heridos superó al de los
vencedores. El mariscal Sucre218 triunfó, por su parte, en
la falda del volcán Pichincha, de modo que en virtud de
estas dos batallas quedó liberado todo el sur de Colombia.
El actual Ecuador se incorporó como tercer miembro a la
República de Colombia; esta fue reconocida oficialmente
poco después por los Estados Unidos.
El primero de septiembre de 1823 entró Bolívar en
Lima, capital del Perú y allí le fueron conferidos los máxi-
mos poderes, cosa tanto más necesaria por cuanto dos presi-
dentes republicanos se estaban hostilizando violentamente
sin reparar en los veintidós mil hombres de las tropas espa-
ñolas que se les enfrentaban. La irritación ante la traición
flagrante de aquellos hombres, que negociaban secreta-
mente con los españoles, la necesidad de acabar con ellos,
aparte de algunas malas noticias, postraron en el lecho a
Bolívar. Pero, en medio de su gravedad, hubo de contestar
a uno de sus amigos, que le preguntó qué pensaba hacer en

218
Antonio José de Sucre y Alcalá (1795-1830), destacado militar y
estadista venezolano, presidente de Bolivia, gobernador del Perú,
general en jefe del Ejército de la Gran Colombia, comandante
del Ejército del Sur y mariscal de Ayacucho. Caído en desgracia,
como Bolívar, frente a la nueva élite gobernante por razones que
están por decorticar, Sucre fue asesinado el 4 de junio de 1830 en
un paso solitario en el extremo sur de Colombia, en el mismo año
en que murió Bolívar en la costa norte de este país.

420
El Dorado

tal situación: «¡Triunfar! Dentro de tres meses estaré en


Potosí». En Potosí, o sea muy lejos, junto a la frontera me-
ridional del Perú. Como ya antes le ocurriera, el Libertador
fue tenido por loco en vista de tales aspiraciones. Pero él
era el hombre capaz de llevar a término el plan concebido.

General Páez, 1790-1873

Con su Ejército emprendió una marcha de doscientas


leguas hasta el llamado Alto Perú, sobre los Andes, con el
propósito de enfrentarse allí al enemigo. El 6 de agosto de
1824 tuvo lugar la batalla de Junín, en la que novecientos
jinetes republicanos se batieron contra mil doscientos ji-
netes realistas. No se disparó un tiro. Sólo se escuchaba el
golpe de las lanzas y el blandir y chocar de los sables. Esta
victoria fue sellada por la que en Ayacucho obtuviera el

421
Ernst Röthlisberger

noble Sucre, mano derecha de Bolívar. En ella fue donde


el joven general Córdova219 dio la famosa voz de mando:
«¡Adelante la División, armas a discreción y paso de ven-
cedores!». Todos los mariscales y generales realistas, dos
mil hombres y mucho botín cayeron en manos de los ven-
cedores; mil ochocientos españoles quedaron en el campo
de batalla. Ya en abril de 1825 se cumplió la visión del Li-
bertador de que un día habría de clavar la bandera de la
libertad en la cima nevada del Potosí.
A principios de agosto de 1825, las antiguas tierras del
Alto Perú declararon su independencia y el 11 de agosto
tomaron el nombre de Bolivia en señal de agradecimiento
al Libertador. A este Estado, creación suya, dio Bolívar una
constitución, el llamado «Codex Bolivianus», que contiene
su credo político. Según él, el país debería ser gobernado por
un presidente elegido con carácter vitalicio y que gozaría de
inmunidad, debiendo él mismo designar a su substituto y
sucesor. Tres cámaras, elegidas por sólo una décima parte de
los ciudadanos, constituirían el poder legislativo.

219
José María Córdova Muñoz (1799-1829), prócer antioqueño, par-
ticipó con Sucre en la batalla de Ayacucho que selló la independen-
cia peruana. Córdova se rebeló contra la tendencia absolutista de
Bolívar y murió en Santuario (Antioquia) en medio de la batalla
que buscaba terminar con su rebelión. La muerte de este patriota
ha sido considerada por la historiografía como un ejemplo emble-
mático de traición y transgresión de las leyes éticas de la guerra,
puesto que Córdova habría sido ultimado en la enfermería de cam-
paña a manos de Rupert Hand, un mercenario británico al mando
de Daniel Florencio O’Leary (1801-1854), edecán de Bolívar.

422
El Dorado

A causa de esta obra se distanciaron de Bolívar mu-


chos republicanos que se preguntaban si para llegar a tal
resultado merecían haberse hecho tan grandes sacrificios.
En vano acarició Bolívar planes encumbrados y en vano
convocó a Panamá el 22 de junio de 1825 un congreso
diplomático para crear una unión de todos los Estados
americanos del Centro y el Sur, o sea los Estados Unidos
de Suramérica. El fracaso de estos proyectos, así como las
sospechas que suscitaron, fueron haciendo palidecer poco
a poco el alto prestigio del Libertador. No hay duda tam-
poco de que fue funesta para él la permanencia en Lima,
donde se le nombró protector vitalicio del Perú, así como
las muchas lisonjas y testimonios de aplauso, y el ilimitado
poder que ejerció durante cinco años. Sólo tras largos ti-
tubeos logró evadirse de aquella seducción. Partió enton-
ces a Bogotá, donde se hicieron magníficos preparativos
para tributarle un digno recibimiento. Cuando uno de los
altos magistrados que a caballo salieron a su encuentro le
hablaba de Constitución y de Ley en el discurso de salu-
tación, Bolívar puso espuelas a su caballo y se alejó de allí.
Esto, según me contaron, dejó una muy mala impresión.
En el interior de Colombia los partidos se hacían gue-
rra del modo más violento. Unos deseaban un fuerte poder
central y militarista ejercido por Bolívar, así como el man-
tenimiento de la unidad de toda Colombia frente a las ya
incipientes veleidades de escisión; otros veían como única
solución una federación de estados con relativa indepen-
dencia de los distintos miembros; otros, en fin, deseaban
instaurar una monarquía. La cuestión religiosa, además,

423
Ernst Röthlisberger

constituía una manzana de discordia, pues, mientras los


unos querían declarar oficial la religión católica, los otros
aspiraban a proclamar la libertad de confesión. El Ejército
se hallaba corrompido, agotado el tesoro, perdido el crédito.

José María Espinosa, abanderado en las guerras


de Independencia (1796-1883)

Bolívar se había hecho atribuir poderes extraordina-


rios, que le fueron retirados por el Congreso Federal en
su sesión del 8 de abril de 1826. Bolívar fue abiertamente
acusado de abrigar planes ambiciosos. Estas encontradas
posiciones vinieron a estallar en la Convención de Ocaña
—9 de abril de 1827—, donde los federalistas tenían ma-
yoría. Cuando, después de acordada la revisión de la ley
fundamental, fue adoptado el sistema federativo, la mi-
noría, que estaba integrada por partidarios de Bolívar,

424
El Dorado

abandonó el Congreso y determinó así la incapacidad de


este para resolver. Por todas partes actuaban los agentes
de Bolívar y exigían se anularan las resoluciones de la Con-
vención y la entrega del poder dictatorial al Libertador.
Manifestaciones públicas en tal sentido celebráronse en
Bogotá y en más de la mitad de los lugares y pueblos de la
República. Infelizmente, Bolívar cedió a estos estímulos
y publicó en agosto de 1828 una proclama en la que insti-
tuía la dictadura del «Libertador Presidente», al que se-
cundarían seis ministros. Aconteció esto en un momento
en que los bolivianos rechazaban ya el «Codex» del Li-
bertador, le retiraban el título de presidente vitalicio y se
sustraían a su influjo.
Despertó en Bogotá aquel espíritu que veía en Bolí-
var un César. Y empezó a tramarse una conspiración en la
que figuraban especialmente elementos extranjeros, revo-
lucionarios franceses y probablemente también algunos
españoles. Por miedo a ser descubiertos, los conjurados se
decidieron ya el 25 de septiembre de 1828 a llevar a efecto
su siniestro plan, el asesinato de Bolívar. Un grupo de ar-
tilleros, doce civiles y los conjurados asaltaron el palacio
a las once de la noche, mataron a los guardias y se preci-
pitaron al dormitorio de Bolívar. Pero este se deslizó por
la ventana a la calle y fue a esconderse bajo el arco del pe-
queño Puente del Carmen. (A menudo, no sin una cierta
emoción, he pasado de noche sobre ese puente, evocando
aquel hecho, no ciertamente heroico, del Libertador). Los
conjurados salieron corriendo y gritando por todas las ca-
llejas: «¡El tirano ha muerto!». Pero los regimientos leales

425
Ernst Röthlisberger

se habían adueñado ya de la ciudad, apresando a los amo-


tinados. Bolívar salió de debajo del puente y fue aclamado
con entusiasmo por el pueblo. Su venganza fue sangrienta.
Trece conjurados, entre ellos varios altos oficiales, fueron
pasados por las armas; a los otros acusados se les encarceló
o deportó. Hasta el general Santander, vicepresidente de
Colombia durante largos años, que había administrado muy
bien el país durante la ausencia de Bolívar y le había enviado
ayudas al Perú, fue condenado a muerte y luego [su pena le
fue conmutada por el destierro], pese a que en la opinión
de casi todos los colombianos era por completo inocente.
Bolívar, a consecuencia de la conjuración de septiem-
bre, se hallaba moralmente aniquilado; el abismo entre sus
partidarios y sus enemigos parecía ya insalvable; el poder
militar se reforzaba a costa del civil; la desconfianza en
su política era cada vez mayor. Los peruanos declararon
la guerra a los colombianos, atacando a su Libertador; si
bien fueron rechazados y recibieron en Tarqui —27 de
febrero de 1829— el adecuado castigo.
Cansado ya de tanta decepción, Bolívar pensó en la ne-
cesidad de buscar el apoyo de alguna potencia extranjera.
Pero sus ministros fueron todavía algo más lejos y conci-
bieron el plan de instaurar en Colombia una monarquía,
pensando en primer lugar en un príncipe de la Casa de
Borbón (!). Consultaron confidencialmente a los represen-
tantes diplomáticos de las distintas naciones y la respuesta
fue aprobatoria. El propio Bolívar se declaró abiertamente
en contra del plan. ¿Quién iba a ser el monarca, dado que
los ingleses no se hallaban dispuestos a transigir con un

426
El Dorado

Borbón? Aristocracia, no la había; los toscos generales,


que en su mayor parte procedían de las clases de tropa,
hubieran resultado ridículos en el papel de cortesanos. La
opinión del pueblo estaba dividida; la mayoría entendía
que la independencia no se había conquistado para cam-
biar una dinastía por otra, mientras los demás veían en la
monarquía la única forma de gobierno con garantías de so-
lidez. Bolívar escribió a sus ministros: «A los representan-
tes del pueblo les compete regir los destinos de Colombia
y determinar los medios y caminos para lograr su gran-
deza. A mí me compete someterme a su voluntad, cual-
quiera que ella fuere. Esta es mi invariable resolución». La
respuesta no es clara ni suficientemente concreta. Puede
entendérsela como una ambigüedad o como una franca
repulsa. ¿Estaba Bolívar mezclado en aquel plan o lo ha-
bía inspirado él mismo? Sólo después hablará en tono más
enérgico a sus ministros, que querían dimitir a causa del
fracaso de sus planes: «Si algún día un trono se levantase
en Colombia o en cualquiera parte de América, la primera
espada que saltaría de la vaina para combatirlo, sería la de
Simón Bolívar». Acerca de estas transformaciones de Bo-
lívar sigue imperando todavía una cierta oscuridad, que yo
no conseguí esclarecer después de realizar en Bogotá di-
ferentes pesquisas. Según una fuente propicia a Bolívar, el
sueño de este hubiera sido un régimen centralista, unitario
y fuerte, pues tanto la monarquía como la libre federación
de Estados le parecían soluciones imposibles.
Llegamos ya al último acto de la dramática, trágica tra-
yectoria del Libertador. La gran República de Colombia

427
Ernst Röthlisberger

se había convertido en un insostenible ente estatal. No


ofrecía suficiente margen de acción al ambicioso afán de
tantos generales. Ya hacía mucho tiempo que Páez había
mostrado en Venezuela antojos de separación. Ahora bla-
sonaba con el anuncio de que iba a liberar a Colombia de
sus opresores y hasta amenazaba con la guerra. De Vene-
zuela llegaban numerosos requerimientos en el sentido de
separarse de Colombia ese Estado, no reconociendo ya la
autoridad de Bolívar. Como este no salía adelante con el
propósito de llegar, todavía en vida suya, a una disolución
de Colombia dentro de un espíritu conciliatorio, decidió
retirarse de la actividad pública. Mas para demostrar que
eran falsas las intenciones monárquicas que se le habían
imputado, le importaba mucho ser reelegido presidente
bajo la nueva Constitución, que había sido concluida el 3
de mayo de 1830, pues sólo de mala gana estaba dispuesto
a abandonar aquella magistratura. Para gran dolor suyo,
empero, se eligió otro presidente220 y al Libertador se le
hizo saber que haría mejor en salir de Colombia. Por una-
nimidad acordó el Congreso asignarle una pensión anual
de 30.000 dólares, de la que Bolívar, por desgracia, había
menester, porque él, millonario antes de la guerra, no dis-
ponía ahora de dinero ni siquiera para dirigirse al exilio.
El 8 de mayo partió el Libertador para la costa.

220
El 4 de mayo de 1830 el Congreso eligió como presidente de la
República al payanés Joaquín Mosquera y Arboleda (1787-1878),
y vicepresidente al santafereño Domingo Caicedo y Sanz de San-
tamaría (1783-1843).

428
El Dorado

Desesperado de la salvación de la patria, se lamenta de


este modo: «Yo creo todo perdido y la patria y los amigos
sumergidos en un piélago de calamidades… Los tiranos de
mi país me lo han quitado y yo estoy proscrito».
En la costa fue mudo y triste testigo de la descompo-
sición de su obra. El 22 de septiembre de 1830 Venezuela
se declaró República independiente. Poco después siguió
el Ecuador221, pero este, por lo menos, ofreció asilo al Li-
bertador y le honró públicamente. En contra de su pro-
mesa, Bolívar no abandonó el territorio colombiano, lo
que dio a sus difamadores ocasión para nuevas sospechas.
Pero por mucho que todo pareciera desafiarle a un último
combate, por mucho que le hostigara su misma patria, Ve-
nezuela, declarándole fuera de la ley y pidiendo su expul-
sión de Colombia, por mucho, también, que se le instaba
desde Bogotá para que regresase, Bolívar supo resistir a
la tentación. Enfermó y su enfermedad tomó caracteres
alarmantes. De Santa Marta se retiró a la Quinta de San
Pedro Alejandrino, donde le brindó albergue el hospita-
lario caballero don Joaquín de Mier222.

221
El primer presidente de Ecuador, equivalente secesionista de
José Antonio Páez en Venezuela, fue el también venezolano
Juan José Flores Aramburu (1800-1864), y el nacimiento de la
República ecuatoriana data del 13 de mayo de 1830, aunque su
primera Constitución fue promulgada el 22 de septiembre de ese
mismo año.
222
Joaquín de Mier y Benítez (1787-1861), inmigrante español a San-
ta Marta en 1791 con sus padres Manuel Faustino de Mier (1766-
1813) y María Teresa Benítez Terán (1766-1824), se convirtió en

429
Ernst Röthlisberger

En la lucha de los partidos se produjo súbitamente


una religiosa calma al circular por todo el país, con rapi-
dez increíble, la noticia de la muerte del Libertador. El
17 de diciembre de 1830, el mismo día en que once años
antes había visto coronado su sueño con la fundación de
Colombia, el mismo día en que hacía diez años dejara el
país Morillo, su más feroz adversario, exhalaba Bolívar su
último suspiro en la cálida costa colombiana. Las postreras
palabras de su testamento rezan así: «Mis últimos votos
son por la felicidad de la patria. Si mi muerte contribuye
para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo ba-
jaré tranquilo al sepulcro».
El deseo del Libertador no se ha cumplido. Su muerte
no desarmó las pasiones. Sólo en un sentimiento se hallan
hoy unidos los suramericanos, el sentimiento de la gratitud
hacia su gran héroe, Bolívar. Ya en 1832 sus cenizas fueron
llevadas con gran pompa a Caracas y en muchas ciudades
de Suramérica y hasta en el Parque Central de Nueva York,
se levanta su estatua. Su nombre figura en París en el Arco
del Triunfo223. La exaltación, más, la divinización del hé-

rico comerciante, empresario y hacendado samario, fiel a la causa


patriota bolivariana.
223
En realidad el nombre del precursor venezolano que figura en el
Arco del Triunfo en París es el de Francisco de Miranda, quien ba-
talló en los ejércitos napoleónicos. En París, en cambio, se levanta
hoy una estatua ecuestre de Simón Bolívar (en la ribera del Sena,
en uno de los extremos del puente Alexandre iii) y una de sus ave-
nidas (de más de 1,3 km y 20 m de amplitud) recibió el nombre
de Avenue Simon-Bolivar.

430
El Dorado

roe de la guerra de Independencia se manifestó especial-


mente hace poco con ocasión de celebrarse el centenario
de su nacimiento el 24 de julio de 1883. La hondura de los
sentimientos expresados, particularmente en Colombia y
Venezuela, sorprendía a cualquier observador. Esa divini-
zación tiene también, por descontado, su aspecto negativo.
La figura histórica de Bolívar va cediendo sitio a un per-
sonaje romántico; la realidad no puede ya luchar contra la
leyenda. Si bien los documentos relacionados con Bolívar
se han reunido en veintidós volúmenes y en dos volúmenes
una parte de su correspondencia, si bien han aparecido ya
diferentes biografías del Libertador, todavía queda mucho
que aclarar acerca de su vida, y la historia no ha llegado a
emitir un juicio definitivo sobre él.
Bolívar era de mediana estatura, seco y nervudo, las
campañas le habían tostado la tez y disipado el color de
las mejillas. Su rostro era ovalado; sus ojos, extraordina-
riamente vivos y penetrantes, destellaban fuego; una re-
cia nariz aguileña, una ancha frente, una boca ligeramente
contraída, daban atractivo e interés a su semblante; en el
trato común era alegre y franco; amigo de fiestas y rego-
cijos, no perdía, sin embargo, la mesura.
Poseía Bolívar una fogosa fantasía y al escribir lo ha-
cía con magníficas imágenes, que todavía hoy nos fasci-
nan. Mayor aún que su imaginación era su voluntad; él
fue la voluntad personificada de la guerra de Independen-
cia. Sólo a su férreo tesón resultaba posible vencer a más
de cuarenta mil soldados españoles, tropa excelente y con
buenos mandos, cosa que realizó por todos los medios,

431
Ernst Röthlisberger

unas veces humanamente, otras con ferocidad. Sus accio-


nes bélicas nos sobrecogen frecuentemente y en aquella
proclama en que declara a los españoles la guerra a cuchi-
llo, vemos, desgraciadamente, un extravío de la humana
razón, que sólo las circunstancias hacen disculpable.
Bolívar, al igual que todos sus conciudadanos, era or-
gulloso y de suma altivez. Especialmente en su juventud
aquel orgullo, junto con la envidia, le llevó a cometer erro-
res que afectaron algo su vida, intachable y limpia en todo
lo demás. También sabía dominarse, su rivalidad y celos
frente a los compañeros de lucha se equilibraban por una
gran fidelidad de amigo, por su generosidad y abnegación.
Como ciudadano es Bolívar incomparable. «Prefiero
el título de Ciudadano al de Libertador, porque este emana
de la guerra, y aquel emana de la leyes. Cambiadme, Se-
ñor, todos mis títulos por el de buen ciudadano». Sus vir-
tudes de ciudadanía resplandecen en el hecho de que en
la administración de dineros públicos, no sólo fuese eco-
nómico y parco sino que además procediese con gran ri-
gor y que al cabo de catorce años de mando en Colombia
y Perú hubiera de morir pobre, después de haber ofren-
dado a la patria en momentos críticos todo cuanto poseía,
riqueza y gloria.
En su pensamiento religioso era Bolívar muy libre y
rendía un cierto culto a la divinidad; respetaba la religión
católica y como fiel católico murió.
Bolívar está considerado como uno de los hombres
más dotados para la organización. Como soldado acre-
ditó una asombrosa tenacidad y constancia y como jefe le

432
El Dorado

distinguía una rara paciencia, hallándose al propio tiempo


devorado de aquel sagrado fuego que todo lo arrebata. Era
singular su prudencia para elegir a los subordinados y colo-
carlos en el cargo conveniente. Sus soldados lo idolatraban.

La plaza de Bolívar con la estatua del Libertador, 24 de julio de 1883

Más discutido que en ningún otro aspecto lo es Bolívar


en su calidad de estadista. Odia los pequeños negocios ad-
ministrativos, aborrece el escritorio y no llega a compren-
der los mezquinos celos, intrigas y enredos de los políticos
de profesión. Particularmente en la primera época de su
carrera política, Bolívar habla el severo lenguaje de la de-
mocracia: «Tan sólo el pueblo conoce su bien y es dueño
de su suerte, pero no un poderoso, ni un partido, ni una
fracción. Nadie, sino la mayoría, es soberana [y dueña de
su destino]. Es un tirano el que se pone en lugar del pueblo

433
Ernst Röthlisberger

y su potestad usurpa». Dos grandes prototipos trataba


Bolívar de juntar en sí: el de Washington224 y el de Napo-
león. Admirando a ambos, al segundo de estos lo imitó
más que al primero. En toda su concepción política se ve
demasiado al militar. Aspira sobre todo a un gobierno
fuerte, por lo cual descuida el elemento civil y se halla más
que dispuesto a poner mano al sable. De vencido pasó a
vencedor, y vencedor quiso quedar en la política. Él, que
tan a menudo disfrutó de poderes extraordinarios, desea,
sin embargo, servir a su patria; pero al propio tiempo de-
sea mandarla siempre, dominarla siempre, sin dejar sitio a
otros. Las decepciones que como hombre de Estado hubo
de sufrir provenían del desprecio de una ley: que el do-
minio de una sola persona, por bien inspirada que esta se
halle, actúa al fin de forma opresiva y se siente como una
carga. Las decepciones mencionadas no tienen, pues, su
origen en acontecimientos externos, ni tampoco en el di-
fícil carácter de sus compatriotas, sino, sobre todo, en sus
propias faltas. Él mismo, al reaccionar contra la libertad,
fue quien más perjudicó su obra. Bolívar, personificación
de una ambición noble y magnánima, pero insaciable,
puso demasiadas veces a prueba su popularidad. Fatigó a
la suerte y hubo de hundirse en la pesadumbre.

224
George Washington (1732-1799), agrimensor virginiano, coman-
dante de la guerra de Independencia de los Estados Unidos y su
primer presidente entre 1789 y 1797.

434
El Dorado

Simón Bolívar

Mas Bolívar, que con su genio rompió el letargo de tres


siglos, se alza dignamente junto a los grandes caudillos de
la antigüedad y de los tiempos modernos, pues él devol-
vió el derecho de la libre determinación a países que, con
una extensión de cinco millones y medio de kilómetros
cuadrados, albergan hoy a más de diez millones de seres.
Vendrán nuevos siglos y se convertirán en una apoteosis
del gran Libertador de pueblos.

435
§§ x
Colombia. Años de
aprendizaje
División de Colombia por la separación de
Venezuela y Ecuador / La República de la
Nueva Granada / Presidencias de Santander,
Márquez, Herrán y Mosquera / El gobierno
liberal de López; la Confederación
Granadina / La guerra de los tres años
de los federalistas / La Constitución de
los Estados Unidos de Colombia / Breve
dictadura de Mosquera / Los presidentes
radicales desde 1863 / Auge y crisis / La
sangrienta revolución conservadora de
1876 y las consecuencias de su represión
/ La subida de Rafael Núñez al poder /
Núñez como hombre, poeta y estadista; su
segunda Presidencia de 1884 / Se aproxima la
revolución de 1885

El Libertador bajó tempranamente al sepulcro.


La Gran Colombia se había deshecho, se habían separado
Venezuela y Ecuador. ¿En qué ha empleado Colombia el
siglo que lleva de independencia nacional? Fundamental,
interesante pregunta.

437
Ernst Röthlisberger

Después de larga y lamentable confusión y después de


derrocar el dominio militar de los llamados intrusos, el 21
de noviembre de 1831 se discutió y elaboró una Consti-
tución para el maltrecho país, y el 29 de febrero de 1832
fue expedida la Carta Fundamental de la Nueva Granada.
El poder ejecutivo correspondía a un presidente, elegido
por cuatro años y no reelegible, así como de un Consejo
de Estado que integraban siete miembros designados por
el Congreso.
La Nueva Granada invitó a Venezuela y Ecuador a fun-
dar juntamente con ella una liga de las tres repúblicas her-
manas, sobre la siguiente base: solución pacífica de todas
las diferencias por medio de un tribunal de arbitraje —esta
idea, pues, había llegado ya hasta allí—; estricta prohibi-
ción del comercio de esclavos; prohibición de negociar
separadamente con España o efectuar modificaciones te-
rritoriales sin el conocimiento de las otras repúblicas coa-
ligadas; por último, garantía de los respectivos gobiernos
en el sentido de asegurar una forma republicana, popular,
colectiva, responsable y alternativa. Esta propuesta, por
desgracia, no fue escuchada; Venezuela la rechazó orgu-
llosamente. Sólo se llegó a un acuerdo en cuanto a la dis-
tribución entre las tres repúblicas de la deuda producida
por la guerra de la Independencia —más de cien millones
de dólares—.
Para el nuevo periodo de 1833 a 1837 fue elegido pre-
sidente el jefe de los patriotas constitucionalistas y opues-
tos al dominio militar, el que, envuelto en la conspiración
contra Bolívar, fuera desterrado luego del país; hablamos

438
El Dorado

del general Santander. Este, cuya enorme estatua de bronce


se alza hoy en una de las más bellas plazas de la ciudad, ha
dejado a la posteridad muchas obras, aunque acaso pro-
cedió algo rígidamente contra los partidarios de Bolívar
y contra el clero y a pesar de tener sobre sí la culpa de im-
perdonables actos de fuerza, como el asesinato del general
Sardá225. Santander es el fundador de la escuela primaria en
la República, logrando la creación de escuelas para veinte
mil niños, sin dejar de tener presente la educación de las
muchachas. Puso en manos de los profesores universita-
rios de su tiempo el texto de Bentham226 sobre legislación
y el de filosofía de Tracy227, de la antigua escuela sensua-

225
Además de fusilar al general Barreiro después de su derrota en la
batalla de Boyacá, Santander habría ordenado, cuando ya estaba
establecida la República de Colombia, y de acuerdo con una le-
yenda, asesinar a José Sardá, militar de origen catalán, acusado de
conspirar —de palabra— contra su gobierno.
226
Jeremy Bentham (1748-1832), filósofo, economista y escritor in-
glés, autor de la Introducción a los principios de moral y legislación
(1789), obra fundamental de la doctrina utilitarista. Bentham fue
también el promotor de las construcciones panópticas, aplicadas
a cárceles y fábricas, en las que se pudiera vigilar todo su funcio-
namiento desde un punto central.
227
Antoine-Louis Destutt, marqués de Tracy (1754-1836), filósofo
y escritor francés, autor de la obra titulada Élements d’idéologie
(1801-1805) en cuatro volúmenes, en la que se describen los fun-
damentos de la ciencia de las ideas.

439
Ernst Röthlisberger

lista de Condillac228; con estos dos libros de combate fue


robustecido el movimiento liberal.

Estatua del general Santander en un parque de Bogotá

La opinión conservadora, sin embargo, obtuvo en 1837


una decisiva victoria con la elección del conservador liberal
Márquez229 como presidente. En vano acudieron los libe-

228
Étienne Bonnot de Condillac (1714-1780), abad de Mureau, filó-
sofo y economista nacido en Grenoble al Sur de Francia, cercano
contertulio de los enciclopedistas, difundió la doctrina del empi-
rismo liberal de John Locke (1632-1704), con una nueva aproxi-
mación no racionalista, denominada sensualista. Autor del Tratado
sobre el origen de los conocimientos humanos (1746), del Tratado de
los sistemas (1749) y del Tratado de las sensaciones (1754).
229
José Ignacio de Márquez Barreto (1793-1880), político boyacense,
tercer Presidente de la República de la Nueva Granada —después

440
El Dorado

rales al recurso de la revolución (1840). Aunque los parti-


dos se hallaban casi a la par, triunfó finalmente, después de
sangrienta lucha, el bando del gobierno, que, robustecido,
hizo elegir de nuevo para el siguiente periodo presidencial
(1841-1845) a uno de los suyos, el general Pedro Herrán230,
amigo que fue de Bolívar. Bajo la pacífica administración de
Herrán, que fomentó la industria y la educación, se llevó a
cabo el 20 de abril de 1843 una revisión de la ley fundamen-
tal, a que, al objeto de aumentar el poder central, admitía
también al Congreso a los funcionarios y les daba derecho
a ser elegidos. El presidente electo para el nuevo mandato,
el general Tomás C. de Mosquera231, primeramente conser-
vador, pero inspirado por la ideología liberal, jefe después
de los liberales y hombre de los más diversos destinos, supo
conseguir uno de los mejores periodos que en la adminis-
tración ha conocido el país (1845-1849). Implantó en serio
la navegación de vapores por el Magdalena, hizo acondi-
cionar las tierras del istmo de Panamá para la construcción
de la línea férrea, redujo el Ejército al efectivo mínimo y

de Francisco de Paula Santander y de José María Obando— en-


tre 1837 y 1841, habiendo sido ya designado para este cargo en
1832, 1835 y 1836.
230
Pedro Alcántara Herrán y Martínez de Zaldúa (1800-1872), ge-
neral de las guerras de la independencia y luego delegado ante la
Santa Sede antes de ser nombrado gobernador de Cundinamarca
y finalmente presidente para el periodo que cita Röthlisberger.
231
Tomás Cipriano de Mosquera y Arboleda, militar y político ilus-
trado payanés, citado.

441
Ernst Röthlisberger

lo dedicó a abrir caminos, mejoró los servicios de correos,


introdujo el sistema métrico decimal en las medidas y la
moneda, hizo formar en el Colegio Militar los primeros
ingenieros bajo la dirección de personal extranjero de gran
competencia, y dispuso una amnistía general que permitió
a los desterrados el regreso a la patria.
El Partido Liberal, que se había recuperado entre tanto,
alcanzó mayoría en la elección para presidente (1849-
1853) celebrada por el Congreso y que recayó en el gene-
ral López232. Este debilitó en favor de los departamentos
el influjo del poder central, robustecido antes por los con-
servadores, descentralizó la administración e implantó la
plena libertad de prensa, de modo que llegaron a difun-
dirse entonces como cincuenta publicaciones políticas. Se
abolió la pena de muerte para los delitos políticos, se supri-
mió la aduana de Panamá y se comenzó allí la construcción
del ferrocarril, se declararon libres el comercio de tabaco
y la exportación de oro, dando un gran auge a estas ramas
de la economía. Los jesuitas que, arrojados de España por
Carlos iii en 1767, habían regresado al país en 1844, fueron
ahora expulsados de Colombia; se declararon suspendidas
las rentas eclesiásticas, lo mismo que el derecho de asilo y
el fuero sacerdotal, y a los cabildos se les dio facultad para
nombrar a los curas párrocos. A López corresponde la glo-
ria de haber efectuado la total liberación de los esclavos,
hasta entonces no lograda en todos los sitios —el número

232
José Hilario López Valdés (1798-1869), militar y político huilense
formado en Popayán.

442
El Dorado

de los esclavos oscilaba entre diez mil y veinte mil—, y de


ese modo no sólo quitó a los espíritus las cadenas de la cen-
sura, sino que libró a los cuerpos de los pobres negros de las
ligaduras de sus amos. Con ello quedó consumada la obra
a la que con energía y elocuencia se consagró el venerable
sabio Félix Restrepo233 (1760-1832) desde el principio de
la guerra de Independencia.

José Félix Restrepo, 1760-1832

233
José Félix Restrepo, educador antioqueño formado en Bogotá y
radicado en Popayán. Tutor, entre otros estudiantes que brillaron
en la sociedad neogranadina, de Francisco Antonio Zea, Camilo
Torres, Francisco José de Caldas y, más tarde, de la generación de
José Hilario López.

443
Ernst Röthlisberger

López introdujo además el sistema de jurados en los


tribunales de justicia y redujo en un quinto las tarifas adua-
neras. Colombia fue el primer Estado que, bajo la adminis-
tración de dicho presidente, permitió el tráfico de buques
de naciones extranjeras, por sus ríos y demás aguas, hasta
el interior del país. Insistió en la confiscación de los bienes
eclesiásticos y en la soberanía estatal. Si se hubiera conti-
nuado la política introducida por el antecesor, Mosquera,
el comercio libre hubiera proporcionado ferrocarriles y ca-
rreteras, mientras que ahora, para la construcción de las vías
férreas, es necesario hacer llegar capitales del extranjero si
es que realmente se desea que las líneas queden terminadas.
A pesar de que López superó una conspiración conser-
vadora promovida por Ospina234, imponiéndose además a
la hostilidad del clero, y aunque inauguró la época más im-
portante en el desarrollo político de la República, así como
las reformas más audaces y de mayor transcendencia, no fue
capaz de impedir la escisión dentro del propio campo. To-
davía bajo el dominio conservador, se pretendió convertir
por la fuerza a las ideas de ese partido a los estudiantes de la
Universidad, muy avasallados a la sazón y cuyo rector, ade-
más, era un eclesiástico estrecho de miras. Los estudiantes

234
Mariano Ospina Rodríguez (1805-1885), abogado y político cun-
dinamarqués, se considera uno de los fundadores del Partido Con-
servador, y llegó a ocupar el cargo de presidente de la República de
la Nueva Granada entre 1857 y 1858, y luego de la Confederación
Granadina entre 1858 y 1861. Había sucedido y precedido a Fer-
nando Caicedo Sanz de Santamaría (1796-1864), en la goberna-
ción de Cundinamarca en 1847.

444
El Dorado

fundaron entonces una asociación democrática empapada


especialmente en el ideario de la revolución de julio. Uno
de sus principales dirigentes, primero agitador furioso y
luego ultramontano, presentaba como un hecho la coin-
cidencia de los principios democráticos con el más puro
cristianismo, y en su entusiasmo predicaba que ya Cristo
había padecido en el Gólgota por esas ideas, a causa de lo
cual se bautizó al partido con el nombre de «los Gólgo-
tas»235. El general López asistía a las sesiones de estos ar-
dorosos estudiantes y así los fue ganando para sus fines.
En tanto que los viejos liberales se oponían a reformas
enteramente razonables, tenían miedo de la inmediata li-
beración de los esclavos, medida que a su entender debía
implantarse paulatinamente. Los de este grupo querían con-
servar un ejército muy numeroso, para la correspondiente
represión de los conservadores; eran partidarios de la pena
de muerte, y en esto llegaban tan lejos que pensaban ex-
tenderla a toda una gran serie de infracciones. La joven es-
cuela, en cambio, pedía las máximas libertades que, con su
ayuda, fueron en efecto implantadas por el general López.
Después del mencionado e infeliz alzamiento de los
conservadores acaudillados por Ospina, los viejos liberales

235
Se ha asociado a este movimiento a los siguientes protagonistas
jóvenes: Francisco Javier Zaldúa, Antonio María Pradilla, Janua-
rio Salgar, Justo Arosemena, Ricardo Vanegas, José María Vergara
Tenorio y Victoriano de Diego Paredes (véase: Colmenares, Ger-
mán, 1997, «Gólgotas y Draconianos». En: Torres Duque, Óscar
(ed.), El Mausoleo iluminado: Antología del ensayo en Colombia,
Bogotá: Presidencia de la República, pág. 464).

445
Ernst Röthlisberger

o progresistas —que ahora se habían vuelto reacciona-


rios— opinaban que a los revoltosos y agitadores se les de-
bía tratar con todo rigor mediante destierro, confiscación
de bienes, etcétera, con el fin de exterminarlos por entero,
para lo cual sería necesario un ejército permanente de, por
lo menos, dos mil quinientos hombres. Solicitaban además
el mantenimiento de la pena de muerte y hasta la prisión
por deudas. Los jóvenes «gólgotas», empero, pedían li-
bertad para todos y que se aprovecharan con tolerancia y
mesura las ventajas de la victoria; se resistían obstinada-
mente contra los medios preconizados por los viejos li-
berales, ahora llamados «los draconianos»236, no sentían
temor alguno ante la separación de la Iglesia y el Estado ni
ante ninguna de las reformas grandes y de amplias miras.
Gracias a su proceder, resultado de una gran firmeza de
convicciones —y pese a la desconfianza con que los miraba
el nuevo presidente, Obando237, quien aspiraba a gobernar
con el apoyo de los draconianos y del Ejército— llevaron

236
Germán Colmenares, Ibidem, refiere el caso de dos draconianos
emblemáticos: Pedro Neira Acevedo y Lorenzo María Lleras.
237
José María Obando (1795-1861), militar y político caucano, hijo
adoptivo del comerciante pastuso Juan Luis Obando y su señora
Agustina del Campo, Obando era hijo natural de José Iragorri y
Larrea y de Ana María [Crespo] Mosquera, a su vez hija natural
de Dionisia Mosquera Bonilla y Pedro García de Lemos y Ante
de Mendoza. Ocupó la Presidencia de la República de la Nueva
Granada en el periodo de 1831 y 1832 y luego entre 1853 y 1854,
cuando fue derrocado por el golpe militar del tolimense de origen
indígena pijao, José María Melo Ortiz (1800-1860).

446
El Dorado

a término la ley fundamental de más profundo sentido


liberal que conocen las repúblicas hispanoamericanas, la
Constitución del 21 de mayo de 1853. En virtud de esta la
Iglesia quedó enteramente separada del Estado; se despojó
de fórmulas y requisitos eclesiásticos a todo acto civil; se
sancionó el sufragio universal, directo y secreto; se supri-
mió la prisión por deudas; se separaron del ejecutivo los
poderes legislativo y judicial y se dispuso la total descen-
tralización —concretamente, se retiró a las autoridades
federales la facultad de nombrar los gobernadores de las
provincias—. El matrimonio civil quedó autorizado por
la Ley del 20 junio de 1853, se traspasó a los municipios
la propiedad de los cementerios, se redujo el Ejército en
activo y se disminuyeron las tarifas aduaneras.
En balde se opuso a estas reformas el presidente, ge-
neral Obando (1853-1854), llevado al poder por los an-
tiguos progresistas. Las reformas fueron acogidas, y aún
más por cuanto los escasos representantes conservadores
no adoptaron frente a ellas una actitud verdaderamente
hostil, pues los gólgotas dispusieron al propio tiempo la
elaboración de una ley de amnistía, según la cual los obis-
pos desterrados podrían regresar de nuevo a la patria. Esto
constituía para los conservadores motivo suficiente para
confiar en que el retorno de aquellos prelados, junto con
la mayor libertad de movimiento creada por la separación
de la Iglesia y el Estado, traería consigo el comienzo de una
restauración del antiguo predominio conservador.
Al estallar luego una revolución militar acaudillada
por Melo, y habiéndose declarado abolida la Constitución

447
Ernst Röthlisberger

el 17 de abril de 1854, se culpó a Obando de haber favo-


recido el golpe, formóle causa el Senado y se acabó por
destituirlo, después de una guerra civil de seis meses, en
que la ciudad de Bogotá fue tomada por los liberales en
lucha contra el bando militarista. (No me atrevo a decidir
si la acusación hecha a Obando era o no justificada, pues
las opiniones sobre el particular siguen estando muy di-
vididas). Los dos restantes años del periodo presidencial
fueron completados por Manuel María Mallarino238, vi-
cepresidente conservador, muy moderado, que formó un
gabinete mixto (1855-1857), redujo a 300 hombres el Ejér-
cito activo y mantuvo una gran austeridad económica. En
1855 el Congreso aprobó por unanimidad un proyecto
según el cual Panamá pasaría a constituir un Estado au-
tónomo, tan sólo en ciertos aspectos dependiente de la
Nueva Granada. Este hecho, que se consumó de manera
pacífica y tranquila, sirvió de precedente a otras decisio-
nes. El 11 de junio de 1856 se creó el estado de Santander,
y en 1857 se discutió en el Congreso una nueva Constitu-
ción, adoptada al año siguiente, según la cual, junto con
los dos estados dichos, se delimitaba el territorio de otros
seis, existentes luego como departamentos y que eran los
de Antioquia, Bolívar, Boyacá, Cauca, Cundinamarca y
Magdalena. Al propio tiempo la República, en lugar del

238
Manuel María Mallarino Ibargüen (1808-1872), abogado con-
servador caleño que sucedió en la Presidencia a José de Obaldía
y Orejuela (1806-1889), quien había ejercido entre diciembre de
1854 y abril de 1855.

448
El Dorado

nombre de Nueva Granada, pasaba a ostentar el de Con-


federación Granadina —28 de mayo de 1858—.
La división del Partido Liberal llevó a la Presidencia,
en momentos tan decisivos para la organización nacional,
al conservador doctor Mariano Ospina, de formación so-
fística y escolástica y antiguo conjurado contra el gobierno
López. Si bien en la nueva Constitución, imitada de la
norteamericana, se reconocían a los estados todos los de-
rechos no expresamente adjudicados al poder nacional,
y pese a que la decisión sobre cuestiones de competencia
entre el poder de la Confederación y el de los estados se
reservó exclusivamente al supremo órgano jurídico de la
nación, Ospina promulgó, contra todo derecho, una ley
—8 de abril de 1859— inspirada por su unitarismo y en
interés del gobierno central conservador. Esta ley transfería
a los poderes nacionales, retirándosela a los estados la in-
tervención en los escrutinios de las elecciones para miem-
bros del Congreso y para la Presidencia de la República.
Contra esta y parecidas medidas elevó violenta protesta
el Partido Liberal, amenazado en su propia existencia. Y
cuando Ospina auxilió dos revoluciones, si bien sofocadas
luego, contra los gobiernos de los estados de Santander y
Cauca, cuando se reunió el Congreso ultraconservador
formado bajo el influjo de la nueva ley electoral y cuando
esta Cámara dio una ley de orden público que confería al
poder central facultades para imponerse a los gobiernos de
los presidentes de los estados y hasta para suspenderlos en
sus funciones, entonces resultó ya inevitable la borrasca.
Los estados liberales de Santander, Bolívar, Magdalena y

449
Ernst Röthlisberger

Cauca dieron en suponer que sólo el poder de las armas


podía salvarlas del peligro intencionadamente provocado.
Así se desencadenó la más prolongada e inútil de las revo-
luciones que ha visto Colombia, la de los años 1860 a 1863.
El 3 de septiembre de 1859, Ospina declaró el estado de
guerra en toda la nación. El 8 de mayo de 1860, el general
Tomás C. de Mosquera, gobernador del estado del Cauca,
expidió, a raíz de un ultimátum dirigido a la Presidencia el
18 de abril, el famoso decreto en que declaraba haber reci-
bido de la autoridad legislativa de su propio estado faculta-
des para separarlo temporalmente del gobierno de Bogotá
hasta que este volviera a la normalidad constitucional. Se
había producido el caso de guerra, y con ello un peligroso
ejemplo para el futuro. Ospina atacó personalmente al es-
tado de Santander y salió vencedor en la sangrienta batalla
del Oratorio. Después de numerosas contiendas, Mosquera
pasó la Cordillera Central y se unió con López y Obando,
predecesores de Ospina en la Presidencia. A una batalla
seguía otra batalla. Los liberales triunfaron, al mando del
general Gutiérrez239, en una lucha de siete días librada en
Boyacá; el Ejército vencedor, después de la dura batalla de
Subachoque, ganada por Mosquera, unióse a este y el 18
de julio de 1860, de 1861 fue tomada por los federalistas
la ciudad de Bogotá. En aquella ocasión Mosquera hizo
fusilar a tres altos magistrados, sin juicio alguno.

239
Se refiere al Santos Gutiérrez Prieto, mencionado, triunfador en las
batallas de Hormezaque, el 14 de febrero de 1861, y Tunja, en abril
de 1861.

450
El Dorado

Mosquera, que durante la guerra fue reconocido como


su caudillo, constituyó un gobierno provisional, en el que
se le dio el título de «Presidente provisorio de los Esta-
dos Unidos de Nueva Granada, supremo director de la
guerra». Los hechos más importantes de ese gobierno,
cuyas consecuencias todavía hoy se hacen sentir, son los
que siguen: la constitución de Bogotá en territorio fede-
ral; la separación de Cundinamarca de un nuevo estado,
el del Tolima; la expulsión de los jesuitas; la expropiación
y subasta, o la venta a cualquier precio, de todos los bienes
de manos muertas240; la supresión de las casas conventua-
les y, por último, la designación del país con el nombre
de Colombia. Tras continuada guerra, el 4 de febrero de
1863 se reunió por fin la Convención Nacional de Rione-
gro, estrictamente liberal y convocada por Mosquera, que
promulgó el 8 de mayo de 1863 la trascendental Constitu-
ción de los Estados Unidos de Colombia. El primer pre-
sidente de estos fue el general Mosquera, y el segundo el
doctor Manuel Murillo241, uno de los mejores diplomáti-
cos y estadistas del grupo radical (1864-1866). Hubo nu-
merosas revoluciones en los diferentes estados, en las que
unas veces los liberales y otras los conservadores trataban
de derrocar, o derrocaban, a los respectivos gobernantes;

240
Es decir, de bienes pertenecientes a la Iglesia, típicamente por do-
nación testamentaria.
241
Manuel Murillo Toro (1816-1880), político y escritor tolimen-
se, dos veces presidente de Colombia de 1864 a 1866 y de 1872 a
1874.

451
Ernst Röthlisberger

el presidente iba reconociendo como hijos de la voluntad


popular a todos los gobiernos surgidos de esas conmo-
ciones —hasta el nuevo gobierno conservador de Antio-
quia—, todo ello por la teoría de los hechos consumados.
A pesar de lo dicho, la enseñanza fue mejorada notable-
mente bajo el mandato de Murillo y los bienes de manos
muertas todavía no subastados se adjudicaron a los cabil-
dos municipales.

General Mosquera

En el año de 1866 ocupó la Presidencia por cuarta vez


el general Mosquera. Movido de su carácter despótico y
de sus antojos autoritarios, pronto mostró el poco respeto
que sentía por las leyes. Durante su ausencia de dos años
había contratado en Europa empréstitos y adquirido barcos
de guerra por sumas fabulosas, sin contar para ello con el
consentimiento de la nación. (El producto de la posterior
venta de dichos barcos ascendió apenas a la décima parte

452
El Dorado

del dinero que se malempleó en ellos). Mosquera quería


proseguir aún con la subasta de los bienes de manos muer-
tas, a objeto de hacer de nuevo candente la «cuestión re-
ligiosa». Como el grupo liberal-radical le hacía abierta y
dura oposición, como la opinión pública estaba en contra
suya y el Congreso tampoco coincidía con él en los decre-
tos —particularmente en el criterio acerca del papel del
poder central al producirse revoluciones en los estados—,
Mosquera declaró suspendidas sus relaciones con la Cá-
mara y se proclamó dictador el 29 de abril de 1867. Pero
ya a los veintiséis días de este hecho, un grupo de ciudada-
nos eminentes lo tomó preso durante la noche en su pala-
cio —conjuración del 23 de mayo de 1867— y lo encerró
en el Observatorio Astronómico. Acusado luego ante el
Congreso, se le enjuició, destituyó y, por último, fue con-
denado al destierro.
Antes de concluir el periodo presidencial de Mos-
quera fue abolida por el vicepresidente general Acosta242
la ley sobre inspección de cultos y todo desacato por parte
de los eclesiásticos quedaba bajo la competencia de los
tribunales ordinarios para su oportuno castigo. En ese
tiempo se creó la Universidad Nacional. Los gobiernos
siguientes fueron presididos por ilustres ciudadanos del

242
El vicepresidente que sucedió a Mosquera fue el general Santos
Acosta Castillo (1827-1901), médico, abogado, militar y político
de origen boyacense, en cuya administración se creó la Universidad
Nacional de Colombia, el 22 de septiembre de 1867, y se organizó
el Archivo Nacional y la Biblioteca Nacional de Colombia.

453
Ernst Röthlisberger

grupo radical. Bajo su mandato, y eso se lo debe conceder


la misma envidia de los enemigos, tomó la enseñanza un
auge no visto hasta entonces. El general Santos Gutiérrez,
triunfador de Boyacá en la revolución de 1860, el general
Eustorgio Salgar243, personaje muy simpático, el doctor
Murillo en su segundo mandato presidencial (1872-1874)
y el doctor Santiago Pérez (1874-1876)244 fomentaron la
escuela primaria, los bancos, las exposiciones nacionales,
la redacción de los principales códigos…, y trataron de po-
ner orden en la desastrosa situación de las finanzas, parti-
cularmente en la normalización de la deuda exterior. Esta
se elevaba a la ingente suma de 33 millones de dólares, la
cual —bajo Murillo— se redujo, empero, a 10 millones
mediante acuerdos con los acreedores respectivos.
Durante el periodo presidencial de Santiago Pérez, la
Universidad siguió en continuo desarrollo y en 2.000 es-
cuelas públicas recibían instrucción 48.000 niños y 21.000
niñas. Por medio de una economía arreglada y ahorrativa
se hubiera logrado establecer el equilibrio entre los ingre-
sos y los gastos, obteniéndose incluso algunos remanentes
regulares, a no ser por la división de los liberales y por las
nuevas revoluciones que pusieron al país casi al borde de
la ruina. En el mandato de Santiago Pérez produjéronse

243
Eustorgio Salgar Moreno (1831-1885), abogado de la Universidad
Central, fue nombrado presidente de Colombia a sus 39 años, para
el periodo de 1870 a 1872, y luego gobernador de Cundinamarca
entre 1874 y 1875.
244
Santiago Pérez Manosalbas, citado.

454
El Dorado

también insurrecciones contra el gobierno central, que se


prolongaron durante cuatro meses, en Panamá, Magda-
lena y Bolívar.
Pero la revolución más sangrienta que ha conmovido
al país fue, sin duda, la que se desarrolló bajo el siguiente
mandatario presidencial, Aquileo Parra (1876-1877)245.
Este fue elegido por el Congreso, no sin alguna violencia,
por no haber obtenido mayoría ninguno de los candida-
tos liberales. El estado de Antioquia, cuyo gobierno con-
servador se había armado desde tiempo atrás mediante
la constante adquisición de material bélico, y el estado
del Tolima, declararon la guerra al gobierno nacional, to-
mando como pretexto la ley por la cual el Ejército activo
se había aumentado hasta 3.000 hombres y se eliminaban
de la enseñanza las lecciones de religión. La revolución
—agosto de 1876— produjo un nuevo estancamiento en
los esfuerzos del comercio colombiano, en el pago pun-
tual de los créditos de la deuda exterior y en la reducción
del tipo de interés de los bancos. La escuela primaria su-
frió también en esta revolución profundas heridas, todavía
no curadas por entero. Frente a las guerrillas conservado-
ras surgidas en casi todos los estados, el Gobierno de la
Unión juntó un ejército de 25.000 hombres. Las huestes

245
Aquileo Parra Gómez (1825-1900), comerciante, escritor y polí-
tico liberal nacido en Barichara, Santander, sustituido en su cargo
en dos ocasiones, en razón a su condición de salud, por el general
Sergio Camargo Pinzón (1832-1907) y por Salvador Camacho
Roldán, citado.

455
Ernst Röthlisberger

conservadoras de Antioquia fueron vencidas en la terrible


batalla de Garrapata al pretender penetrar en el liberal te-
rritorio del Cauca, por la región de Los Chancos y cuando
se disponían a pasar la Cordillera Central para marchar
sobre Bogotá con una tropa de 14.000 hombres. En el lu-
gar de la lucha se hallan enterrados valerosos estudiantes
liberales de la Universidad. Los revolucionarios sufrieron
finalmente otra derrota en el centro de la República, en
La Donjuana [cerca de Pamplona, Santander].
La revolución de 1876 fue breve, pero funesta. Costó
al país por lo menos 10 millones de dólares. Los dos par-
tidos se enfrentaron en la forma más violenta, el clerical
luchó apoyado por la religión y bajo la dirección de ecle-
siásticos, contra las escuelas ateas del gobierno. La derrota
de los revolucionarios pareció definir la situación para
largo tiempo. Pero nueve años más tarde —1885— vuelve
a cambiar la escena política: estalla otra guerra civil, los
vencidos de 1876 pasan a ser ahora los vencedores y reco-
gen implacablemente los frutos de la situación modificada
en provecho suyo.
¿Cómo pudo consumarse semejante transformación?
El proceso es tan típico y característico que merece ser con-
siderado con algún detalle.
Los pueblos, como los hombres, pasan por épocas de
crecimiento y de decadencia, de viril energía y desarro-
llo y de enfermiza descomposición e impotencia. Grato
debió de ser el cuadro que ofreciera Colombia por el co-
mienzo de los años setenta y que le ganó en la América
Hispana la honrosa conceptuación de ser una escuela, un

456
El Dorado

país en que la instrucción en general se hallaba por encima


de la de todos esos pueblos. A Bogotá llegó a dársele el
nombre de «la Atenas de Suramérica». Entonces, como
ya vimos, se elevaron considerablemente el crédito finan-
ciero y el moral de la República; la exportación superaba
en millones a la importación; el país era rico y floreciente.
Los presidentes eran sencillos servidores del Estado y la
administración se regía del modo más honorable. Pronto,
empero, se hizo notar la misma crisis económica que en Eu-
ropa. Se acabó casi enteramente la exportación del añil, del
tabaco y de la quina, en tanto que no era ya posible acallar
las nacientes necesidades, ni el incremento del lujo. Ahora
se ponía de presente toda la deficiencia de las institucio-
nes políticas, mucho menos visible en los tiempos de pros-
peridad. Ya desde 1863 se hallaba en candelero el Partido
Liberal, aunque bien le hubiera venido algún cambio de
aires, sobre todo hallándose en clima tropical donde tan
fácil es encenagarse y corromperse. Aquel año, triunfan-
tes los liberales después de la guerra de tres años liberada
a las órdenes de Mosquera, hicieron una Constitución
ideal, abolieron la pena de muerte y dieron a cada uno de
los nueve Estados la casi absoluta autonomía, con derecho
a importar armas por su cuenta, a sostener un ejército y a
administrarse independientemente, aunque en el interior
estallaran revoluciones y fueran derrocados gobiernos.
Al poder central le correspondía tan sólo la acuñación
de la moneda, las disposiciones sobre pesas y medidas, la
dirección de los asuntos exteriores y el cobro de los dere-
chos de aduana. Si los estados hubieran tenido tiempo de

457
Ernst Röthlisberger

progresar en su independencia, de reunir y administrar


bien sus ingresos y de sacar adelante a hombres política-
mente bien preparados, la ley fundamental de la Confe-
deración habría resultado provechosa todavía por algún
tiempo. En contra de lo dicho, los estados dilapidaron
sus recursos y se dedicaban a reclamar todas las posibles
aportaciones de la administración central para cualquier
obra de importancia. Despertáronse de este modo las co-
diciosas ambiciones de una mala especie de políticos que
comenzaron a entregarse a la holgazanería y deseosos sólo
de vivir bien, no tomaban muy en serio los preceptos de
la moral. Los estados se separaban además unos de otros
a causa del cobro de peajes y pontazgos, en lugar de dejar
entera libertad al tránsito por todo el país. Cada estado
se hacía sede de exclusivismo y la distribución del presu-
puesto respondía a criterios partidistas; allí nacían las fre-
cuentes revoluciones, instauradoras de gobiernos ilegales y
apoyados en la fuerza. En una palabra, la agitada vida po-
lítica que imperaba en la nación estaba llena de intrigas,
manejos y tendencias anárquicas.
Cuando en el año 1875 se dividió en dos el Partido
Liberal a causa de las elecciones para la Presidencia, sur-
gió el hombre que había de dirigir durante dos decenios,
con sin igual y funesto poder, los destinos de Colombia:
Rafael Núñez246. Los medios influyentes de la política del
país le habían hecho venir de Liverpool, donde en su cargo
de cónsul vivía contento, feliz y disfrutando de un alto

246
Rafael Núñez Moledo, citado.

458
El Dorado

sueldo, para presentarlo como candidato a la Presidencia


de la República. Por sus excelentes crónicas publicadas en
periódicos de Colombia y de otros países de Suramérica,
Núñez se había hecho un gran prestigio como hombre de
Estado, político y sociólogo. Pero al llegar este a Bogotá,
resultó que la camarilla del gobierno decidió elevar a la
Presidencia al entonces ministro de Hacienda, [Aquileo]
Parra, y dejó plantado al candidato viajero. Núñez, sin em-
bargo, no se asustó y desde ese momento empezó a efec-
tuar negociaciones secretas con el partido ultramontano.
Una gran parte de los liberales se puso del lado de Núñez;
eran los que se hallaban descontentos con el gobierno, al
que llamaban «el Olimpo radical» y deseaban un domi-
nio más moderado de todo el partido. La elección popular
entre Parra y Núñez, al que apoyaban los conservadores,
quedó indecisa y el Congreso votó la mayoría para el pri-
mero de ellos. Los conservadores consideraron que la oca-
sión era propicia para un cambio de sistema y se lanzaron
al movimiento antes citado, la para ellos infortunada re-
volución de 1876. Núñez dejó colgados a los conservado-
res y ayudó en la región de la costa a los liberales con la
socarrona observación de que no se iba a embarcar en una
nave destinada con seguridad al hundimiento.
Acabada la revolución, fue ensalzado a la Presidencia
en 1878 el vencedor de Los Chancos, general Trujillo247,
hombre débil al que Núñez gobernaba enteramente. La

247
Julián Trujillo Largacha (1828-1883), abogado, militar y político
liberal payanés, presidente de la nación entre 1878 y 1880.

459
Ernst Röthlisberger

división de los liberales se hizo más marcada que nunca y


se formó contra los radicales un partido de «independien-
tes», que pedían ante todo tolerancia frente a los vencidos
conservadores, amnistía, eliminación del exclusivismo y
elecciones más limpias. A los independientes se afiliaron
en principio los liberales más desinteresados y valiosos.
Pronto, sin embargo, vino a mostrarse que el grupo de
los independientes aspiraba también al mando exclusivo
y que lo pretendía lograr por todos los medios, más malos
que buenos, a causa de lo cual volvieron a separarse los li-
berales de mayor pureza y rectitud. Había motivo para tal
separación, pues Trujillo, durante los años de 1878 y 1879,
hizo mayores estragos que nadie anteriormente en los di-
neros del Estado, gastó nueve millones de pesos más de
los que ingresaron, dejó de pagar, por primera vez al cabo
de muchos años, los intereses de la deuda exterior y con-
sintió que el populacho apedreara en Bogotá el congreso
radical y que los gobiernos radicales de dos estados fueran
derrocados y sustituidos sin más por elementos del par-
tido. Rafael Núñez, que entretanto había sido presidente
del estado de Bolívar, había allanado, pues, el terreno para
llegar a la Presidencia de la República. Siete de los nueve
gobiernos estaban en manos de los independientes. Los
radicales opusieron una candidatura nada afortunada248 y
resultaron vencidos en las elecciones.

248
Se refiere al general Tomás Rengifo Ortiz (n: c. 1830), político
liberal que venía de ocupar la Gobernación de Antioquia entre
1878 y 1880, y que era considerado un militar intransigente, lo

460
El Dorado

Doctor Rafael Núñez

El primero de abril de 1880 ocupó Núñez el sillón pre-


sidencial. Digno de alabanza es que durante los dos años de
su primer mandato reinara la tranquilidad en el país, si bien
con el apoyo de cinco mil bayonetas —una cifra hasta en-
tonces no alcanzada por el Ejército en tiempo de paz—, que
hizo entrar a Colombia en la Unión Postal Universal, que
estableció relaciones diplomáticas con España249 y que —si

cual podría fundamentar la opinión de Röthlisberger en cuanto a


su «nada afortunada» candidatura a la Presidencia para enfrentar
a Rafael Núñez en 1880.
249
El restablecimiento de las relaciones diplomáticas con España,
casi 60 años después del movimiento independentista, se debió

461
Ernst Röthlisberger

bien en interés político de su partido— procuró elevar la


Universidad. Hay que advertir que la paz lograda lo fue a
costa de enviar al extranjero como «diplomáticos» a mu-
chos personajes de la política o encadenándolas a su poder
por medio de dádivas; el balance de dos años arrojó el es-
pantoso contraste de 11.700.000 pesos de ingresos frente a
30.300.000 de gastos. Guardamos silencio sobre el modo y la
manera en que fue allegado y empleado durante ese periodo
un empréstito de 3 millones de pesos, sobre cómo fueron
importadas monedas de níquel sin realizar el ajuste corres-
pondiente y cómo se especuló con valores del Ferrocarril
de Buenaventura. Pese a todo ello, el Congreso, integrado
por partidarios de Núñez, acordó presentar a este un voto
de gracias por su excelente gestión al frente del gobierno
—febrero de 1882—; a esto, no obstante, se llegó sólo tras
una semana de durísima polémica oratoria.
Como sucesor de Núñez fue elegido unánimemente
por el pueblo el jurista doctor Zaldúa250, hombre de 71
años a la sazón, probo e irreprochable aunque algo falto
de flexibilidad. El ya achacoso anciano fue objeto de dura

en gran parte a la labor del comisionado y viajero naturalista José


María Gutiérrez de Alba (1822-1897), quien fue enviado por el
gobierno español a América justamente con ese propósito (para
más detalles de la comisión y observaciones de Gutiérrez de Alba
en Colombia, véase: Sánchez, Efraín, 2012, José María Gutiérrez
de Alba. Impresiones de un viaje a América: Diario ilustrado de viajes
por Colombia, 1871-1873. Bogotá: Villegas Editores).
250
Francisco Javier Zaldúa y Racines, mencionado.

462
El Dorado

resistencia por parte del Congreso. En el Tesoro no que-


daba un solo centavo, aunque debía haber todavía dinero
para seis meses. Contra su promesa, Núñez se había he-
cho elegir como vicepresidente y como seguro sucesor en
la Presidencia. Pero Zaldúa no quería ceder ni morirse. Se
rodeó de buenos consejeros, como el eminente estadista
Miguel Samper251, a quien nombró ministro de Hacienda
y que se ganó la especial confianza del sector comercial a
causa de la libre suscripción de un empréstito. En mayo
de 1882, Núñez, escarnecido e injuriado por la prensa y
en multitud de coplas satíricas, hubo de salir de Bogotá de
noche y con sigilo como un fugitivo cualquiera.
Núñez parecía estar juzgado definitivamente y des-
cartado ya como político. Yo lo vi en su dignidad suprema
como presidente, pero también en los momentos de su
humillación. Y tuve la seguridad de que le estaban reser-
vadas todavía «grandes cosas»; tan profunda impresión
me había hecho.
Rafael Núñez tenía entonces 57 años, era pequeño y
ya algo inclinado hacia adelante, pero bastante ágil aún.
Cuando me presentaron a él en Palacio me quedé asus-
tado de su delgadez y de lo pálido de su semblante y tuve
la convicción de hallarme ante un tísico de gravedad. No

251
Miguel Samper Agudelo (1825-1899), hermano mayor de José
María Samper Agudelo, mencionado. Miguel Samper fue un exi-
toso empresario, escritor y político colombiano, apodado «el gran
ciudadano». Secretario de Hacienda en las presidencias de Santos
Gutiérrez (en 1868) y Francisco Javier Zaldúa (en 1882).

463
Ernst Röthlisberger

sabía que, según expresión de uno de sus biógrafos, algu-


nos de los años de Núñez debían contarse dobles. Su ca-
beza era grande y huesuda; una barba cerrada, ya muy gris,
le ensombrecía el rostro. La nariz aguileña se adelantaba
hacia una boca de feas líneas. Los azules ojos miraban pro-
fundos, penetrantes e inquisitivos. Era una figura inquie-
tante, y esa sensación se acrecentaba con la presión de su
fría y húmeda mano, a cuyo contacto se estremecían, se-
gún propio relato, los más de sus visitantes. Rafael Núñez
era bastante reconcentrado y sombrío, pero sus pregun-
tas eran tales que descubrían inmediatamente la potencia
intelectual de aquel hombre extraordinario. Núñez decía
de cuando en cuando frases cargadas de sentido y de una
gran fuerza de convicción. En los demás casos, su voz era
débil y lenta y sin especial brillantez su estilo oratorio. Todo
delataba en él al hombre de anhelos insaciados, al hombre
convencido de su propio valer, ambicioso y dominador. A
los radicales, que habían jugado con él y que eran sus más
encarnizados enemigos, los aborrecía con toda el alma.
¿Qué cosa había conferido a este hombre tanto poder e
influjo sobre la nación? Su espléndido talento de escritor y
de poeta y su conocimiento del hombre y de la vida. Núñez
había escrito profundos ensayos de política, jugando en
ellos de tal modo con las palabras, que no podía negársele
la admiración. El dúctil político había sabido acuñar autén-
ticas consignas y frases de efecto para dejar boquiabierto al
gran público irreflexivo. Para cada nueva situación política
hallaba la palabra justa, y por ello escribía mucho y siem-
pre en el momento decisivo. Con sus poemas, obras que

464
El Dorado

atestiguan un alto vuelo espiritual, lograba arrebatar a las


masas. Algunas de sus composiciones tienen una filosófica
hondura y ejercen peculiar encanto, pues el poeta se ofrece
en ellas en toda su imperfección. Unas veces, como en Que
sais-je, uno de sus poemas más célebres, lamenta su escepti-
cismo y su duda. La ciencia es sólo una vacilante escala en
que pasamos de un error a otro. Todo es niebla y caos, nadie
puede encender el sol de la verdad, nadie consigue fijar los
límites entre el bien y el mal, entre lo cierto y lo incierto.
En otra ocasión canta en conmovedoras estrofas su amor a
la madre. Añora los tiempos de la niñez, querría ser todavía
un muchacho, y entona un himno a la «dulce ignorancia»
con que, estremecido de piedad, entraba en una catedral,
sin presentir las feroces dudas del supuesto saber de más
tarde. En este poema va a parar a la afirmación materialista
de que «el cerebro segrega el pensamiento, como la caña
miel…». Canciones eróticas llenas de ardorosa pasión al-
ternan en este agitado espíritu con estrofas a la virtud y a la
inocencia, que arrancan lágrimas a nuestros ojos. Cuando
ese torturado corazón de poeta declara sus secretos en una
inmensa riqueza de imágenes, se siente uno conmovido y se
hunde en profunda meditación o en estremecido ensueño.
Lo que nos seduce del poeta es acaso lo incompleto de su
personalidad, su alusión al arrepentimiento, a su existen-
cia desordenada, a su alma semejante al mar Muerto, ya ni
capaz de lo bueno o lo malo, capaz sólo de morir; ante esas
quejas olvidamos sus circunstancias familiares, en parte
tan ingratas; ante sus profundas ideas olvidamos también
la aplicación a la política de aquel escepticismo suyo que

465
Ernst Röthlisberger

todo lo invade, la pérdida de la fe en la justa recompensa o


castigo y la falta de toda clase de escrúpulos.
Núñez fue una personalidad muy peculiar, plena de
asombrosa frescura de espíritu en medio de un gigantesco
desgaste nervioso. Personalmente tímido, mas con el vigor
suficiente para dominar a toda una nación, era de un natu-
ral mefistofélico al que se rendía fatalmente quien tuviera
que tratarlo a menudo; sabía persuadir a sus partidarios
de que procedía con entero altruismo y desinterés, sólo por
el bien común y por puro patriotismo y amor a la paz. A
estos partidarios no les inspiraba, en el fondo, ni cariño ni
veneración, pero sí, indudablemente, un respeto sin lími-
tes por su sabiduría y por su manifiesta fuerza de volun-
tad. Los enemigos le reprocharon su doblez, su traición a
la causa liberal y sus deserciones, además de su egoísmo,
pero temían la agilidad de serpiente que le era propia, su
claridad mental y sus éxitos. Quien de tal modo puede
atraer sobre sí el odio y la admiración de los partidos es,
sin duda, un hombre extraordinario.
Apenas habían transcurrido algunos meses desde aque-
lla partida nocturna, cuando el anciano presidente Zaldúa
enfermó y agotado en su continua lucha con el mal aconse-
jado Congreso, inclinó definitivamente la cabeza el 22 de
diciembre de 1882. Como el primer vicepresidente, Núñez,
se hallaba en la costa, hubo de hacerse cargo del gobierno
el segundo vicepresidente, Otálora252, débil instrumento de

252
José Eusebio Otálora Martínez (1826-1884), abogado y político
liberal cundinamarqués, ocupó la Presidencia de Colombia entre

466
El Dorado

los políticos profesionales; su gestión de quince meses fue


tal que acabó por tener enfrente a toda la opinión pública.
Murió de pesadumbre al ser presentada en el Congreso,
en abril de 1884, una moción en el sentido de formarle
causa por mala administración y malversación de fondos.
Entre tanto, el primer domingo de septiembre de 1883
habían tenido lugar las nuevas elecciones a la Presidencia.
En Bogotá fueron especialmente tumultuosas. Núñez,
que contaba con la mayor parte de los estados, triunfó
fácilmente sobre el candidato ocasional de los radicales,
Wilches253. Hasta el 7 de agosto de 1884 no tomó Núñez
posesión de su cargo254. Todo el mundo ponía en él grandes
esperanzas; recibiósele nuevamente con los brazos abier-
tos. Es cierto que no pudo obtener empréstito alguno, cosa

el 22 de diciembre de 1882 y el 1 de abril de 1884, sucediendo al


procurador Clímaco Calderón Reyes (1852-1913), quien había
asumido la Presidencia entre el 21 y el 22 de diciembre de 1882,
en el trance del fallecimiento del presidente Zaldúa.
253
Solón Wilches Calderón (1835-1893), político y militar santan-
dereano, electo presidente de su estado natal en 1872, promotor
de la vía férrea al río Magdalena. En su honor se bautizó Puerto
Wilches el terminal de esta vía.
254
El presidente saliente, Otálora, fue sucedido por Ezequiel Hurta-
do Hurtado (1825-1890), designado para ocupar la Presidencia
mientras el nuevamente electo Rafael Núñez regresaba a la capital
desde su residencia en Cartagena.

467
Ernst Röthlisberger

que intentó con Lesseps255, y llegó, pues, con las manos


vacías. Pero llegaba también como amo de la situación,
mimado o temido por todos los grupos. Para el observa-
dor sagaz era cosa indudable que Núñez pensaba en afir-
mar totalmente su dominio sobre aquel flaco y arruinado
cuerpo estatal y que trataba, sobre todo, de modificar la
Constitución federal de 1863 en el sentido de una mayor
centralización, de una organización más rigurosa y de la
prolongación del periodo presidencial. Núñez tuvo que
preparar la revisión con una tónica de limitación de las
libertades, pues se hallaba necesitado del apoyo de todo
el Partido Conservador.
Por todas partes se hacía patente un movimiento
—sólo invisible para quien se empeñara en estar ciego a
la realidad de las cosas— en pro de una restauración de
signo clerical. Los eclesiásticos habían robustecido no-
tablemente su poder durante los años últimos, sabiendo
aprovechar adecuadamente la libertad de movimientos
que les proporcionaba la total separación de la Iglesia y el
Estado. Los templos se veían siempre llenos, muchos li-
berales volvían a encomendar de nuevo a los religiosos la
enseñanza de sus hijos; la Universidad Católica, fundada
por el Nuncio Agnozzi256, halló buena acogida; los publi-
cistas de la escuela ultramontana utilizaban un lenguaje

255
Ferdinand de Lesseps (1805-1894), empresario y diplomático fran-
cés, gestor de los canales de Suez y de Panamá, cuando este último
territorio era aún un Estado de la República de Colombia.
256
Giovanni Battista Agnozzi, citado.

468
El Dorado

mucho más insolente y hostilizaban con mayor violencia


a nuestra Universidad Nacional. En el estado del Cauca
hasta se habían suprimido algunas clases de física y quí-
mica, por hallarlas en contradicción con la doctrina de
la Iglesia. Al fin se permitió a algunos jesuitas el regreso
al país, y en seguida comenzaron con su trabajo de zapa.
La crisis económica, la presión que se operaba sobre
el comercio y el tráfico, el turbio panorama del tiempo ve-
nidero, las continuas disensiones dentro del Partido Libe-
ral, las desavenencias entre los políticos, la degradación de
los independientes, la humillación de los radicales por la
desafortunada candidatura presidencial de Wilches, todo
esto había de dar lugar a una conmoción por el estilo de
la que en Bélgica, en circunstancias bastante parecidas, se
había producido ya. Núñez tenía sobradas condiciones de
estadista como para no darse cuenta de ello, acomodán-
dose a ese movimiento retrógrado. Pero ¿cómo iniciar y
llevar a cabo la revisión constitucional, con la que, en el
fondo, todo el mundo se hallaba de acuerdo? La mencio-
nada Constitución de 1863 había establecido la norma de
que para efectuarle una modificación era necesaria en el
Senado la conformidad de todas las delegaciones de los
nueve estados, integrada cada una por tres miembros; había
que ganarse, pues, a, por lo menos, dos senadores de cada
estado, cosa imposible dada la actitud federalista, hostil a
toda reforma, que observaban algunos radicales. En vez de
publicar un programa sobre la revisión, obligando a Núñez
a definirse, los radicales se comportaron más bien como
impugnadores del propósito, lo que contrarió todavía más

469
Ernst Röthlisberger

a la opinión pública. Podía pensarse sólo en dos salidas:


o había que confiarse a la eficacia del dinero, y dinero no
lo había, o era necesario llegar a una solución de fuerza
—derrocar gobiernos radicales en los estados, o apresar
senadores de ese mismo grupo—.

Doctor Carlos Vélez, diputado, 1884

Resultaba curioso que fuera tan exiguo el número de


personas que veían acercarse el oleaje de la revolución;
más curioso todavía —en medio de aquella conmoción,
de suma ejemplaridad histórica—, que no fuera Núñez
quien comenzara el conflicto bélico, acaso deseado en
silencio por él, sino que los radicales, en el colmo de la

470
El Dorado

obcecación, se adelantaran a tomar las armas. En caso de


que estos hubieran sido los atacados, no habrían salido en
verdad vencedores, pues el Partido Liberal se hallaba harto
dividido, débil e impotente, y el vuelco era además inevi-
table, pero al menos habrían perdido honrosamente. Mas,
de este modo, los radicales violaron la ley antes de esperar
a que la violara Núñez y se lanzara abiertamente al golpe
de Estado. Tronaban contra el «traidor» Núñez, que ha-
bía hecho dejación de las ideas liberales, en tanto que él
no había demostrado todavía con ningún acto ser el re-
accionario que decían; le dejaron, pues, el bonito papel
de representante de la legalidad, del orden agredido y del
derecho vulnerado.
Cuando Daniel Hernández257, jefe de los radicales del
estado de Santander y persona de toda honorabilidad, de-
claró la revolución contra el «dictador» —lo cual hizo
desoyendo toda clase de consejos y bajo el disgusto produ-
cido por la intromisión de Núñez en los negocios de aquel
estado autónomo—, este último pudo lanzar el día 26 de
diciembre de 1884 esta significativa proclama a la nación:

257
El general santandereano Daniel Hernández promovió el movi-
miento contestatario liberal en el Estado de Santander, y fue derro-
tado en la batalla de La Humareda en el mes de junio de 1885. Así
se abrió el camino a la Regeneración, que promovió Rafael Núñez,
con una nueva Constitución anticipada en su anuncio desde el
balcón presidencial en Bogotá con la frase: «La Constitución de
1863 ha dejado de existir».

471
Ernst Röthlisberger

[…] sólo una intransigente fracción, para hacer, sin


quererlo más apremiante la anhelada obra, ha alzado
bandera sediciosa contra un gobierno culpable única-
mente de haber buscado, con excesivo candor, el concur-
so de todos para la pacificación de los espíritus, dando
repetidos ejemplos de moderación y benevolencia […].
El Gobierno no se limita a defender el depósito que en
sus manos se ha puesto; porque este conflicto que co-
mienza, lógico en su fondo, es el fruto inmediato de la
insensatez de unos colocada al servicio de la perversidad
de otros […]. En este penoso trabajo de pacificación, las
bendiciones de Dios estarán con nosotros […].

Monumento a los Mártires en Bogotá

472
§§ xi
Revolución
Unas vacaciones agitadas / Camaradas
traviesos / Primer recorrido, hasta
Ibagué / Seis días por el Paso del Quindío
/ La colonización de los antioqueños /
Carácter e importancia de este pueblo
/ Cartago y la hospitalidad caucana /
El valle del Cauca, paraíso e infierno /
Valle arriba / Estalla la revolución /
Los prisioneros de guerra y su destino /
Encantos de la región; la sombría Buga /
Cali, centro comercial del Cauca / Regreso
a Cartago / Lucha en Tuluá / Permanencia
obligada en Buga / Encuentros con tropas
/ Falsa alarma en Cartago / Batalla en
Pereira / Ocupación de Cartago por los
rebeldes / Continuación del viaje hacia
el estado de Antioquia / La ciudad de
Manizales / Por el Paso del Ruiz hacia
Fresno, entre tropas enemigas / Mes y medio
en cuidados samaritanos a un estudiante
herido / Retorno a la capital / Tres
trimestres sin comunicación con Europa /
Bogotá durante la revolución / Transcurso
de la revolución y consecuencias de esta

473
Ernst Röthlisberger

Había llegado el mes de diciembre del año 1884. Y


con él, los viajes de vacaciones. Aquel año quería yo partir
para los estados del Cauca y Antioquia con el fin de pa-
sar allí algunas semanas. En particular al Valle del Cauca
me lo habían ponderado como extraordinariamente fér-
til y rico, y como algo digno de verse. ¡Ojalá no hubiera
emprendido aquel viaje! Pero en Bogotá todo el mundo
creía que la crisis política suscitada durante el otoño en el
estado de Santander era ya cosa resuelta y que los radica-
les, poco preparados y mal armados, no iban a cometer la
insensatez de lanzarse contra el fuerte poder central y con-
tra un presidente como Rafael Núñez. Mas en los movi-
mientos cuyo destino es estallar de pronto con una fuerza
elemental, todo cálculo humano resulta falto de sentido;
en tales casos no son ya los hombres los que definen los
acontecimientos.
A mediados de diciembre me encontraba en La Mesa
en casa de mis compañeros de viaje. El grupo expediciona-
rio lo componían: el joven estudiante de medicina Aba-
día258, que ya me había acompañado por los Llanos; otro
estudiante de igual facultad, Tomás Uribe259; un caucano,

258
Ezequiel Abadía, citado.
259
Tomás Uribe Uribe (1865-1934), nacido en Medellín, recibiría
su grado en la Escuela de Medicina de Bogotá, y luego viajaría a
Europa a especializarse en su profesión, fijando a su regreso su re-
sidencia en Tuluá. El doctor Uribe Uribe aparece descrito con las
siguientes palabras en el portafolio de servicios del Hospital De-
partamental Tomás Uribe Uribe de Tuluá: «Poseía don de gente,

474
El Dorado

Inocencio Cucalón260, que era poeta y político, y, por úl-


timo, mi amigo Eugène Hambursin261, un muchacho belga

bondadoso de corazón, su caridad no conoció límites y atendió


gustosamente a todos los desvalidos, asoció todos los actos de su
vida a la práctica del bien y fue un desvelado propulsor del pro-
greso moral e intelectual de la ciudad de Tuluá, por estas razones
el hospital tomó el nombre en homenaje a este ilustre hombre».
Este hospital tiene hoy un «área de influencia [que] comprende
al municipio de Tuluá, donde se ubica, y a los municipios vecinos
que lo tienen como referente para los servicios de mediana y alta
complejidad: Andalucía, Bugalagrande, Riofrío, Trujillo y San
Pedro; también complementa la atención ofrecida por las [insti-
tuciones] de mediana complejidad ubicadas en los Municipios de
Roldanillo, Zarzal y Sevilla, a los habitantes de dichos centros ur-
banos y de sus jurisdicciones inmediatas, incluyendo al municipio
del Dovio —atendido por Roldanillo— y Caicedonia» (véase:
Hospital Departamental E. S. E. Tomás Uribe Uribe. http://www.
hospitaltomasuribe.gov.co/archivos/portafolio_2014.pdf ). Tomás
Uribe se casaría con su prima María Luisa White Uribe, dejando
importante descendencia que incluye al ingeniero, astrónomo, hu-
manista, navegante y literato, Enrique Uribe White (1898-1983).
260
Inocencio Cucalón Ángel (1848-1932), abogado, político y perio-
dista nacido en Quibdó, de padre cartagenero —Inocencio Cuca-
lón— y madre antioqueña —Felisa Ángel—.
261
Eugène Hambursin (n: c. 1860), agrónomo belga contratado
en 1881 por el Instituto Nacional de Agricultura —fundado en
1879—, quien inició labores en 1882 en Bogotá. El profesor Ham-
bursin trabajó principalmente en docencia y en investigaciones so-
bre el cultivo de la papa, hasta que el Instituto fue clausurado por
el gobierno en 1886, debido a la agitación política nacional, y un
año después del regreso de Eugène Hambursin a su patria (para
mayor información sobre los antecedentes de la inmigración belga

475
Ernst Röthlisberger

que enseñaba en la Escuela de Agronomía de Bogotá.


Eugène era, en el fondo, persona de carácter noble y muy
bondadoso, pero, buen radical en su país, reaccionaba
como furioso «comecuras» y, a menudo, desconsiderado
crítico de los asuntos internos de Colombia.

Eugène Hambursin

en Colombia, véase: Van Broeck, Anne-Marie y Molina Londo-


ño, Luis Fernando, 1997, «Presencia belga en Colombia: ciencia,
cultura, tecnología y educación», Boletín Cultural y Bibliográfico,
34(44), 46-71).

476
El Dorado

Nuestro camino discurrió en primer lugar valle abajo,


a la derecha de La Mesa, atravesando los más hermosos
prados y palmares. Formábamos un grupo muy divertido.
Los estudiantes y Cucalón convinieron en jugar a la gue-
rra, y como todos iban armados, se dirigían a los indios
que caminaban por la poco transitada comarca diciéndo-
les que avanzaban con el plan de insurreccionar el estado
del Cauca. Ponían unas caras feroces, ocupaban de cuando
en cuando alguna cabaña, se llamaban entre sí con pompo-
sos títulos de general y coronel y metían miedo a la pobre
gente, divirtiéndose de modo maravilloso.
Aquel mismo día pasamos al Alto del Copó, una emi-
nencia rocosa en la última estribación de la cordillera,
desde donde se nos ofreció un admirable panorama de la
Cordillera Central, que en frente se extendía, sobre el va-
lle de Magdalena, cuyo paisaje recordaba el de los Llanos.
Ya al oscurecer descendimos hasta el pueblecillo de Casas
Viejas, donde hubimos de repartirnos en diferentes aloja-
mientos para pernoctar. ¡Cuál no sería nuestro asombro al
saber que se nos había ya denunciado como revolucionarios
y que trataban de reducimos y tomarnos presos durante la
noche! Por fortuna, pronto se vio que todo aquello pro-
cedía de una broma, broma de la que yo, por cierto, me
había abstenido decididamente cuando vi las trazas que
tomaba de convenirse en cosa seria. Más tarde nos ente-
ramos de que ya se había telegrafiado al Cauca avisando
que llegaban de Bogotá seis oficiales con el propósito de
levantar en armas a aquel estado. A esto había conducido
el imprudente juego de mis compañeros de viaje.

477
Ernst Röthlisberger

Al día siguiente continuamos bajando, a través de una


comarca bastante triste, por el ancho y pedregoso lecho
del río Seco hasta llegar a la aldea de Guataquí, a orillas del
Magdalena, donde siglos atrás se habían embarcado los
caudillos de España, Quesada, Belalcázar y Federmann. La
aldea, azotada por las fiebres y de clima sumamente cálido,
ofrece una amarga estampa de desolación. La única ocupa-
ción de sus habitantes consiste en transportar al otro lado
del río a los escasos viajeros que por allí pasan. Allende el
Magdalena, junto a los ranchos de Guataquicito, descansa-
mos un poco a la sombra de unos sombríos árboles y entre
tanto dejamos tomar algún aliento a nuestras caballerías.
Eugène, que presumía de buen conocedor de ganado, ha-
cia mofa de mi mula, «la Mirla», un animal pequeño y
debilucho. A causa del esfuerzo del paso del río, tenía un
aspecto en verdad lamentable, parecía flaquísima y poco
menos que inservible como cabalgadura, cosa en la que
el crítico, sin embargo, se equivocaba de medio a medio.
Después de atravesar a la tarde, en dirección de Ibagué, la
llanura que forma el abierto valle, siendo las cuatro llega-
mos al pueblecillo de Piedras, cuyas viviendas parecían más
limpias y cuidadas que las de otros lugares y cuyos habi-
tantes nos gustaron también. Como el nombre del pueblo
indica, este se halla rodeado de piedras, que son cascote
lanzado, sin duda, hasta allí por alguna erupción del volcán
Tolima, ahora ya apagado. El año de 1595, otro volcán, el
Herveo, cubrió de una masa de fango toda la llanura que
va a lo largo de la cordillera. En dicha masa han excavado
fácilmente los ríos los profundos cauces que hoy presentan.

478
El Dorado

Hacienda colombiana

La noche la pasamos en un mísero rancho en medio


de los pastos y acostados sobre mesas o en el suelo. A la
mañana siguiente seguimos por la llanura, bajo un calor
terrible, sin encontrar más que algunas pocas ventas y los

479
Ernst Röthlisberger

ranchos de Cuatro Esquinas. Los animales, que durante


la noche habían carecido de buen pienso, se sostenían
ahora malamente. En cuanto a los viajeros, anotemos que
nos vimos precisados a ayunar durante dieciocho horas.
Hambursin y otro compañero tuvieron que desmontarse
y marchar a pie por aquel abrasador terreno arenoso y tan
mortificados por la sed que, tumbados boca abajo, llegaron
a beber agua de un charco cenagoso. Entre tanto yo cabal-
gaba tranquilamente a lomos de mi despreciada «Mirla»
y adelantándome entré a Ibagué en las primeras horas de
la tarde. Envié dos caballos al encuentro de mis compa-
ñeros de correría, que llegaron por fin a eso del anoche-
cer. Los estudiantes que se encontraban allí pasando las
vacaciones, habiendo tenido noticia del viaje, salieron a
caballo a nuestro encuentro, en número de unos veinte,
hasta una venta situada como a dos leguas de la pequeña
ciudad. En la venta habían dado buena cuenta de todas las
provisiones allí existentes, de modo que no encontramos
ni un sólo huevo para el desayuno. Esta vez tuvo lugar el
baile en nuestro honor, organizado por los estudiantes y
que se celebró en una de las casas principales de la locali-
dad. Allí tuvimos ocasión de admirar a las bellezas de Iba-
gué, muchachas de fina esbeltez y ataviadas con el mejor
gusto. La ciudad no desmintió tampoco esta vez su gran
atractivo. ¡Se vive tan gratamente allí!… La vida transcu-
rre en medio de una paz idílica. Las gentes son tolerantes
y amables, casi incapaces de malas pasiones.
A pesar de los consejos que nos dieron y a pesar
también de la situación política —que se había vuelto

480
El Dorado

amenazadora—, a los tres días nos despedimos de Ibagué


para proseguir nuestro viaje. La estación estaba lluviosa e
intempestiva y se nos anunció que los caminos se encontra-
ban en horrible estado por el paso del Quindío, el que por
la Cordillera Central conduce hacia el Cauca. Semejantes
profecías habían de cumplirse con creces, pues gastamos
cinco días y medio en cubrir una distancia de aproximada-
mente veinte leguas en línea recta. Pero ya habíamos hecho
nuestros preparativos: el equipaje se hallaba dispuesto en
petacas, especie de cofres de piel y de forma cuadrada, cuyas
dos mitades encajan entre sí; y habíamos alquilado un buey
que, conducido por su correspondiente peón, serviría para
el transporte de los víveres, consistentes estos en arroz, pa-
tatas, tasajo, o sea carne seca y cortada en largas tiras —que
se cuece, o bien se tritura entre dos piedras para comerla
sin otra preparación—, además, huevos, grasa y cacao. El
23 de diciembre se puso en marcha la caravana, acompa-
ñada de numerosos estudiantes de Ibagué, los cuales nos
dieron escolta una hora de camino. Sólo después de muchas
despedidas y abrazos y luego de brindar con las talladas cás-
caras de coco llenas del inevitable brandy, nos separamos a
la vista de la ciudad iluminada por el sol del crepúsculo y ya
muy profunda allí abajo entre el verdor del valle. Todavía
está viva en mí la escena de cuando alegremente ascendimos
por el monte y desde una eminencia contemplamos una vez
más el valle del Magdalena y la azul Cordillera Oriental,
que ya por mucho tiempo no volveríamos a ver…
Hacia las seis hicimos alto en El Moral, colonia de
una familia antioqueña que hospitalariamente nos preparó

481
Ernst Röthlisberger

una sopa y nos hizo en su casita sitio donde dormir, aun-


que sólo en el suelo fue posible ofrecérnoslo. Hacía ya
fresco, pues nos encontrábamos a 2.052 metros sobre el
nivel del mar.
Y esta es la ocasión de describir con algún detalle las
granjas de los antioqueños. El estado de Antioquia posee la
raza más vigorosa, resistente y bella de Colombia, la cual, se-
gún leyes sociológicas, es también la que por ser la más fuerte
de todas, corporal, intelectual y moralmente, podría ejercer
una especie de predominio sobre los demás grupos étnicos
del país. Los antioqueños son casi enteramente blancos o
blancos por completo, en particular las mujeres, sólo el tra-
bajo al aire libre les ha bronceado la piel. A este estado vinie-
ron muchos españoles a causa de la gran riqueza de minas de
oro. Parece que inmigraron además doscientas familias judías
que, pese a haberse convertido al catolicismo, fueron expul-
sadas de España, lo cual, sin embargo, no ha podido ser pro-
bado históricamente. Españoles y criollos se mezclaron, pues,
con los indios, que en esta región se habían distinguido por su
gran valentía y dieron lugar a un tipo diferenciado, en el cual
se acusan con más o menos fuerza cada uno de los elementos
integrantes.
El antioqueño es musculoso, esbelto y de talla aven-
tajada; sus facciones son regulares y en general hermosas,
particularmente los ojos y la recta nariz. Le caracteriza
su aversión a la pobreza y su marcada afición al lucro y la
adquisición de bienes. Por tal razón no es belicoso y se
inclina a la neutralidad en los conflictos políticos. Mas
no es cobarde, como le atribuyen, por el contrario, sabe

482
El Dorado

batirse bien. Toda vez que entiende lo útil que el saber re-
sulta para progresar y tener éxito, acude de buena gana a
la escuela. Y, como es inteligente, es también, por lo co-
mún, más instruido que la mayor parte de los habitan-
tes de los otros estados. En la Universidad Nacional, los
mejores talentos eran en su mayoría gentes de esa raza.
El antioqueño es muy trabajador y nada exigente ni pre-
tencioso. Aunque católico ferviente, tiene —dice Emiro
Kastos, antioqueño él mismo— la energía y el amor al
trabajo propio de los pueblos protestantes. Sus profesio-
nes principales son la minería y las faenas del campo. En
cuanto a este último trabajo, el antioqueño es el perfecto
granjero que no omite esfuerzo alguno en la tala de selva
virgen y que gusta, incluso, de esa tarea, pues ella le brinda
la posibilidad de una nueva plantación. Y sigue incesante-
mente en busca de nuevas tierras. Es el yankee de este país.
Casi siempre se desplaza de un lado a otro; se ven fami-
lias enteras que, a pie, tratan de dar con un lugar propicio
donde establecerse. Al antioqueño se le encuentra en to-
dos los estados de la República y también muy a menudo
en el extranjero. Canta y toca la guitarra, tiene en alta es-
tima a sus poetas, cuyas más bellas canciones suele saber
de memoria. Como minero, y en general como hombre
codicioso de ganancias, siente pasión por el juego. Tam-
bién, con ocasión de algún festejo o solemnidad, rinde
culto al licor y en estado de obcecación cae en el delito.
No son raras las contiendas a golpes ni las riñas con afila-
das navajas barberas, en las que se trata de marcar la cara al
adversario.

483
Ernst Röthlisberger

El antioqueño es un verdadero positivista; ubi bene, ibi


patria262 es su divisa. Pero siempre sigue siendo antioqueño
y en lo posible conserva el estilo patriarcal. Su vida familiar
es ejemplo de perfección y las mujeres son muy virtuosas;
viven retiradas como monjas y trabajan incesantemente.
En el campo las muchachas van descalzas, por lo cual sus
pies son algo grandes; por lo demás, todo su cuerpo pre-
senta, en general, una bella armonía de proporciones. La
familia antioqueña tiene muchos hijos, casi siempre unos
doce, pero hay casos en que la prole asciende a treinta y
aún más, de tal manera que a veces es difícil distinguir en-
tre sí la madre y la hija mayor. En las sierras del Paso del
Quindío viven más de seis mil antioqueños. Después de
haber talado el bosque y luego de plantar maíz o sembrar
trébol, levantan pequeñas casetas de bambú, que cubren
con placas de madera de cedro o nogal. Crían vacas y de
manera especial cerdos; hacen queso y melaza, y llevan
sus productos a los mercados de los lugares vecinos perte-
necientes a otros estados, que no podrían pasar sin ellos.
En las casitas a que nos hemos referido, todo se halla muy
limpio, pero su característica es también la suma sencillez.
Nuestra segunda jornada amaneció lluviosa y turbia.
No habíamos avanzado todavía mucho cuando en una
depresión del terreno nos hallamos con tan mal camino
que el cabalgar resultaba cosa verdaderamente arriesgada.
Profundos surcos —barreales— cruzaban el camino unos
junto a otros con desesperante regularidad; las elevaciones

262
Donde está el bien, allí está la patria.

484
El Dorado

intermedias formaban una especie de almohadas paralelas.


El animal lograba salir de una zanja, subía un escalón y se
chapuzaba en un charco. Yo me apeé y preferí llevar a mi
mula «Mirla» por delante. Hice bien, porque poco rato
después la mula que montaba mi colega Eugène se hundió
en un pozo de barro de tal profundidad que sólo asomaba
la cabeza de la pobre bestia. El jinete pudo saltar sobre dos
ribazos laterales. Nos costó mucho tiempo, en aquel te-
rreno tan empinado, sacar del atasco al animal y al terminar
la operación parecíamos auténticos poceros. Así se apeó,
pues, mi colega y luego un tercero; seguimos caminando,
pero ¡qué desfile…! Los pantalones nos los arremangamos
por encima de la rodilla y nos calzamos una especie de san-
dalias con las que el pie desnudo pisaba más ligeramente.
Como la lluvia caía de modo torrencial, nos pusimos nues-
tros grandes abrigos de viaje, cuyos bordes llegaban casi
al suelo. Ahora podíamos considerar si tuvo razón Emiro
Kastos al escribir: «El Quindío como camino, como carre-
tera nacional, es algo que no tiene nombre». Por lo demás,
nos consolamos con el famoso ejemplo de A[lexander]
von Humboldt, que en el año 1801 anduvo a pie por es-
tas tierras haciéndose llevar a espaldas de indios en algu-
nos trechos de la ruta263. En el año 1827, Boussingault

263
En realidad, Humboldt se opuso a la costumbre de los cargueros,
y no aceptó ser llevado en sus hombros como era costumbre en
estas y otras regiones de Colombia. Una frase en sus diarios es ex-
plícita sobre este punto: «En un país donde hay tantos animales
de carga —bueyes y mulas— y donde el trabajo humano es tan

485
Ernst Röthlisberger

pasó también por aquí. Las observaciones de estos dos sa-


bios son todavía fundamentales.

Doctor Emiliano Restrepo

escaso, el gobierno debería intentar reducir este oficio de cargue-


ros, para darle un enfoque más provechoso para la sociedad a la
energía humana» (véase: Lüfling, Gisela et al., 1982, Alexander
von Humboldt in Kolumbien. Auswhal aus seinen Tagebüchern,
herausgegeben von der Akademie der Wissenchaften der Deutschen
Demokratischen Republik und der Kolumbianischen Akademie der
Wissenschaften [Alexander von Humboldt en Colombia. Extractos de
sus diarios preparados y presentados por la Academia Colombiana
de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales y la Academia de Ciencias de
la República Democrática Alemana], Alba Paulsen y Myriam de
Aragón (trads.), Bogotá: Publicismo y Ediciones, pág. 83a).

486
El Dorado

Alegres y risueños, pese a todos los infortunios, avan-


zábamos chapoteando en el fango, fumando y charlando.
Uno contó la historia de aquel viajero que pasando a caba-
llo junto a un charco, vio flotar en este un sombrero. Or-
denó a su criado que lo recogiese y cuando el servidor fue
a tomarlo del agua, detrás del sombrero salió además una
cabeza. Este pertenecía a otro viajero que allí se hallaba hun-
dido. Luego de expresar su reconocimiento por la amable
atención que le habían dispensado, dijo: «Ayúdenme, por
favor, a sacar también a mi mula, que está aquí abajo». Y,
en efecto, sacaron también a la mula.
¡Qué fácil sería, sobre suelo tan firme, hacer aquí un
buen camino! Bastaría con cortar, desde una distancia de
algunos pasos de la actual vía de tránsito, la frondosidad
que impide el paso del sol y la ruta resultaría practicable.
Esto es lo que, con éxito, han hecho a unas leguas de Iba-
gué, pero la tropa que allí se empleó fue pronto retirada.
Se le había encontrado una aplicación «más útil». La ve-
getación penetra tanto en el camino, que sólo el buey, con
su andar poderoso y constante, puede avanzar por debajo,
acreditándose de nuevo como magnífica bestia de carga.
Pero ¡ay del que ose acercarse demasiado a la linde del ca-
mino! Eugène, al tercer día de viaje, fue atrapado por una
liana que se le enroscó al cuello y del tal modo que no po-
día seguir adelante. Por fortuna, consiguió detener a su
mula, hasta que el peón, sirviéndose del machete, le libró
de la ahogadora planta.
Por Mediación y por las quebradas de Buenavista y
Aguacaliente, atravesamos un abrupto y hueco desfiladero

487
Ernst Röthlisberger

de rocas hasta llegar a Machín y al valle del río San Juan,


uno de los afluentes del Coello. No vimos nada de las fuen-
tes sulfurosas y termales, que tienen su origen en el ma-
cizo del Tolima y poco o nada de las palmas productoras
de cera (Ceroxilon), substancia que se aprovecha en la fa-
bricación de cerillas. La lluvia nos impedía contemplar la
naturaleza. Sólo un interesante encuentro tuvimos: el del
correo. Algunas mulas, con pesadas cargas sobre sus lo-
mos, avanzaban en dirección contraria a la nuestra y sólo
como una media hora más tarde apareció la escolta de los
arrieros, algunos de los cuales traían trabucos y carabinas
de las que se disparan con yesca; tan grande es la seguri-
dad por estos caminos. Podrían transportarse miles de
dólares sin que se produjera asalto ni robo alguno. A mi
pregunta de si aquellas armas irían cargadas, me contes-
taron los hombres del correo: «No, ¿y para qué?». Más
de un país europeo podría envidiar aquel paso en cuanto
a seguridad y confianza.
En Machín pensábamos pasar la Nochebuena. Ante
nuestra insistencia, el patrón se decidió a organizar allí
un «baile». Hizo avisar, pues, a algunos de los músicos
de los contornos para que vinieran con una guitarra, un
tiple y una especie de pandero, comunicando también a
los granjeros vecinos, que vivían muy diseminados por la
comarca, la buena noticia de la fiesta. Después de tomar
una modesta cena, a eso de las nueve, inicióse la danza en
un angosto cuartito. Cuatro muchachas se hallaban acu-
rrucadas en el suelo. Los músicos estaban arrogantemente
sentados sobre unos cajones. A la luz de algunas bujías de

488
El Dorado

sebo se empezó a bailar un bambuco. Sólo danzaba una


pareja, pero lo hacía con toda el alma. No bailaban aga-
rrados, sino girando en forma parecida a la de una con-
tradanza, acercándose, retirándose, unas veces con pasión,
otras con graciosos dengues. La mujer tiene una mano
apoyada en la cintura y sus pasos describen la figura de un
ocho sin dar la espalda al hombre en ningún momento. Su
elegante cuerpo se delinea marcadamente dentro del sen-
cillo vestido. Alternativamente se cantaban cancioncillas
populares y al propio tiempo se hacían frecuentes hono-
res al anisado. Yo hube de bailar una vez con la mujer del
patrón, según las reglas de la hospitalidad. Hacia las diez
de la noche me retiré de la fiesta y dormí magníficamente.
Mis compañeros, que se habían retirado antes, no pudie-
ron dormir, y ya después de la medianoche decidieron
seguir bailando. Al amanecer, según costumbre, la fiesta
acabó con una buena paliza que algunos de los asistentes
se propinaron en el patio, hasta que el frío de la mañana
fue devolviendo a los borrachos el buen sentido.
El día de Navidad fue, si cabe, más lluvioso que el an-
terior. Cruzamos el río San Juan, que iba bastante crecido
y pasamos por Toche —2.010 metros de altitud— y por
Las Cruces, y luego, siempre por terreno pedregoso y di-
fícil, subimos hasta Gallegos —2.659 metros—, a donde
llegamos a las tres de la tarde. Habíamos caminado casi
nueve horas a pie, y sólo habíamos cubierto una distancia
de unas cuatro leguas. En Gallegos tuvimos que preparar-
nos la comida nosotros mismos y secarnos de la mojadura.
La consabida sopa de arroz con algo de patata, el trozo de

489
Ernst Röthlisberger

carne seca y luego cocida y unos huevos fritos constitu-


yeron el ya invariable menú. Lo mejor era siempre la taza
de chocolate, que, por medio del llamado molinillo, una
varilla de madera tallada que se gira entre ambas manos,
forma sobre el líquido una capa de espuma grisácea. Pero
esta bebida solía estar tan azucarada y diluida con panela,
que muchas veces disentíamos si se trataba de agua de azú-
car o de cacao. Exquisito sabía a continuación un trago
de agua fresca de algún manantial. Como extraordina-
rio, nos permitíamos tomar alguna vez un sabroso boca-
dillo, o sea compota dura de frutas264 cortada en trocitos
cuadrangulares.
El día siguiente avanzamos entre magníficos, aunque
ya no muy tupidos palmares, pasamos por Las Cejas y lle-
gamos a lo más alto del paso del Quindío, el llamado Bo-
querón, a 3.485 metros sobre el nivel del mar, a cuyo flanco
izquierdo se levanta la misma cumbre nevada del Quin-
dío —5.150 metros—. Soberbia, casi tanto como el pano-
rama de los Llanos, se abre aquí la perspectiva del Valle del
Cauca. Aparece como una extensión inmensa cubierta de
negros y sombríos bosques, donde sólo algunos pocos ríos
han excavado sus lechos. En la lejanía, formando la rampa

264
Generalmente de guayaba (Psidium guajava), una mirtácea tro-
pical frecuente en América pero descrita inicialmente por Carl
N. Linné (1707-1778) en 1753 (Species plantarum 1: 470) a par-
tir de un espécimen colectado en la India (véase: Biodiversity
Heritage Library (BHL). http://www.biodiversitylibrary.org/
item/13829#page/482/mode/1up).

490
El Dorado

del valle, álzase la Cordillera Occidental, uniforme y de


un color negro azulenco. Este agreste cuadro podría cali-
ficarse ciertamente de adusto y grave, a no tenderse sobre
él aquel cielo único, que parece superar en mucho al de
Italia por su rutilante azul y su limpia claridad.
En rápida subida, por un resbaladizo suelo de arcilla
roja, llegamos a la pequeña ciudad de Salento. La superior
categoría de la población se hacía ya notar por la existencia
del telégrafo y de [una] farmacia. Bajamos luego hacia el
río Boquía, en cuya proximidad encontramos buen asilo
nocturno en casa de un antioqueño. De este encantador y
verde valle debimos salir a la mañana siguiente por el alto
del Roble —2.080 metros—. Durante varias horas habían
luchado hasta allí con el terrible camino nuestras pobres
cabalgaduras, sucias ya hasta los ollares. Era un terreno de
bosque, arcilloso e inundado. Por el mediodía llegamos a
Filandia, una aldea recién fundada265 y en la que sólo antio-

265
La fecha de fundación formal que se registró para esta población en
el sitio del caserío previamente llamado Nudilleros, corregimiento
de Cartago, fue el 20 de agosto de 1878. Algunos de sus fundado-
res, colonos antioqueños entre quienes sólo se incluyó una mujer
—Dolores, la mujer de José María García—, pudieron interactuar
con Röthlisberger y sus compañeros. Ellos fueron: Felipe Melén-
dez, Eliseo Buitrago, José León, Carlos Franco, José María y Do-
lores García, Ignacio Londoño, Pedro Londoño, Andrés Cardona,
José Ramón López Sanz, Severo Gallego, Gabriel Montaño, José
María Osorio, Laureano Sánchez, Eleuterio Aguirre, y Lolo Mo-
rales (véase: Wikipedia. Filandia. http://es.wikipedia.org/wiki/
Filandia).

491
Ernst Röthlisberger

queños se habían establecido. Era día de mercado y de misa.


La plaza se veía enteramente llena de gente de la nueva
colonia, que charlaban sin tregua, interrumpiéndose tan
sólo para arrodillarse en el momento de alzar. La música
eclesiástica era horrible. Un quejumbroso clarinete y una
trompeta suspiraban de continuo los mismos compases.
Sopa de maíz, pan de maíz —arepas— y hasta un trozo
de pan, amén de los fríjoles y la carne de cerdo, platos ha-
bituales de la gente de Antioquia, nos compensaron de-
bidamente de las pasadas fatigas. Y a la tarde seguimos el
viaje, ahora ya sobre terreno seco, a través de unos bosques
magníficos de enormes bambúes266 y ante los limpios y
graciosos ranchitos de los antioqueños. En todas partes
obteníamos, por poco precio, leche o pan de maíz.
El Quindío propiamente dicho quedaba a nuestra
espalda267. El Paso es tan sano, tan puro el aire, que rara-
mente acontece que enferme algún viajero; muchos llegan
a afirmar haberse curado allí de dolencias y malestares, lo
que en todo caso es atribuible al mayor ejercicio.
El 28 de diciembre llegamos por fin, después de tres
horas de cabalgada, al río La Vieja, que tiene allí 100 me-
tros de anchura. Lo alcanzamos en el lugar llamado Piedra
de Moler —994 metros de altitud—. En la orilla opuesta se
veía una casita para el barquero. Del Valle del Cauca propia-
mente dicho nos separaba todavía una cadena montañosa

266
Guadua angustifolia.
267
Se refiere al paso montañoso del Quindío.

492
El Dorado

de bastante elevación. Justamente de aquellas alturas vi-


mos bajar un grupo de unos veinte jinetes y amazonas que
ya de lejos nos hacían señales de saludo. Eran los amigos
y parientes de Abadía que salían a nuestro encuentro con
el propósito de ofrecernos digno recibimiento y acogida.
A nosotros, sucios y mal vestidos expedicionarios, con las
claras señales de casi seis días de azarosa marcha, la comi-
tiva que se acercaba nos pareció un cortejo de hadas y de
príncipes salidos de Las mil y una noches. Cuando llega-
mos a la otra ribera nos impresionó hallarnos en tan es-
pléndido ambiente, rodeados de tanta civilización y casi
no tuvimos palabras para corresponder a la cordial saluta-
ción que se nos dispensaba. Sentados sobre la yerba toma-
mos el desayuno traído por nuestros amigos, que tuvo su
buen acompañamiento de vino y hasta algo de champaña.
Luego se nos invitó a montar aquellos fogosos y rápidos
corceles del Cauca, tan elegantes en el paso de andadura;
en seguida, casi sin saber cómo, nos encontramos en la al-
tura de Santa Bárbara, célebre por una victoriosa batalla
librada allí por el general liberal Santos Gutiérrez268 con-
tra los conservadores el año de 1861. Desde aquella cresta
se tiene una bellísima vista de la pequeña ciudad de Car-
tago —989 metros de altitud—, situada en medio de pra-
dos verdes como la esmeralda entre plátanos y palmeras y
reclinada junto al ondulante río La Vieja, que aquí se ha
liberado totalmente de la cordillera y corre a reunirse al
Cauca, del que todavía le separa una legua.

268
Santos Gutiérrez Prieto, citado.

493
Ernst Röthlisberger

Cartago, fundada en 1540 a orillas de otro río, hasta


fines del siglo xix no se estableció en el lugar que hoy
ocupa. Esta pequeña ciudad no tiene nada extraordinario.
Sus calles están trazadas a cordel y empedradas de guijarro
puntiagudo, impresión esta última que conservo vivamente
en el recuerdo, pues a consecuencia de las niguas tenía los
pies muy sensibles. La plaza mayor es amplia y cuadrada;
sus dos iglesias, insignificantes. En un viejo convento, San
Francisco, se hallaba establecido un colegio para mucha-
chos. El clima es ya bastante cálido —con una tempera-
tura media de 24 ºC—, pero el lenitivo lo ofrece el baño
en el río La Vieja. De este caudal se saca también el agua
para la ciudad y ello no se hace con tinas o cubos, sino
con largas cañas de bambú269 a las que se han cortado dos
o tres segmentos.
En Cartago la familia270 Abadía nos acogió con hos-
pitalidad verdaderamente árabe, o sea en la forma que es
proverbial en el Cauca. Particular gusto encontrábamos
en los cigarros puros que con finos dedos liaban especial-
mente para nosotros las hijas de la casa. Era un excelente
tabaco, que se cría allí cerca. Durante la operación que he

269
Su nombre común en el país es «guadua».
270
Se refiere a la familia de Félix de la Abadía, el citado empresario
que abrió el tramo central del camino entre Santa Rosa y Cartago
—llamado «camino del privilegio»—, que comunicó Antioquia
con el valle del río Cauca a partir de 1855, con privilegio de peaje
por cincuenta años.

494
El Dorado

dicho charlábamos con las muchachas. Ellas nos entrega-


ban con una graciosa sonrisa el cigarro recién fabricado.
Ingrato había de ser el despertar de aquellas horas idí-
licas. El día de Año Viejo por la tarde desfiló por las calles
algo que llamaban «música» y un hombre leía con so-
nora voz un pregón en el que declaraba el estado de gue-
rra en el municipio del Quindío, cuya cabeza era Cartago.
Parece que del norte de la República y de Bogotá habían
llegado noticias inquietantes y que el presidente Núñez
había implantado en todo el país el estado de excepción.
No podíamos creer en una verdadera revolución y de-
cidimos proseguir nuestro viaje valle arriba hasta Cali y
luego, si era posible, a Popayán, para bajar luego hasta el
océano Pacífico, a Buenaventura. Solicitamos pasaportes
y el joven Abadía, Eugène y yo partimos alegremente el
3 de enero de 1885 por una región de colinas frondosas y
tupidos bosques de bambú.
El Valle del Cauca está enmarcado por las cordille-
ras Occidental y Central. El Cauca, principal afluente
del Magdalena, con un curso de doscientas setenta le-
guas de longitud, algo más arriba no pasa de ser un to-
rrente de montaña; pero de Cali a Cartago, en un trecho
de unas veinte leguas, el valle se abre hasta alcanzar una
anchura de ocho leguas aproximadamente. En este tra-
yecto el río es navegable para pequeños vapores, que se
transportan desarmados desde el océano Pacífico. Pero
luego las cordilleras van comprimiendo más y más el río
y este, al llegar al estado de Antioquia, se ve obligado a
descender desde un nivel de unos 1.000 metros hasta las

495
Ernst Röthlisberger

bajas sabanas de la región litoral, de modo que su corriente


se vuelve impetuosísima, forma saltos y hace con ello im-
posible la navegación. El Valle del Cauca no es por igual
fértil en todas sus partes. Algunas regiones, a causa de la
deforestación y también por su estructura geológica, son
secas y arenosas; otras se inundan y forman lagunas de
hasta dos metros de profundidad, lo que las hace entera-
mente insalubres por razón de las fiebres. Pero otras regio-
nes, en particular las que distan de media a una legua del
río, ya algo hacia la altura y que tienen una gruesa capa de
humus, proporcionan al hombre todo cuanto puede cre-
cer en la Zona Tórrida, ello en gran abundancia. Allí se
encuentran la mayor parte de las colonias, en tanto que
las tierras de las salientes montañas están casi sin cultivar.
Existe, pues, un gran parecido entre el Valle del Cauca y
los Llanos. Aquí, como allí, se queman las resecas sabanas,
se cría mucho ganado y se practica con provecho la pes-
quería. Se halla igual clase de ranchos y granjas o hatos,
rodeados de frutales y de grandes guaduas que mecen sus
largas hojas en el viento. Se ven también las mismas casas
de campo en medio de álamos y de yerba que alcanza la
altura de nuestros cereales europeos y es tan espesa y uni-
forme que parece hubieran recortado por arriba. Un cielo
hermosísimo se tiende sobre este valle de bendición. A la
llegada de los conquistadores, vivía aquí un millón de abo-
rígenes; la actual población apenas llega a la mitad, pues la
viruela y el sarampión y de otro lado las incesantes guerras
civiles, han costado muchas vidas. La población se halla
mezcladísima, pues aquí habitan las tres razas; pero hay

496
El Dorado

regiones donde los negros son mayoría, mientras que los


indios propiamente dichos se han retirado ya hace mu-
cho tiempo de las partes muy densamente pobladas del
valle principal, de manera que son mucho más frecuentes
las distintas matizaciones de procedencia blanca y negra.

Francisco Javier Zaldúa, presidente (falleció en 1882)

En general, el caucano es inteligente y no le faltan


dotes creadoras. En circunstancias normales es pacífico
y tolerante, además de comedido y bondadoso, pero cae
con facilidad en un apasionamiento que no se iguala en

497
Ernst Röthlisberger

ninguna otra región de la República. En cuanto a su reli-


gión y sus convicciones políticas es del más ardiente fervor
y lo sacrifica todo, familia, vida, hacienda, para lograr la
victoria. Por ello, en toda acción de resistencia interviene
el caucano de forma cruel y destructiva, sin detenerse ante
nada. Aquí está el foco de las revoluciones; aquí, de ordi-
nario, su último reducto. El Cauca da el principal contin-
gente de luchadores en todos los choques sangrientos y los
más de los combates se libran con tenacidad y heroísmo
dignos de mejor causa. Casi todas las gentes son aquí del
temple de su paisano J. H. López271, quien, tomado preso
por los españoles y llevado al cadalso, lio un cigarrillo con
toda tranquilidad ante su sentencia de muerte. (En el úl-
timo momento se salvó272 y llegó a ser con el tiempo un fa-

271
José Hilario López, citado.
272
Para una descripción más detallada de este suceso, véase: Londoño
Vega, Patricia, 1993, «El quintamiento de José María Espinosa:
estuvieron a punto de ser fusilados; testimonio gráfico de la guerra
de independencia», Revista Credencial Historia, 40, 13-15. Este
texto concluye así: «[…] el 18 de agosto, un jefe realista notificó a
los 21 oficiales presos que iban a ser quintados. Un niño de ocho
años sacó las boletas de una vasija; las papeletas rotuladas “muer-
te” les correspondieron a José Hilario López, Rafael Cuervo, Ma-
riano Posse y Alejo Sabaraín, el amante de Policarpa Salavarrieta.
Cuenta Joaquín París en el álbum que “López, luego que sacó su
boleta a muerte, en vez de inmutarse hizo con ella un cigarrillo y
luego entró a la capilla diciendo: me fumaré mi suerte…”. Los con-
denados estuvieron preparándose para morir hasta el día siguiente.
Cuando los condujeron al patíbulo, en la plazuela de San Camilo,
encontraron los cadáveres de otros patriotas fusilados poco antes.

498
El Dorado

moso presidente liberal). Si a las luchas políticas se agrega


aún la lucha de razas en la que los negros, liberados sólo
desde hace cuatro décadas, desahogan su odio contra el
blanco, resulta que el Cauca es el escenario de la más fiera
crueldad; y lo será de la desolación.
Cabe, pues, resumir así el juicio sobre esta región: el
Cauca es una tierra donde fluyen la leche y la miel; mayor
todavía sería su bendición si los negros trabajaran más, si
las gentes todas se entregaran menos al dolce far niente273 y
cultivaran sus campos con más esmero, si la naturaleza no
fuera tan generosa con el hombre facilitándole casi por sí
misma todo lo necesario, si hubiera, en fin, vías de comu-
nicación por medio de las cuales se pudieran intercambiar
más rápidamente los productos y llevarlos a otros países. El
Cauca sería entonces un paraíso y acaso no dejarían de tener
razón los sociólogos que han calculado en veinte millones
—André274 dice cincuenta millones— la futura población
de este valle. Pero en la guerra, en la revolución este paraíso
se convierte en infierno, en palestra de todas las pasiones y
asiento de toda barbarie. Las gentes amables y bondadosas
se vuelven tigres. Su furia es tan grande, que llega al ridículo.
En una alocución a los liberales tronaba un orador de este
modo: era necesario dar tan duro a los conservadores, que

Ya estaban al pie de los banquillos, asistidos por sacerdotes, cuando


llegó el indulto del presidente de Quito, y fueron llevados de nue-
vo a prisión. Así, por un segundo, se salvaron de ser ejecutados».
273
Dulce hacer nada.
274
Edouard André, citado.

499
Ernst Röthlisberger

de sus dientes se pudiera hacer una columna conmemora-


tiva. Casi por todas partes se encuentran huellas de ruda
devastación y las heridas de las guerras civiles no han cica-
trizado todavía. De esto nos damos cuenta ya la noche de
nuestra primera escala, alojados por el señor Rentería275,
un conservador cuya magnífica hacienda fue incendiada el
año 1877. Le mataron el ganado, sin utilizar para nada la
carne y le arrasaron de tal modo los pastos, que al cabo de

275
Se refiere, probablemente, a Elías Rentería Cañarte (n: c. 1830),
casado en Cartago en 1853 con María Josefa Zorrilla Bermúdez,
e hijo de Nicolás Rentería Gil del Valle, cuyos hermanos varones
Jorge y Joaquín Rentería Gil del Valle se habían radicado en Buga
y Santafé, respectivamente. Los Rentería de Cartago provenían
de Francisco Rentería, natural de Vizcaya, tronco caucano de esta
familia en la Nueva Granada a comienzos del siglo xviii. Uno de
los hijos de este inmigrante español fue Ignacio de Rentería y Cai-
cedo (c. 1710-1774), alcalde ordinario y notario del Santo Ofi-
cio en Cartago, contribuyente principal de la construcción de la
iglesia parroquial de esta villa, padre a su vez, entre otros, de José
Ignacio de Rentería y Martínez Valderruten (1738-1808), aboga-
do cartagüeño, asesor de los virreinatos de Santafé y Lima, oidor
honorario de la Audiencia de Charcas, y de Nicolás de Rentería
y Martínez Valderruten (1750-c. 1820), el abuelo paterno del
citado Elías, propietario de las haciendas Las Lajas y La Honda
en Cartago. Ignacio de Rentería y Caicedo, hijo del inmigrante,
fue, con su pariente Salvador Gómez de la Asprilla y Gil del Valle
(1709-1761), uno de los principales propietarios de esclavos en la
región. Se estima que este último poseía más de 600 esclavos en
sus haciendas, en donde «era conocido su caudal y que manejaba
cuadrilla dilatada de negros y minas» (véase: Quintero Guzmán,
Ibidem, tomo i, págs. 22-32 y 448-452).

500
El Dorado

ocho años no había conseguido alcanzar el nivel anterior


de sus bienes y desarrollo. ¿No se malogra de esa manera
todo espíritu emprendedor? No es por libre convicción por
lo que la mayoría militan en este o en el otro partido, sino
porque en uno de ellos tienen que vengar algún hecho de
atrocidad. A este le han matado el padre, al de más allá se
le llevaron un hermano, a un tercero le ultrajaron madre y
hermanas; en la próxima revolución han de vengar las afren-
tas. Así ocurre que entre los conservadores encontramos
gente librepensadora, y entre los liberales, católicos faná-
ticos. Cada cual se rige por la ley de la venganza de sangre.
La primera prueba de que había estallado una revolu-
ción se nos ofreció en el pueblecillo de Victoria, cuya po-
blación masculina se agrupa íntegramente en las guerras
en una temida tropa conservadora de caballería. Pasando
por una deliciosa sabana, vimos cabalgar hacia nosotros
un grupo de aquellos lanceros. Como yo iba en cabeza de
nuestra expedición, me hallé, no sé cómo, en medio de los
revolucionarios. Un señor de entre ellos se dirigió a mí afa-
blemente. Al reunírsenos los de mi grupo, reconocieron
en él a un exsenador y general de Antioquia. Este se había
propuesto pasarse a pie desde el Cauca a territorio antio-
queño para hacerse cargo de un alto mando en su estado.
Aquellos jinetes lo habían atrapado en la cordillera y ahora
lo conducían a Cartago en condición de prisionero. Ya la
circunstancia de que este radical nos hubiese saludado nos
hizo sospechosos de Cartago en adelante.
La suerte de tales prisioneros no era, en modo al-
guno, envidiable. Según como se iban produciendo los

501
Ernst Röthlisberger

movimientos de tropas, a la primera alarma se los llevaba


de uno a otro lugar, a veces humanamente tratados, a veces
con pocas consideraciones. Cuando más tarde, en Cartago,
llevamos a ese general cigarros puros y algunos alimentos,
tuvimos oportunidad de ver por dentro su prisión. En un
angosto cuarto se hacinaban como quince hombres; no
hubieran podido estar tendidos todos a un tiempo en el
suelo de aquel calabozo. Esto, en tierra caliente, con un
tiempo abrasador. Olía allí horriblemente. No es de ex-
trañar que tales presos políticos se dedicaran a madurar
planes siniestros. No obstante, el trato que se les daba era
incomparablemente mejor que el de antes, pues del jefe
ultramontano Julio Arboleda276 se oye contar a menudo
que había mandado fusilar prisioneros para no verse en
la necesidad de darles «el pienso» diario. Por hombres
de entera veracidad se me relató también con frecuencia
que a ciertos prisioneros ricos a los que se trata de for-
zar al pago de multas en metálico se les da de comer en
la prisión, pero se les niega la bebida, con lo cual al cabo
de dos o tres días no tienen más remedio que ceder. En

276
Julio Arboleda Pombo (1817-1862), en contraste con esta anéc-
dota liberal, aparece registrado en una enciclopedia virtual como
«abogado, orador, poeta, militar, periodista, político [conserva-
dor], diplomático, parlamentario, académico, dramaturgo y estadis-
ta colombiano, elegido Presidente de la Confederación Granadina
—actuales Repúblicas de Colombia y Panamá— en[tre junio y ju-
lio de] 1861» (véase: Wikipedia. Julio Arboleda Pombo. http://
es.wikipedia.org/wiki/Julio_Arboleda_Pombo).

502
El Dorado

la revolución de 1860, según referencia del abate francés


Saffray277 en [Le] Tour du Monde278 —Saffray acompañó
personalmente a Arboleda—, se dejó morir de inanición
a algunos prisioneros y luego se tenía a los cadáveres du-
rante algunos días, encadenados junto a los presos que
quedaban vivos279.
No atreviéndonos a cruzar con las caballerías el mo-
vedizo puente de bambú sobre el río La Paila —paso pre-
visto, por lo demás, sólo para peatones— cruzamos por un
vado y seguimos luego a través del bosque de Morillo, que
en tiempos se consideraba lleno de ladrones. Hoy día existe
completa seguridad en todo el Cauca. La familia Uribe,
a la que pertenecía uno de los estudiantes de medicina280,
nuestro camarada de viaje, posee en un bosque una granja

277
Charles Saffray (1833-1890), médico y botánico francés que circuló
por Colombia entre 1861 y 1862. Autor del Voyage à la Nouvelle
Grenade, publicado en París por entregas en los años 1869-1870.
278
Véase: André, 2013, Ibidem, tomo i, pág. 143.
279
Arboleda, por su parte, moriría asesinado dos años después, en os-
curas circunstancias.
280
El padre de Tomás Uribe Uribe, el citado estudiante que acompañó
a Röthlisberger, era Tomás Uribe Toro, quien había casado a media-
dos del siglo xix con su pariente María Luisa Uribe Uribe. Entre
los ocho hijos de este matrimonio, además del estudiante viajero,
se destacó el general Rafael Uribe Uribe (1859-1914), caudillo li-
beral de la Guerra de los Mil Días, asesinado en Bogotá, de cuyo
matrimonio en 1886 con Sixta Tulia Gaviria nacería, entre otros,
el capitán Julián Uribe Gaviria que llegaría a ser gobernador del
departamento de Antioquia (véase: Arango Mejía, Gabriel, 1993,

503
Ernst Röthlisberger

a la que de mañana y a la noche acudía el ganado. Allá dis-


frutamos durante un día aquel estilo de vida campestre.
Las casitas eran también extremadamente pulcras y en su
bello arreglo se advertía delicadeza de manos femeninas.
El viejo señor Uribe281, a pesar de sus setenta años, era un
denodado e incansable trabajador.
Después de este intervalo y con un calor pavoroso,
procedimos valle arriba, atravesando ora regiones secas,
ora tierras de gran fertilidad. Dejábamos atrás miserables,
tristes y sucias cabañas; y así, por Bugalagrande, San Vi-
cente y Tuluá, avanzábamos hacia Buga. Entre los dos úl-
timos lugares y sobre verdes y pintorescas colinas, se ve a la
izquierda del camino el campo de batalla de Los Chancos,
donde el general Trujillo282 venció en el año de 1876 al Ejér-
cito de antioqueños —fuerza cansada, pero que numéri-
camente doblaba a la suya propia— que había irrumpido
en el estado del Cauca. Nos llamó la atención lo abando-
nados que se hallaban todos los caminos y las pocas mu-
las que encontrábamos. Por lo demás, el camino principal
debe de ser muy malo en época de lluvias; puentes no se ve
por aquí ni uno. Una plaga está asolando el Cauca desde
hace algunos años: la plaga de la langosta. Esta devora en-
teramente campos y setos, y se amontona en enjambres

Genealogías de Antioquia y Caldas, tomo ii, Medellín: Litoarte,


págs. 427-428).
281
Tomás Uribe Toro había nacido el 21 de diciembre de 1820, y en
consecuencia en 1884 tendría 64 años de edad.
282
Julián Trujillo Largacha, citado.

504
El Dorado

por los caminos. Aunque uno se lance a caballo sobre es-


tas saltadoras masas no se llega a aplastar más que unos
pocos insectos.
Buga —1.001 metros de altitud, 24 ºC de temperatura
media— se fundó en 1575. Fue y es un lugar con muchos
conventos e iglesias, auténtica ciudad española bronca y
antipática. El hotel era malísimo…, pero caro; las camas,
cuyas ropas habían servido a otros muchos antes que a no-
sotros, estaban llenas de bichos.
No lejos de la pequeña localidad nos alcanzó un jinete
a galope y quiso examinar nuestros pasaportes, que ya ha-
bíamos hecho visar convenientemente. Nos miró con suma
desconfianza. No pudimos siquiera preguntar quién era
aquel que se arrogaba el derecho de hacernos detener en
el camino, pues ello hubiera sido todavía más sospechoso.
Tocamos en el lugar de Sonso y por su vasta llanura cabal-
gamos hasta la bella aldea de Cerrito. Por el camino disfru-
tamos de la delicia de los bosques, su poesía, sus aromas.
Corrían por ellos cristalinos arroyos, como el Zabaleta,
sombreado por árboles gigantescos, arbustos y maleza. Ya
teníamos ante nosotros aquellos soberbios paisajes cau-
canos que tan admirablemente describe Jorge Isaacs283 en

283
Jorge Isaacs Ferrer, citado, era hijo del inmigrante súbdito inglés
George Henry Isaacs, proveniente de Jamaica y casado con Manue-
la Ferrer Scarpetta, un acaudalado propietario de las haciendas La
Manuelita, Santa Rita y El Paraíso —esta última, efectivamente,
escenario de la famosa novela de Isaacs y situada en la vecindad de
«la bella aldea de Cerrito»—.

505
Ernst Röthlisberger

su conmovedora novela María; nos encontrábamos en el


verdadero escenario de su narración, cuyas idealizadas fi-
guras parecían tomar aquí forma tangible.

Jorge Isaacs

Desde Cerrito el camino tuerce a la derecha hacia el


río Cauca, a cuyo encuentro galopamos durante más de
una hora para llegar antes de la puesta del sol a la barca
que cruza el río por La Torre, cosa que, en efecto, logra-
mos. Una gran balsa, en la que se podía entrar cómoda-
mente a caballo, atraviesa aquí la ancha corriente, de un
amarillento sucio, encajada entre tupidos bosques. En la
otra ribera dormimos aquella noche en un ranchito, sobre
un suelo hecho de caña de bambú triturada.

506
El Dorado

El día 9 de enero, después de ocho horas de caballo,


llegamos a Cali, capital del Cauca y su máxima plaza co-
mercial. De lejos Cali ofrece el aspecto de una ciudad mora
o judía. Un corto puente de piedra lleva, sobre el río del
mismo nombre, hasta las enjalbegadas casas de la ciudad,
sobre las que se yerguen las cúpulas de dos iglesias. Álzase
a la derecha, de modo bastante abrupto, la Cordillera Oc-
cidental, que forma una serie de desnudas sierras parecidas
a las pirenaicas; pero en el propio valle, las palmas circun-
dan el caserío. Todo esto, bajo un cielo maravilloso, crea
la pintoresca hermosura de la estampa de Cali. La ciudad
fue fundada en 1536. Su temperatura media es de 22 ºC y
se halla expuesta a los vientos de la cordillera. Cali posee
diversos centros de enseñanza secundaria, testimonio de
la actividad cultural de la población que ha dado ya al país
varias personalidades ilustres. La principal importancia de
Cali como gran centro comercial está en su facilidad de ac-
ceso desde el cercano litoral Pacífico.
En Cali visité a diferentes personas para las que llevaba
recomendaciones, gentes unas conservadoras y otras libera-
les. Como ciudad se hallaba en manos de los independien-
tes, algunos liberales estaban ya escondidos. Nuestra visita
a los señores Gaviria284, los comerciantes más fuertes del

284
Se refiere, eventualmente, a la familia de Juan de la Cruz Gaviria de
Castro (1832-1918), nacido en Medellín y radicado en Bogotá, en
donde fundó, entre otras empresas, la casa «Gaviria Hermanos».
Dos de sus hijos mayores, Ricardo Gaviria Cobaleda (1856-1892)
y Emiliano Gaviria Cobaleda (c.1858-1901), nacieron y vivieron

507
Ernst Röthlisberger

Valle y radicales acérrimos, despertó el recelo de la gente,


de lo cual no tuve entonces la menor idea. Aparte de frases
consabidas y lugares comunes, no despegábamos los labios
para hablar de política, ni siquiera había ocasión de hacerlo,
pues yo evitaba sistemáticamente ese objeto de conversa-
ción. Tanto el Comandante de la plaza —un médico—,
como los señores Gaviria, me trataban con la máxima genti-
leza y atención, pero con la desconfianza que es habitual en
el país. En las calles gritaban a mi espalda: «¡Ahí va el en-
viado de Bogotá!». Los conservadores no me devolvieron

en Cali, el primero dedicado a «la explotación de minas de oro,


con las cuales se arruinó», y el segundo forjando su familia de seis
hijos, con apreciable descendencia en Bogotá (véase: Grupo de
Investigaciones Genealógicas José María Restrepo Sáenz, 2011,
Ibidem, tomo iii, págs. 407-414). En relación con esta familia,
uno de los estudios publicados sobre la evolución empresarial del
Valle del Cauca los menciona en los siguientes términos: «Las
casas comerciales no sólo recibían mercancías para el mercado lo-
cal y regional sino que también compraban la producción regio-
nal para exportarla o venderla a casas exportadoras localizadas en
Buenaventura. Por ejemplo, en la prensa la casa comercial Gaviria
e Hijos anunciaba compra de cueros de res y de chivo, la casa Pa-
yán Hermanos compraba cacao y cueros. Más aún algunas de estas
casas comerciales entraban en el proceso de preparación de algunos
productos; por ejemplo, la casa de R. Gaviria —rico comercian-
te— compraba todo el café que se le ofreciera y había establecido
máquinas para limpiarlo, en cuya operación ocupaba diariamente
varios hombres y cerca de 20 niños» (véase: Valdivia Rojas, Luis,
«El desarrollo económico en el Valle del Cauca en el siglo xix»,
en: http://bibliotecadigital.univalle.edu.co/).

508
El Dorado

la visita, de modo que empecé a barruntar algo malo e in-


sistí a mis despreocupados compañeros de viaje para abre-
viar la estancia en Cali y renunciar al resto de la planeada
expedición valle arriba o hasta el Pacífico.
Al tercer día, antes de las seis de la mañana y bajo los
naranjos del patio del hotel, montamos en nuestras caba-
llerías y nos encaminamos al río Cauca, que corre por la
llanura como a media legua de allí. Mis compañeros pa-
recían querer poner a prueba mi paciencia y ya en un úl-
timo extremo; tan lenta y cansinamente cabalgaban tras
de mí. Respiré por fin cuando una balsa nos transportó al
otro lado del Cauca y eso que en la opuesta orilla había sol-
dados. Me sentí salvado de un desconocido riesgo… Y en
verdad que el riesgo había existido. Tres horas después de
nuestra marcha, a las nueve de la mañana, fueron deteni-
dos los señores Gaviria y encerrados por varios días como
radicales sospechosos, en una estrecha celda de la prisión.
Más tarde supe que, telegráficamente, se había dado tam-
bién una orden de detención contra mí; la orden venía de
Popayán, capital del estado del Cauca, se fundaba en la
creencia de que yo había llevado de Bogotá a los radicales
de Cali importantes despachos del comité de su partido.
Nada habría aprovechado encarecer por todos los medios
mi inocencia y Dios sabe por cuánto tiempo las autorida-
des locales me habrían encarcelado. Anótese sin embargo,
en disculpa de aquella gente, que nuestro viaje valle arriba
era una imprudencia, dada la situación reinante, pues re-
sultaba fácil suponer cualquier fin oculto y no creer que se
tratara de un simple viaje de vacaciones. Precisamente en

509
Ernst Röthlisberger

el Cauca hubo extranjeros que tomaron parte en las gue-


rras civiles. Hay que tener presente además que la Univer-
sidad Nacional era muy odiada entre los clericales y que las
doctrinas extendidas por ese centro habían sido objeto de
muy rudos ataques durante los últimos meses.
Sin ser molestados seguimos nuestro viaje. La gente
tenía quehaceres más importantes que andar en mi perse-
cución; debían, sobre todo, pertrecharse para el temporal
que se avecinaba. Cuando al mediodía llegamos a la pe-
queña ciudad de Palmira, antes célebre por su «tabaco
oloroso», dos batallones de soldados, casi todos negros de
feroces ojos, se dirigían hacia Buga con banderas desple-
gadas. Algunos gritaban: «¡Viva el gobierno legítimo!»,
mas, en general, el entusiasmo de la tropa no parecía ser
muy grande. Iban mal armados, pero marchaban con or-
gullo. Por lo común estos batallones de negros, con su
soldadesca sensual, desconfiada, indolente, pero al propio
tiempo fanática y tenaz, son el horror de las gentes de bien.
Mas no debo ocultar que precisamente en la revolución
hice conocimiento con algunos oficiales negros que me
inspiraron verdadera estimación por su comportamiento
sereno y su actitud de viril y digno orgullo.
Pasamos la noche en una grande y solitaria hacienda,
propiedad de un conservador, al que íbamos recomen-
dados; recuerdo una discusión en la cual nuestro patrón
defendió el criterio de que el deber de la hospitalidad de-
bía cumplirse como cosa sagrada, aun tratándose de un
asesino. Al día siguiente por la tarde entramos a Buga, al
tiempo que lo hacía también un escuadrón de lanceros.

510
El Dorado

Estos lanceros eran hacendados de la comarca y su único


distintivo consistía en una cinta verde rodeando el som-
brero de paja. Llevaban carabinas en bandolera; algunos
traían sable. Todos, sujeta al estribo derecho, portaban
además la lanza, que los guerreros de allí saben manejar
con terrible destreza. Eran tipos de un aspecto osado y fe-
roz que no hacía esperar nada bueno.
Apenas habíamos llegado a Buga cuando —según no-
ticia que nos llegó el 12 de enero— los radicales se habían
insurreccionado en la vecina localidad de Tuluá, a tres le-
guas de camino; habían asaltado de noche los cuarteles de
los conservadores, matando a más de cincuenta personas y
cometiendo en las mujeres indecibles infamias. Con ello
se nos retrasó la continuación del viaje y tuvimos que pa-
sar dos días en el malhadado hotel de Buga.
A la mañana siguiente, era un domingo, casi toda la
guarnición de la plaza partió a luchar con los rebeldes. El
día transcurrió en medio de medrosa espera. A la tarde
llegó por fin la noticia de que Tuluá había sido tomada al
mediodía, dispersándose a los insurrectos. Dijeron que dos
jóvenes de Buga habían sido muertos cuando, arrogantes y
quizá un poco bebidos, se precipitaron a galope en la plaza
de Tuluá sin esperar al resto del «ejército». Libre de nuevo
el camino, me encargué de hacer a la mañana siguiente, en
nombre de mis compañeros, la diligencia precisa para el vi-
sado de nuestros pases, formalidad que había que cumplir
en cada localidad donde nos deteníamos. Casi una hora
me hicieron esperar sin motivo alguno, hasta que el gober-
nador, un político veterano, puso su firma, titubeando, en

511
Ernst Röthlisberger

el documento. Hacia el mediodía continuamos la marcha.


Mis dos compañeros de viaje cometieron la imprudencia
de salir a galope. Se nos detuvo en una de las primeras es-
quinas y se nos cerró el paso. En un instante nos vimos ro-
deados de fuerza. Yo presenté los pasaportes y nos dejaron
marchar. Nos regocijábamos, ya fuera de la ciudad, de ha-
ber podido escapar a aquella gente, cuando un jinete nos
alcanzó al galope con la orden de que le siguiéramos para
presentarnos al alcalde. Fue inútil toda resistencia, aunque
el alcalde no tenía nada que ver con nuestros pasaportes.
En extraña disposición de ánimo volvimos grupas hacia la
ciudad. En una de sus calles nos rodeó una muchedumbre
hostil. Nunca olvidaré aquellos rostros patibularios de ne-
gros y seminegros que nos hacían corro y nos insultaban
a media voz. Uno de los más resolutos, en cuya frente es-
taba grabada la falsa delación como un estigma de Caín,
gritó entonces: «Conozco bien a estos tres señores; esta-
ban ayer en Tuluá, ¡y han peleado con los radicales contra
nosotros!». Abadía respondió al hombre aquel y se deses-
peró tratando de demostrar nuestra inocencia. El patrón
en cuya casa habíamos estado el día anterior no se atrevió a
declarar que no habíamos puesto el pie fuera de Buga; tan
intimidado se hallaba. Yo me harté, al fin, de todo aque-
llo y salí a caballo preguntando por el gobernador. En una
calle me encontré con él. La chusma me seguía. «¿Este es
el respeto que inspira su firma —dije al anciano—, que se
nos detiene aquí y se nos prohíbe seguir libremente nues-
tro camino? ¿Qué tiene que ver el alcalde con nuestro pa-
saporte?». Yo me referí a varios señores de Buga que nos

512
El Dorado

conocían bien y sabían que éramos extranjeros, profeso-


res contratados por el gobierno y ajenos a la política. Los
mismos señores a los que yo había ofrecido y prestado
servicio llevando a Bogotá para sus hijos pesadas reme-
sas de dinero en plata, se desentendieron ahora tímida-
mente; ninguno quería responder como testigo. ¡Maldita
gentuza! Tras de largas dudas y mucho palabreo declaró
finalmente el gobernador que podíamos seguir viajando,
pero con la obligación de volvernos a presentar en Tuluá
para que nos firmaran de nuevo los pasaportes. Con toda
seguridad, abrigaba el plan de hacernos apresar allí, para
no sentar el precedente de anular su propia firma. Preo-
cupados, nos pusimos en marcha.
Como a una legua de Buga nos encontramos a los
«victoriosos» guerreros que habían puesto en fuga a los re-
beldes de Tuluá y que se reintegraban ya a su guarnición.
Venían en cabeza los lanceros, gente insolente que lo pri-
mero que hicieron fue… pedirnos dinero. Les dimos todo
lo que llevábamos suelto y nos indignó mucho aquella clase
de soldados capaces de dirigirse con tamaña desvergüenza
a los viajeros y que, naturalmente, no recibirían lo nece-
sario. A los lanceros seguían unos cien hombres de a pie,
armados con viejos y malos fusiles —también entre ellos,
de los antiguos de chispa—. Caminaban descalzos; uni-
formes, por supuesto, no tenían ninguno. Sólo los oficia-
les llevaban kepis y traían espadines abrochados sobre sus
ropas de paisano. Los soldados iban en columna de a uno,
sombríos y extenuados; es probable que tuvieran hambre.
La mayor parte de ellos, sin duda, habían sido reclutados

513
Ernst Röthlisberger

a la fuerza. El grupo más triste venía a continuación. Lo


componían unos doscientos hombres sin fusiles de nin-
guna clase, a falta de ello llevaban garrotes o machetes muy
pesados. Eran los más terribles.
Examinados nuestros pasaportes, se los encontró con-
formes y seguimos adelante. A una media hora de Tuluá
vimos algo que hizo estremecer de alegría nuestros cora-
zones. Estaban cortados los hilos del teléfono y ello que-
ría decir que no había llegado orden alguna de detención
contra nosotros. El gobernador no me puso obstáculos y
me reuní nuevamente a mis compañeros, que me estaban
esperando fuera de la ciudad con el propósito de, si yo no
volvía, hacer todo lo necesario para librarme.
A pesar del cansancio, ahora ya total agotamiento, de
cabalgaduras y jinetes, tratamos de alcanzar aquella misma
noche la hospitalaria y segura granja del señor Uribe, que
se ampara en la paz del oscuro bosque Morillo.
A no haber contado con un caballo de memoria verda-
deramente notable, de cierto nos hubiéramos extraviado en
medio de aquella noche tenebrosa. Pero el animal, a pesar
de que nuestro viaje de ida fue la primera ocasión en que
hizo aquel camino, se desvió oportunamente del sendero
sin que nosotros llegáramos a percatamos y nos condujo
derecho hasta la granja. Allí supimos por un conservador,
cuya casa estaba junto al cuartel atacado, que durante la
rebelión no habían sido muertos por los radicales los cin-
cuenta hombres que se dijo, ni tampoco se habían come-
tido crueldades con las mujeres; por el contrario, los hechos
habían transcurrido de modo relativamente incruento. Nos

514
El Dorado

contó que los radicales habían tratado muy cortésmente


a su esposa al hacer el registro domiciliario. Si el deseo de
conocer más de cerca aquellos acontecimientos no me hu-
biera llevado a hacer averiguaciones, habría permanecido
en la creencia de que realmente fueron un hecho aquellas
monstruosidades atribuidas en un principio por los bu-
ganos a los insurrectos de Tuluá. La historia se escribe las
más de las veces según las exageraciones de los hombres.
Después de un día de descanso nos dirigimos nue-
vamente hacia Cartago. Cuando llevábamos caminadas
como dos leguas por el valle, nos salió al encuentro el pa-
dre de Abadía285.

Tomás Uribe, estudiante de medicina

285
Félix de la Abadía, citado.

515
Ernst Röthlisberger

Iba fugitivo, pues Cartago sería ocupada probable-


mente aquel mismo día por los liberales. Espoleamos nues-
tras cabalgaduras. Encontramos a otros fugitivos; iban
gritando que el enemigo se hallaba ya cerca de la ciudad y
que pronto entraría a saco en ella. Tan velozmente galo-
pamos durante casi una hora, que nuestros animales lle-
garon medio muertos. En Cartago nos hallamos con las
puertas de las casas cerradas a piedra y lodo. Las mujeres
alzaban y crispaban las manos, lloraban y rezaban. Todo
el mundo se dedicaba a cargar y embalar enseres. Era un
cuadro de suma confusión. De modo maquinal imaginé
las escenas del sitio de la antigua Cartago. La población
masculina salió rápidamente de la ciudad para hacer frente
al enemigo. Luego viose que todo era una falsa alarma,
pues tan sólo una guerrilla se había adelantado hasta el río
y hecho desde allí unos disparos en dirección a la ciudad
con el propósito de sembrar en ella la inquietud; luego se
retiraron a toda prisa. Durante varios días se produjeron
en diversas ocasiones alarmas de la misma especie. Se vi-
vía en continua zozobra.
En tanto, el partido del gobierno juntaba afanosamente
tropas, pobres reclutas movilizados de cualquier modo, a
los que se entregaban viejísimos fusiles. Lo único que cons-
tituía una variación eran las noticias llegadas del escenario
de la lucha. ¡Qué de bulla y disparos, qué de músicas, re-
dobles y vocerío cuando se recibían nuevas de alguna vic-
toria! Una de esas nuevas fue mortal para los radicales. El
19 de enero un batallón de la Guardia Colombiana, la más
escogida tropa del gobierno, llegó a Cali, procedente de

516
El Dorado

Panamá, con objeto de auxiliar al partido gubernamental.


Mas en la noche del 19 al 20 su jefe, el coronel Márquez286,
se pasó a los radicales, quienes, según se afirmaba, lo habían
sobornado. Cali cayó de este modo en manos de los radica-
les que ahora, por su parte, movilizaban todos los recursos
con el fin de ocupar el Valle del Cauca. Con ochocientos
hombres —según otros, con mil cien— bajaron contra
Buga para atacar a las tropas del gobierno, o sea a las mismas
con las que nosotros nos habíamos cruzado en el camino
de Tuluá. Estas últimas, al mando de Juan E. Ulloa287 se hi-
cieron fuertes en unas colinas sobre la llanura de Sonso; su
número, según el propio jefe, fue de sólo quinientos hom-
bres, de los cuales doscientos iban armados de trabucos.
Durante cuatro horas se combatió allí desde las ocho de la
mañana del día 23 de enero. Las tropas regulares no pudie-
ron lograr nada en su ataque a las cotas ocupadas por los
rebeldes; se dice que los cartuchos de las balas se encasqui-
llaban en los fusiles. El resto de las fuerzas de los radicales
terminaron por emprender la huida, dejando en el campo
de la acción ochenta muertos, ciento cincuenta heridos y
prisioneros, y treinta y cinco caballos. La victoria de Sonso
tuvo, sobre todo, una importancia moral, pues los caucanos

286
Se refiere al coronel Guillermo Márquez, quien sería derrotado
meses después en un enfrentamiento con Rafael Reyes Prieto, cita-
do, y el empresario caleño José María Domínguez Escobar (véase:
Dávila Ladrón de Guevara, Ibidem, pág. 135).
287
General Juan Evangelista Ulloa, comandante de las fuerzas gobier-
nistas del Valle del Cauca.

517
Ernst Röthlisberger

se gloriaron inmensamente de haber derrotado al traidor


batallón de la Guardia Colombiana, considerado como in-
vencible. Además, en poder de las tropas del gobierno cayó
gran cantidad de armas y munición, lo que les permitió
equiparse. Pronto llegaron de Buga a Cartago como dos-
cientos o trescientos hombres. Entraron a las tres y media
de la madrugada. Aún resuena en mis oídos la lenta mar-
cha militar que una pequeña banda de unos cinco músicos
—trompetas y clarinetes— iba tocando al frente de aquella
tropa. En la simplísima melodía había algo de lastimero y
pavoroso, cuya impresión me llegó a la misma médula de
los huesos.
Ahora, la mal armada «División» cuyo efectivo se-
ría como de setecientos hombres, juzgábase ya lo bastante
fuerte como para lanzar una ofensiva contra los radicales
del estado de Antioquia. Con gran sigilo cruzaron el río
La Vieja el día 25 de enero. Mi colega Eugène Hambursin,
desoyendo todos los consejos en contra, quería regresar a
Bogotá. Por más que le quisimos hacer ver que la Escuela
de Agronomía no podía estar abierta en tiempo de revolu-
ción, nada fue capaz de disuadirle. Yo, por no dejarle mar-
char sólo terminé por agregarme, a regañadientes, llevando
también a mi «Mirla», ya descansada y lustrosa. El 26 de
enero llegamos al pueblo de Pereira que dista de Cartago
como cuatro horas a caballo y que en 1863 fuera fundado
por colonos antioqueños en medio de extensos bosques
de bambú. Allí se encontraba en avanzadilla la División de
Caucanos y no pudimos seguir el camino, pues esperaban al
enemigo de un momento a otro. Durante la noche resultó

518
El Dorado

robado del prado donde pastaba, o bien requisado por las


tropas, el bonito caballo caucano comprado por Eugène
para el viaje de regreso. Todas las pesquisas que hicimos a
la mañana siguiente fueron totalmente inútiles. Entonces
acordamos que yo regresara en mi mula a Cartago para no-
tificar de la pérdida al vendedor del caballo y encargarle de
su búsqueda. A las dos y media de la tarde, hallándome ya
a lomos de la «Mirla» y cuando iba a pedir mi salvocon-
ducto, las cornetas comenzaron de pronto a tocar gene-
rala. Por los cerros del Alto del Oso, que rodean a Pereira,
se veían bajar apretadas masas de infantería y a la entrada
del pueblo zumbaban ya de recio los disparos. Presencié los
preparativos para la lucha y cuando las balas empezaban ya
a caer en la plaza puse espuelas a mi mula y me dirigí a Car-
tago. No sabía nada de cómo habría terminado el combate
de Pereira. Hacia las ocho de la noche estaba yo relatando
al padre de Abadía los sucesos de que fui testigo, cuando
de pronto lo llamaron aparte. Volvió muy conturbado y me
dijo: «Doctor, tengo que huir. Le entrego mi casa para que
cuide de ella. ¿No podría prestarme su mula para salir de
aquí? De lo contrario voy a caer en manos del enemigo».
El señor Abadía, si bien hombre todavía vigoroso, debía
estar ya bastante por encima de los sesenta años. Me había
hecho objeto de la máxima hospitalidad y por lo tanto no
vacilé. Fui a buscar mi mula del pasto y el fugitivo desapa-
reció poco después en la oscuridad de la noche. Lo mismo
que Eugène, me quedé, pues, convertido en peatón.
Toda la noche duró la alarma. Se escuchaba la huida
de las tropas del gobierno, que a paso ligero cruzaban la

519
Ernst Röthlisberger

ciudad sin tratar siquiera de defenderla, a pesar de que hu-


biera sido posible mantener la posición en la línea del río.
No pegamos un ojo. Después de las diez de la mañana la
ciudad parecía muerta. No quedaba ya ni un sólo comba-
tiente. Se recogieron únicamente algunos heridos, a los que
el joven Abadía prestó los primeros auxilios ayudado por
mí. Un coronel de caballería que llegó con la tibia deshe-
cha demostró especial firmeza y estoicismo, y no dejó de
divertirnos su excelente humor.
Un día angustioso, en el curso del cual se esperaban
saqueos. Y una larga noche, durante la cual no nos desves-
timos. Al tercer día, siendo las nueve de la mañana, entra-
ron por fin en la ciudad las tropas invasoras. Eran algunos
batallones de soldados bien uniformados y en buen orden,
a los que había equipado el gobierno radical de Antioquia,
abundantemente provisto de los medios necesarios. Esa
fuerza había sido enviada contra el Cauca, leal al gobierno
nacional, con el objeto de dar tiempo de agruparse a los
radicales dispersos de aquella región, si bien estos no su-
pieron hacer mejor cosa que proclamar tres distintos pre-
sidentes provisionales.
En virtud de las circunstancias yo había pasado a ser
el custodia de la casa de don Félix Abadía, ilustre persona-
lidad entre los «independientes» de Cartago y adicto al
partido de gobierno. En aquella casa, que era rica y prin-
cipal, se refugiaron además varias señoras, de modo que,
contando con el servicio, negras en su mayor parte, se
habían juntado bajo mi protección unas veinte mujeres.

520
El Dorado

Hacia las diez llegó la noticia de que debíamos des-


alojar inmediatamente la casa, pues las tropas la necesita-
ban para instalarse en ella. Nos quedamos de piedra. En
seguida me dirigí al recién nombrado alcalde, lo mejor del
cual consistía en apellidarse Bueno288, pues, por desgracia,
con cada súbita conmoción de esta especie, son los elemen-
tos más violentos los que van a ocupar puestos elevados. Le
dije que no podía ser que su decisión definitiva consistiera
en arrojar de la casa a tantas mujeres y ello en el espacio de
una hora; él disponía, sin duda, de suficientes locales pú-
blicos para alojar a los militares. Me puso de vuelta y me-
dia y comenzó a lanzar denuestos contra el viejo Abadía,
su adversario político. No sirvieron de nada mis ruegos a
la mejor gente del Partido Liberal, pues se hallaban muy
ocupados o tenían miedo del alcalde, que ejercía sus fun-
ciones como un poseso, no les fueran a acusar de excesiva
benevolencia con los «godos». En fin, parecía no des-
cubrirse salida alguna, cuando de repente se nos ocurrió

288
Probablemente se refiere a Célimo Bueno Betancur (1836-1912),
jurisconsulto conservador nacido en Cartago y graduado en Bo-
gotá, quien viajó a radicarse dos veces en Costa Rica entre 1862 y
1880, cuando retornó a Colombia en donde ejerció varias funciones
públicas en su región natal. Su hermano, Vicente Bueno Betancur
(1838-1865), había sido nombrado por su parte oficial mayor de
la Secretaría de Gobierno y Hacienda, representante al Congreso
entre otros cargos públicos de importancia, incluyendo la Jefatura
Municipal del Quindío en 1865, año de su fallecimiento (véase:
Arboleda, Gustavo, 1962, Diccionario biográfico y genealógico del
antiguo departamento del Cauca, Bogotá: Horizontes, págs. 59-61).

521
Ernst Röthlisberger

ofrecer al energúmeno otra casa del mismo propietario,


lo que finalmente aceptó. De este modo quedó felizmente
conjurado el peligro de ser arrojados de la residencia. Pero
como corrieron rumores de que el señor Abadía tenía te-
soros escondidos, se nos hizo un registro, el cual, por lo
demás, se produjo muy ordenadamente, pues yo acom-
pañé todo el tiempo al funcionario que lo practicó. Sólo
se llevó algunas sillas de montar.
Los días siguientes los pasé como un verdadero esclavo.
En cuanto se me ocurría poner el pie fuera de la casa, co-
rría hacia mí todo un tropel de mujeres y con lágrimas me
conminaban a que no las abandonase. ¿Qué iba a hacer?
Ante tales lágrimas queda uno desarmado. Así, pues, re-
nuncié a salir. Leía, fumaba y dormía casi todo el tiempo
en la hamaca. Al cabo de ocho días, por fin regresó Eugène
de Pereira y entre ambos nos repartimos la custodia.
Las tropas antioqueñas, que sumarían como dos mil
hombres, y que durante un mes permanecieron inactivas en
Cartago, observaban muy buena disciplina. Los soldados
no dejaban de pagar nada y se comportaban con cortesía,
pero hay que advertir que cualquier falta se castigaba rigu-
rosamente, por lo común, a palos, que se suministraban al
infractor en presencia de toda la compañía. Entre esas tropas
me encontré con algunos conocidos, antiguos diputados o
senadores, que habían estado en Bogotá y también algunos
de mis estudiantes. No me costó trabajo, por lo tanto, ob-
tener de aquellos atentos oficiales algunas especiales salva-
guardias para la casa que se me había confiado, cosa que les
agradecí mucho. Así que [cuando] la familia Abadía pareció

522
El Dorado

quedar asegurada contra la maldad de los adversarios polí-


ticos, se apoderó de nosotros la impaciencia; toda vez que
el camino hacia Antioquia se hallaba libre y confiando no-
sotros en que desde allí podríamos llegar a la capital, el 8
de febrero nos pusimos en marcha, pese a todos los ruegos
y súplicas. Pasado Pereira, cruzamos el interesante puente
sobre el río Otún, tocamos en los pueblos de Santa Rosa
y San Francisco, muy limpios y situados en las altas pen-
dientes de la Cordillera Central y llegamos al Chinchiná,
río fronterizo entre Antioquia y el Cauca. Su cauce se halla
tan profundamente excavado que parece querer acentuar
de modo especial la separación y diferencia entre ambas
razas. Un buen camino, si bien muy empinado, lleva de
aquí a Manizales, la pujante ciudad, segunda de Antioquia.
Manizales —2.140 metros de altitud, temperatura me-
dia sólo 17 ºC— domina, como un bastión, la comarca. La
meseta en que se alza la población queda protegida por los
cortes que forman los ríos Chinchiná, Cauca y Guacaica.
El paisaje es sublime. Al sur se ve en la ladera opuesta el
pueblo María, «tan poético como su nombre». En frente
está la Cordillera Occidental y hacia el noroeste se distin-
gue claramente el valle del Atrato por dos líneas azules que
corren paralelas. Al sur y sudoeste, empero, se miran las
cimas nevadas del Herveo y del Ruiz y las plateadas cum-
bres del Santa Isabel. Por desgracia, Manizales está sobre
suelo volcánico, hallándose expuesta a terremotos. Estos
destruyeron casi por entero la ciudad hace pocos años, así
que hubo que levantarla provisionalmente a base de sen-
cillas construcciones de madera.

523
Ernst Röthlisberger

En esta posición militar de primer orden, los cabecillas


revolucionarios aguardaban impacientes las noticias sobre
los dos cuerpos expedicionarios enviados al valle del Cauca
y al del Magdalena. El día siguiente al de nuestra llegada
se produjo a eso de las cuatro de la tarde una gran agita-
ción. Llegaban algunos elementos del Ejército disperso, ¡el
primero de ellos el general en jefe! La verdad no se hizo
esperar mucho. Uno de los cuerpos expedicionarios ha-
bía sufrido el 5 de febrero un decisivo descalabro durante
una desordenada ofensiva para reconquistar la ciudad de
Honda, antes entregada por esa misma fuerza. La derrota
se debió a la falta de unidad entre los jefes y de disciplina
entre la tropa. Abandonando armas y municiones se ha-
bían retirado en plena desbandada hacia la cordillera. Sólo
alrededor de mil quinientos hombres habían permanecido
disciplinadamente bajo el mando de algunos severos je-
fes. Parecía que la retirada hacia Manizales había sido muy
dura a causa de la súbita aparición de las guerrillas libera-
les. En una retirada semejante resultó gravemente herido
a bala el joven estudiante Arango289. El hecho ocurrió en

289
No se registra ningún estudiante con este apellido en el listado de
96 alumnos matriculados o asistentes a la Escuela de Medicina, que
fue presentado por Liborio Zerda al Consejo Académico de la Uni-
versidad Nacional con fecha 22 de febrero de 1883. En este, por el
contrario, sí aparecen registrados Tomás Uribe, Alberto Restrepo
y Ezequiel Abadía, mencionados también por Röthlisberger en su
crónica. En el listado de estudiantes «asistentes» presentado en
1884 aparece ya Tomás Arango, a quien probablemente se refiere
Röthlisberger (véase: Anales de Instrucción Pública en los Estados

524
El Dorado

un pueblecito de la cordillera y Arango había quedado


abandonado sin ayuda ninguna, sin médico. Consideré
obligación mía acudir en auxilio del joven amigo, cuya
madre tenía un gran parecido a la mía. Me dirigí, pues, a
la jefatura militar solicitando me prestaran una mula. Los
altos jefes me hicieron notar, con toda suerte de bellas pa-
labras, los muchos peligros a que me exponía con tal em-
presa. Yendo hacia el enemigo, podía quedar entre ambos
ejércitos y ello era grave riesgo de muerte. Declaré que to-
maba sobre mí toda la responsabilidad. Al día siguiente
dije adiós a Eugène; la despedida fue muy seria, pues no
sabíamos si nos íbamos a volver a ver.
Bien provisto de toda clase de medicamentos me puse
en marcha; pero en la prisa me olvidé de llevar víveres. Ar-
mas, prudentemente, no tomé ninguna para el viaje; ni
siquiera mi revólver. La subida hasta el paso de montaña
tuve que hacerla a pie, pues mi mula casi no podía ya andar.
Esta mula me la dieron por el camino a cambio del jamelgo
medio lisiado que recibí de la jefatura y el cual me quitó un
soldado por orden de un oficial. Entre tanto, me crucé con
grandes cantidades de fugitivos. Sólo arriba, por la mon-
taña, encontré dos batallones que parecían todavía bastante
disciplinados y que marchaban en un cierto orden. El equi-
paje y la munición iban detrás, a lomos de mulas o bueyes;
los animales se hallaban enteramente agotados. A las ocho

Unidos de Colombia. Bogotá: Echavarría Hermanos, 1883, tomo


v, n.º 27, págs. 185-187; Ibidem, 1884, tomo vii, n.º 40, págs.
314-316).

525
Ernst Röthlisberger

de la noche llegué a una cabaña. Un batallón de Ibagué


estaba acampado allí en torno a algunas hogueras. Hacía
un frío espantoso; por ello hube de alegrarme cuando uno
de mis estudiantes ibaguereños me condujo hasta un pe-
queño y angosto cuarto de aquella cabaña, donde se ha-
llaban sentados o acostados, nueve oficiales del batallón
junto con su comandante. Por orden de este, un oficial se
escurrió debajo del sitio que servía de lecho y a mí se me
señaló dónde dormir, al lado de un hombre arrebujado. Yo
también, sin desnudarme, me envolví en mi manta de viaje
y me dormí profundamente, pues estaba muy cansado. Me
di por contento al haber encontrado refugio a cubierto. A
la mañana, la escasa vegetación del paso se hallaba entera-
mente cubierta de hielo y escarcha. Los soldados tiritaban
de frío. Mi mula, que estaba atada a los postes de la única
tienda de campaña que allí había, consiguió soltarse; al
cabo de dos horas de búsqueda la encontramos entre la
espesura comiendo las hojas y ramitas heladas. A eso de
las ocho me despedí del batallón y me puse en camino al
lento andar de mi extenuada cabalgadura.
El paso de montaña del páramo del Ruiz va a 3.675 me-
tros de altitud, entre las gigantescas moles nevadas y viejos
volcanes del Ruiz —5.300 metros— y del Herveo —5.590
metros—. Los glaciares cubrieron probablemente en tiem-
pos todo aquel paso, pues se ve mucha masa arenosa y mo-
rrenas, así como gruesos bloques de roca desprendidos. De
cuando en cuando, las nieblas ceden por un instante a la
fuerza del sol y se hacen visibles las más altas cumbres, so-
bre todo a la derecha la gruesa capa helada del Ruiz.

526
El Dorado

Hacia las diez me encontré con algunas compañías


de infantería enviadas desde Manizales para la protec-
ción del paso. Eran gentes, por lo menos, bien armadas
y con disciplina. Mataron en pleno campo una vaca, que
seguidamente fue asada sobre un fuego. Pese a mi ham-
bre canina y a que estuve mirando durante una hora, no
pude limosnear algo de carne, pues si bien el coronel me
había invitado amablemente a participar en el banquete,
el hecho no acompañó a sus palabras. En la miserable ca-
baña en que se cobijaban los soldados, ni dinero ni buenas
palabras sirvieron de nada al hambriento. Si yo hubiera
sabido sacar muelas, los dueños de la cabaña me habrían
traído, sin duda, algo de comer, pues no dejarían de tener
alimentos escondidos. Pero no pude hacer nada ante los
inflamados carrillos de la hija de la casa, a pesar de que así
me lo solicitaron creyéndome médico.
Hacia el mediodía llegué a la altura de las centine-
las avanzadas en el lugar de Yolumbal. La posición era
del todo inexpugnable, pues el camino, tallado en zigzag,
desciende hasta tierra caliente por desfiladeros rocosos y
en un trecho de, por lo menos, 1.500 metros de longitud.
Apenas alcanzadas las últimas alambradas allí tendidas y
donde se había acumulado gran cantidad de munición,
comencé ya mis preparativos para el descenso. Iba hacia
el enemigo, sin saber realmente dónde se encontraba, te-
niendo que contar, pues, con la posibilidad de que cual-
quier centinela de una avanzadilla hiciera fuego sobre mí
al ver que venía del lado de los radicales. Primero abrí y
rompí todas las cartas de personas particulares y en las que

527
Ernst Röthlisberger

se contenía alguna noticia de carácter político. Luego, a


fin de que se me viera desde lejos, me envolví en el paño
de lino blanco que llevaba siempre en la silla para cuando
había ocasión de bañarse. Lentamente, pero con resolu-
ción, cabalgué durante algunas horas y en completa sole-
dad en medio de aquella mortal quietud. Sorprendido de
no encontrar obstáculo alguno, llegué hasta el pueblecito
de Soledad, que hacía todo honor a su nombre, pues pa-
recía abandonado.
Durante casi un día, los habitantes de Soledad, con-
servadores, habían detenido en su retirada a las tropas ra-
dicales, mediante combates aislados. Se veían los efectos
del violento asalto a las casas perpetrado por las hambrien-
tas y derrotadas tropas liberales para conseguir víveres y
mantas con qué abrigarse en la marcha por el frío paso de
montaña. Era una desoladora estampa de guerra. Natural-
mente, los ánimos estaban allí muy excitados y me miraron
de forma poco grata. Como una docena de individuos mal
encarados, combatientes conservadores, me rodearon pre-
guntándome de dónde venía y a dónde iba. Yo respondí
concretamente pero sin revelar nada acerca de las posicio-
nes del adversario. Preguntáronme también cómo me había
«atrevido» a pasar por allí. Yo contesté: «Porque así me
gusta»290. Cuando noté que se enojaban con mi descaro,
les tranquilicé con la declaración de que había de llevar au-
xilios a un amigo herido y que, sabedor de que los colom-
bianos eran personas humanitarias y que, en todo caso, no

290
En español en el texto original (nota del traductor).

528
El Dorado

causaban mal alguno a un hombre desarmado, me había


confiado tranquilamente a cruzar aquellos lugares. Eso sí
dio resultado y me dejaron libre bajo la condición, pues
me tuvieron por médico, de atender a los heridos que ha-
bía en el pueblo. Acepté y traté de ayudar en ello lo mejor
que pude. Toda la noche tuve que pasármela en vela, y por
medio de una cuerda larga, até la mula a mi brazo para que
no me la robaran del patio en que estaba. Cuando, al ama-
necer, me dedicaba a echar de cuando en cuando un sue-
ñecillo, el animal, ya fresco y despabilado, daba de pronto
un tirón y me hacía despertar [sobresaltado]. Al siguiente
día no pude partir antes de las ocho, pues me llamaron
para que atendiera a dos soldados radicales heridos que
una caritativa mujer había asilado por amor de Dios en su
cabaña. Uno de ellos tenía la pierna toda gangrenada y te-
rriblemente deshecha. No había salvación. La herida del
otro era en el muslo y no interesaba el hueso.
Dos caminos bajan desde Soledad al Magdalena: el
uno pasa por Santana291, donde hay ricas minas de plata, y
va hasta Ambalema, ciudad en tiempos famosa por sus cul-
tivos de tabaco, pero cuyas factorías se encuentran hoy casi
devastadas a causa de una enfermedad de la planta, como
también por los estragos de las fiebres entre los hombres.

291
Se refiere a la población minera de Santa Ana, hoy llamada Falán,
en honor al poeta Diego Fallon Carrión (1834-1905) que nació
allí. Este poeta era hijo de padre irlandés, el mineralogista Thomas
Fallon O’Neill (n: 1800), y de madre colombiana, Marcela Carrión
Armero.

529
Ernst Röthlisberger

El segundo camino va por el pueblecillo de Fresno hasta


Honda. Por este último hube de decidirme. Durante toda
la mañana me encontré con individuos armados que se
dirigían separadamente al punto de concentración de las
guerrillas conservadoras. Apenas había atravesado el hondo
valle de Aguacatal, cuya anchura es de unos 400 metros
y su profundidad de unos 1.000, cuando tropecé con las
primeras tropas regulares y organizadas del partido de go-
bierno. Eran fuerzas de la Guardia Colombiana de Bogotá.
Los soldados avanzaban por el camino en columna de a
uno; los oficiales iban a caballo. Muchos de los soldados
llevaban el kepis encajado sobre la copa del sombrero de
paja. Tras la columna seguía una caterva de mujeres, pobres
indias que seguían a su marido, verdadero o supuesto, a
donde el destino lo condujera. Llevan consigo la pequeña
caldera de cobre, la olla, que pueden usar al aire libre y en
cualquier parte sobre unas cuantas piedras; en ella prepa-
ran la diaria comida: plátanos, papas, algo de carne seca.
La abnegación de estas mujeres, a menudo mal tratadas,
se ha exaltado con sobrada razón; sin ellas no podría vivir
la tropa, pues no existen unidades de aprovisionamiento
de víveres. Hasta las tres de la tarde hube de cruzarme de
continuo con todas las fuerzas de los conservadores e in-
dependientes que se dirigían a atacar a los liberales. En
la totalidad de los casos, me examinaban con sumo inte-
rés, pero no se metían conmigo; sólo algunos jóvenes que
cabalgaban en compañía de dos frailes gordos me grita-
ron algunos cumplidos referentes a mi enseñanza en la
Universidad.

530
El Dorado

Por fin, hacia las cuatro de la tarde, encontré en Fresno


a mi estudiante Arango, recogido en la casita de unos an-
tioqueños. Se hallaba tendido en un largo y ancho banco.
Habían transcurrido ya cinco días desde que fuera herido
y todavía continuaba sin hacerse nada por su curación. La
pierna derecha, donde tenía la herida, estaba terriblemente
inflamada y de un color azul grisáceo. Yendo en cabeza
de su compañía en el ataque a una altura situada sobre el
pueblo y ocupada por una guerrilla conservadora, le en-
tró una bala por la parte superior del muslo y dio con él
en tierra. Al siguiente día llegaron médicos de las tropas
del gobierno; uno de ellos le hizo un reconocimiento y
declaró que se trataba de una fractura sin gravedad, pero
no le extrajo el proyectil, sino que se limitó a abrir un ca-
nal para la limpieza de la herida.
Cuarenta y un días permanecí en aquel pueblecito cui-
dando al muchacho. Eran tiempos difíciles y me acuerdo
con gratitud de las cariñosas gentes de Fresno, que, aunque
pobres y azotadas por la guerra, hicieron mucho bien al
herido. Los adversarios políticos del muchacho, varios de
los cuales le visitaban, comportábanse con extraordinario
tacto, nos apoyaban en todo lo que podían, con dinero, y
demás auxilios, por lo que me inspiraban una gran estima.
Cuando se vio que los dolores del herido eran cada vez
más torturantes se le quitó el vendaje, al cabo de treinta y
un días de espera y entonces pudo apreciarse que no ha-
bía traza de curación. Siguieron días de angustia, en los
que la muerte parecía estar segura de su presa. El mucha-
cho era sereno y resignado, pero se apenaba por su madre.

531
Ernst Röthlisberger

Por fin, cuando las cosas estuvieron más seguras, llegó de


Bogotá un buen médico enviado por la familia y después
de ponerle un vendaje de urgencia, dispuso el traslado del
herido a la capital.
La triste caravana se puso, pues, en marcha. Nueve
hombres debían hacer la dificultosa ruta llevando la camilla
del doliente viajero. Cabalgábamos lentamente al lado de
él o a continuación. Así llegamos a la ciudad de Mariquita
—547 metros sobre el nivel del mar; temperatura media
27 ºC—. Fundada en 1550, Mariquita fue pronto famosa
por sus grandes edificios, sus bellos conventos y hospitales
y por su casa de la moneda. Pero desde 1761, fecha en que
se dejaron de explotar las minas de oro que había en las
cercanías, la ciudad decayó rápidamente.
La casa en [la] que el año 1597 murió leproso Jiménez
de Quesada es una triste ruina, al igual que tantas otras
mansiones que fueron magníficas. Todo daba la impre-
sión de la destrucción y el abandono. Por los llamados
«llanos», o estepas, de Mariquita, seguimos a lo largo
de río Gualí hacia Honda. Por miedo a la fiebre amarrilla
cruzamos la ciudad a toda prisa, con nuestro herido, entre
las nueve y las diez de la mañana; pasamos el Magdalena
en un gran champán o lancha, y nos encontramos ya en
el camino de Bodegas a Bogotá, seguido por mí cuando
llegué a Colombia. La marcha desde Fresno hasta Bogotá
nos llevó nueve días enteros, mucho si se tiene en cuenta
que uno de los hermanos Arango había hecho el mismo
recorrido en dos días y dos noches, si bien utilizando una
mula excepcionalmente ligera.

532
El Dorado

Por fin, el primero de abril de 1885, después de una


ausencia de casi cuatro meses, pisé ya de noche las calles
de Bogotá para anunciar en la casa de Arango la llegada,
al día siguiente, de la triste comitiva. La guardia que ha-
bía a la entrada de la ciudad me dejó pasar sin obstáculos.
Todo parecía desolado y muerto. Nada más que patrullas
y «tímido paso de esclavo». Después de cincuenta días
dormí por primera vez en una cama.
Mi amigo fue operado varias veces y se salvó por fin
al cabo de muchísimo tiempo.
Los acontecimientos se sucedieron con bastante ra-
pidez, pero, para nuestra mentalidad, con una lentitud
desesperante. Durante nueve meses enteros estuvimos
privados de toda comunicación con el mundo exterior y
no nos llegaba carta alguna de Europa. Calcúlese lo que
esto representa.
En modo alguno se nos molestó en Bogotá a los ex-
tranjeros durante la revolución. De noche nos paraban de
cuando en cuando, pero siempre se nos dejaba en libertad,
en tanto que los bogotanos a quienes las patrullas encon-
traban en la calle después de las ocho de la noche sin que
pudieran aducir ningún motivo suficientemente fundado
eran encarcelados sin más diligencia. Alguna noche se veía
subir por el cielo algún cohete que partía de cualquier es-
condida casita de las afueras. Esta señal tenía por fin avisar
a los correligionarios del bando antigubernamental la lle-
gada de alguna noticia favorable a ellos, noticia que luego
se divulgaba verbalmente o en escritos a mano, y a veces in-
cluso por medio de su imprenta clandestina. Mas cuando el

533
Ernst Röthlisberger

gobierno se apuntaba algún triunfo se lanzaban cientos de


cohetes; si los acontecimientos eran de importancia mayor,
se llegaban a poner cañones en la plaza, hasta en las altas ho-
ras de la noche y sus estampidos gritaban el vae victis292 al
adversario. Vibraban las charangas, resonaban las bandas de
música, estallaban petardos, se vociferaban mueras y vivas,
la plaza se llenaba de gentes curiosas, regocijadas o tristes.
Era una bulla infernal y un bullir del mismo infierno, pues
la sangrienta victoria que se celebraba tan ferozmente y de
modo tan ajeno al corazón de las madres era una victoria
sobre hermanos.

Lugar de Honda

292
¡Ay de los vencidos! (no habrá piedad).

534
El Dorado

Una detenida descripción de las operaciones mili-


tares de aquella guerra civil sería muy instructiva para la
persona familiarizada con la situación y circunstancias
locales; nosotros hemos de ser breves. En general, hízose
más en largos avances que en audaces hechos de armas,
pues del aturdimiento y confusión de los jefes liberales
se dieron en realidad muy pocas batallas de grandes pro-
porciones. Era tan malo el armamento, se desperdiciaba
tanto la munición, la seguridad de tiro resultaba tan es-
casa, tan deficiente la artillería que, afortunadamente, las
bajas no estuvieron en relación con el valor personal y la
frialdad de temple demostrados también en esta ocasión.
Los vencidos fueron tratados relativamente bien por los
vencedores. Las proclamas eran en extremo rimbombantes
y se llegó a exageraciones enormes: «La Providencia está
indignada con los perturbadores de la paz», decían los
radicales. «El Partido Liberal, noblemente apoyado por
el Conservador y llevado a la desesperación por el desor-
den y la corrupción moral, se hace cargo de la defensa de
la legalidad contra la perversión del radicalismo…». Así
se exclamaba por boca del partido gubernamental, que
identificaba a los radicales con la intolerancia, el egoísmo,
el engaño y la explotación de la República.
El curso de los acontecimientos fue como sigue: las
tropas del gobierno se apoderaron, casi sin lucha, del es-
tado de Antioquia, al cual se impuso una contribución
de un millón de dólares, cobrada con rigor sin preceden-
tes. Entre tanto, fue también atacado el Ejército invasor
de los antioqueños —formado por tres mil ochocientos

535
Ernst Röthlisberger

hombres—. El ataque lo efectuó el 23 de febrero el gene-


ral Payán293, presidente del Cauca, al mando de dos mil
doscientos soldados, agotados y hambrientos, en el lugar
de Santa Bárbara, más arriba de Cartago. Después de un
combate de ocho horas, los antioqueños fueron puestos
en terrible fuga. Más de seiscientos muertos quedaron en
el campo de la refriega; hubo trescientos heridos y dos-
cientos noventa prisioneros. El 24 de febrero se firmó la
Capitulación de Manizales. A los soldados del bando ra-
dical se les incorporó a las filas del Ejército del gobierno o
se les dejó en libertad; los oficiales que pudieron conser-
var sus sables fueron enviados a Bogotá. Cuando esta no-
ticia llegó al norte, donde hasta entonces se había evitado
la batalla, los rebeldes de allí embarcaron sus tropas en el
Magdalena para tratar de decidir la situación en la costa.
El general Gaitán294, radical, había estado sitiando inútil-
mente durante setenta días, por tierra y mar, a la ciudad de
Cartagena; pero el 8 de mayo fue rechazado en un asalto
nocturno, con la pérdida de más de trescientos [hombres]
muertos y heridos. Mil quinientos hombres del Ejército
sitiador pudieron salvarse en cinco barcos, que los condu-
jeron a Barranquilla. Las tropas del gobierno marcharon
entonces hacia la costa desde diversos puntos. Un cuerpo

293
Eliseo Payán Hurtado, mencionado.
294
Ricardo Gaitán Obeso (1850-1886), combatiente liberal natural
de Ambalema que había sido promovido al cargo de general en
1878, a sus 28 años de edad, por su destacada participación en la
batalla de La Garrapata en su provincia natal del Tolima.

536
El Dorado

de ejército se hizo a la mar en Buenaventura, en malos


barcos y llegó hasta Panamá, pero, desgraciadamente, no
pudo impedir la quema de Colón, incendiado por los re-
volucionarios, negros en su mayoría. A fines de mayo fue-
ron llevadas esas tropas a la ya liberada plaza de Cartagena.

General Gaitán

Aparte de esto, a finales de marzo partieron de An-


tioquia tres mil hombres que, a través de las selvas y saba-
nas de Ayapel y Chinú, y después de un mes de heroica
lucha con los animales salvajes y el mal clima, penetraron
en las llanuras del valle del Magdalena; allí, parte de ellos
se unieron a las tropas de Cartagena y parte entraron en

537
Ernst Röthlisberger

posición en la línea del río citado. Los radicales se retira-


ron a los vapores. Casi un mes estuvieron inactivos los ad-
versarios en Calamar, unos frente a otros, sucumbiendo
mucho a las fiebres. Otros dos mil hombres, en seis vapo-
res, pretendieron abrirse paso hacia Santander, punto de
partida de la revolución. El embarque lo lograron por la
fuerza en Tamalameque —17 de junio—, pero perdieron
allí a seis de sus mejores jefes, así como la parte principal
de la munición y las armas, a causa de la explosión de un
barco. Barranquilla fue tomada nuevamente el 23 de julio
por las tropas del gobierno. Al surgir la discordia entre los
caudillos de la revolución y después de darse diarias esca-
ramuzas con las tropas del gobierno que se hicieron fuer-
tes en Calamar y luego también de querer concertar la paz
con ellas, el movimiento todo comenzó a desmoronarse. La
terminación no se señaló por ningún hecho de armas. El
7 de agosto entregó su espada el general Camargo295, que
antes había emprendido una admirable expedición, en la
cual, acompañado de su ayudante, siguió aguas abajo en
una canoa el curso del Meta y luego el del Orinoco hasta
llegar al mar, para después de unos tres meses de azares y
penalidades, unirse a los revolucionarios de Barranquilla.
El general Gaitán llevó sus tropas por tierra a lo largo del
río, trató de refugiarse en Venezuela y fue apresado y con-
denado en Bogotá por un tribunal de guerra a diez años
de reclusión en una fortaleza de Cartagena. En Panamá,

295
Sergio Camargo Pinzón, abogado, político y militar boyacense,
presidente del Estado por tres meses en 1877, mencionado.

538
El Dorado

a donde luego se le llevó, murió296 a consecuencia de unas


fiebres. El resto de los revolucionarios se entregó en El Sa-
lado el día 26 de agosto.
El primero de septiembre había quedado definitiva-
mente libre el curso del Magdalena. A mediados del mismo
mes las fuerzas unidas del gobierno entraron a Bogotá,
donde se les hizo un espléndido recibimiento. La alianza
independiente-conservadora había triunfado. Núñez era
dueño de la situación y desde el balcón de Palacio gritó al
pueblo allí congregado estas palabras memorables: «¡La
Constitución de 1863 ha dejado de existir!».
Y ahora, el resultado último de la revolución: absoluta
destrucción del Partido Liberal, que tan insensatamente se
lanzó a la guerra, echando sobre sí tamaña responsabilidad;
ruina por todas partes, las prisiones llenas de liberales, de-
portaciones a islas del Pacífico —Gorgona—, los destie-
rros a la orden del día297. Miles de personas sucumbieron,

296
El 13 de abril de 1886.
297
La familia Ancízar, de liberales emblemáticos de aquellos días, se
había exiliado a Manchester y París en 1884, dos años después de la
muerte de Manuel Ancízar Basterra, gracias a sus vínculos familia-
res con la familia Samper que ya había establecido casas comercia-
les en Europa. Entre ellos iba Inés Ancízar Samper (1860-1897),
autora de un diario de viaje inédito, quien se convertiría a finales
de los años 80 en la esposa del profesor Röthlisberger y dejaría en
Suiza tres hijos: Manuel, Walter y Blanca Röthlisberger Ancízar
(véase: Gómez Gutiérrez, Alberto, 2011, «El pasajero de un diario
(Apuntes para una relación del viaje de José Asunción Silva a París
entre 1884 y 1885)», Revista Casa de Poesía Silva 25, 102-125).

539
Ernst Röthlisberger

cientos arrastraron durante meses su maltrecha humani-


dad y quedaron convertidas en verdaderos espectros. Casi
todos los bancos se hallaban cerrados, el crédito estaba en
baja, el dinero se prestaba hasta al 3 por ciento de interés
mensual. Para cubrir las necesidades de mayor apremio,
el gobierno se vio obligado a acuñar una mala moneda de
plata de 500/1.000, que perturbó el mercado monetario;
el tráfico sufrió más todavía por haberse puesto en circu-
lación papel moneda, muy devaluado y utilizado además
abusivamente para fines de especulación. En el transcurso
de los años y con el consentimiento de las autoridades, se
pusieron en circulación, por lo menos, 31 millones de dó-
lares en esa clase de billetes; ello se efectuó mediante las
llamadas «emisiones clandestinas» y por la difusión de
grandes sumas de falso papel moneda. Hubieron de crearse
nuevos ingresos y al comercio le tocó sufrirlos. Las tarifas
aduaneras se volvieron draconianas, de modo que, según
nos consta, la población pobre apenas si podía adquirir las
más necesarias prendas de vestir, acaso una camisa por año,
pues los salarios no crecían proporcionalmente a la desva-
lorización del dinero. Después de afirmar que el nuevo sis-
tema de gobierno iba a determinar un gran abaratamiento
de la vida, la decepción fue muy dura.
La revolución tuvo todavía otras consecuencias, pues
hizo vacilar los sentimientos de fidelidad y fe. Se come-
tían crímenes antes no conocidos, como el asesinato por
móviles de lucro, la falsificación de moneda, el hurto en
gran cuantía, aparte del ilegal y escandaloso enriqueci-
miento de los políticos de profesión, a los que la justicia

540
El Dorado

no puede hacer responsables. Como los fondos existentes


hubo que aplicarlos a los gastos del Ejército, resultó que
el presupuesto para la enseñanza pública se redujo el año
de 1886 a sólo algo más de 5.000 dólares. Se hizo regre-
sar a los jesuitas y se les entregó el Colegio de San Barto-
lomé; la vieja Universidad cayó en ruinas, para, sólo más
tarde, resurgir sobre base distinta y con diferente espíritu.
Otros colegios fueron también renovados con un sentido
clerical. Diversos conventos fueron edificados o vinieron
a habitar comunidades los que estaban destinados a otros
fines; llegaron igualmente al país comunidades nuevas; el
patrimonio de la Iglesia creció mediante «voluntarias do-
naciones». La libertad de prensa, más que sujeta a restric-
ciones, fue abolida, y las publicaciones quedaron a merced
del superior arbitrio.
El solemne tedeum que en la Catedral de Bogotá se
cantó a fines de 1885 en honor de la victoria [sic] del bando
gubernamental, y en el cual Rafael Núñez se hincó de rodi-
llas, tuvo una peculiar significación en virtud de todas las
circunstancias dichas. El presidente convocó en noviembre
de 1885 una especie de asamblea de delegados, que inte-
graban dieciocho adictos suyos —dos por cada estado—
para deliberar previamente sobre la nueva Constitución.
Era la séptima Carta Fundamental desde la declaración
de la independencia. El carro del estado experimentó un
viraje. Se fue a caer en el extremo opuesto. En vez de res-
tringir beneficiosamente las facultades del estado que exis-
tía y en lugar de introducir una dirección central fuerte,
pero no omnipotente, se promulgó una Constitución por

541
Ernst Röthlisberger

entero unitaria —el ideal de los ultramontanos—, se de-


gradó a los estados a la categoría de departamentos y se
los entregó a la administración de gobernadores nombra-
dos en forma directa por el presidente. El Senado y la Cá-
mara de Diputados continuaron existiendo; el Senado,
constituido en virtud de elecciones en segundo grado, lo
forman veintisiete miembros —tres por cada uno de los
nueve departamentos—; la Cámara consta de sesenta y
ocho representantes designados por cuatro años mediante
sufragio directo —uno por cada 50.000 habitantes—. El
Congreso, reglamentariamente, sólo puede reunirse cada
dos años. Los ministros son libremente nombrados y sus-
tituidos por el presidente; este nombra también los jueces
de la Corte Suprema de Justicia y de los juzgados distrita-
les. La duración del mandato presidencial se prolongó a
seis años y como la nueva Constitución entró en vigor el
5 de agosto de 1886, el 7 de agosto del mismo año fue re-
elegido presidente Rafael Núñez. Al cabo de los seis años
(1892), fue renovado su periodo presidencial y comenzó,
pues, su cuarta presidencia; pero murió el 17 de septiem-
bre de 1894 en la ciudad de Cartagena, a donde se había
retirado como «presidente titular» con una elevada pen-
sión; los negocios de gobierno se los había encargado a dos
representantes del partido clerical, los vicepresidentes Hol-
guín y Caro298, pero hasta la muerte retuvo en su experta
y hábil mano la rectoría espiritual del país.

298
Carlos Holguín Mallarino, citado, y Miguel Antonio Caro Tobar
(1843-1909), hijo del también conservador José Eusebio Caro

542
El Dorado

¿Cuánto tiempo durará la obra de Núñez? Desde en-


tonces dos desafortunadas e imprudentes revoluciones, las
de los años 1893 y 1895, fueron promovidas de parte radi-
cal y ambas resultaron sofocadas rápidamente y sin gloria
para los rebeldes. El cuerpo nacional, a causa de esas re-
petidas sangrías, ha venido a quedar tan anémico, que la
servidumbre se acepta entre las masas con abúlica indife-
rencia —aguantando—. Se soporta, se calla de continuo,
para de repente volver a vociferar. Más característica es la
resistencia que los principios de gobierno de Núñez han
encontrado entre los conservadores, buenos católicos y
partidarios también de una justa medida de libertad y, en
especial, de una administración honesta.
Deformadas por el favor o el odio de los partidos, las
figuras de los gobernantes resultan imposibles de delinear
con exactitud. Miguel Samper, varias veces ministro, hom-
bre prestigioso y extraordinariamente mesurado y sereno,
no puede por menos de juzgar así la situación de su obra
Libertad y orden299: «En el aspecto político, la forma de
gobierno es republicana, pero en el fondo consiste en la

Ibáñez, citado. Miguel Antonio Caro —filólogo y latinista epó-


nimo del Instituto Caro y Cuervo en su honor y en honor de Ru-
fino José Cuervo Urisarri, mencionado—, fue elegido presidente
de la República de Colombia para suceder a Rafael Núñez en el
periodo de 1892 a 1898.
299
Para el contexto de esta frase, véase: Samper Agudelo, Miguel,
1925, «Libertad y orden 1896», en: Samper Brush, José María y
Samper Sordo, Luis (eds.), Escritos político-económicos de Miguel
Samper, Bogotá: Cromos, págs. 291-400.

543
Ernst Röthlisberger

reunión del poder en las manos de un estadista, que se


convierte en una especie de sumo sacerdote».

544
§§ xii
Regreso a la patria
Cese en el profesorado y despedida /
Percepción de conjunto sobre Colombia
y su porvenir / Por el Magdalena abajo /
El istmo de Panamá / Colón, incendiada y
reconstruida / El ferrocarril a través del
istmo / Viaje por las obras del canal / La
ciudad de Panamá / La Sociedad Francesa
del Canal y su quiebra / Viaje a Nueva York /
Regreso a la patria

La guerra civil, de la que fui testigo presencial, ejer-


ció por largo tiempo sobre mí una impresión desalenta-
dora, casi paralizante. No es que hubiera tomado a pecho
las considerables pérdidas materiales ocasionadas por la
voluntaria rescisión de mi contrato de empleo; más im-
portante era para mí la disensión surgida con el nuevo
Ministerio de Instrucción, provisto con criterio ultramon-
tano y bajo el cual yo no podía ni quería seguir ejerciendo
la docencia. La separación fue pacífica, de modo que las
relaciones continuaron siendo de lo más corteses y se me
despidió con brillantes certificados de mi actividad300. La

300
Años después de la partida de Röthlisberger, la Universidad Na-
cional de Colombia lo nombraría «Profesor Honorario» con el

545
Ernst Röthlisberger

perspectiva del regreso a la patria me resultó luego muy


agradable, pues sentía ya nostalgia y desde antes me ha-
llaba decidido a permanecer en Colombia sólo dos años
más, hasta terminar diversos trabajos que para la Univer-
sidad estaba escribiendo. Había tomado esa decisión a
pesar de que el ministro liberal de Instrucción, Borrero,
me anticipó en 1885 la oferta de renovar mi contrato por
otros cuatro años. Pero lo que sí me afectó fue el cambio
profundo en la actitud toda de la Universidad, el destino
de los estudiantes, la repentina pérdida de un círculo de
actividades lleno de responsabilidad y expuesto a muchos
y duros ataques —si bien no de puro carácter personal, y
tanto más honroso por ello—.
No obstante, a fines de diciembre de 1885 dejé sin
amargura o resquemor el país al que con entusiasmo ha-
bía dedicado mis energías. ¿No llevaba Suiza casi seiscien-
tos años de autonomía nacional, en tanto que Colombia,
sólo sesenta años después de su separación de España, se
disponía a una vida nacional propia en medio de muchas
más difíciles circunstancias etnográficas y culturales? Pese
a todos los signos contrarios, pese a las guerras civiles, pro-
nunciamientos, dictaduras y situaciones de anarquía, la
obra del Libertador me parecía algo de carácter duradero;

Decreto n.º 940 del gobierno nacional, firmado por el presidente


Carlos Eugenio Restrepo (1867-1937) y por su ministro del In-
terior, José María González Valencia (1860-1934), con fecha 13
de octubre de 1911.

546
El Dorado

a su quejoso interrogante de si no habría estado arando en


el mar, respondo yo en forma negativa.
Las repúblicas suramericanas, cuya primera historia
es tan triste y cuya existencia se encuentra tan llena de an-
gustiosos afanes, entrarán en un más tranquilo estado de
desarrollo. El incremento de la población, la más adecuada
mezcla de las tres razas, la construcción de caminos y vías
férreas, la educación de las masas populares, la razonable di-
visión del trabajo, la creación de un espíritu de empresa que
no lo aguarde todo «de la Providencia y del Gobierno»,
determinarán poco a poco estados de vida más soporta-
bles, tanto más si se considera que el amor a la libertad ha
echado ya potentes raíces y que no son raros los ejemplos
de virtud cívica. Notablemente adaptable a las circunstan-
cias aparece el comercio, que en general se caracteriza por
su sana contextura; apenas ha terminado una guerra civil,
y cuando los extranjeros nos hallamos todavía conmocio-
nados por ella, se ponen en seguida en nueva actividad el
comercio y el tráfico y, a no ser por la dichosa política, al-
canzarían muy pronto un estado de florecimiento. También
las fuerzas propiamente productivas del país despliegan una
redoblada vivacidad. Así —un punto de luz en el cuadro
de conjunto— la creación de nuevas plantaciones de café
y cacao, como la explotación de las minas de oro y plata,
han hecho innegables progresos después de la última gran
revolución. Contratiempos son sólo de temer en el caso de
que se quiera proceder con demasiada rapidez o con exce-
sivas pretensiones. En ningún lugar como en Suramérica,
lo mejor es enemigo de lo bueno.

547
Ernst Röthlisberger

En el Magdalena

548
El Dorado

En los estados en que no se pueden hacer valer privi-


legios de sangre, donde la naturaleza los excluye, sólo una
forma de gobierno es posible a la larga, la forma democrá-
tica; pero esta es más difícil de manejar que ninguna otra.
En Colombia, las instituciones democráticas siguen estando
sólo en el papel. Las más perfectas constituciones quedan
sin efecto a causa de las malas leyes; la opinión pública no
es todavía un poder. Pero las dictaduras empiezan a ser ya
menos frecuentes. También la mejora de la situación de las
clases inferiores es más fácil de llevar a cabo que en otros
lugares. Pese a que el desarrollo se produce con intermiten-
cias, pasando, al parecer, repentinamente de lo oscuro a lo
claro, yo no he perdido la fe en el futuro de estos países. Es
más, en el cíclico caminar de la historia, podrían venir otra
vez tiempos en los que la hermandad espiritual de estas re-
públicas, a menudo desestimadas, pero nobles y capaces de
sacrificio, esté llamada a prestar valiosos servicios a Suiza.
Colombia es todavía joven, sin experiencia. Colombia se
encuentra en camino; pero el pueblo en conjunto, el que
luchó por su independencia y la conquistó, es un pueblo
caballeroso, noble y hospitalario. En lugar de la divisa «Li-
bertad y Orden» que figura en el escudo nacional, y que
hoy por hoy no es todavía norma vigente de su vida, Co-
lombia debería poner estas palabras: «¡Caminos y Escue-
las!». Y eso aseguraría su porvenir.
El viaje de regreso lo hice por Honda, Barranquilla,
Colón y Nueva York. En Honda tomé el pequeño tren que
lleva hasta el puerto de Caracolí, situado más abajo de los
saltos, desde donde zarpaba un vaporcito, el Stephenson

549
Ernst Röthlisberger

Clarke, apodado «Quiquiriquí» por su estridente pitada.


Uno de mis estudiantes me había acompañado hasta allí.
En cuatro días hicimos el recorrido por el Magdalena abajo.
Las dos primeras noches el vapor hizo alto a causa de los
bancos de arena y de los troncos que bajan arrastrados por
la corriente, y después el viaje continuó sin interrupción,
día y noche; el dormir sobre cubierta, con la brisa reinante
y sin mosquitos, era muy reconfortante. El grupo de pasa-
jeros era, si cabe, más abigarrado y heterogéneo que en mi
primer viaje por el río. A medida que avanzábamos, nos
iban mostrando los distintos lugares donde los revolucio-
narios se habían aprestado a su última desesperada lucha,
así como las tumbas de los caídos. Esta travesía, por lo de-
más, fue para mí muy grata en contraste con el viaje aguas
arriba, pues ahora pude contemplar de nuevo las excelsas
bellezas de la naturaleza virgen del Magdalena.
En Barranquilla fui acogido cordialísimamente la no-
che de año viejo en casa de mi compatriota Meyerhans301,
y allí pasé, hasta la partida del vapor para Colón, algunos
días dedicados especialmente al plácido y confiado reposo,
doblemente estimable después de tantas borrascas. En el
mismo tren en que fui desde Barranquilla hasta la costa
viajaban varios revolucionarios, escoltados por oficiales
del Ejército, que iban a salir del país para dirigirse al exi-
lio. Después de una travesía marítima de veintitrés horas a

301
(N) Meyerhans, es referido por varias crónicas como propietario
del Hotel Suizo de Barranquilla (véase: Gómez Gutiérrez, 2011,
Ibidem, págs. 71-72, 94 y pág. 241).

550
El Dorado

bordo de un magnífico vapor de la Royal Mail, llegamos


a Colón el 12 de enero de 1886, y el vapor atracó en uno
de los enormes muelles en la misma ciudad.
Colón, fundada el año 1851, e insistentemente llamada
Aspinwall302 por los norteamericanos, del nombre de un
rico accionista del ferrocarril del istmo, se encuentra en la
bahía de Limón, en el ángulo noroeste de la isla Manzani-
llo, formada por un banco de corales. La primera impre-
sión que tuve al desembarcar en este estupendo puerto,
entonces muy movido de tráfico, fue realmente buena, y
esta se confirmó con el estricto control que de los cargado-
res se hacía. Otro era el aspecto que ofrecía la vecina parte
colombiana de la ciudad, que nueve meses antes, el 31 de
marzo de 1885, había sido incendiada durante la guerra
civil. Las tropas del gobierno, bajo el mando de Ulloa y
Brun303, atacaron en esa fecha la pequeña ciudad defendida
por los revolucionarios, negros en su mayoría, comandados
por Prestán304. Este puso frente a las balas de los atacantes
al cónsul norteamericano y a los oficiales de igual nacio-
nalidad de los barcos, a quienes había hecho apresar por

302
Se refiere al comerciante y promotor William Henry Aspinwall
(1807-1875), uno de los fundadores del Metropolitan Museum
of Modern Art en Nueva York en 1870.
303
Se refiere al coronel Ramón Ulloa y al comandante Santiago Brun.
304
Pedro Prestán García (1852-1885), liberal cartagenero, hijo de un
inmigrante inglés y promotor de la revuelta e incendio de Colón,
por lo cual fue sentenciado y ejecutado el 18 de agosto de 1885,
cinco meses antes de la llegada de Röthlisberger a esta ciudad.

551
Ernst Röthlisberger

negarse a descargar el armamento enviado desde Nueva


York. Las tropas del gobierno cercaron por ello la ciudad.
Esta fue incendiada entonces por los revolucionarios, ori-
ginándose un saqueo general en el que intervino toda la
chusma internacional que se encontraba en Colón, cosa
que atestiguaban bien claramente las muchas cajas de cau-
dales forzadas que por allí se veían. Sólo cuando la ciudad
estaba ya ardiendo, desembarcaron tropas de los buques de
guerra norteamericanos, ingleses y franceses. Esas tropas
fusilaban sin más a los delincuentes que sorprendían de-
dicados al robo. Seguidamente, ocuparon los norteameri-
canos toda la línea férrea a Panamá y no se retiraron hasta
la llegada de las tropas auxiliares del gobierno llegadas del
Cauca a Panamá el primero de mayo. Antes, los nortea-
mericanos rindieron homenaje a la enseña de Colombia.
Durante ese primer mes después del incendio, se en-
señoreó de Colón la más espantosa miseria, de tal modo
que las gentes que se quedaron sin techo hubieron de ser
acogidas en los barcos, donde se abasteció de víveres in-
cluso a las tropas colombianas. Mas en la reconstrucción
de la ciudad se procedió con rapidez norteamericana; un
comerciante que conocí había telegrafiado a los Estados
Unidos, todavía durante el incendio, y antes de que que-
dara reducida a ceniza la oficina de telégrafos, para encar-
gar el inmediato envío de madera; otro, aún más astuto,
pidió telegráficamente grandes cantidades de clavos de hie-
rro. Ambos hicieron un negocio que recompensó esplén-
didamente su ocurrencia. La parte quemada de la ciudad
se reconstruyó, pues, a toda prisa y de modo provisional,

552
El Dorado

con sus almacenes y hoteles, para lo cual en los primiti-


vos emplazamientos de las casas —hasta el punto en que
estos se podían reconocer— alzaron los propietarios más
pudientes barracas de madera sostenidas sobre postes, for-
mando calles discontinuas.
Colón es mezcla de civilización y barbarie, de limpieza
y suciedad, de laboriosidad y holgazanería, y las pasiones
alcanzan suma exaltación; hay enorme cantidad de garitos
de juegos de azar y para la venta de bebidas espirituosas.
Por la noche hay una bulla feroz; resuenan detestables y
chillonas músicas de baile; en los numerosos charcos croan
las ranas, y se escucha sin cesar el canto de los grillos.
Una vez en Colón, quise conocer más de cerca toda
la anchura del istmo, atravesarlo y visitar tanto el ferroca-
rril como los trabajos del canal. Así que un día me dije:
¡A Panamá!
¡Qué fácilmente se desliza hoy el tráfico en compa-
ración con otros tiempos! Antaño era necesario meterse
hasta Cruces por el río Chagres, lo que se hacía en angostas
canoas, y luego, por horribles caminos a través de tristes
comarcas pantanosas se continuaba en mula hasta Panamá.
El año 1848 fueron descubiertas por nuestro compatriota
Sutter305 las minas de oro de California, y toda la caterva de

305
Johann Augustus Sutter (1803-1880), suizo alemán propietario de
un aserradero en la colonia Nueva Helvetia en California, precursora
de la actual ciudad de Sacramento en ese estado norteamericano.
Un carpintero de su aserradero, James W. Marshall, halló pepitas
de oro en el río Columbia, en el que Sutter construía un molino, lo

553
Ernst Röthlisberger

gentes deseosas de aventuras y sedientas de oro comenzó a


afluir a aquel país; entre veinticinco y cuarenta mil hombres
cruzaban año por año el istmo. La inseguridad aumentó
de tal manera que el número de personas asesinadas por
criminales asaltantes se elevó entre 1848 y 1852 a dos o
tres mil. Además de esto, la fiebre amarrilla, el cólera y la
disentería hicieron terribles estragos. Tales circunstancias
sugirieron a algunos norteamericanos emprendedores la
idea de construir una línea férrea que cruzara el istmo, y
este se inauguró ya el año 1855. La obra costó un número
descomunal de víctimas, y no hubiera llegado a coronarse
nunca a no ser por haber traído obreros chinos para la eje-
cución de los trabajos. Hoy día se dice que debajo de cada
traviesa del ferrocarril está enterrando un chino.
Con otro compatriota, Baur306, que me recibió muy
bien, tomamos en Colón el tren de viajeros, cosa que hi-
cimos en plena calle, pues no había estación alguna, y nos
acomodamos en uno de los bien ventilados vagones. El tren
atravesó el istmo en tres o cuatro horas. No despachaban
billetes de ninguna clase. El empleado iba, con su cartera
de cuero colgada, cobrando a los viajeros de uno en uno; el
precio lo fijaba a su arbitrio en cada caso. Como nosotros

cual desencadenó la fiebre del oro referida por Röthlisberger (véase:


The Virtual Museum of the City of San Francisco, Johann Augustus
Sutter 1803-1880. Recuperado de: http://www.sf-museum.org/
bio/sutter.html).
306
No hemos encontrado información adicional relativa a este com-
patriota de Röthlisberger establecido en Panamá.

554
El Dorado

nos apeamos en el trayecto, se nos consideró como habi-


tantes del istmo, y por ello pagamos una tarifa relativa-
mente baja. Del dinero recaudado, una parte desaparece
en la cartera de cuero, otra parte en el bolsillo del pantalón
del cobrador. Al expresar yo mi asombro sobre semejante
sistema de pago se me explicó que la empresa, después de
larga consideración, lo había estimado como el mejor mé-
todo; sabía bien que los empleados se enriquecían de ese
modo, pero si fuera a poner una taquilla en cada estación,
tendría que pagar también más empleados, y se robaría
aún más dinero. Esos cobradores son tipos sin escrúpu-
los. Por aquellos días ocurrió que uno de ellos se enfrentó
a un pobre hombre que no quería pagar la cantidad exi-
gida y, tras breve discusión, le pegó sencillamente un tiro y
echó el cadáver debajo de un banco. Tal cosa, incluso en el
istmo, resultó un tanto fuerte y se detuvo al asesino; pero
el día de la vista de la causa encontraron vacío el calabozo.
A la salida de Colón y al marchar sobre el continente
propiamente dicho, vimos de lejos la desembocadura, unos
100 metros de ancho, del canal. Enormes excavadoras,
lanzando grandes nubes de humo, trabajan en aquel fácil
primer trecho, ya bastante adentrado en la tierra. Grandes
barcos, cargados con el material extraído, salían para va-
ciarlo en el mar. Pasamos por el Cerro del Mono, «Monkey
Hill», el cementerio de esta región, donde se hallan sepul-
tados miles de obreros del canal. Cruzamos por Mindi, con
sus colinas de notable interés geológico, y luego, en Gatún,
encontramos al espíritu maléfico del istmo, el río Chagres,
que, alimentado por veintiún afluentes y describiendo los

555
Ernst Röthlisberger

más enrevesados meandros, lleva al mar las enormes can-


tidades de agua de esta parte del istmo. En la estación llu-
viosa, pero en especial con los frecuentes aguaceros crece
hasta formar uno de los caudales de mayor ímpetu. En-
tonces había el gigantesco proyecto de cerrar mediante un
dique la salida del Chagres de la región montuosa, y luego,
por medio de desagües y canales laterales, dar suelta poco
a poco hacia el mar el agua allí estancada.

Bahía y murallas de Panamá

Veíamos por todas partes máquinas, locomotoras, ca-


rretones, rieles, traviesas, herramientas apiladas, numerosos
locomóviles y extractoras en funcionamiento. Se habían
tendido líneas férreas —ramales y trechos auxiliares— en
una extensión de red de 350 kilómetros de vía ancha y 200
kilómetros de vía estrecha. Hasta unos cien metros a ambos
lados del ferrocarril se había talado la selva. A lo largo de
toda la línea se veían muchas cabañas y plantaciones. Las
tropas de administración del ejército de obreros estaban

556
El Dorado

constituidas en su mayor parte por chinos. Los pueblos


de trabajadores, campamentos, se habían construido pre-
ferentemente en los sitios más altos y sanos. Así llegamos
a las tres alturas de San Pablo, a Mamei, a lugares con ex-
traños nombres como Gorgona, Matachín («Muerte del
chino») [sic] hasta la región del río Obispo, y después a
Emperador y al macizo rocoso junto a Culebra, que la vía
atraviesa en un boquete de 80 metros y donde se hallaba
previsto otro corte de 87 metros para el canal. Probable-
mente se había desmontado ya mucho en aquella altura.
Desde allí, pasando por Paraíso y Pedro Miguel, se des-
cendía a un hermoso valle, para llegar por fin a Panamá.
Panamá —temperatura media 27 ºC— contaba enton-
ces unas 25.000 almas y se hallaba en etapa de crecimiento.
Fue la primera ciudad del continente y la fundó en 1519
Pedro Arias Dávila307. Como en ella se suponían almace-
nados los tesoros traídos del Perú por los españoles, fue
frecuentemente atacada por piratas. El célebre Morgan308 la
redujo a cenizas el año 1671; trasladado su emplazamiento
al sitio que hoy ocupa, se la convirtió en una plaza fuerte de
singular potencia defensiva. La navegación por el estrecho

307
Pedro Arias (Pedrarias) Dávila (1468-1531), explorador español,
gobernador y capitán general de Castilla del Oro —actuales Pa-
namá y Costa Rica— y Nicaragua, entre 1528 y 1531.
308
Sir Henry Morgan (c. 1635-1688), pirata galés al servicio de la Co-
rona británica en el Caribe. Fue nombrado caballero por Carlos ii
de Inglaterra, y teniente gobernador de Jamaica en tres oportuni-
dades —entre 1674 y 1682—.

557
Ernst Röthlisberger

de Magallanes309 perturbó su prosperidad y sufrió pro-


funda decadencia hasta el descubrimiento de California.
Repetidas veces fue asolada nuevamente por incendios.
La vieja ciudad, con sus numerosas iglesias y conventos
y con sus angostas calles da, en efecto, una sensación de
ruina. Los restos de mayor importancia corresponden al
nunca concluido colegio de los jesuitas. Digna de men-
ción es la Plaza Mayor con la Catedral de estilo jesuítico;
sus dos torres son las más altas de Centro y Suramérica.
Hay que citar también el excelente hospital establecido
por los franceses; tiene quinientas camas, y en él cuarenta
hermanas prestan su abnegado auxilio a los muchos enfer-
mos de fiebres. Anotemos también las «Bóvedas» o casa-
matas, que se hallan bajo la enorme muralla continua de
varios metros de espesor, y por las que se puede hacer un
bello paseo matinal. Aquí cabe observar en forma óptima
el juego del flujo y reflujo. Durante este último, el mar se
retira a tres millas de distancia, con los que se producen
emanaciones peligrosas; luego vuelven a subir las aguas
en una altura de 6 metros, y las olas salpican contra los
muros. Por ello los vapores de altura no pueden llegar a la
ciudad, y el verdadero puerto, Perico, se halla a cuarenta
minutos de Panamá. El principal lugar de excursiones de

309
Fernando de Magallanes (1480-1521) navegante portugués, re-
conocido como el primer europeo en comandar, en 1520, el paso
por vía marítima del océano Atlántico al océano Pacífico por el
estrecho sur de Suramérica que hoy lleva su nombre.

558
El Dorado

los panameños es la preciosa isla Taboga, a 16 kilómetros,


donde entonces había también un sanatorio.
Estando en Panamá, me sorprendió una mañana, a
hora tempranísima, la visita del ingeniero suizo Beyeler310,
que acababa de salir de unas fiebres y había sido dado de
alta en el hospital. Por medio de él tuve ocasión de conocer
el verdadero estado de la obra francesa del canal; Beyeler
ha sido también el primero en presentar en publicaciones
técnicas exactos informes sobre dicha empresa, contribu-
yendo a aclarar entre nosotros esa cuestión.
Ya en Colón, y lleno yo de las más ilusionadas espe-
ranzas sobre el logro de aquella gigantesca obra, experi-
menté la primera decepción cuando diferentes empleados
del canal respondieron con indulgentes sonrisas o con mi-
radas irónicas a mis preguntas acerca de la fecha en que se
podría terminar la construcción.
¡Qué ingenuidad hablar de la próxima conclusión del
canal! El señor Beyeler, que regresaba a su puesto como
ingeniero de una división, diome a conocer la verdadera
realidad de los hechos, proporcionándome con ello un
gran chasco. En Europa la gente se dejaba halagar por las
más doradas ilusiones; el que daba una justa referencia
del verídico estado de aquella desatinada empresa, tenía

310
Se refiere al ingeniero suizo A. Beyeler, autor del artículo «Notas sobre
los trabajos del canal de Panamá [Die Wahrheit über den Panama-
Canal]», publicado en el número 7/8 del Schweizerische Bauzeitung,
justamente en el mes de agosto de 1886 (véase: eth Bibliothek. http://
retro.seals.ch/digbib/view?pid=sbz-002:1886:7:8::351).

559
Ernst Röthlisberger

que aguantarse incluso las groserías de los ofuscados ac-


cionistas o de aquellos que se habían limitado a leer los
informes de la propia sociedad. Entre nosotros se sabía
todo mucho mejor que entre los mismos testigos directos,
hasta que a la historia del corte del istmo vino a agregarse
finalmente una nueva página negra. Ya Carlos v había pro-
puesto esta obra. Leibniz311, Goethe312, Pitt313, Humboldt
y Bolívar314 habían alentado el mismo proyecto. Pero sólo

311
Gottfried W. Leibniz (1646-1716), filósofo y matemático alemán,
sugirió la construcción del canal de Suez, inspirando también la
idea del canal de Panamá, al monarca francés Louis xv.
312
Johann W. von Goethe (1749-1832) sugirió el paso entre el golfo
de México y el océano Pacífico a través de un canal en el istmo de
Panamá, probablemente inspirado por Alexander von Humboldt,
citado.
313
William Pitt (1759-1806), estadista británico, aparece como
destinatario más que como proponente de esta obra, en con-
versaciones con el precursor de la independencia americana,
Francisco Miranda, citado, quien le escribió una carta el 5 de
marzo de 1790 en la que decía así: «By discovering a passage thru’
the North West to the Pacific Ocean, we (England) might establish a
commerce with China, Japan &, all the South Sea Islands of immense
benefit to Britain, in case this passage is found, as it will give us a
more immediate passage & course to them than to any other nation in
Europe, except the Spaniards who might have a trade cross the Isthmus
of America […]» (véase: Miranda, Franciasco de, Aventurero de la
libertad. Recuperado de: http://www.franciscodemiranda.info/
es/documentos/propuestapitt.htm).
314
Sobre las propuestas de Alexander von Humboldt y Simón Bolívar re-
lativas a un canal transoceánico, véase: Gómez Gutiérrez, 2015, Ibidem.

560
El Dorado

cuando Lucien Napoléon-Bonaparte Wyse315 exploró el


istmo en los años 1876 a 1878 al frente de una expedición
científica, y luego de haber obtenido este, por Ley de 18
de marzo de 1878, un derecho preferencial de parte de
Colombia para emprender la obra en cuestión, se llegó a
dar el paso de crear la «Société Civile du Canal Intero-
céanique». Un congreso decidió en París el 15 de mayo de
1879 que, entre diferentes proyectos, el mejor sería el de
la construcción de un canal a nivel; fue entonces cuando
la citada sociedad, mediante pago de una suma de 10 mi-
llones de francos, entregó el 31 de marzo de 1881 a una
sociedad del canal legalmente constituida la concesión re-
cibida de Colombia. Sus gastos de fundación ascendieron
sólo a 25 millones de francos, a los que se agregaban dos
millones para el edificio de la administración en París. La
sociedad mandó entre tanto a América de 1.200 a 1.500
funcionarios, a los que se prometieron altas retribuciones,
y grandes indemnizaciones en favor de los familiares, para
caso de muerte. La sociedad adquirió 68.500 de las 70.000
acciones del ferrocarril del istmo. Mientras que esas accio-
nes valían poco antes no más que 80 dólares se compraron

315
Lucien Napoléon Bonaparte Wyse (1845-1909), ingeniero y oficial
de Marina francés, hijo de una sobrina del emperador Bonaparte.
Este viajero y empresario firmó un contrato con el presidente de
Colombia Aquileo Parra, citado, para la explotación del paso tran-
soceánico en Panamá. Este contrato se conoció como la Conce-
sión Wyse, y fue operado por Ferdinand de Lesseps, citado, hasta
la quiebra de la compañía francesa en 1888.

561
Ernst Röthlisberger

ahora a 250, lo que supuso una ganancia de 60 millones de


francos para los especuladores. Seguidamente se adquirie-
ron y almacenaron enormes cantidades de herramientas
y máquinas. Para proporcionar comodidades al personal
directivo se hicieron grandes despilfarros. El constante
cambio en la dirección y administración superiores con-
tribuyó también no poco al incremento de los costos y a
la lentitud de todas las actividades. Si ya las instalaciones
habían devorado ingentes sumas, más aún consumían los
trabajos propiamente dichos, en los cuales surgían a me-
nudo dificultades con los diversos contratistas; el descuido
de la administración era tan grande que, en un país aso-
lado por los temblores de tierra, ni siquiera se había prac-
ticado una medición exacta ni una correcta fijación del
trazado.
La amarga verdad fue que el año 1886, de 150 millo-
nes de metros cúbicos quedaban por extraer todavía 130
millones, en tanto que la sociedad se veía obligada a con-
seguir dinero en condiciones cada vez más gravosas. No
sirvió de nada la visita de Ferd[inand de] Lesseps, rea-
lizada con gran ostentación el 17 de febrero de 1886, si
bien el viejo señor hubo de galopar por el istmo y prender
fuego a una carga explosiva, espectáculo en el que se die-
ron la mano el bluff y la astucia, el inconsciente proceder
y el cálculo, de parte de los directivos realmente respon-
sables. Ya en noviembre de 1887, el proyecto se reducía a
la parcial ejecución del canal y al trazado de esclusas, cosa
que estaría a cargo de Eiffel, constructor de la torre de
su nombre. Finalmente se produjo la máxima desgracia

562
El Dorado

económica hasta ahora conocida que haya afectado, en


particular, a las clases pobres de Francia. La pérdida fue
de mil quinientos millones. El 9 de marzo de 1888, en vir-
tud de sentencia judicial, la sociedad fue declarada insol-
vente, originándose un epílogo jurídico que se alargó aún
durante años.
A fines de enero me embarqué en Colón en un vapor
norteamericano para llegar al cabo de ocho días a Nueva
York. Pasamos por delante de Jamaica, hicimos el bello
recorrido entre Cuba y Haití, y luego por el complicado
grupo de las Bahamas hacia la Watling’s Island, o la isla
de San Salvador, de tanto interés histórico por ser en ella
donde Colón miró por primera vez la anhelada tierra. La
temperatura fue al principio muy cálida; luego agrada-
ble, y sólo en la penúltima noche empezó a hacer frío. En
el maravilloso puerto de Nueva York apenas si pudimos
salir a cubierta; tan formidable frío nos recibió allí. Con
gozo volví a contemplar en la tarde del desembarco los
copos de nieve que descendían arremolinándose desde
el cielo.
Durante la época del equinoccio, y después de una
permanencia en los Estados Unidos, regresé a Europa en
un vapor de la Transatlantique. Nos acompañaron fuer-
tes tempestades. El 3 de abril de 1886, penetrando ya en
Suiza por la hermosísima e incomparable entrada del va-
lle del Travers, volví a ver por vez primera la mayestática
guirnalda de cumbres nevadas de los Alpes y la azul su-
perficie del lago de Neuchâtel. Un vaporcito se deslizaba
por él; llevaba izada la bandera suiza, que ondulaba alegre

563
Ernst Röthlisberger

y orgullosa en el viento de la mañana. ¡La cruz blanca en


campo rojo! Una indecible sensación se apoderó de mí;
con un movimiento espontáneo, descubrí mi cabeza y sa-
ludé a la Patria con silencioso respeto.

564
§§ Epílogo
Dorado es el río Magdalena cuando amanece en Cerro Burgos.
La filigrana de historias que se tejen en su orilla
es recuerdo infinito de un presente que no se detiene ahí,
donde el agua se convierte en camino.

§§ El Dorado: del influjo


de lo propio en lo ajeno
Recuerdo mi primera lectura de El Dorado como
un recorrido de cinco horas, sentada en un vapor sobre el
Río Grande de la Magdalena, descubriendo a Colombia
en sus orillas. Ernst Röthlisberger trascendía estos bordes,
y viajaba describiendo el presente que se desarrollaba más
allá de las riberas. Su libro, «surgido de la vida misma»,
no manifiesta ninguna pretensión historiográfica, aun-
que expresa una preocupación explícita por la correspon-
dencia con la realidad y por la legitimidad de sus relatos.
Lleva al lector por un país nuevo a sus ojos, con precisión
retórica, no sensacionalista, cimentada en su experiencia.
Röthlisberger y su obra se inscriben en las tendencias
discursivas del siglo xix, caracterizadas por la preocupa-
ción de definir al hombre y explicar la diversidad de las
culturas humanas con base en las diferencias somáticas. El
racismo, el spencerismo, el evolucionismo y el colonialismo,

565
Ernst Röthlisberger

entre otras formas hegemónicas, contribuían a cimentar


una ideología que estratificaba a la población y glorificaba
a la sociedad occidental o ilustrada como cima de un ne-
cesario progreso lineal. Por otro lado, enfoques como el
particularismo histórico, fuertemente atado al relativismo
cultural, tomaron fuerza y reclamaron el desarrollo de
las culturas como algo relativo a sus procesos históricos,
alejándose de la idea de la raza como determinante del
comportamiento del individuo, y del necesario vínculo
entre lo biológico y lo conductual en el ser humano. Es-
tos últimos se oponían explícitamente al evolucionismo
y lo juzgaban como el principal causante de la discrimina-
ción, debatiendo de manera reiterada el bagaje ideológico
de la Ilustración, conformada por nociones de progreso,
técnica y razón. Sin embargo, estos contrapunteos toma-
ron tiempo en verse reflejados en la práctica, y las ideolo-
gías de la Ilustración continuaron permeando las mentes
de la mayoría de los viajeros del siglo xix, influenciando
las posturas y las reflexiones de sus relatos.
Uno de los grandes referentes de los análisis socio-
culturales en la Ilustración fue la teoría de George-Louis
Leclerc, conde de Buffon (1707-1788), sobre la historia
de las variedades de la especie humana. Para el conde de
Buffon las particularidades del hombre se definían en los
diferentes climas y se expresaban fundamentalmente en
tres elementos: el color de la piel, la forma y el tamaño de
los individuos, y la manera de ser de cada pueblo. Según
estos planteamientos, la condición de las sociedades ame-
ricanas se debía a la naturaleza misma de su región que,

566
El Dorado

para el caso de los trópicos, era salvaje, inculta, cubierta


de bosques, donde los individuos no tenían ningún me-
dio para degenerar ni para perfeccionarse.
La obra de Ernst Röthlisberger se enmarca, consciente
o inconscientemente, en estas líneas teóricas e ideológicas.
Su recorrido por Colombia, que inicia en el puerto de Ba-
rranquilla y continúa con el ascenso por el río Magdalena
hacia la Sabana de Bogotá, significa una experiencia riquí-
sima en visiones y reflexiones que surgen del contacto con
un mundo nuevo para él y con los entramados de un escena-
rio cultural diverso y disperso. Su llegada a Suramérica sus-
cita una construcción dicotómica de nociones paradójicas
como civilización/primitivismo, orden/desorden, razón/
instinto, entre otras, influenciadas indudablemente por los
postulados progresistas de la Ilustración, y los ya menciona-
dos planteamientos del conde de Buffon. Pero este tipo de
contraposiciones en el relato de sus percepciones no se dio
únicamente por el enfrentamiento de los dos mundos. La
condición misma de Colombia, rotulada por Röthlisberger
como «un país de violentos contrastes»316, fue también
origen de analogías e interpretaciones inspiradas por las
abruptas variaciones y la diversidad de sus escenarios.
El viaje de este académico suizo por el territorio co-
lombiano se inició el 20 de diciembre de 1881, luego de
navegar a través del océano Atlántico visitando varias is-
las y bordeando las costas de Venezuela. Cabe anotar que
su carácter de viajero poco tuvo que ver con una afición

316
Véase el capítulo «Colombia y su capital».

567
Ernst Röthlisberger

de trotamundos, o de expedicionario científico. El terri-


torio colombiano no representó para Röthlisberger una
extensión por descubrir, es decir, un fin en sí mismo. Su
recorrido por el río Magdalena y sus travesías por las cor-
dilleras de los Andes significaron el medio necesario para
alcanzar su fin: la Sabana de Bogotá. Había sido designado
para hacerse cargo de las cátedras de Filosofía e Historia
en la Universidad Nacional en Bogotá y cumplir con la
«hermosa tarea de iluminar los espíritus y de orientar las
conciencias»317. No obstante, el suizo trascendió el come-
tido de sus labores y, como lo anotó Luis Eduardo Nieto
Caballero en su artículo de la revista El Gráfico de Bogotá,

no sólo conoció el doctor Röthlisberger a nuestros


hombres […]. Cuenta perfecta se dio de nuestras cos-
tumbres, con sus virtudes y vicios y sus modalidades,
según los climas y poblaciones. Viajó extensamente por
el país y conoció, por desgracia, los horrores de una de
nuestras guerras civiles318.

La primera impresión que tuvo Röthlisberger de su


futuro destino es relatada de manera elocuente y cargada
de incertidumbre:

En lontananza, por el lado izquierdo, se extiende una


llanura negra y pelada, que se nos señala como el delta

317
Nieto Caballero, Luis Eduardo, 1911, «Ernesto Röthlisberger»,
El Gráfico, Bogotá.
318
Ibidem, 1911.

568
El Dorado

del río Magdalena, que aquí desemboca. Este era, pues,


el país en el que por algunos años debía yo enseñar cien-
cia… Y que comenzaba con semejante desierto. ¿Cómo
podía imaginarme allí una cultura, una vida intelectual al-
tamente desarrollada, tal como me la habían pintado?319.

Las correspondencias directas entre lo visible y evi-


dente —el medio, la naturaleza, las características físi-
cas, los atuendos— y la idea de progreso constituyen un
elemento predominante en el discurso de Röthlisberger,
quien se embarca en un viaje tanto fáctico como discursivo,
explorando nuevos lugares y nuevos sentidos de sus pen-
samientos; viendo y pensando contrastes. Razas, climas,
paisajes y construcciones se vieron envueltos en este juego
de oposiciones y analogías. Entre estas, es preciso rescatar
aquellas que tienen que ver con la imagen de los indígenas,
negros, mulatos, zambos y mestizos. Röthlisberger atribuye
a estos individuos características tales como «estado de
semibarbarie», «bestiales costumbres», «báquicos exce-
sos», «estado primitivo», que pasan su existencia como
«hombres sin formación, instrucción ni ilustración»320.
Entramos aquí en el campo de las dos dicotomías plan-
teadas al comienzo del presente texto: civilización/barbarie
y razón/instinto. Röthlisberger describe, por ejemplo, la
manera en que «en la indolencia, sin religión, sin educación

319
Véase el capítulo «Por las Antillas francesas a Colombia».
320
Véase el capítulo «Por el Magdalena. Ascenso a los Andes».

569
Ernst Röthlisberger

social, en total ignorancia, van viviendo estas gentes»321.


Esto se presenta por oposición a su patria, y a lo que más
tarde sentiría como lo más cercano a la misma en térmi-
nos de civilización: Bogotá. Y así se expresa en su llegada
a Honda:

Los 1.000 kilómetros, aproximadamente, que com-


prende el lento Bajo Magdalena, por el que nosotros hi-
cimos el viaje, son de una gran riqueza tropical, si bien
constituyen regiones inhóspitas. En cambio hacia el sur,
se abren las maravillosas regiones del Alto Magdalena:
llanuras, colinas, bosques, montañas, en la más abundante
variedad de formas, colores y climas, con una población
relativamente grande de gentes activas, bastante civiliza-
das, dedicadas al comercio, la agricultura y la ganadería,
y con un vivaz desarrollo y una alegre vida social, seme-
jantes en su ímpetu a los 182 ríos y 1590 arroyos que en
el Alto Magdalena desembocan322.

En este y otros apartados el viajero suizo retoma cons-


ciente o inconscientemente el discurso del conde de Buffon
y expone concretamente los planteamientos que Caldas
había condensado en su escrito titulado «Del influjo del
clima sobre los seres organizados»:

En todas partes, en todos los seres, se halla profunda-


mente grabado el sello del calor y el frío; no hay especie,
no hay individuo en toda la extensión de la Tierra que

321
Ibidem.
322
Ibidem.

570
El Dorado

pueda sustraerse al imperio ilimitado de estos elemen-


tos: ellos los alteran, los modifican, los circunscriben;
ellos varían sus gustos, sus inclinaciones, sus virtudes y
sus vicios. Se puede pues decir que «se observa» y «se
toca» el influjo del clima sobre la constitución y sobre
la moral del hombre323.

En las palabras de Röthlisberger, los violentos contras-


tes de Colombia se hacen visibles en su misma configura-
ción física, en las variedades climáticas, en las diferencias
raciales, en su desarrollo etnográfico y político324. Hay in-
cluso episodios en los cuales, recién llegado de Suiza, se re-
fiere al clima como la causa de la imposibilidad de pensar,
hablando de «aquellos días de sofoco y modorra mental»
y del contraste de estos con los de su llegada a Bogotá en
una «sensación de nueva vitalidad, de frescura mental, y
de ligereza, que se experimenta otra vez en nuestro pen-
samiento, casi adormecido por los calores»325. El viajero
considera a priori que «el país es sano allí donde el hom-
bre lo ha hecho sano mediante su trabajo y civilización»
y que regiones «propiamente insalubres, peligrosas en tal
sentido, sólo las hay en Colombia en el Chocó, en la por-
ción septentrional del valle del Magdalena, en el estado

323
Caldas Francisco José, de. Del influjo del clima sobre los seres or-
ganizados. Semanario del Nuevo Reyno de Granada. Bogotá: Edi-
torial Minerva, 1942[1809], pág. 174.
324
Véase el capítulo «Colombia y su capital».
325
Véase el capítulo «Por el Magdalena. Ascenso a los Andes».

571
Ernst Röthlisberger

de Bolívar y en los Llanos»326, es decir, en las regiones de


bajos gradientes de altitud y de clima cálido.
Dejando de lado esta influencia explícita de la Ilustra-
ción en términos de la referencia constante a los grados
de la civilización y un determinismo climático imperante,
es conveniente analizar brevemente la notable disyuntiva
que se presenta en la concepción de los indígenas y de los
negros por parte del autor. En sus descripciones, el joven
suizo entremezcla una noción de primitivismo y barba-
rie con la noción del buen salvaje. Cuenta de su encuentro
con individuos de «salvajes movimientos [aunque de un
aparente] natural inofensivo y tranquilo»327. Las dicoto-
mías razón/instinto y mente/cuerpo se evidencian en el
pasaje en el cual Röthlisberger describe el baile de currulao
en el día de San Silvestre «junto a un pueblecillo escon-
dido entre la selva virgen»328 en las riberas del Magdalena:

Alrededor del fuego se mueven las parejas como fan-


tasmas de delirio, en tanto los espectadores se alzan allí
inmóviles, iguales a los troncos de una arboleda que de-
vorasen las llamas. Pero el bosque en torno se aparece
como una negra caverna. No entraré en la descripción
de la danza, con sus salvajes movimientos, tan pronto
sensuales como lánguidos o apasionados. Aquí no se
baila con entusiasmo o con el corazón, sino con el ins-
tinto puramente mecánico que habita la carne. Existe

326
Véase el capítulo «Colombia y su capital».
327
Véase el capítulo «Por el Magdalena. Ascenso a los Andes».
328
Ibidem.

572
El Dorado

una profunda diferencia entre nuestro trabajo social,


apoyado en esfuerzos mentales, en comunes sacrificios,
padecimientos y gozos, y este oscuro vegetar, este pre-
dominio de todas las fuerzas físicas en el hombre, que
debe luchar contra la naturaleza y contra un siglo de vie-
jo despotismo. Es un estado de barbarie, con el que sólo
en un futuro lejano podrá acabarse329.

A lo largo de párrafos como este se perciben los «ideo-


centrismos» a partir de los cuales se despliegan las páginas
de El Dorado, que en un principio invitan a un recorrido
experimental y circunstancial, libre de pretensiones eru-
ditas, pero que están en realidad cargadas del bagaje ilus-
trado del joven Röthlisberger, tanto como lo está su mente
crítica y estructurada. Este sentido de complicidad asép-
tica y de veracidad que se crea en un inicio desaparece en-
tre las frases que manifiestan, además de lo inmediato, un
contexto de influencias definitivas en su criterio de viajero
decimonónico.
Más allá de admirar las travesías de Röthlisberger y
su impecable síntesis plasmada en una obra sociohistó-
rica de referencia en Colombia, es preciso, como lo dice
Rolena Adorno, «reflexionar sobre la relación entre texto y
contexto, y las nociones que subyacen al concepto de cada
uno»330. El texto no es una entidad fuera del tiempo; está

329
Ibidem.
330
Adorno, Rolena, 1995, «Textos imborrables: posiciones simultá-
neas y sucesivas del sujeto colonial», Revista de Crítica Literaria
Latinoamericana (41): 33-49.

573
Ernst Röthlisberger

inserto en este y, por lo tanto, se entreteje con un contexto


que tiene lugar simultáneamente a su producción.
Si bien es claro que resulta difícil dilucidar elemen-
tos interpretables que estén fuera de aquellos que ya se sa-
ben prototípicos de una época, es decir aquellos que están
imbuidos en el texto mismo y se nos hacen opacos en la
lectura, es necesario encontrar la manera de contemplar
cómo se integran en la producción escrita en su forma tá-
cita, así para nosotros no resulten hoy tan evidentes331.
Esto no quiere decir que debamos sumergirnos en una
pesquisa intensiva detrás de unos elementos teóricos que
se acomoden a nuestro discurso, dejando de lado el goce
de un texto literario de alto nivel estético y muy signifi-
cativo para la reconstrucción de la historia de la sociedad
colombiana. La clave está en lograr un equilibrio entre una
lectura amable pero crítica al texto al que nos hemos en-
frentado, entendiendo que este lleva una carga subjetiva
importante que resulta eventualmente más diciente del
autor mismo que de aquello a lo que este se refiere en su
crónica. Así, en las descripciones se revelan y entretejen
elementos de la sociedad de la que Röthlisberger prove-
nía y de las configuraciones que navegaban en su mente.
Es recomendable, en consecuencia, alejar el lente de un
nivel individual y acercarse a una composición de la unidad
simbiótica texto/contexto, entendiendo que los enfoques y
muchos de los sesgos que se presentan en los primeros son
ideologías que resultan del condicionamiento del autor,

331
Ibidem, pág. 49.

574
El Dorado

es decir, son efectos del segundo —el contexto—, sobre el


primero —el texto—. Surge entonces la invitación a pen-
sar la sociedad como la fuente y condición que genera el
pensar de sus integrantes. Libros como El Dorado no sólo
retratan al autor y a lo visto por este en su periplo, sino
que, una vez integrados a la sociedad, inciden en sus inte-
grantes como han incidido, naturalmente, en sus propios
descendientes. Hoy me encuentro subiendo por el mismo
río, reviviendo en el sur de Bolívar ese relato preciso, y re-
pasando la validez de los planteamientos de uno de mis
ancestros. El Dorado de Ernst Röthlisberger es un texto
definitivamente colmado de certezas que aún se desplazan
por Colombia y sus habitantes con sombras de vigencia.

Cristina Gómez García-Reyes


Serranía de San Lucas,
Magdalena Medio,
noviembre 12 de 2015.

575
§§ Apéndice
Estrofas colombianas
traducidas al
alemán por Ernst
Röthlisberger
Capítulo v: « L a vi da cult ur al »

Dices que para olvidarme…


Du sagst, ein einz’ger Augenblick
Genügte dir, mich zu vergessen
Und mit mir all das Liebensglück,
Das froh zusammen wir besessen.

Vergiss mich doch, versuch es nur!


Dem Pfeil mit Wilderhaken gleicht
Die Liebe, des Vergang’nen Spur
Die nimmer aus dem Herzen weicht.

Sentados sobre la hierba…


Am Ufer des Flusses,
Im duftigen Grase
Liebkostest du mich
In Liebesekstase.

577
Ernst Röthlisberger

Deiner Lippen Lispeln


Meine Stirne küsst,
Mit des Baches Murmeln
Mild zusammenfliesst.

Deine Hand in der meinen,


Mein Haupt an deiner Brust,
Das Glück zu vereinen,
Lacht der Himmel mit Lust.

An meine Schulter gelehnt


In lieblicher Sanftheit,
Bestricktest du mich
Mit Worten voll Zartheit.

Ojos verdes son la mar…


Grüne Augen sind das Meer,
Blaue Augen der Himmel
Graue des Fegefeuers Glut,
Schwarze der Hölle Getümmel.

Ich stolpert einmal,


Da schalt alle Welt.
Jeder stolpert und fällt.
Warum ist mir’s egal?

Ein Kahlkopf findet einen kamm,


Den jemand draussen verloren.

578
El Dorado

So ist’s, hat jemand ein Mägdlein lieb


Und sie einen andern erkoren!

Der Königsadler im kühnen Flug


Weithin streich über die Meere,
Ach wenn ich, um zu fleiegen fort,
Auch so ein Adler wäre!

Wär’ich ein Vöglein,


Auf deine Schulter flog ich hin.
Wie schelmisch dein Mündlein!
Nur schade, dass ich’snicht bin.

Tus ojos son dos luceros…


Deine Augen sind zwei Sterne,
Deine Lippen ein Korallenband,
Deine Zähne sind feine Perlen,
Geholt am tiefen Strand.

Wie in Meerestiefen
Gähnet mancher Schlund,
Weschselnd in deinen Augen,
Tut Stille und Sturm sich kund.

Deine Augen sind wie Tag und Nacht


Licht und Schatten ganz,
Rebenschwarzwie der Hölle Macht
Und spielend wie Sonnenglanz.

579
Ernst Röthlisberger

Vorgestern im nächltichen Traum ich sah


Zwei Neger das Schwert auf mich zücken…
Dein schönes Augenpaar schaute mich an
Unheimlich, mit zornigen Blicken.

Esta calle está mojada…


Nass ist diese Straße,
Wie von Regen schwer;
Tränen sind’s eines Verliebten,
Der irrt hier umher.

Hoch am Himmel zieht der Mond


Und die Sternlein prangen!
Drunten weinend sitzt ein Mann,
Den ein Weib hintergangen!

Du liebtest mich und vergassest mich


Und liebtest mich aufs neu
Und fandest mich ein andermal
Ergeben in gleicher Treu.

Frisch erhob sich meine Liebe


Wie ein üppiger Baum belaubt;
Gleichgültigkeit und Kälte haben
Ihn seines Blätterschmucks beraubt.

Gestern an deinem Tore


Warfast eine Zitrone auf mich;

580
El Dorado

Der Saft traf mich in die Augen,


Ins Herz traf mich der Stich.

El amor que te tenía…


Die Liebe, die ich dir geweiht,
War winzig und verschwand.
Ich trug sie auf ein Hügelchen;
Der Wind trug sie ins Land.

In dieser Gasse
Wohnt die Waise Allein.
Wer doch mit ihr wohnte,
Das arme Mägdlein!

Mi mujer y mi mulita…
Des Weibes und des Maultiers Tod
Gleichzeitig ich betraure.
Mein Weib is thin! In’s Teufels Nam!
Das Maultier ich bedaure.

Con todas me divierto…


Mit allen ich scherzte
Und sprach und lachte.
Die einzig ich liebe,
Ich schweigend betrachte.

581
Ernst Röthlisberger

Meine Augen dir sagten,


Ich liebe dich;
Sind sie auch furchtlos,
Ich fürchte mich.

Gib, schönes Kind, mir,


Worum ich dich bitten muss:
Ein zartes Umarmen,
Einen Seufzer, einen Kuss.

Dein halbes Herz


Verlang ich nicht;
Geb’ ich das meine,
Geb’ ich´s ganz.

Willst du, dass ich dir zugetan,


Eine Bedingung knüpf ’ ich daran:
Was dein, das soll mein sein.
Was mein ist, sei nicht dein!

Tiene la que yo quiero…


Der, welche ich gern hab’,
Der fehlt ein Zahn;
Durch dieses Pförtchen
Da binden wir an.

582
El Dorado

Si la piedra con ser piedra…


Wenn aus rohem Stein
Helle Feuertränen sprühnen,
So der Stahl ihn schlägt,
Wie muss erst mein Herz erglühen!

Seit ich dich sah, liebte ich dich.


Es kam über mich wie ein Traum.
Ich weiß nicht, was zuerst mir geschah,
Ob ich dich liebte oder dich sah.

Capí tulo vi : «Cor r er í as »

Molé, trapiche, molé…


Vorwärts, Mühle, mahle!
Bei all deiner Kraft,
Steckt viel Holz im Ofen,
Und der Kessel will Saft.

Wie viel Zeit ich verlor


In Liebesqualen!
Hätt’ich Zucker gepflanzt,
Schon wär’ er zum Mahlen!

Vorwärts, Mühle, mahle!


Bläuliches Zuckerrohr!
Mahle es um Mitternacht,
Und bricht der Tag hervor.

583
Ernst Röthlisberger

Der Zuckerrohr, ein bloßes Rohr,


Fühlt gleichwohl seinen Schmerz;
Zermalmet es die Mühle,
Zermalmt sie ihm das Herz.

584
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589
§§ Guía de nombres que
aparecen en este libro

§§ A André, Edouard-François
Ángel, Felisa
Abadía, Ezequiel Aníbal
Abadía Bueno, José Joaquín de la Arango Barrientos, Alejandro
Abadía Salamando, Felipe Joaquín Arbeláez Gómez, Vicente
de la Arboleda Pombo, Julio
Acosta Castillo, Santos Arboleda, Sergio
Acosta de Samper, Soledad Arias Dávila, Pedro (Pedrarias)
Acosta, Joaquín Aristófanes
Agnew, Thomas Arosemena, Justo
Aguilar, Federico Cornelio Arrieta, Diógenes
Aguirre, Eleuterio Aspinwall, William Henry
Alcántara Herrán y Martínez de Atuesta, Dimas
Zaldúa, Pedro
Aldana, Daniel
Alexandre iii
§§ B
Almagro, Diego de
Álvarez, Enrique Bachmann, Georg
Amar y Borbón, Antonio José Badillo, Pedro
Ancízar Basterra, Manuel Bain, Alexander
Ancízar Samper, Inés Balzac, Honoré
Ancízar Samper, Roberto Barraga, Juan Luis

591
Ernst Röthlisberger

Barreiro Manjón, José María §§ C


Barriga Villa, Julio
Barriga Villa, Pablo Cabot, Sebastián
Bastidas, Rodrigo de Caicedo Sanz de Santamaría, Fer-
Battista Agnozzi, Giovanni nando
Baur, (N) Caicedo y Sanz de Santamaría, Do-
Bavier, Simeon mingo
Belalcázar, Sebastián de Caín
Benítez Terán, María Teresa Calasanz Vela, José de, «El Pater»
Bentham, Jeremy Caldas Tenorio, Francisco José de
Beyeler, A. Calderón Reyes, Clímaco
Bitzius, Albert ( Jeremias Gotthelf ) Camacho Roldán, Salvador
Bochica Camargo Pinzón, Sergio
Bolívar, Simón Campo, Agustina del
Bonaparte, José i de ( José Napo- Cané Casares, Miguel
león i) Cantù, Cesare
Bonaparte, Josefina (emperatriz) Cañarte y Figueroa, María Venancia
Bonaparte, Napoleón Cardona, Andrés
Bonaparte Wyse, Lucien Napoleón Carlos I de España
Bonnet, Jean Carlos ii de Inglaterra
Bonnet, Joseph Carlos iv de España
Bonnot de Condillac, Étienne Carlos v del Sacro Imperio Romano
Borja, Rodrigo de (Alejandro vi) Caro Ibáñez, José Eusebio
Borrero, Napoleón Caro Tobar, Margarita
Boussingault, Jean-Baptiste Caro Tobar, Miguel Antonio
Boves de la Iglesia, José Tomás Carrasquilla, Ricardo
Brizuela (el negro) Carreño Rodríguez, Simón Narciso
Brun, Santiago de Jesús (Samuel Robinson)
Bueno Betancur, Célimo Carrión Armero, Marcela
Bueno Betancur, Vicente Casas, Domingo de las
Bueno Fontal, Margarita Cesar, Francisco
Buitrago, Eliseo Chardon, Carlos E.
Cipriano de Mosquera y Arboleda,
Tomás

592
El Dorado

Codazzi y Fernández de la Hoz, Emiro Kastos ( Juan de Dios Res-


Araceli trepo Ramos)
Codazzi, Agustín Escobar, Ignacio
Colón, Cristóbal Ezpeleta y Galdeano, José Manuel
Convers Sánchez, Sergio de
Convers, François
Córdova Muñoz, José María
Cortés Monroy Pizarro Altamira- §§ F
no, Hernán
Crespo Mosquera, Ana María Fallon Carrión, Diego
Cucalón Ángel, Inocencio Fallon O´Neill, Thomas
Cuervo Urisarri, Rufino José Federmann, Nicolás de
Cuervo, Rafael Felipe i de Habsburgo
Cuvier, George Felipe ii
Fernández de Enciso, Martín
Fernández Madrid, Pedro
§§ D Fernández, Mercedes de
Fernández, Gregorio
Destutt, Antoine-Louis Fernández, José Manuel
Díaz Jaramillo, Juan Fernando ii de Aragón
Diego Paredes, Victoriano de Fernando vii de España
Domingo Díaz, José Ferrer Scarpetta, Manuela
Domínguez Escobar, José María Flores Aramburu, Juan José
Don Juan Forrest, Wright
Don Quijote Franco, Carlos
Dumas, Alejandro Fuhrmann, Otto
Dussán, Antonio

§§ G
§§ E
Gaibrois Nieto, José Trinidad
Ehinger, Ambrosio Gaibrois, Louis
Eiffel, Alexandre Gustave Gaitán Obeso, Ricardo
Gallego, Severo

593
Ernst Röthlisberger

Gálvez, Teas de Hawkins


García de Lemos y Ante de Men- Heiniger, Johann
doza, Pedro Heredia, Pedro de
García Mérou, Martín Hermanas de la Caridad
García, Dolores Hernán Cortés Monroy Pizarro Al-
García, José María tamirano
Gaviria Cobaleda, Emiliano Hernández, Daniel
Gaviria Cobaleda, Ricardo Herrán y Martínez de Zaldúa, Pe-
Gaviria de Castro, Juan de la Cruz dro Alcántara
Gaviria, Sixta Tulia Hohermut von Speyer, Georg
Glauser, Gustavo Holguín Mallarino, Carlos
Godoy y Álvarez de Faria, Manuel Hurtado Hurtado, Ezequiel
Gómez de la Asprilla y Gil del Va-
lle, Salvador
Gómez García-Reyes, Cristina §§ I
González Manrique, Venancio
González Valencia, José María Iragorri y Larrea, José
González, Antonio Isaacs Ferrer, Jorge
Gotthelf, Jeremías (Albert Bitzius) Isaacs, George Henry
Groot y Urquinaona, José Manuel Isabel I de Castilla
Guarín, José David
Gutiérrez de Alba, José María
Gutiérrez de Piñeres Herrera, María §§ J
Gutiérrez en Almagro, Elvira
Gutiérrez González, Gregorio James, John
Gutiérrez Prieto, José Santos (ge- Jesucristo (Cristo)
neral) Jiménez de Quesada, Gonzalo
Gutiérrez, José Jiménez, Francisco
Joachim, Joseph
Juana I de Castilla
§§ H Junot, Jean-Andoche

Hambursin, Eugène
Hand, Rupert

594
El Dorado

§§ K Magallanes, Fernando de
Mallarino Ibargüen
Kastos, Emiro ( Juan de Dios Res- Manuel María
trepo Ramos) Manrique Convers, Pedro Carlos
Keller, Gottfried Márquez, Guillermo
Kemble, Carolina Márquez Barreto, José Ignacio de
Koppel, Salomón F. Marroquín, José Manuel
Marshall, James W.
Mayor, Eugène
§§ L Meléndez, Felipe
Melo Ortiz, José María
Lamartine Merlo, Tomás
Leibniz, Gottfried Wilhelm Messía de la Cerda, Pedro
León, José Meyerhans, (N)
Lesseps, Ferdinand de Mier, Manuel Faustino de
Liévano Reyes, Indalecio Mier Rovira, Joaquín José Blas de
Linneo, Carl N. Mier y Benítez, Joaquín de
Livio, Tito Miranda y Rodríguez, Francisco de
Lleras, Lorenzo María Moisés
Lobo Guerrero, Bartolomé Molano, Alfredo
Locke, John Montaño, Gabriel
Londoño, Ignacio Montenegro, Juan de
Londoño, Pedro Monteverde y Ribas, Juan Domin-
López Sanz, José Ramón go de
López Valdés, José Hilario Montoya, Francisco
Louis xv Morales, Lolo
Lozano de Peralta y Caicedo, Jor- Morfeo
ge Miguel Morgan, Sir Henry
Lugo, Fray Bernardo de Morillo y Morillo, Pablo
Mosquera Bonilla, Dionisia
Mosquera y Arboleda, Joaquín
§§ M Moyano, Sebastián
Murillo Toro, Manuel
Musset
Maestre

595
Ernst Röthlisberger

Mutis, José Celestino París, Joaquín


Parra Gómez, Aquileo
Patiño Camargo, Luis;
§§ N Patiño Restrepo, Félix
Payán Hurtado, Eliseo
Nariño y Álvarez del Casal, Antonio Paz, Manuel María
Neira Acevedo, Pedro Pérez de Manosalbas, Felipe
Nieto París, Rafael Pérez de Manosalbas, Santiago
Nippold, Friederich Wilhelm Franz Perthes, Justus
Nötzli, Jean Piar Gómez, Manuel Carlos
Núñez de Balboa, Vasco Pitt, William
Núñez Moledo, Rafael Pizarro González, Francisco
Pombo Ayerbe, Jorge
Pombo Ayerbe, Lino
§§ O Pombo Rebolledo, Manuel
Pombo, Rafael ( José Rafael de Pom-
O’Leary, Daniel Florencio bo y Rebolledo)
Obando, José María Poncet, Antoine
Obando, Juan Luis Porras, Francisco de
Obeso, Candelario Posse, Mariano
Ojeda, Alonso de Pradilla, Antonio María
Ortiz, José Joaquín
Osorio, José María
Ospina Rodríguez, Mariano §§ Q
Otálora Martínez, José Eusebio
Quijano Otero, José María
Quiroga y Hermida, Antonio
§§ P
Páez Herrera, José Antonio §§ R
Palacio Pertuz, Francisco (general)
Pardo Vergara, Joaquín Rangel, Pedro Esteban
París Forero, Eduardo José Rengifo Ortiz, Tomás
París Ricaurte, José Ignacio Rentería, Francisco

596
El Dorado

Rentería Cañarte, Elías Röthlisberger, Familia


Rentería Gil del Valle, Joaquín Röthlisberger de García-Reyes, Inés
Rentería Gil del Valle, Jorge Röthlisberger, Manuel
Rentería Gil del Valle, Nicolás Röthlisberger de Navas, Mónica
Rentería y Caicedo, Ignacio de Röthlisberger, Walter
Rentería y Martínez Balderruten, Rovira, Magdalena Santa María
José Ignacio de
Rentería y Martínez Balderruten,
Nicolás de §§ S
Restrepo Echavarría, Emiliano
Restrepo Hernández, Alberto Sabaraín, Alejo
Restrepo Hernández, Félix Saffray, Charles
Restrepo, José Félix de Salavarrieta Ríos, Policarpa
Restrepo Piñeres, Anita Salgar Moreno, Eustorgio
Restrepo Ramos, Juan de Dios (Emi- Salgar, Januario
ro Kastos) Salomón x
Restrepo Restrepo, Carlos Eugenio Samper Agudelo, Agripina
Restrepo Vélez, José Manuel Samper Agudelo, José María
Restrepo, Simón Samper Agudelo, Manuel
Reyes Prieto, Rafael Samper Agudelo, Miguel
Riego y Flórez, Rafael del Samper Uribe, Josefina
Ricaurte Lozano, Antonio Samper, José María
Robertson, William San Agustín
Robledo, Jorge San Bartolomé
Rodríguez del Toro y Alayza, Ma- San Francisco
ría Teresa San Martín y Matorras, José de
Rodríguez Freyle, Juan (Fresle) San Vicente de Paúl
Rodríguez, Manuel del Socorro Sánchez Codazzi, Sergio
Rojas Garrido, José María Sánchez del Guijo, Francisca
Rojas, Antonio Sánchez, Laureano
Rojas, Ricardo Santa Cruz, Baltazar de
Rosales, José María Santa María Rovira, Magdalena
Röthlisberger, Blanca Santander y Omaña, Francisco de
Röthlisberger, Ernst Paula

597
Ernst Röthlisberger

Santiago, Melchor de Uribe White, Enrique


Sardá, José
Sayer, Samuel
Shakespeare, William §§ V
Silva Frade, Ricardo
Silva Gómez, José Asunción Vadillo o Badillo, Juan de
Sucre y Alcalá, Antonio José de Vanegas, Ricardo
Sutter, Johann Augustus Vargas Vega, Antonio
Vargas, Marcelino
Vargas, Rosaura
§§ T Vásquez de Arce y Ceballos, Gre-
gorio
Tamayo Restrepo, Joaquín Emilio Vásquez, Francisco
Tavera, Camilo Verdejo, Juan
Tenerani, Pietro Vergara Tenorio, José María
Tiziano Vergara y Vergara, José María
Tobar Pinzón, Blasina Véricel, Claude
Toro y Alayza, Teresa Verne, Julio
Torres, Fray Cristóbal de Vespucci, Amerigo
Torres, Camilo Von Goethe, Johann Wolfgang
Trujillo Largacha, Julián Von Haller, Albrecht
Von Humboldt, Alexander

§§ U
§§ W
Ulloa, Juan Evangelista
Ulloa, Ramón Waldseemüller, Martin
Urdaneta, Alberto Washington, George
Uribe Gaviria, Julián Weckbecker, Alexander
Uribe Maldonado, Eloísa Welti, Friedrich Emil
Uribe Toro, Tomás White Uribe, María Luisa
Uribe Uribe, María Luisa Wilches Calderón, Solón
Uribe Uribe, Rafael
Uribe Uribe, Tomás

598
El Dorado

§§ Z
Zaldúa y Racines, Francisco Javier
Zapata, Felipe
Zea, Francisco Antonio
Zerda, Liborio
Zipa de Bacatá (Funza)
Zorrilla Bermúdez, María Josefa

599
§§ Guía geográfica

§§ A Anapoima
Andalucía
Abrantes Andes
África colombianos
Agua de Dios Cordillera Oriental de los
Agua Larga Apiay
Aiguilles Aragua de Barcelona
Aldea de Cerrito Arroyo
Alemania Parado
Alpes Berneses Zabaleta
Alto Avenue Simón-Bolívar
de Buena Vista Ayacucho
de Guatoque Ayapel
del Copó
del Oso
del Raizal
§§ B
del Roble
del Sargento Bahía
del trigo de Limón
y Bajo Magdalena de Maracaibo
Perú de Santander
Ambalema Barichara, Santander

601
Ernst Röthlisberger

Barranquilla Caldas
Basse-Terre Cali
Bayona Camino Poncet
Bélgica Canal
Berna de Suez
Boca de Monte de Panamá
Bocas de Ceniza Canoas
Bodega Central Caño
Bodega de Bogotá de Cuatro Bocas
Bogotá Pachaquiaro
Bolivia Caquetá
Bomboná Cáqueza
Boquerón Carabobo
Boquerón de Chipaque Caracas, Venezuela
Bosque de Bolonia Caracolí
Bosque de Morillo Cartagena
Boyacá Cartago
Brasil Carúpano
Buenaventura Casanare
Buenos Aires Casas Viejas
Buga Castilla del Oro
Bugalagrande Cataratas del Niágara
Burdeos Centroamérica
Burgdorf Cerrito
Cerro
de La Peña
§§ C del Mono, «Monkey Hill»
Chapinero
Cabeza del Diablo Chile
Cabo de la Vela Chimbe
Cabuyaro Chinú
Cádiz Chipaque
Caicedonia Chirajara
Calamar Chocó

602
El Dorado

Ciénaga de Antioquia
Ciudad Bolívar o Angostura de Bolívar
Colón de Cundinamarca
Cordillera de Santander
Central del Cauca
Oriental del Tolima
Oriental de los Andes litoral de Bolívar
Costa Rica Estrecho de Magallanes
Cruces Europa
Cuatro Esquinas
Cuba
Cuenca §§ F
del Amazonas
del Meta Facatativá
del Orinoco Filadelfia
Culebra Filandia
Flandes
Fresno
§§ D Fontibón
Fort Napoleón
Dovio Francia
Funza
Fusagasugá
§§ E
Ecuador §§ G
Egipto
El Banco Gallegos
El Paso del Quindío Gatún
El pueblo María Gibraltar de las Antillas
El Salado Girardot
Emperador Golfo
España de Maracaibo
Estado de México

603
Ernst Röthlisberger

de Vizcaya Dominique
del Darién La Désirade
Gólgota Les Saintes
Gorgona Manzanillo
Granada Marie Galante
Grenoble Martinique
Guadalupe Taboga
Guadeloupe Istmo de Panamá
Guaduas Italia
Guarinó
Guataquí
Guataquicito §§ J
Guatavita
Guyana Jamaica
Japón
Java
§§ H Jerusalén
Jiramena
Haití Junín
Hereford
Hiroshima
Hispania §§ K
Honda
Krakatoa

§§ I
§§ L
Ibagué
Icononzo La antigua Cartago
Inglaterra La Bandera
Irlanda La Donjuana
Isla(s) La Dorada
Azores La Guaira
de San Salvador La Loma

604
El Dorado

La Mesa Manchester
La Pradera Manizales
La Sabana Mar
La Unión de las Antillas
Lago del Sur
de Ginebra Mediterráneo
de Neuchâtel Muerto
Laguna Dumasita Maracaibo
Las Bahamas Mariquita
Las Cejas Martinique, Fort-de-France
Las Cruces Matachín («Muerte del chino»)
Las Juntas Maturín
Las Nieves Medellín
Lima Mediación
Liverpool Medina
Llanos Melgar
de Apiay Mesuno
o pampas Minas de oro de California
Los Alpes Mindi
Los Chancos Mompox
Los Limones Monserrate
Los Manzanos Montañas del Jura
Los Mártires Monte
Los Pirineos Aventino, en Roma
Redondo
Mont-Pelé
§§ M Mureau
Muzo
Machín
Macizo del Tolima
Macuto §§ N
Madrid
Magangué Nare
Mamei Neiva

605
Ernst Röthlisberger

Nevado Paso
de Santa Isabel del Gusano
del Herveo del Quindío
del Ruiz Pasto
Nicaragua Pedro Miguel
Niesen Península de La Guajira
Normandía Pereira
Nudilleros Perico
Nudo de Sumapaz Perú
Nueva Granada Piedra
Nueva Helvetia (California) Piedra(s)
Nueva York de Moler
de Pandi
Plazuela de San Camilo
§§ O Pointe des Châteaux
Pointe-à-Pitre en Guadaloupe
Ocaña Popayán
Océano Atlántico Portobelo
Orocué Portugal
Potosí
Provenza
§§ P Prusia
Puente
Pacho de Hierro
Pacífico del Carmen
Palmira del Común
Panamá Puerta
Pandi Puerto
Paraíso Berrío
Páramo Cabello
de las Papas Colombia
de Sumapaz Nacional
del Ruiz Wilches
París

606
El Dorado

§§ Q Gualí
Obispo
Quebrada Otún
de Buenavista Fucha
Aguacaliente Funza
Quetame Fusagasugá
Quindío Garona
Quito Gualí
Guatiquía
Guaviare
§§ R La Paila
La Vieja
Restrepo (antes La Colonia) Magdalena
Río Meta
Amazonas Negro
Apulo Patía
Apure San Agustín
Arauca San Francisco
Arzobispo San Juan
Atrato Seco
Blanco Sena
Boquía Sumapaz
Casiquiare Riofrío
Cauca Roldanillo
Cesar Roma
Chagres
Chinchiná
Chipalo
§§ S
Coello
Columbia Sabana de Bogotá
Combeima Sacramento
Cuja Saldaña
Dordona Salento
Guacaica Salina

607
Ernst Röthlisberger

de Cumaral Solothurn
de Upín Soná (Panamá, provincia de Vera-
Salto de Tequendama guas)
San Francisco Sonso
San Gotardo St. Pierre
San Juan de los Llanos Subachoque
San Juan Nepomuceno Suiza
San Martín Sumatra
San Mateo Supatá
San Pablo Suramérica
San Pedro Susumuco
San Pedro de Riobamba
San Vicente
San Victorino (plaza de) §§ T
Santa Ana
Santa Bárbara Tamalameque
Santa María la antigua del Darién Tarqui
Santa Marta Tena
Santa Rosa Tequendama
Santafé de Antioquia Teusaquillo
Santafé de Bogotá Toche
Santana (hoy Santa Ana, llamada Tolima
Falán) Tolú
Santander Tres Esquinas
Santo Domingo Trópico
Santuario (Antioquia) Trüb
Sebastopol Trujillo
Sevilla Tuluá
Siecha Tunja
Sierra Nevada Tusculum
de Santa Marta
del Cocuy o Chita
Sogamoso
Soledad

608
El Dorado

§§ U Villeta
Vizcaya
Uribe Volcán
El Herveo
Huila
§§ V Pichincha
Puracé
Valencia Santa Isabel
Valle Tolima
de Aguacatal
de Iraca
de los Alcázares
§§ Y
de Magdalena
del Atrato Yolumbal
del Cauca
del Magdalena
del Travers
§§ Z
del Zulia
Venezuela Zarzal
Victoria Zipaquirá
Villavicencio

609
§§ Guía temática

§§ n.º §§ B
20 de julio de 1810
Bacatá
Banco Nacional, en Santo Domingo
§§ A Batalla(s)
de Bomboná
Abate de Boyacá
Academia de Carabobo
Colombiana de la Lengua de Garrapata
Nacional de Medicina de Hormezaque
Achaguas de Junín
Adobes de La Humareda
Aguador de Los Chancos
Almohadas de Mosquitera
Altozano del Oratorio
Archivo Nacional Batallón Albión
Arrieros Biblioteca Nacional de Colombia
Asamblea Constituyente Francesa Bochica
Aula Máxima de la Universidad Bongos
Azul de Prusia Bundesrat

611
Ernst Röthlisberger

§§ C Congreso
de Angostura
Calle de Cartagena
Florián Federal
Real Consejo
del Comercio de Indias
Campaña de los setenta y cinco días Federal de la Confederación Hel-
Carta Fundamental de la Nueva vética
Granada Constitución
Casa de Borbón de 1886
Catedral de Bogotá Española de 1812
Catilinarias Convención
Cazos de Ocaña
Chapilurdes Nacional de Rionegro
Chibchacum Convento de Jesuitas (San Bartolo-
Chicha mé) y Santa Inés
Chiminigagua Corazón de Jesús
Chucumas Corpus Christi
Ciencias Naturales Correo
Ciudad Heroica Corte Española
Codex Bolivianus Cruz del Sur
Colegio Cuerpo Diplomático
de San Bartolomé Cundirumarca
Mayor de Nuestra Señora del Ro- Currulao
sario
Militar
Provincial de Medellín
§§ D
Colonialismo
Comisión Corográfica de Agustín Declaración de los derechos del
Codazzi Hombre
Compañía Día
de Colombia de Reyes
de Jesús de Todos los Santos
Confederación Granadina Dios del Amor

612
El Dorado

Dique §§ F
Dómine
Ferry-boat
Filosofía
§§ E profesor de
Francos
El Gemmi Fuerza Aérea Colombiana
El Gibraltar de las Antillas
El Gólgota
El Moral §§ G
El Observatorio
El Olimpo radical Gamín
El pan del pobre Gobernación del estado de Cundi-
Escuela namarca
de Agronomía Gruta Simbólica
de Bellas Artes Guadalupe, Basse-Terre
de Ciencias Naturales Guahibos
de Derecho o de Jurisprudencia Guerra de la Independencia
de Ingenieros
de Literatura y Filosofía
de Maestras, en Santa Clara §§ H
de Medicina
Militar Hacienda
Estados Unidos de Suramérica El Tigre
Estrella Polar El Triunfo
Evangelio La Vanguardia
Evolucionismo San Mateo
Expedición Herranza
Botánica del Nuevo Reino de Gra- Historia
nada de Colombia
pacificadora descriptiva; del Derecho
Exposición Nacional del Centena- Universal
rio de la Independencia Hospital Municipal
Huitaca

613
Ernst Röthlisberger

§§ I La Bagatela
La Gran Colombia
Ideocentrismos La Santa Sede
Iglesia Lazareto de Agua de Dios
de la Trinidad Legión
de Lourdes Británica
de San Carlos (hoy San Ignacio) Irlandesa
de San Ignacio Libertador Presidente
de St. Julien Lontananza
La Tercera Los Alisos
San Nicolás Los Comuneros
Ilustración Los Parises bogotanos
Inmaculada Concepción
Inquisición
Institut de France
§§ M
Instituto Caro y Cuervo
Islas de Calipso Masones
Meandros
Mimosa púdica
§§ J Mistela
Muisca
Jipijapa Museo Nacional
Jueves Santo
Junta de Sevilla
§§ N

§§ K Noche
de San Silvestre
Kulturkampf Santa
Nonchalance
Nuestra Señora de Chiquinquirá
§§ L
La Atenas de Suramérica

614
El Dorado

§§ O §§ Q
Oerlikon Que sais-je
Orden del Mérito Aeronáutico An- Quina
tonio Ricaurte Quinta de San Pedro Alejandrino

§§ P §§ R
Palacetes Racismo
Palacio Real
del Presidente Jardín Botánico de Madrid
Liévano Academia de Madrid
Panches Reina de las Antillas
Panela Relativismo cultural
Panóptico, o presidio Revolución francesa
Papel Revoque
Periódico de Santafé Rousseauniano
Periódico Ilustrado Ruana
Parque
Central de Nueva York
de Santander §§ S
Particularismo histórico
Pértiga Sálivas
Pisaverde Salmodia
Plaza San Silvestre
de Bolívar, o de la Constitución Sátrapa
de las Nieves Segundo Congreso de Mejoras Na-
de San Victorino cionales de 1920
de Santander Semana Santa
del Centenario, o de San Diego Serenos
Mayor de Bogotá Sierpe
Provincias Unidas de la Nueva Gra- Spencerismo
nada Sociedad

615
Ernst Röthlisberger

Caldas §§ U
de Naturalistas Neogranadinos
de San Vicente de Paúl Unión Postal Universal
Universidad
Católica
§§ T de Berna
Nacional de Colombia
Tasajo
Teatro
Colón de Bogotá §§ V
Maldonado
Nacional Vapor Saint-Simon
Ténder Virreinato del Perú
Tequendama
Teusaquillo
Tinglado §§ Z
Tómbolas
Torrenteras Zamarros
Trapiche Zambo
Tresillo Zarzaparrilla
Tuberculosis

616
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